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2024 Feb Desiguales. Una historia de la desigualdad en México. Diego Castañeda Garza.

Introducción
¿Por qué la desigualdad importa?
Bastaría con mirar un retablo de castas del México colonial o leer sobre los agravios a campesinos y trabajadores durante el siglo XIX y XX mexicano para darse cuenta de que, en nuestra historia, la desigualdad, en sus distintas expresiones (raciales, de género, regionales, de oportunidades y económicas), ha sido un fenómeno constante. En este sentido, la importancia de su estudio y del trazado de su evolución de largo plazo debería ser algo evidente. No obstante, nunca está de más recordar que existen muchas razones para que el tema nos importe y tenga una mayor presencia en las decisiones de la vida pública del país.

Por el lado estrictamente pragmático, la desigualdad es un obstáculo importante para el crecimiento. Mayor inequidad se refleja en menor productividad, en menor aprovechamiento del capital humano del país y menor fuerza del mercado interno. Este aspecto por sí mismo debería motivar a cualquier persona interesada en el crecimiento y desarrollo económico del país a intentar entender el fenómeno y combatirlo. Si no fueran suficientes los meros aspectos económicos, quizá valdría la pena pensar en las consecuencias de la desigualdad en el orden social y la estabilidad. Hoy es perfectamente conocido que altos niveles de desigualdad económica entre clases o grupos sociales es un factor sustancial de la violencia. La desigualdad es tierra fértil de conflictos sociales que pueden ir desde aumentos generales de la criminalidad, cuando esta se vuelve un mecanismo de movilidad social, hasta conflictos realmente destructivos como las guerras civiles o revoluciones.

Para aquellos que no tienen el pragmatismo como motor de su interés, la desigualdad también es un asunto de importancia por ser un problema de principios. La desigualdad en niveles tan extremos como los de nuestro país a través de nuestra historia atenta contra todos los elementos que hacen justa a una sociedad. Es una forma de violencia y una afrenta a la libertad. Si queremos construir un país justo, necesitamos construir un país más igualitario, donde en verdad el ciclo de oportunidades y resultados funcione para todos.

Sea el pragmatismo para favorecer nuestro desarrollo o los principios de una sociedad justa, libre e igualitaria, conocer la evolución en el tiempo de uno de los problemas más grandes del país y del mundo en este siglo es un asunto vital si aspiramos a entender mejor a nuestro país y finalmente transformarlo.

 

Un largo camino hacia la igualdad
El tipo de transformación que deseamos para México no es algo realmente novedoso. Alrededor del mundo muchos países, con diferentes niveles de éxito, lo han logrado. Es una transformación muy lenta que, a nivel global, ha ocurrido durante los últimos tres siglos. Inició cuando los Estados se dieron cuenta de que el cobro de impuestos con la finalidad de proveer bienes y servicios públicos era una parte crítica que justificaba su existencia y que servía a la función vital de fortalecer y desarrollar a sus sociedades. Con la llegada de la era moderna, es decir, hace unos 500 años, la presión fiscal de los Estados comenzó a crecer. Este crecimiento inicialmente tuvo como motivo responder a las necesidades bélicas de los Estados, hacer la guerra y defenderse de ella. Varios autores atribuyen a la relación entre los impuestos y la guerra el surgimiento del Estado fiscal-militar. Siguiendo el razonamiento de Charles Tilly sobre la formación de los Estados europeos, “el Estado crea la guerra y la guerra crea al Estado”.

Con el tiempo los Estados se dieron cuenta de que la paz, la seguridad y el desarrollo de sus sociedades requería más. Con una visión más progresista de su rol, a finales del siglo XVIII comenzaron a dar importancia a otro tipo de gasto: aquel destinado a la salubridad y a la educación. En el libro El ascenso del sector público del historiador económico Peter Lindert podemos constatar esta evolución. De manera gradual, el gasto público en educación creció en países como Reino Unido, Alemania o los Estados Unidos.

