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Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Nicolas Maquiavelo

Capítulo VIII

Son tan útiles las acusaciones en las repúblicas, como perjudiciales las calumnias

Aunque el valor de Furio Camilo, cuando libró a Roma de la opresión de los galos, fue causa de que todos los ciudadanos romanos sin entender por ello que menguaban la reputación y jerarquía de cada uno, le prestaran obediencia, Manlio Capitolino no podía sufrir que le concedieran tanto honor y fama creyendo que, respecto a la salud de Roma, no había contraído él menores méritos al salvar el Capitolio, ni era inferior a Camilo en las demás dotes militares. Lleno de envidia, molestado sin cesar por la gloria de aquél, y viendo que no podía sembrar discordia entre los senadores, dirigióse a la plebe, es­parciendo entre ella pérfidas noticias.

Decía, entre otras cosas, que el tesoro reunido para entregarlo a los galos y libertarse de ellos no les había sido dado, usurpándolo varios ciudadanos, y si se devolviera, podía ser de utilidad pública, permitiendo aligerar los tributos de la plebe o pagar deudas a los ple­beyos. Estas afirmaciones impresionaron al pueblo, produciendo desórdenes y tumultos en la ciudad, que alarmaron al senado hasta el punto de considerar la situación peligrosa y elegir un dictador para que juzgara los hechos y refrenara la audacia de Manlio.

Citóle el dictador inmediatamente, y ambos fueron a encontrarse en la plaza pública, el dictador al frente de los nobles y Manlio se­guido del pueblo. Ordenó aquél a Manlio que dijera quiénes habían cometido la usurpación del tesoro por él denunciada, pues tanto como el pueblo deseaba saberlo el senado. Manlio no respondió nada pre­ciso, acudiendo a evasivas y asegurando que no era necesario decir lo que ellos sabían perfectamente. Entonces el dictador lo mando en­carcelar.

Este suceso histórico prueba cuán detestable es la calumnia en un régimen de libertad o en cualquier otro, y que debe acudirse a todos los medios oportunos para reprimirla; siendo el que mejor la impide la libre facultad de acusar, pues la acusación es tan útil en las repúblicas como funesta la calumnia. Hay, además, entre ellas la diferencia de que la calumnia no necesita testigos ni ningún otro gé­nero de prueba de suerte que cualquier pilada calumniar a otro, paro no acusarlo, porque la acusación exige verdaderas pruebas y cir­cunstancias que demuestren la verdad en que se funda.

Se acusa a los hombres ante los magistrados, ante el pueblo, o ante los consejos. Son calumniados en las plazas o en el interior de las casas, y prospera menos la calumnia a medida que el régimen per­mite más la acusación.

Por ello el legislador de una república debe establecer que todo ciudadano pueda acusar a los demás sin temor ni consideración al­guna. Así establecido y observado, debe castigar duramente a los ca­lumniadores, quienes no tendrán motivo para quejarse del castigo, puesto que en su mano está el recurso de acusar en público a los que secretamente calumnian.

La falta de buen régimen en este punto produce los mayores desórdenes, porque la calumnia irrita y no corrige a los ciudadanos, y los calumniados procuran asegurarse, inspirándoles más odio que temor lo que contra ellos se diga.

Esta parte del régimen público estuvo bien ordenada en Roma, v ha estado siempre mal en nuestra ciudad de Florencia; por ello en Roma hizo mucho bien y en Florencia ha causado gran daño.

Los que lean la historia de esta ciudad, verán de cuántas ca­lumnias fueron siempre objeto los ciudadanos que entendían en los más graves negocios públicos. Decíase de uno que había robado dinero al tesoro público; de otro que no realizó determinada empresa por haberse vendido, y de un tercero cualquiera que, por ambición per­sonal, había creado tales o cuales inconvenientes. De aquí nacía que por todos lados surgiese la malquerencia que de ésta naciera las divisiones, de las divisiones los bandos, y de los bandos la ruina del estado.

Si hubiese habido en Florencia régimen que permitiera acusar a los ciudadanos y castigar a los calumniadores, no ocurrieran tantí­simos escándalos, porque condenados o absueltos aquéllos, no habrían podido dañar la república. Además, fueran muchos menos los acu­sados que han sido los calumniadores, pues, según he dicho, no es tan fácil acusar como calumniar.

Las calumnias figuran entre los diferentes medios de que se han valido algunos ciudadanos para adquirir preponderancia. Atacando a los poderosos, que eran obstáculo a sus ambiciones, fomentaban las sos­pechas calumniadoras del pueblo, y confirmábanle en la mala opinión que hubiese formado de éstos, para ganarse su amistad y apoyo.

Pudiera aducir muchos ejemplos; pero citaré uno sólo. Estaba el ejército florentino acampado delante de Luca, al mando de Juan Guicciardini, que era comisario del mismo. O por sus malas disposi­ciones, o por su desdichada fortuna, no pudo tomar la ciudad, e in­mediatamente le inculparon de haberse dejado corromper por los lu­queses. calumnia que, fomentada por sus enemigos, desesperó a Gui­cciardini, y aunque quiso, para justificarse, ser juzgado por el ca­pitán,' no pudo probar su inocencia, porque en la república florentina faltaban los procedimientos legales para conseguirlo. Esto indignó grandemente a los amigos de Guicciardini, que formaban la mayoría de los poderosos, apoyándoles cuantos deseaban una revolución en Florencia. Por tal motivo y por otros semejantes, fueron tan grandes las perturbaciones, que al fin acabaron con aquella república.

Fue, pues, Manlio Capitolino calumniador, y no acusador. Los romanos mostraron en este caso cómo debe castigarse a los calumniadores, obligándoles a convertirse en acusadores. Si prueban la acu­sación, se les premia, y si no, se les castiga, como Manlio fue castigado.

 

Capítulo IX

De cómo es necesario que sea uno sólo quien organice o reorganice una república

Acaso parezca a alguno que he hablado ya mucho de la historia romana sin hacer antes mención alguna de los fundadores de dicha república, ni de sus instituciones religiosas y militares, y no queriendo que esperen más los que acerca de esto desean saber algo, diré que muchos consideraron malísimo ejemplo que el fundador de la constitución de un estado, como lo fue Rómulo, matara primero a un hermano suyo y consintiera después la muerte de Tito Tacio Sahino, a quien había elegido por compañero o asociado en el mando supremo, y hasta juzgaran por ello que los ciudadanos podían, a imitación de la conducta de su príncipe, por ambición o deseo de mando, ofender a cuantos a su autoridad se opusieran. Esta opinión parecía cierta si no se considerase el fin que le indujo a cometer tal homicidio. Pero es preciso establecer como regla general que nunca o rara vez ocurre que una república o reino sea bien organizada en su origen o completamente reformada su constitución sino por una sola per­sona, siendo indispensable que de uno solo dependa el plan de orga­nización y la forma de realizarla.

El fundador prudente de una república que tenga más en cuen­ta el bien común que su privado provecho, que atienda más a la patria común que a su propia sucesión, debe, pues, procurar que el poder esté exclusivamente en sus manos. Ningún hombre sabio cen­surará el empleo de algún procedimiento extraordinario para fundar un reino u organizar una república; pero conviene al fundador que, cuando el hecho le acuse, el resultado le excuse; y si éste es bueno, como sucedió en el caso de Rómulo, siempre se le absolverá. Digna de censura es la violencia que destruye no la violencia que recons­truye. Debe, sin embargo, el legislador ser prudente y virtuoso para no dejar como herencia a otro la autoridad de que se apoderó, porque, siendo los hombres más inclinados al mal que al bien podría el sucesor emplear por ambición los medios a que él apeló por virtud. Además, si basta un solo hombre ara fundar y organizar un estado, no duraría éste mucho si el régimen establecido dependiera de un hombre solo, en vez de confiarlo al cuidado de muchos interesados en mantenerlo. Porque así como una reunión de hombres no es apro­piada para organizar un régimen de gobierno, porque la diversidad de opiniones impide conocer lo más útil; establecido y aceptado el régimen, tampoco se ponen todos de acuerdo para derribarlo.

Que Rómulo mereciese perdón por la muerte del hermano y del colega y que lo hizo por el bien común y no por propia ambición, lo demuestra el hecho de haber organizado inmediatamente un senado que le aconsejara, y a cuyas opiniones ajustaba sus actos.

