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2024 Abr 20 La quimera del gandul. Xavier Velasco

Nada complace más a los autoritarios que hacerse de un rebaño cínico y conformista...
“¡Qué bonito es no hacer nada!”, reza el adagio que algunos aplicamos, a modo de ironía, cuando nos referimos a la gente holgazana. Mentiría si dijera que que jamás hice méritos –en especial durante la niñez y adolescencia– para ganarme la fama de zángano. Si por aquellos tiempos alguien me hubiera sugerido que podía pasar el resto de mis días rascándome la panza y nada más, habría contado con todo mi entusiasmo. “¡Tú naciste cansado!”, despotricaba con frecuencia mi madre, que era industriosa como una hormiga arriera y camellaba incluso durante el sueño.

Afortunadamente uno madura, lo suficiente al menos para ir entendiendo que la holganza total es más agotadora que el cansancio. Por más que se les vea como antípodas, esclavos y haraganes han de cargar el fardo de la indignidad, puesto que ni unos ni otros son dueños de sus actos y viven condenados a mirar hacia otros que eventualmente respondan por ellos, cual si jamás hubiesen alcanzado la mayoría de edad. Ahora bien, desde el punto de vista moral es aun preferible la esclavitud, por cuanto así se evita ser objeto del calificativo de sinvergüenza.

Vivir como un perpetuo desempleado implica deshacerse de los últimos rastros de pundonor. Decir “yo soy así” y volverle la espalda al qué dirán, o en su caso echar mano de uno más entre tantos argumentos risibles que integran el acervo del huevón vitalicio. No encuentran, por supuesto, un trabajo a la altura de sus expectativas, y es tal su desencanto que ni siquiera se molestan en buscarlo, ya sea porque han hecho las paces con la inopia o porque no les falta quien vea por ellos. ¿Por qué entonces, si su vida es tan dulce y sosegada, la mayoría es cliente de la amargura?

Contra lo que suponen quienes sonoramente les desprecian, los buenos-para-nada no conocen de cerca la autoestima. Quienes ya hayan vivido los días desquiciantes del desempleo saben perfectamente de lo que hablo. Miras a tu familia con un desasosiego que te hace sentir mal hasta cuando sonríes, incluso si el asunto del dinero no es de por sí apremiante, y es como si en sus ojos centelleara el reproche de que eres un inútil y encima un mantenido.

No es raro que en países desarrollados, donde existe el seguro de desempleo, sean enjambre los vividores que se cuelgan de ahí para pasarse el día hasta la madre de esta o aquella sustancia que puntualmente inhibe los remordimientos, si bien ninguna alcanza para devolverles el amor propio que tal vez no recuerdan, y sin el cual el resto de los seres humanos viviríamos condenados a soportar el yugo de la nada. “Imaginar la nada”, escribió Carlos Fuentes, “o creer que se gobierna la nada, es una de las formas, acaso la más segura, de volverse loco”.

La idea de un gobierno que promueva la holganza como utopía mayor para quienes le apoyen parecería un suicidio colectivo, si no fuera un atisbo de dictadura. Nada complace más a los autoritarios que hacerse de un rebaño cínico y conformista, listo para estirar la mano ante el poder y asumirse menor de edad mental. Seguramente ahora quien esto escribe se sentiría más cómodo tendido frente a la televisión, con un trago a la mano y nada por hacer de aquí hasta fin de mes, pero habría que ver la clase de humor negro que le avasallaría cada vez que el espejo le devolviera la imagen de un gandul sin el menor oficio o beneficio.

La demagogia busca avasallarnos. Le estorba que la gente se respete a sí misma, de ahí su poco aprecio por los méritos. Prometernos la arcadia del relax equivale a negarnos el derecho a exigir todo aquello que nos corresponde, igual que a un mantenido vitalicio. Prefiero, para el caso, estar incómodo. Pues la incomodidad, como pronto veremos en las elecciones, es el mejor aliado de los inconformes.

 

Tomado de: Milenio