Una de las primeras justificaciones de este cambio la encontramos en Adam Smith, quien, en un pasaje de La riqueza de las naciones, nos señala que aquellos gastos que son ventajosos para toda la sociedad deben ser pagados por la sociedad en su conjunto. En sus palabras: “Cuando se trata de instituciones y obras públicas que son ventajosas para toda la sociedad, pero que no pueden ser sostenidas completamente o, a lo sumo, solo en forma parcial por los individuos que de una manera inmediata las aprovechan, el déficit, en la mayor parte de los casos, deberá ser cubierto por contribución general de toda la colectividad”.

Habría de pasar al menos siglo y medio más para que la evolución de las sociedades, con los horrores del periodo caótico que comprende de la Gran Depresión hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, y la consecuente evolución del pensamiento económico, produjera el siguiente cambio progresivo: la idea de los Estados de bienestar. Las necesidades sociales que se volvieron tan evidentes en esos años nos dejaron un muy notorio incremento en la progresividad fiscal y, con ello, lo que Jean Fourastié  llamó les trente glorieuses: la era dorada del capitalismo que comprende entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de la década de 1970.

Parafraseando a Fourastié, los treinta gloriosos fueron toda una “revolución” en el pensamiento económico y la concepción moderna del Estado. El Estado pasó de meramente tener la función fundamental de garantizar la seguridad física de sus habitantes a la de, además, garantizar su seguridad material a través de un acceso igualitario a servicios y bienes públicos. Esta sofisticación en la forma en que se concebía el Estado representa una ruptura filosófica con todas las sociedades preindustriales.

Lo que en buena medida cambió fue nuestro entendimiento del concepto de “justicia”: qué es y qué no es justo. En nuestro entendimiento contemporáneo, justicia tiene implícita la palabra “equidad” (fairness). La equidad se refiere al tratamiento de las personas de acuerdo con sus necesidades. En las sociedades antiguas la justicia estaba estrechamente relacionada con la posición social de las personas, algo común en sociedades estamentales en las que la posición social determina el “merecimiento”. El mérito en este sentido está determinado por el orden jerárquico de la sociedad, “el emperador merece más riqueza porque es el emperador, el campesino menos porque es un campesino”. En esas sociedades la justicia estaba relacionada con el entendimiento romano de la iustitia, sobre todo su tercer principio, suum cuique tribuere. Aquel principio lo podemos traducir como “dar a cada uno lo suyo” o aequitas.

México, con las conquistas de la Revolución mexicana, se encontraba en ese largo camino de transformación. No por nada a los treinta gloriosos nosotros les llamamos “el milagro mexicano”. Le decimos así no solo por las altas tasas de crecimiento que facilitaron la expansión de los servicios públicos. Lo hacemos también porque existía un proyecto claro del tipo de país que deseábamos ser, uno más justo e igualitario. Con el tiempo, los principios de la Revolución se fueron abandonando, el Estado mexicano fue siendo capturado por todo tipo de intereses, se fue volviendo menos democrático y fue azotado por fuertes crisis económicas. Antes de que completáramos ese camino, el Estado comenzó a hacerse más pequeño; sus recursos, más escasos; y sus necesidades, más grandes.

En todo el mundo las conquistas de los treinta gloriosos quedaron amenazadas por la contrarrevolución de las décadas de 1980 y 1990, en la que los Estados se volvieron más pequeños, la provisión pública de servicios se descuidó para favorecer la privada y la desigualdad se disparó por la reducción en la progresividad de los impuestos. Estos cambios han llevado a una enorme concentración de la riqueza en pocas manos y a un funesto retorno a los niveles de desigualdad de los viejos regímenes de la belle époque.

De este desarrollo histórico y estos sucesos se desprenden algunas preguntas que intentaré responder en este libro: ¿Qué ha impedido que México complete esta transición? ¿Qué caracteriza a los breves momentos de éxito que hemos tenido en el combate de la desigualdad? ¿Por qué la desigualdad en México parece ser tan persistente en nuestra historia?

Estas preguntas nos obligan a examinar nuestra historia. Detrás de nuestra persistente desigualdad se encuentran nuestras decisiones políticas; es en ese terreno donde se decide qué tanto toleramos la desigualdad. Pero también se encuentran detrás cientos de sucesos, cambios legales, guerras, revoluciones y reformas. La historia de nuestra desigualdad es una historia de economía política y de cómo decidimos enfrentar nuestras crisis, sean producto de la guerra o de la economía.