Quien examine bien la autoridad que Rómulo se reservó, verá que solo fue la de mandar el ejército cuando se declara la guerra, y la de convocar el senado. Apareció esto evidente después, cuando Roma llegó a ser libre por la expulsión de los Tarquinos, porque, de la organización antigua, sólo se innovó que al rey perpetuo susti­tuyeran dos cónsules anuales, lo cual demuestra que el primitivo ré­gimen de la ciudad era mas conforme a la vida civil y libre de los ciudadanos, que despótico y tiránico.

En corroboración de lo dicho, podría citar infinitos ejemplos como los de Moisés, Licurgo, Solón y otros fundadores de reinos y repúblicas, quienes, atribuyéndose autoridad absoluta, hicieron leyes favorables al bien común; pero, por ser bien sabido, prescindiré de ellos, limitándome a aducir uno que, si no tan célebre, deben tenerlo muy en cuenta los que ambicionen ser buenos legisladores. Es el si­guiente: Agis, rey de Esparta, deseaba restablecer la estricta obser­vancia de las leyes de Licurgo entre los espartanos, creyendo que, por relajación en su cumplimiento, había perdido su patria la an­tigua virtud, y, por tanto, la fuerza y el poder; pero los éforos es­partanos le hicieron matar inmediatamente, acusándole de aspirar a la tiranía. Sucedióle en el trono Cleómenes, quien concibió igual proyecto, por los recuerdos y escritos que encontró de Agis, donde se veía claro cuáles eran sus pensamientos e intenciones, comprendió que no podía hacer éste bien a su patria, si no concentraba en su mano toda la autoridad, pues creía que, a causa de la ambición hu­mana, le era imposible, contrariando el interés de los menos, realizar el bien común; y aprovechando ocasión oportuna, hizo matar a to­dos los éforos y a cuantos podían oponérsele, restableciendo después las leyes de Licurgo. Esta determinación hubiese producido el renacimiento de Esparta y dado a Cleómenes tanta fama como alcanzó Licurgo, a no ser por el poder de los macedonios y la debilidad de las demás repúblicas griegas. Atacado después de estás reformas por los macedonios, siendo inferior en fuerzas y no teniendo a quien re­currir fue vencido, su proyecto justo y laudable quedó sin realizar.

En vista de todo lo dicho, deduzco que para fundar una repú­blica es preciso que el poder lo ejerza uno solo, y que Rómulo, por la muerte de Reino y de Tacio, no merece censura sino absolución.

 

Capítulo X

Son tan dignos de elogio los fundadores de una república o de un reino, como de censura y vituperio los de una tiranía

Entre los hombres dignos de elogio son alabadísimos los fun­dadores v organizadores de las religiones, y después de ellos los que han fundado repúblicas o reinos. El tercer lugar en la celebridad corresponde a los jefes de los ejércitos que acrecieron su poder o el de su patria, y a su nivel figuran los literatos insignes, cuya fama está en consonancia con su mérito. A los demás hombres, en número infinito, corresponde la parte de elogios merecida por distinguirse en el arte o profesión que ejercitan.

Son, al contrario, infames y detestables los hombres destructores de las religiones, los disipadores de reinos y repúblicas, los enemigos de la virtud, de las letras y de las demás artes que proporcionan honra y provecho al género humano, y en tal caso se encuentran los impíos y tiranos, los ignorantes, holgazanes y viles.

No habrá hombre alguno, sabio o loco, bueno o malo, a quien, dándole a elegir entre las dos especies, no elogie la que de elogio es digna y censure la que merece vituperio. Sin embargo, engañados por un falso bien o una falsa gloria, casi todos se inclinan volunta­riamente o por error hacia los que merecen más censura que ala­banza, hacia los que, pudiendo fundar con perpetua honra suya una república o un reino, prefieren la tiranía, sin advertir cuánta fama, honra, seguridad, paz e íntima satisfacción del ánimo pierden al tomar este partido, y cuánta infamia, vergüenza, reprobación y temor de constante peligro sobre sí atraen.

Los que como ciudadanos particulares viven en una república, y por su fortuna o valor llegan a ser príncipes, si leen la historia y saben aprovechar las lecciones que la antigüedad ofrece, seguramen­te preferirán ser en su patria Escipiones a ser Césares; parecerse más a Agesilao, Timoleón o Dion que a Nabis, Falaris o Dionisio; porque ven a éstos tan llenos de vituperio como a aquéllos colmados de ala­banzas; a Timoleón y a los demás con tanto poder en su patria como Dionisio o Falaris, y gozándolo con muchísima más seguridad.

A ninguno debe engañar la gloria de César, tan celebrada por los escritores, porque quienes le elogiaron estaban ligados a su for­tuna, y además temerosos ante la duración del imperio, regido por los que habían adoptado aquel nombre, los cuales no dejaban es­cribir libremente del fundador de su poder personal. Pero quienes quieran comprender lo que hubieran dicho de él, vean lo que escriben de Catilina, siendo aún más detestable César, porque es más digno de censura el ejecutor del mal que quien lo intenta, y en cambio observen cuántas alabanzas tributan a Bruto. No se atreven a maldecir de César, a causa de su poder, pero celebran a su enemigo.

Considere también quien llegue a ser príncipe en una república que, convertida Roma en imperio, merecieron y obtuvieron grandes elogios los emperadores que vivían sometidos a las leyes y como buenos príncipes; v todo lo contrario los que observaron mala con­ducta: véase como Tito, Nerva, Trajano, Adriano, Antonino y Marco Aurelio no necesitaron soldados pretorianos ni multitud de legiones para defenderse, porque sus costumbres, la benevolencia del pueblo y el amor del senado los defendían; véase también cómo a Calígula, Nerón. Vitelio y otros emperadores malvados no bastaron los ejér­citos orientales y occidentales para librarles de los enemigos que les crearon su viciosa vida y perversas costumbres.

La historia del imperio romano bien estudiada enseña suficien­temente a cualquier príncipe la vía de la gloria o de la infamia, de la confianza o del temor. De los veintiséis emperadores que hubo desde César hasta Maximino, dieciséis fueron asesinados, y sólo diez sucumbieron de muerte natural. Si entre los primeros hubo algunos buenos príncipes, como Galba o Pertinax, fueron víctimas de la co­rrupción que sus antecesores propagaron en la soldadesca; y si entre los que fallecieron de muerte natural se cuenta algún malvado, como Severo, debió este fin a su grandísimo valor y extraordinaria for­tuna, cosas ambas que muy pocos hombres disfrutan.

La historia del imperio romano enseña también cómo se puede construir un buen reino; porque todos los emperadores que llegaron a serlo por herencia, excepto Tito, fueron malos, y los que por adop­ción, buenos, como los cinco desde Nerva hasta Marco Aurelio; caminando el imperio a su ruina desde que predominó la sucesión por herencia. Examine un príncipe la época que medió entre Nerva y Marco Aurelio; compárela con la correspondiente a sus antecesores o sucesores, y elija después en cuál hubiese querido nacer y en cuál reinan. En los tiempos de los buenos emperadores verá al príncipe y a los ciudadanos tranquilos y seguros, la paz y la justicia reinando en el mundo, el senado gozando de su autoridad, los magistrados de sus honores, los ricos de su fortuna, la nobleza y la virtud exaltadas y por todos lados la calma y la felicidad, ha­biendo desaparecido todo linaje de discordia, licencia, corrupción o ambición injustificada; verá la edad de oro en que cada cual puede tener y defender la opinión que quiera; verá, finalmente, cómo triun­fa en el mundo el respeto y la gloria para el príncipe, la paz y la felicidad para los pueblos.

Si después estudia atentamente la historia de los otros empera­dores, los verá ensangrentarse en las guerras; luchando contra las sediciones; crueles siempre: verá los príncipes asesinados; las guerras intestinas y exteriores incesantes; Italia, afligida cada vez más por nuevos infortunios y sus ciudades saqueadas y arruinadas; verá a Roma quemada, derribado el Capitolio por los mismos ciudadanos, profanados los antiguos templos, corrompidos los ritos, plagada la ciudad de adulterios, lleno el mar de desterrados y los escollos de sangre; verá en Roma innumerables crueldades, y la nobleza, la ri­queza, los honores y sobre todo la virtud imputadas como pecados capitales; verá premiados a los delatores; verá corromper a esclavos y a libertos, para que espíen y denuncien a sus amos v a sus patronos, y a los que no tenían enemigos ser perseguidos por sus amistades. Comprenderá entonces lo que Roma, Italia y el mundo deben a César. Sólo con ser hombre se asustará de imitar en modo alguno épocas de tanta perversión, prefiriendo con vehemente deseo hacer revivir los buenos tiempos.

Y en verdad, cualquier príncipe ambicioso de la gloria del mun­do, debe desear la posesión de una ciudad corrompida, no para ani­quilar por completo en ella las buenas costumbres, como Usar. sino para reorganizarla, como Rómulo, porque ni el ciclo puede dar a los hombres mejor ocasión de gloria, ni los hombres desearla. Y si para constituir bien una ciudad fuera indispensable abdicar la so­beranía, quien por no renunciar a ésta dejara de hacerlo, merecería alguna excusa, pero no así el que pueda: hacer las reformas sin dejar de ser príncipe.

En suma: consideren aquellos a quienes el cielo ha puesto en condiciones de realizar tales obras, que ante sí tienen dos vías: una les ofrece seguridad en esta vida, y fama y gloria después de la muerte; otra les hará vivir en continua angustia y, muertos, les cu­brirá de sempiterna infamia.

 

Capítulo XI

De la religión de los romanos

Aunque Roma tuvo por primer fundador a Rómulo, de quien, como hija, tiene que reconocer el nacimiento y la educación, juz­gando los dioses que las leyes de Rómulo no bastaban para el imperio que había de tener la ciudad, inspiraron al senado romano elegir a Numa Pompilio por sucesor de aquél, a fin de que ordenase lo que su antecesor no había establecido.

Encontróse Numa con un pueblo de rudísimas costumbres, y a fin de habituarle a la obediencia por medio de las artes de la paz, acudió a la religión, como cosa indispensable para mantener el orden social. La estableció sobre tales fundamentos, que durante muchos siglos en ninguna parte, como en aquella república, hubo tanto temor a los dioses; temor que facilitó la ejecución de muchas empre­sas proyectadas por el senado o por aquellos grandes hombres.

Quien examine los hechos del pueblo romano en general, y de muchos romanos en particular, observará que aquellos ciudadanos temían más faltar a sus juramentos que a las leyes, como todos los que tienen en más el poder de Dios que el de los hombres, según ponen de manifiesto los ejemplos de Escipión y de Manlio Torcuato. Derrotados los romanos por Aníbal en Canas, muchos ciudadanos se reunieron llenos de turbación y miedo acordando abandonar Italia v refugiarse en Sicilia; pero lo supo Escipión, fue en su busca con la espada en la mano, les obligó a jurar que no abandonarían la patria, y así lo hicieron.

Lucio Manlío, padre de Tito Manlio, llamado después Manlio Torcuato, fue acusado por Marco Pnmponio, tribuno de la plebe; y antes de proceder al juicio, buscó Tito a Marco; con amenazas de muerte le obligó a jurar que retiraría la acusación contra su padre, y aunque juró por miedo, cumplió el juramento.

Así, pues, aquellos ciudadanos a quienes ni el amor a la patria ni las leyes retenían en Italia, los retuvo un juramento que les obli­garon a prestar: y aquel tribuno prescindió del odio que profesaba al padre, de la ofensa que le hacía el hijo y de su propio honor, para obedecer el juramento prestado. Tal respeto a lo jurado era conse­cuencia de los principios religiosos que Numa estableció en Roma.

Quienes estudian bien la historia romana observan cuán útil era la religión para mandar los ejércitos, para reunir al pueblo, para mantener v alentar a los buenos y avergonzar a los tralns, a tal pun­to, que si fuera preciso decidir a cuál rey debió más Roma, a Ró­mulo o a Numa, creo sería éste el elegido, porque donde hay religión fácilmente se establecen la disciplina militar y los ejércitos y no religión, es muy difícil fundar ésta.

Si Rómulo no necesitó de la autoridad de Dios para crear el senado y otras instituciones civiles y militares, necesitóla Numa, quien simuló estar inspirado por una ninfa que le aconsejaba lo que debía él aconsejar al pueblo; acudiendo a este recurso por la precisión de establecer nuevas y desconocidas reglas de conducta y por la duda de que bastase su autoridad para conseguirlo.

Y en verdad han tenido que recurrir a un dios cuantos dieron leves extraordinarias a un pueblo, porque de otra suerte no hubieran sido aceptadas, a causa de que la bondad de muchos principios la conocen los sabios legisladores, pero no tienen pruebas evidentes para convencer al vulgo, y los que quieren evitarse esta dificultad acuden a los dioses. Así lo hizo Licurgo, así Solón y otros muchos que se proponían el mismo objeto.

Admirando, pues, el pueblo romano la bondad y prudencia de Numa, aceptaba todas sus determinaciones. Verdad es que facilitaron sus designios el poder de la religión en aquel tiempo y la rudeza de las costumbres de los hombres a quienes había de convencer de la necesidad de reformas. De igual modo, quien en los actuales tiem­pos quisiera fundar una república, le sería más fácil conseguirlo con hombres montaraces y sin civilización alguna, que con ciudadanos de corrompidas costumbres; como un escultor obtendrá mejor una bella estatua de un trozo informe de mármol que de un mal esbozo hecho por otro.

De todas estas consideraciones deduzco que la religión estable­cida por Numa fue una de las principales felicidades de Roma, porque originó buen régimen del cual nace la buena fortuna, y de ésta el feliz éxito de las empresas. De igual modo que la observancia del culto divino es causa de la grandeza de las repúblicas, el desprecio de dicho culto ocasiona su perdición; porque cuando falta el temor a Dios, el estado perece o vive solamente por el temor a un príncipe, temor que suple la falta de religión. Aún en este caso, siendo corto el reinado de cada príncipe, el reino cuya existencia depende de la virtud de quien lo rige, pronto desaparece. Consecuencia de ello es que los reinos que subsisten por las condiciones personales de un hombre son poco estables, pues las virtudes de quien los gobierna aca­ban cuando éste muere, y rara vez ocurre que renazcan en su su­cesor, según acertadamente dice Dante:

Rare volte risurge per li rami

L'umana probitade: e questo vuole

Quel che la dá, perece da lui si chiami.

No consiste, pues, la salud de una república o de un reino en tener un príncipe que prudentemente gobierne mientras viva, sino en uno que organice de suerte que esta organización subsista aun después de muerto el fundador. Y aunque sea más fácil persuadir a los hombres rudos de la bondad de una constitución u opinión nueva, no es imposible convencer también a los hombres civilizados y que presumen de entendidos. Ni rudo ni ignorante parece ser el pueblo de Florencia y, sin embargo, le persuadió el fraile Jerónimo Savonarola de que hablaba en nombre de Dios. No diré si era o no verdad, porque de una persona tan importante se debe hablar con respeto; pero sí afirmo que infinitos le creyeron sin haber visto cosa alguna extraordinaria que se lo hiciera creer, y sólo porque su vida, su doctrina y el asunto que trataba bastaban para prestarle fe. Na­die, pues, debe desesperar de conseguir lo que otro ha logrado, porque todos los hombres, según hemos dicho en el prólogo, nacen, viven y mueren sujetos a las mismas leyes naturales.

 

Capítulo XII

De lo importante que es hacer gran caso de la religión, y de que Italia, por no hacerlo, a causa de la Iglesia romana, está arruinada

Los príncipes y las repúblicas que quieren vivir sin que se corrompan las costumbres, deben cuidar, ante todo, de la pureza de la religión y sus ceremonias, y de que siempre sean veneradas, porque el indicio más seguro de la ruina de un estado es ver despreciado en él el culto divino. Fácil es comprender esto, una vez co­nocidos los fundamentos de la religión de un país; porque toda re­ligión tiene una base capital en que descansa su sistema: La de los gentiles se fundaba en las respuestas de los oráculos y en la secta de los augures y de los arúspices; todas las demás ceremonias, sa­crificios y ritos dependían de ellos por creerse fácilmente que el dios que podía predecir o el bien o el mal futuro, lo podía también realizar. De aquí nacieron los templos, los sacrificios, las plegarias y todas las demás ceremonias empleadas para venerar a los dioses; porque el oráculo de Delos, el templo de Júpiter Ammón y otros oráculos célebres tenían al mundo admirado y devoto. Pero cuando los oráculos empezaron a predecir según convenía a los poderosos, y los pueblos descubrieron esta falsedad, los hombres llegaron a ser incrédulos y aptos para perturbar el régimen establecido.