 

MÉXICO ES UN PAÍS INJUSTO PORQUE ES UN PAÍS REGRESIVO
En México, o al menos en buena parte del país, seguimos mostrando conductas más parecidas a las de una sociedad estamental, aquellas que entienden la justicia como aequitas y no como fairness. Como muestra de los remanentes estamentales se encuentra el trabajo de la profesora de El Colegio de México Alice Krozer. En sus investigaciones ha documentado la percepción de las élites sobre la desigualdad, y se deja ver que para estas el problema es uno de responsabilidad individual.

México se encuentra en el 15% de los países más desiguales. Solo es superado por verdaderos casos extremos en África y América Latina como los son Panamá, Sudáfrica, Brasil, Namibia, Colombia o Mozambique. Si comparamos los niveles de desigualdad antes de impuestos, México no debería estar ahí. Con un coeficiente de Gini —donde 0 implica igualdad absoluta y 1 desigualdad absoluta, es decir, entre mayor es el número, mayor es la desigualdad— de 0.435, México se encuentra en un nivel similar al de Noruega (0.436), Suecia (0.433) y Canadá (0.438). Entonces ¿qué hace que estos países no se encuentren en la misma lista que México y otros países africanos y de América Latina? Es la progresividad de su sistema fiscal; esto quiere decir que en su sistema fiscal los sujetos de mayores ingresos contribuyen más que aquellos de menores ingresos. Mientras que en Suecia, Noruega y Canadá los impuestos disminuyen su desigualdad medida con el coeficiente de Gini a niveles de 0.276, 0.263 y 0.280, el sistema fiscal mexicano apenas logra que llegue a 0.42. Dos factores influyen en esta poca progresividad. Primero, que el gasto público redistribuye poco. Segundo, que el cobro de impuestos es medianamente progresivo o, incluso si consideramos todas las fuentes de ingresos de los más ricos, es regresivo, es decir que los que más tienen no son los que más contribuyen.

México es, pues, un país injusto. México no tiene un sistema fiscal progresivo. ¿Cómo podemos medir esta progresividad? Con los datos que la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) nos proporciona cada dos años sobre la distribución del pago de impuestos podemos construir un indicador pensado originalmente para estimar los niveles de progresividad de las sociedades preindustriales. Para cada decil de ingreso (cada grupo con 10% de la población) restamos la carga fiscal con la que ese mismo decil contribuye a su participación respecto al ingreso total. En pocas palabras, es una simple resta entre la cantidad que se aporta al ingreso total menos la cantidad con la que se contribuye a la recaudación total.

La figura 1 es el resultado de dicho análisis simplificado: la resta entre los ingresos y las contribuciones por decil. Esta figura por sí misma ya sugiere una falta de progresividad: el decil 10, es decir, el 10% de más altos ingresos en el país, contribuye con una proporción menor a lo que ingresa; de hecho, su resultado es similar al del decil 1, el 10% de menos ingresos. Esta figura nos muestra que la carga fiscal del país está realmente puesta sobre los deciles 7, 8 y 9, a los que podríamos quizá denominar la “clase media” del país.

Pero la realidad de México es con toda probabilidad peor que la ligera regresividad que vemos en la figura 1. Si hacemos un ajuste para contemplar las fuentes de ingreso que la SHCP no nos reporta y que no medimos, como las derivadas de la riqueza, la sociedad mexicana muestra su verdadero rostro: el de la desigualdad.

Desafortunadamente, no tenemos datos ajustados para el ingreso por decil para 2020. No obstante, podemos hacer una aproximación con las estimaciones de Reyes, Teruel y López, que utilizan datos de ingreso de 2014. Si usamos el mismo reporte de la SHCP para el año 2014 podemos construir la figura 2.