Deben, pues, los encargados de regir una república o un reino mantener los fundamentos de la religión que en él se profese, y hecho esto, les será fácil conservar religioso el estado y, por tanto, bueno y unido; y deben acoger y acrecentar cuantas cosas contribuyen a favorecer la religión, aún las que consideren falsas, tanto más cuan­to mayor sabiduría y conocimiento de las leyes naturales tengan.

Por haberlo hecho así los hombres sabios, nació la opinión de los milagros que se celebran en las religiones, aun en las falsas; porque cualquiera que sea su origen, los prudentes les dan crédito y su autoridad propaga la fe en la muchedumbre. De estos milagros hubo muchos en Roma, y entre otros el de que, saqueando los soldados romanos la ciudad de Veyos, entraron algunos en el templo de Juno y acercándose a la estatua de la diosa y diciéndole vis venire Romam? (¿quieres venir a Roma?), algunos creyeron ver que la diosa hacía señales de aceptación, y otros, que dijo: «Sí». Sucedió esto porque, siendo aquellos hombres muy religiosos (lo que demuestra Tito Livio al decir que entraron en el templo sin tumulto y llenos todos de devoción y respeto), parecióles oír la respuesta que para su demanda previamente suponían. Camilo y otros jefes de los romanos favorecieron y acrecentaron esta creencia.

Si los príncipes de las naciones cristianas hubieran mantenido la religión conforme a las doctrinas de su fundador, los estados y las repúblicas cristianas estarían mucho más unidas y serían mucho más felices de lo que son. El mejor indicio de su decadencia es ver que los pueblos más próximos a la Iglesia romana, cabeza de nues­tra religión, son los menos religiosos. Quien considere los fundamen­tos en que descansa y vea cuán diversas de las primitivas son las prácticas de ahora, juzgará, sin duda, inmediata la época de la ruina o del castigo. Y porque algunos opinan que el bienestar de las cosas de Italia depende de la Iglesia de Roma, expondré contra esta opi­nión algunas razones que se me ocurren, dos entre ellas poderosí­simas, que, en mi sentir, no tienen réplica. Es la primera, que por los malos ejemplos de aquella corte ha perdido Italia toda devoción religiosa, lo cual ocasiona infinitos inconvenientes e infinitos desór­denes, porque de igual manera que donde hay religión se presuponen todos los bienes, donde falta, hay que presuponer lo contrario.

El primer servicio que debemos, pues nosotros los italianos a la Sede Pontificia y al clero es el de haber llegado a ser irreligiosos y malos; pero aun hay otro mayor que ha ocasionado nuestra ruina y consiste en que la Iglesia ha tenido y tiene a Italia dividida.

Jamás hubo ni habrá país alguno unido y próspero si no se somete todo él a la obediencia de un gobierno republicano o monár­quico, como ha sucedido a Francia y a España. La causa de que Italia no se encuentre en el mismo caso, de que no tenga una sola república o un solo príncipe que la gobierne, consiste en la Iglesia; porque, habiendo adquirido y poseyendo dominio temporal, no ha llegado a ser lo poderosa y fuerte que era preciso para ocupar toda Italia y gobernarla, ni tan débil que no le importe perder su domi­nio temporal, obligándole el deseo de conservarlo a pedir auxilio a un poderoso contra el que en Italia llegare a serlo demasiado; como antiguamente se vio repetidas veces, curtido, mediante Carlomagno, arrojó a los lombardos que habían reducido ya a su dominación casi toda Italia y cuando, en nuestros tiempos, quitó el poder a los ve­necianos con ayuda de Francia, y después, con el auxilio de los sui­zos, arrojó a los franceses. No siendo nunca la Iglesia bastante po­derosa para ocupar Italia, ni permitiendo que otro la ocupe, ha cau­sado que no pueda unirse bajo un solo jefe, viviendo gobernada por varios príncipes y señores. De aquí nació la desunión y debilidad que la han llevado a ser presa, no sólo de los bárbaros poderosos. Sino de cualquiera que la invade. Todo esto lo debemos los italianos a la Iglesia solamente, y quien quisiera ver pronto por experiencia la verdad del aserto, necesitaría ser tan fuerte que pudiera trasladar la corte romana con la autoridad que en Italia tiene, a Suiza, único pueblo que hoy vive en cuanto a la 'religión y a la disciplina mi­litar como los antiguos, y vería cómo al poco tiempo causaban en dicho país más desórdenes las deplorables costumbres de dicha corte que cualquier otro accidente en época alguna pudiera producir.

Capítulo XIII

De cómo los romanos se servían de la religión para organizar la ciudad, proseguir sus empresas y refrenar los tumultos

No creo fuera de propósito presentar algún ejemplo de cómo se servían los romanos de la religión para reorganizar la ciudad y proseguir sus empresas. Aunque en Tito Livio se encuentran mu­chos, me limitaré a los siguientes:

Habiendo elegido el pueblo romano todos los tribunos con po­testad consular, plebeyos a excepción de uno, y ocurriendo aquel año peste y hambre, acompañadas de algunos prodigios, aprovecharon la ocasión los patricios para combatir la nueva creación de los tribunos, diciendo que los dioses estaban llenos de ira por haber usado mal Roma de la majestad del imperio, y que el único medio de aplacarlos consistía en restablecer la elección de los tribunos como antes se verificaba. El pueblo, que era muy religioso, asustado por lo que se decía de los dioses, eligió a todos los tribunos de la clase patricia.

Vióse también en el asedio de Veyos, que los jefes del ejército se valían de la religión para disponerlo a cualquier empresa. Las aguas del lago de Albano crecieron aquel año extraordinariamente; los soldados romanos estaban cansados del largo cerco, y querían volver a Roma; pero los generales averiguaron que las respuestas de Apolo y de otras divinidades, comunicadas por los oráculos, anuncia­ban que se tomaría la ciudad el año que se desbordasen las aguas del referido lago, y esto solo bastó para que los soldados soportasen el cansancio de la guerra y del asedio con la esperanza de apoderarse de Veyos y para que continuaran la empresa, hasta que Camilo, ele­gido dictador, la tomó diez años después de cercada. Véase, pues, cómo sirviéndose oportunamente de la religión, pudieron conquistar a Veyos y restituir la autoridad tribunicia a los patricios, cosas am­bas que difícilmente se hubieran conseguido por otro medio.

A este propósito aduciré otro ejemplo. La obstinación del tri­buno TerentiIlo en querer promulgar cierta ley, produjo varios tu­multos en Roma por motivos que más adelante diremos, y uno de los primeros medios a que acudieron los patricios contra él fue la religión. Valiéronse de ella de dos modos: uno haciendo ver los li­bros Sibilinos y predecir por el contenido de ellos, que aquel año amenazaba a Roma el peligro de perder la libertad, a causa de las dis­cordias civiles, y aunque los tribunos descubrieron la falsedad de la predicción, causó tanto terror en la plebe, que la retrajo de seguirles. Consistió el otro modo en que, ocupado de noche el Capitolio por un tal Apio Erodonio, seguido de cuatro mil bandidos y esclavos, dando así ocasión a temer que si los equos y los volscos, perpetuos enemigos del nombre romano, atacaban a la ciudad pudieran apoderarse de ella, y no cesando por este motivo los tribunos de insistir en su pre­tensión de promulgar la ley Terentilla, pues aseguraban que aquel alboroto era una estratagema, salió del senado Publio Rubecio, ciu­dadano grave y autorizado, y con frases, cariñosas unas y amenazadoras otras, mostré ,.: pueblo el peligro en que Roma estaba, y lo intempestiva que era la exigencia de los tribunos, obligando al fin al pueblo a jurar que obedecería al cónsul. Inmediatamente atacó y tomó el pueblo el Capitolio, pero en el ataque fue muerto el cónsul Publio Valerio, siendo elegido sin pérdida de tiempo para sucederle en el consulado Tito Quincio, quien, para no dar descanso al pueblo ni dejarle tiempo de pensar en la ley Terentilla, le ordenó salir contra los volscos, alegando que, por el juramento prestado de obe­decer al cónsul, estaba obligado a seguirle. Oponíanse los tribunos. diciendo que el juramento se había prestado al cónsul muerto, y no a él; pero Tito Livio escribe que el pueblo, por respeto a la religión, prefirió obedecer al cónsul a creer a los tribunos, y añade el histo­riador estas palabras en loor de la religión antigua: Nondum hoec, quae nunc tcnet sae culum, negligentia Deum venerat, ncc interpre­tando sibi quisque jusjurandum et lejes aptas faeiebat.i Temieron los tribunos, en vista de la determinación del pueblo, perder toda su autoridad, y convinieron con el cónsul en que éste le obedeciera; en no hablar durante un año de la lev Terentilla, y en que, en dicho plazo, no llevaran los cónsules al pueblo a la guerra.

De tal suerte pudo el senado, por medio de la religión, vencer un conflicto que, sin ella, jamás hubiera podido dominar.

 

Capítulo XIV

Los romanos interpretaban los auspicios según las necesidades. Aparentaban prudentemente observar la religión, cuando se veían forzados a faltar a sus preceptos, y si alguno cometía la temeridad de despreciarla, lo castigaban

No sólo era la institución de los augures, según ya hemos dicho, el fundamento de buena parte de la antigua religión de los gentiles, sino también la causa del bienestar de la república romana, por lo cual la estimaban los romanos mucho más que todas las otras, em­pleándolas en los comicios consulares, al principiar todas las empre­sas, al sacar los ejércitos a campaña la batalla y en general en todos los actos importantes, civiles o milite res. Jamás se comenzaba una expedición belicosa sin haber persuadido a los soldados de que los dioses les prometían la victoria.

Entre los aurúspices había algunos, llamados polarios. que acom­pañaban a los ejércitos, y cuando los generales determinaban dar batalla al enemigo, pedíanles que hicieran los auspicios, que con­sistían en echar de comer a los pollos sagrados. Si éstos picoteaban con afán, era buen augurio y daban la batalla; y si no, se abstenían de pelear. Sin embargo, cuando había motivos racionales para hacer alguna cosa, aunque los auspicios fuesen contrarios, la realizaban: pero disfrazando los actos de tal suerte, que, al parecer, no la eje­cutaban en desprecio de la religión.

De tales medios se valió el cónsul Papirio en una batalla im­portantísima que dio a los samnitas, derrotándolos y casi aniquilán­dolos. Encontrábase Papirio con su ejército trente al de los samnitas y deseoso de dar una batalla, porque juzgaba segura la victoria, or­denó a los polarios que hicieran los auspicios. Aunque los pollos no comían, al ver el jefe de los polarios el gran ánimo de los soldados para combatir y la esperanza del cónsul y de los capitanes en la victoria, por no privar al ejército de la ocasión de alcanzarla, dijo al cónsul que los auspicios eran buenos. Ordenaba Papirio el ejército para la lucha, cuando algunos soldados supieron por los polarios que los pollos no habían comido, y lo refirieron a Espurio Papirio, so­brino del cónsul. Se lo dijo Espurio a éste, pero el cónsul le contestó que atendiera a cumplir bien su deber, pues los auspicios eran buenos para él y para el ejército, y si los polarios le habían enga­ñado, ellos sufrirían el daño. Para que el efecto correspondiera al pronóstico, ordenó a los legados poner a los polarios al frente de las tropas. Y sucedió que, al marchar contra el enemigo, un soldado romano disparó un dardo, matando casualmente al jefe de los po­larios. Referido el suceso al cónsul, exclamó que todo iba bien y que los dioses les eran favorables, porque con la muerte de aquel men­tiroso se había lavado el ejército de toda culpa y desaparecido toda la indignación ove tuvieran los dioses contar, él. Así supo acomodar Papirio sus propósitos con los auspicios y dar la batalla, sin que el ejército sospechara que estaba en desacuerdo con lo que ordenaba su religión.

Lo contrario hizo Apio Pulcro en Sicilia cuando la primera guerra púnica, pues queriendo pelear con el ejército cartaginés, man­dó a los polarios hacer los auspicios, y al decirle que los pollos no comían, contestó: «Veamos si quieren beber», y los arrojó al mar. Comenzó en seguida la batalla y la perdió. Castigáronle en Roma y recompensaron a Papirio, no tanto porque éste venció y aquél no, como por haber obrado Papirio con los auspicios con prudencia y Pulcro temerariamente.

Pedíanse los auspicios para inspirar a los soldados la confianza que casi siempre es garantía de la victoria, y por ello hubo esta cos­tumbre entre los romanos y entre otros pueblos. Citaré un ejemplo en el siguiente capítulo.

 

Capítulo XV

De cómo los samnitas por último remedio a situación apuradísima, acudieron a la religión

Derrotados los samnitas repetidas veces por los romanos, des­truidos en Toscana, deshechos sus ejércitos, muertos sus capitanes y vencidos también sus aliados toscanos, galos y umbríos, nec suis, nec externis viribus iam stare poterant: tatuen bello non abstinebant, adeo ne infeliciter quidem defensoe libertatis tae debat, et vinci, quam non tentare victoriam, ntalebant. Intentaron, pues, la última prueba, y sabiendo que para vencer necesitaban infundir en los soldados tenaz resolución y que el mejor medio de conseguirlo era la religión, por consejo de Ovio Pacio, su gran sacerdote, renovaron su antiguo sacrificio, organizándolo en esta forma: hecho el sacrificio solemne, y después de hacer jurar ante los altares y las víctimas muertas a todos los capitanes que no abandonarían el campo de batalla, llamaron a los soldados uno a uno y también ante los altares y rodeados de muchos centuriones espada en mano, hiciéronles jurar primero que nada dirían de lo que estaban viendo u oyendo, y después, con frases terribles y espantosos versos, prometer a los dioses obedecer cuanto ordenaran sus jefes, no huir de la batalla y matar a cuantos vieran que huían, y, de no cumplir el juramento, que sufriera las consecuencias del perjurio el jefe de la familia y de su estirpe. Los que, asustados, no querían jurar, eran inmediatamente muertos por les centuriones; de suerte que los que iban detrás, ame­drentados por la ferocidad del espectáculo, juraban.

Para que aquella reunión, que era de cuarenta mil hombres, resultara más solemne, vistieron a la mitad de blanco con cimeras y penachos en las celadas, y en esta forma acamparon junto a Aquilonia.

Contra ellos fue Papirio, que para alentar a sus soldados, les dijo: Non enim cristas vulnera lacere, et picta atarte aurata scuta Iransire Rornanum pileum, y a fin de disipar la impresión que en sus tropas había hecho el juramento de los enemigos, díjoles que ins­pirarían miedo y no valor a los que habían jurado, pues debían te­mer al mismo tiempo a sus conciudadanos, a los dioses y a los ene­migos.

Dada la batalla, los samnitas fueron vencidos, porque el valor de los romanos y el terror que les inspiraba las anteriores derrotas superó la tenacidad en la lucha que el juramento y el respeto a la religión les había inspirado. Se ve, sin embargo, que para recobrar el antiguo esfuerzo no encontraron otro medio ni otro refugio que el de la religión. Prueba clara de la confianza que se debe tener en el sentimiento religioso bien empleado.

Aunque este ejemplo, tomado de un pueblo extranjero, no de­biera figurar aquí, lo he puesto por su relación con una de las más importantes instituciones de la república romana y para no tener que hablar nuevamente de este asunto.

 

Capítulo XVI

El pueblo acostumbrado a vivir bajo la dominación de un príncipe, si por acaso llega a ser libre, difícilmente conserva la libertad

Infinitos ejemplos que se leen en las historias antiguas prueban cuán difícil es a un pueblo acostumbrado a vivir bajo la potestad de un príncipe, mantenerse libre si por acaso conquista la libertad, como Roma al expulsar a los Tarcuinos. Esta dificultad es razonable porque el pueblo que en tal caso se encuentra, es como un animal fiero criado en prisión, que si se le deja libre en el campo, a pesar de sus instintos salvajes, faltándole la costumbre de buscar el pasto y el refugio, es víctima del primero que quiere aprisionarlo. Lo mismo sucede a un pueblo habituado al gobierno ajeno: no sabiendo decidir en los casos de defensa u ofensa pública, no conociendo a los príncipes, ni siendo de ellos conocido, pronto recae en el yugo, el cual es muchas veces más pesado que el que poco antes se quitó del cuello.

Y tropieza con esta dificultad aun en el caso de no estar del todo corrompido, porque si ha penetrado por completo la corrup­ción, no ya poco tiempo, ni un instante puede vivir libre, según demostraremos. Refiérome, pues, a los pueblos donde la corrupción no es muy extensa y donde hay más bueno que malo.

A la dificultad citada añádase otra, cual es que el estado, al llegar a ser libre, adquiere enemigos, y no amigos. Enemigos lle­gan a serlo cuantos medran con los abusos de la tiranía y se enrique­cen con el dinero del príncipe. Privados de los medios de prosperar, no es posible que vivan satisfechos, y vense obligados a intentar todos los medios para restablecer la tiranía y volver a su antiguo bienestar. Y no adquiere amigos, según he dicho porque el vivir libre supone que los honores y premios se dan cuando y a quien los merezca, y los que se juzgan con derecho a las utilidades v honores, si los ob­tienen no confiesan agradecimiento a quien se los da. Además, los beneficios comunes que la libertad lleva consigo el goce tranquilo de los bienes propios, la seguridad del respeto al honor de las esposas y de las hijas, y la garantía de la independencia personal, na­die los aprecia en lo que valen mientras los posee, por lo mismo que nadie cree estar obligado a persona que no, le ofenda.

Resulta, pues, según he dicho, que, al conquistar la libertad un estado, adquiere enemigos, y no amigos; y que para evitar estos inconvenientes y los desórdenes que acarrean, no hay otro remedio me­jor, ni más sano, ni más necesario que el aplicado al matar a los hijos de Bruto, quienes, como demuestra la historia fueron indu­cidos con otros jóvenes romanos a conspirar contra su pa­tria por no gozar, bajo el gobierno de los cónsules, de los privilegios que tenían durante la monarquía, hasta el punto de parecer que la libertad de aquel pueblo era para ellos la esclavitud.

Quien toma a su cargo gobernar un pueblo con régimen monár­quico o republicano, y no se asegura contra los enemigos del nuevo orden de cosas, organiza un estado de corta vida. Juzgo, en verdad, infelices a los príncipes cuando para mantener su autoridad y luchar con la mayoría de sus súbditos necesitan apelar a vías extraordina­rias; porque quien tiene pocos enemigos, fácilmente y sin gran es­cándalo se defiende de ellos; pero cuando la enemistad es de todo un pueblo, seguro vive mal, y cuanta mayor crueldad emplea, tanto más débil es su reinado. El mejor remedio en tal caso es procurarse la amistad del pueblo. .

Lo dicho en este capítulo se aparta de lo referido en el anterior, porque aquí hablo de la monarquía y allí de la república. Añadiré breves observaciones para no tratar más esta materia.

Cuando un príncipe quiere ganarse la voluntad de un pueblo que le sea enemigo (y me refiero a los príncipes que llegaron a ser tiranos de su patria), debe estudiar primero lo que el pueblo desea, y sabrá que siempre quiere dos cosas: vengarse de los que han cau­sado su servidumbre, y recobrar su libertad. El primero de estos de­seos puede satisfacerlo el príncipe por completo; el segundo en parte. Del primero citaré el siguiente ejemplo:

Clearco, tirano de Eraclea, estaba desterrado cuando ocurrió disensión entre el pueblo y los gobernantes. Viéndose éstos menos fuertes que aquél, determinaron favorecer a Clearco; tramaron con él conjuración; lleváronle a Eraclea contra la voluntad del pueblo, y privaron a éste de libertad. Encon tróse Clearco entre la insolencia de los poderosos que le habían exaltado, a quienes no podía contentar ni corregir, y el odio del pueblo, que no sufría con paciencia la pérdida de su libertad, y determinó librarse de la molestia que le causaban los poderosos ganándose a la vez el afecto del pueblo. Apro­vechando una ocasión oportuna, hizo asesinar a todos los magnates con gran contentamiento del pueblo, y así satisfizo uno de los deseos de éste: el de vengarse.

Respecto a la otra aspiración popular, la de recobrar la liber­tad, aspiración que el príncipe no puede satisfacer, si se examinan las causas y motivos por que los pueblos desean ser libres, se verá que un corto número de ciudadanos quieren libertad para mandar, y todos los demás, que son infinitos, para vivir seguros. En todas las repúblicas hay, en efecto, cualquiera que sea su organización, cua­renta o cincuenta ciudadanos que aspiran a mandar, y, por ser tan pequeño el número, fácil cosa es asegurarse contra sus pretensiones: o deshaciéndose de ellos, o repartiéndoles los cargos y honores que, conforme a su posición, puedan satisfacerles. A los que sólo desean vivir seguros, se les contenta también fácilmente, estableciendo bue­nas instituciones y leyes que garanticen sus derechos y la seguridad de ejercerlos. Cuando un príncipe haga esto y el pueblo vea que por ningún accidente son quebrantadas las leyes, vivirá al poco tiempo seguro y contento.

Ejemplo de ello es el reino de Francia, donde hay tranquilidad porque limitan el poder real infinitas leyes asegurando la libertad de todos sus pueblos. Los que organizaron aquel estado permitieron al rey disponer del ejército y del dinero; pero de las demás cosas sólo conforme a las leyes.

Los príncipes y las repúblicas que desde un principio no es­tablecen el gobierno sobre firmes bases, deben hacerlo en la primera ocasión oportuna, como lo hicieron los romanos; y quienes la dejan pasar se arrepienten tarde de no haberla aprovechado. No estaban corrompidas las costumbres del pueblo romano cuando recobró la li­bertad, y muertos los hijos de Bruto y extinguidos los Tarquinos, pudo afianzarla con las instituciones y medios de que antes hemos hablado. Pero si el pueblo está corrompido, ni en Roma, ni en parte alguna habrá medios eficaces para mantenerla, según demostraremos en el capítulo siguiente.

 

Capítulo XVII

Cuando un pueblo corrompido llega a ser libre, difícilmente conserva la libertad

En mi opinión, era necesario que la monarquía desapareciera de Roma, o que llegara a ser Roma, en brevísimo tiempo, débil y de ningún valor. Tan corrompidos eran ya aquellos reyes que, conti­nuando dicha forma de gobierno dos o tres reinados más, la corrup­ción de la cabeza del estado se hubiera extendido por los miembros, y entonces la reforma fuera imposible. Pero separaron la cabeza cuando el tronco estaba sano, y les fue fácil establecer un gobierno libre.

Es verdad indudable que un pueblo corrompido que vive bajo la dominación de un príncipe, no llegará a ser libre aunque éste con toda su estirpe desaparezca. Conviene, pues, que sea otro príncipe quien destrone al reinante. Un pueblo en tales condiciones no vive tranquilo sin tener señor, y gozará de libertad cuando encuentre uno que por sus condiciones y virtudes quiera concederla y durante el tiempo que éste reine. Así sucedió en Siracusa bajo el mando de Dion y de Timoleón, por cuyas virtudes la ciudad vivió libre. Huer­tos ellos, volvió a la antigua tiranía.

Ningún ejemplo de lo que decimos es tan elocuente como el de Roma, donde, expulsados los Tarquinos, púdose establecer inme­diatamente la libertad y mantenerla; pero muerto César, muerto Ca­lígula, muerto Nerón y agotada la estirpe de los Césares, fue impo­sible no sólo mantener la libertad, sino hasta el intento de restable­cerla. La causa de sucesos tan contrarios en una misma ciudad fue no estar corrompido el pueblo romano en tiempo de los Tar­quinos, y estar corrompidísimo en el de los Césares. Para mantenerlo en su propósito ele apartarse de la monarquía, bastó en el primer caso hacerle jurar que no consentiría rey en Roma: pero en el se­gundo no fue bastante la severa autoridad de Bruto, con todas las legiones de Oriente para inducirle a defender la libertad que, a semejanza del primer Bruto, le había devuelto. Tal fue el fruto de la corrupción del pueblo por el partido de Mario, cuyo jefe, César, logró cegar a la multitud hasta el punto de no ver el yugo que por sí mismo ponía sobre su cuello.

Aunque el ejemplo de Roma sea preferible a cualquier otro, quiero, sin embargo, citar a este propósito el de dos pueblos cono­cidos en nuestros tiempos, Milán y Nápoles, donde es tal la corrup­ción, que ningún suceso, por importante o violento que sea, podrá convertirlos en pueblos libres. Ya se vio, cuando la muerte de Felipe Visconti, que Milán quiso recobrar la libertad y no supo mantenerla.

Fue gran dicha para Roma que sus reyes se viciaran pronto, hasta el punto de ocasionar su caída antes de que; el contagio de co­rrupción llegase a las entrañas de la ciudad, porque a causa de la pureza de las costumbres y de la rectitud de las intenciones, los infinitos tumultos ocurridos, en vez de dañar, favorecieren a la república.

Cabe, pues, deducir que, donde la masa de la población está sana, los tumultos y asonadas no perjudican, y donde corrompida, las mejores leyes no aprovechan si no las aplica alguno que con ex­traordinaria fuerza las haga observar hasta conseguir el restable­cimiento de las buenas costumbres, lo cual no sé si ha ocurrido o si es posible que suceda; porque se ve como antes dije, que un pueblo en decadencia por la corrupción de las costumbres, si se regenera, es gracias a las condiciones del hombre que le dirige, no por las virtudes de la generalidad de los ciudadanos afectos a las buenas instituciones; e inmediatamente que aquél mucre, vuelve el pueblo a sus anteriores hábitos. Así sucedió en Tebas, donde por su virtud y mientras vivió, organizó Epaminondas un estado con forma de go­bierno republicano; pero, apenas muerto, volvieron los tebanos a su primera anarquía; porque no es posible a un hombre tan larga vida que su duración baste para regenerar un pueblo cuyas viciosas cos­tumbres son antiguas, y aunque la tuviera larguísima o le sucedieran en el gobierno otros hombres virtuosos, al faltar cualquiera de ellos, la decadencia sería inmediata si no consigue a costa de grandes peli­gros y de mucha sangre regenerar las costumbres: que la corrupción y la escasa aptitud para ser libres nacen de una gran desigualdad en el pueblo, y para restablecer la igualdad se necesitan remedios extraordinarios, siendo pocos los que saben o quieren practicarlos, según diremos especialmente más adelante.

 

Capítulo XVIII

De qué modo puede mantenerse en un pueblo corrompido un gobierno libre si existía antes, y si no, establecerlo

Paréceme no fuera de propósito ni ajeno a lo dicho antes, in­vestigar si en un pueblo corrompido puede mantenerse un gobierno libre prexistente o, de no existir, fundarlo. Ante todo, diré que es muy difícil realizar cualquiera de ambas cosas; y aunque sea casi imposible dictar reglas por ser indispensable proceder según los gra­dos de corrupción, sin embargo, conviniendo razonar de todo, no quiero dejar esta cuestión sin examen.

Supongo un pueblo corrompidísimo, donde las dificultades sean tales, que no baste ley ni reglamento alguno para enfrenar la uni­versal corrupción; pues así como las buenas costumbres se man­tienen con buenas leyes, éstas, para ser observadas, necesitan bue­nas costumbres. Además, la constitución y las leyes hechas al orga­nizar una república y cuando los hombres son buenos, carecen de eficacia en tiempos de corrupción Ias leyes cambian con arreglo a las circunstancias y los sucesos; pero no varía, o rara vez sucede que varíe la constitución, lo que ocasiona que las leyes nuevas sean ine­ficaces por no ajustarse a la constitución primitiva o contrariarla.

Para que se entienda mejor, diré cuál era en Roma la organi­zación del gobierno o del estado, y cuáles las leyes que, con los ma­gistrados, refrenaban a los ciudadanos. Las bases de la constitución eran la autoridad del pueblo, del senado, de los tribunos y de los cón­sules; el sistema de elección y de nombramientos de los magistrados y la forma de hacer las leyes. Esta organización varió poco o nada, a pesar de tantos y tan diversos acontecimientos. Cambiaron las leyes que refrenaban a los ciudadanos, como la ley de adulterio, las sun­tuarias, la de soborno y muchas otras, a medida que los ciudadanos iban siendo más corrompidos, pero manteniéndose la constitución del estado, aunque no convenía ya a costumbres relajadas. Las leyes nuevas no eran eficaces para mejorar a los hombres, y lo hubieran sido si, con la reforma de las leyes, se hiciera también la de la cons­titución. La insuficiencia de ésta para las costumbres viciadas se ve clara en dos puntos capitales: en la elección de magistrados y en la formación de las leyes.

El pueblo romano no daba el consulado y los demás cargos prin­cipales de la ciudad sino a quienes los solicitaban, y tal sistema fue al principio bueno, porque los pedían solamente los ciudadanos que se juzgaban dignos de ellos, siendo ignominioso no obtenerlos; de suerte que se observaba buena conducta para merecer cargos públicos. Este régimen llegó a ser en la ciudad corrompida perniciosísimo, porque, no los más honrados, sino los más poderosos pedían las ma­gistraturas, y los que no lo eran, aunque fuesen dignísimos, se abs­tenían de pedirlas por miedo. A este abuso no se llegó de pronto, sino gradualmente, como con todos los demás sucede.

Dominada África y Asia par los romanos y reducida casi toda Grecia a su obediencia, estaban seguros de su libertad, no viéndose enemigos que pudieran infundirles temor. La propia confianza y la debilidad de los enemigos hizo que el pueblo romano no atendiera a la virtud, sino al favor, para conceder el consulado, elevando a esta dignidad a los que mejor sabían agradar al pueblo, no a los que sa­bían mejor vencer al enemigo. Después de concederlo a los que go­zaban más favor, le dio a los más poderosos, y, por defectos del sistema electoral, los buenos quedaron completamente excluidos.

Podía un tribuno o cualquier otro ciudadano proponer al pue­blo una ley, y, antes de ser aprobada, todos los ciudadanos tenían derecho a hablar en favor o en contra de ella. Este método era bueno cuando eran también buenos los ciudadanos, porque siempre fue beneficioso que los que idean algo útil para el público puedan proponerlo; y también lo es que todos tengan derecho a emitir su opi­nión, para que, oídas todas, pueda el pueblo elegir lo mejor. Pero al viciarse los ciudadanos, el sistema de hacer las leyes llegó a ser pésimo, pues sólo los poderosos las proponían, no para libertad co­mún, sino para aumentar su poder; y, por miedo a ellos, nadie se atrevía a combatirlas. Así el pueblo, o engañado o forzado, decre­taba su propia ruina.

Era, pues, necesario, si se quería que en la Roma corrompida subsistiese la libertad, cambiar las formas constitucionales, como fueron reformando las leyes, a tenor de las costumbres, porque al malo se le gobierna de distinto modo que al bueno, y en dos casos tan contrarios no cabe igual procedimiento.

Cuando se comprende que la constitución de un estado no es buena, se cambia de pronto o se reforma poco a poco, a medida que se van conociendo sus defectos; pero ambos métodos son casi irrea­lizables; porque la reforma paulatina sólo puede hacerla un hombre sabio y prudente, que presienta el defecto o lo advierta cuando apa­rece, y es facilísimo que no haya en una ciudad un hombre en tales condiciones. Aun habiéndolo, jamás podría persuadir a los demás de lo que él sólo presiente, porque los acostumbrados a vivir de un modo determinado rehúsan variar, sobre todo no teniendo el mal a la vista y necesitando apreciarlo por conjeturas.

Respecto a cambiar la constitución de pronto, cuando todos reconocen que no es buena; ) digo que, aun advertidos sus defectos, es difícil corregirlos, porque para hacerlo no pueden aplicarse los pro­cedimientos ordinarios, insuficientes y a veces peligrosos, sino ape­lar a los extraordinarios, a la violencia de las armas, para llegar a ser dueño del estado y disponer de él según la propia voluntad; y como la regeneración de las costumbres políticas en un pueblo sólo puede hacerla un hombre de bien, y únicamente un hombre malo apelar a la violencia para dominar un estado, resulta que rarísima vez querrá el bueno llegar por mal camino a la soberanía, aunque sus propósitos sean excelentes; y menos aun el malvado, convertido en príncipe, obrar bien, haciendo buen uso de una autoridad mal adquirida.

Lo dicho demuestra la dificultad o imposibilidad de conservar o fundar de nuevo una república en ciudad corrompida. Para orga­nizar gobierno se deberá acudir mejor a instituciones monárquicas que populares, a fin de que los hombres cuya insolencia no pueden corregir las leyes, sean refrenados por un poder casi regio. Querer hacerlos buenos por otro camino sería empresa cruelísima o imposi­ble. Cierto es que, como antes dije, Cleómenes, para ejercer solo el poder, mandó matar a los éforos, y Rómulo, para lo mismo, mató a su hermano y a Tito Tacio Sahino, haciendo ambos después buen uso de su autoridad; pero conviene tener en cuenta que ninguno de ellos encontró en el pueblo la corrupción de que en este capítulo hablamos. Pudieron, por tanto gobernar bien y dar aspecto benefi­cioso a los medios de que se valieron para conseguirlo.

Capítulo XIX

Puede sostenerse un príncipe débil sucediendo a un buen príncipe; pero ningún reino subsiste si a un príncipe débil sucede otro también débil

Considerando atentamente las condiciones y el modo de proceder de Rómulo, Numa y Tulio, los tres primeros reyes de Roma, se ve la fortuna grandísima de esta ciudad, por ser el primero rey bravo y belicoso, el segundo religioso y pacífico y el tercero igual en valentía a Rómulo y más amante de la guerra que de la paz; porque al principio de su fundación necesitaba Roma un organizador de la vida civil, pero también que los otros reyes imitaran el valor de Rómulo, para que no se afeminaran las costumbres y llegara a ser Roma presa de sus vecinos. Dedúcese, pues, que un príncipe, aun sin tener las dotes de su predecesor, puede mantener un estado por el valor de aquél a quien sucede, aprovechándose de sus esfuerzos. Pero si llega a ser de larga vida, o falta a su sucesor el genio del pri­mero, la ruina del reino es inevitable. Si, al contrario, suceden uno a otro dos príncipes de gran valor, pronto se ve que hacen cosas ex­traordinarias y que su fama llega hasta el cielo.

David fue, sin duda, hombre eminente por su pericia en las armas, sus conocimientos y su claro juicio. Con gran valor venció a sus vecinos, dejando un reino pacífico a su hijo Salomón, quien, con las artes de la paz y no de la guerra, pudo conservarlo, gozando tranquilamente los frutos de las victorias de su padre; pero no lo dejó en iguales condiciones a su hijo Roboam, quien, por carecer del valor del abuelo y de la fortuna del padre, apenas mantuvo en su poder la sexta parte del reino.

Bayaceto, sultán de los turcos, más pacífico que belicoso, gozó también el fruto de las empresas de su padre Mahomet, quien como David, venció a sus vecinos, dejando un reino seguro y fácil de conservar con las artes de la paz; pero }a habría sido destruido, si Solimán, hilo de Bayaceto, que reina actualmente, se pareciera al padre y no al abuelo: no sucede así, y promete, al contrario, superar la gloria de Mahomet. Insisto, pues, con estos ejemplos, en que des­pués de un príncipe excelente puede reinar uno débil: pero si a éste sucede otro débil, no subsistirá el reino si no lo mantiene su antigua constitución, como sucede a Francia. Llamo príncipes débiles a los incapaces para guerrear.

Termino, pues, estas consideraciones diciendo que el gran valor de Rómulo permitió a Numa Pompilio gobernar a Roma durante largos años con las artes de la paz. Sucedióle Tulio, cuyo genio belicoso eclipsó el de Rómulo, y a Tulio, Aneo, cuyas dotes natu­rales eran a propósito para la paz y la guerra. Inclinóse prime­ramente a la paz, pero pronto conoció que los pueblos fronterizos, juz­gándole afeminado, le estimaban poco y que necesitaba, para defen­der a Roma, acudir a la guerra. Entonces imitó a Rómulo y no a Numa.

Aprovechen este ejemplo los príncipes que gobiernan estados; quien imite a Numa conservará o no su autoridad, según la fortuna y las circunstancias; quien como Rómulo, una la prudencia a la fuerza de las armas, la mantendrá en todos casos, salvo que una fuerza tenaz e invencible se la quite.

Seguramente puede creerse que si el tercer rey de Roma hu­biera sido hombre incapaz de restablecer el crédito de su patria por medio de las armas, no hubiese ésta adquirido, al menos sin gran­dísima dificultad, la fama que gozó, ni realizado hechos tan ma­ravillosos. Así, pues, mientras vivió bajo el régimen monárquico, estuvo en peligro de que la arruinara un rey débil o malvado.

Capítulo XX

La sucesión de dos príncipes excelentes produce grandes efectos. Las repúblicas bien organizadas tienen por necesidad sucesión de gobernantes virtuosos, y, por ello, aumentan y extienden su dominación

Cuando Roma expulsó a sus reyes libróse del peligro que co­rría bajo el gobierno de un rey débil o malvado, porque el poder supremo recayó en los cónsules, quienes, no por herencia o por intriga. ni por la violencia, hija de la ambición, sino por el libre sufragio, adquirían la autoridad, siendo siempre hombres notables. Roma aprovechó sus talentos y a veces su fortuna para llegar a la mayor grandeza, tanto, como en otro tiempo, había estado bajo el poder de los reyes.

Si hasta, corno hemos dicho, la sucesión de dos grandes prín­cipes para conquistar el mundo, cual sucedió con Filipo de Mace­donia y Alejandro Magno, lo mismo debe hacer una república, te­niendo en su mano elegir, no dos, sino infinitos hombres de genio que sucedan unos a otros en el poder, cosa que ocurrirá en toda república bien constituida.

Capítulo XXI

Son dignos de censura los príncipes y las repúblicas que no tienen ejército nacional

Los príncipes v las repúblicas de ahora que para el ataque o la defensa no tienen ejército nacional, deben avergonzarse de sí mismos y meditar, dado eI ejemplo ele Tulio, que si les falta no es por carecer de hombres aptos para la milicia, sino por culpa de ellos, que no supieron hacerlos soldados. Porque gozando Roma de la paz durante 40 años, no encontró Tulio, al suceder en el trono hombre alguno que hubiese guerreado, y, sin embargo, proyectando una empresa belicosa, no pensó en servirse ni dr los samnitas, ni de los toscanos, ni de ningún otro pueblo acostumbrado a vivir con las armas en la mano, sino, como hombre prudentísimo, valerse de los suyos. Y fue tan grande su habilidad, que al poco tiempo de su reinado tenía excelentes soldados.

No cabe duda, pues, que si donde hay hombres no hay soldados, no es por culpa de su naturaleza o de la tierra que habitan, sino del príncipe que los gobierna. Citaré recientísimo ejemplo. Todos saben que cuando, hace poco tiempo, el rey de Inglaterra invadió el reino de Francia, valióse únicamente de los soldados de su nación que, por haber vivido en paz durante treinta años, carecía de capitanes y soldados aguerridos. A pesar de ello, no titubeó en invadir un reino poseedor de buenos ejércitos y de numerosos capitanes, que continuamente habían estado en campaña en las guerras de Italia. Hízose esto, porque aquel rey era hombre prudente, y su reino estaba tan bien gobernado que durante la paz no fue abandonada la educación militar.

Los tebanos Pelópidas y Epaminondas, después de librar a Tebas del yugo espartano, encontraron su ciudad habituada a la servidumbre y su pueblo afeminado; a pesar de ello, no dudaron ¡tan grande fue su ánimo! de armar a este pueblo, salir con él al encuentro del ejército espartano y vencerlo en campo abierto. Los que narraron tal empresa dicen cómo estos ciudadanos, en breve tiempo, probaron que los hombres belicosos, no sólo nacían en Lacedemonia, sino en cuantas partes nacen hombres, con tal que haya quien sepa educarlos para la milicia, como educó Tulio a los romanos. Virgilio expresa perfectamente esta opinión y adhiere a ella con elocuentes palabras, cuando dice:

...Desidesque movebit

 

Tullus in arma virosl