La figura 2 nos muestra algo que es mucho más parecido a la realidad del país en el presente. La regresividad del sistema se vuelve absoluta. Como se puede notar los deciles del 1 al 9 son negativos, es decir pagan una proporción de impuestos más grande a la proporción de sus ingresos. Los deciles que más contribuyen son el 4, el 7 y el 9. El decil 10 es positivo, la proporción de impuestos que paga es menor a la proporción de sus ingresos. Los más ricos son los que menos pagan.

Una forma aún más escandalosa de darnos cuenta de lo injusto del sistema fiscal y cómo contribuye a la desigualdad es compararlo históricamente con otros sistemas fiscales que, sabemos, son altamente regresivos. Para ello nos es útil la reconstrucción hecha por Guido Alfani y Matteo Di Tullio en su libro The Lion’s Share para el caso de la República de Venecia o, más bien, su Terraferma, alrededor del año 1550. ¿Acaso el México del presente tendrá un sistema fiscal más progresivo que el de un Estado renacentista? La comparación usando los datos de la figura 2 con los de Alfani y Di Tullio parecen indicarnos que no, no es más progresivo.

Una comparación directa entre un Estado renacentista y uno contemporáneo es, por decir lo menos, problemática. En especial cuando hablamos de desigualdad y estándares de vida. Sería un anacronismo asumir que en el Renacimiento existía la misma preocupación por la igualdad que hoy en día o que su sistema fiscal tenía alguna noción de progresividad. Además, hay que tener en cuenta que los ingresos de hoy son mucho más altos y, con ellos, los estándares de vida. Menos resulta comparable la calidad de los datos. Hoy los datos son mejores que los de las reconstrucciones que podemos hacer del pasado. Pero, si nos tomamos una pequeña licencia para hacer esta comparación, siendo cuidadosos de no abusar de ella, podemos ver que la más cruda de las medidas de progresividad fiscal que hemos construido nos deja rescatar una pisca de conocimiento, la cual es importante para entender nuestra desigualdad actual. Lo que podemos decir sin muchos problemas de la figura 3 es que la élite mexicana, aquella dentro del 10% de más ingresos, en particular aquella dentro del veintil más alto (el 5% de más altos ingresos), tiene un trato fiscal aparentemente más privilegiado que sus símiles venecianos del siglo XVI.

Quizá uno de los países más desiguales del siglo anterior podría resultar más comparable con uno de los países más desiguales a principios del XXI. Pensemos en Suecia. El sistema fiscal sueco no era progresivo al comienzo del siglo XX, era casi neutro con una ligera regresividad. Desafortunadamente, el sistema fiscal mexicano en el presente es tan regresivo que hace ver bien al sueco de un siglo atrás.

Para no dejar duda de la regresividad del sistema con el indicador simplificado que he usado, es posible usar una medición más tradicional de progresividad de un sistema fiscal: el índice Kakwani. Dicho índice es simplemente la diferencia entre el coeficiente de Gini de la incidencia del pago de impuestos menos el coeficiente de Gini de los ingresos. Para el caso mexicano, en el mismo ejemplo de 2014, ese valor es de -0.04547, un valor que al ser negativo señala la regresividad del sistema.

 

Una manera más directa y con menos riesgos que la comparación entre épocas es simplemente mirar una de las injusticias básicas del sistema fiscal mexicano, que trata a las personas de forma diferente. El sistema fiscal en México cobra impuestos al trabajo, pero casi no a los ingresos derivados del capital y de la riqueza. Tratamos de manera diferente a distintas fuentes de ingreso. Esto tampoco es algo desconocido; en otra época, una mucho más progresiva para nuestro país, ya discutíamos esa diferencia de trato. Lázaro Cárdenas, durante su campaña presidencial, en lo que constituye un antecedente directo de los planes nacionales de desarrollo, hablaba de la necesidad de equiparar los impuestos al capital, riqueza y trabajo. Dicho en las palabras endosadas por el General en 1933, esta era la tarea que el Estado mexicano consideraba urgente en materia fiscal:

El impuesto sobre la renta que ha venido desvirtuándose hasta convertirse en un gravamen que tiene por fuente principal la renta del trabajo asalariado, por ser los causantes relativos los únicos que no pueden evitarlo, y que en lo que respecta al comercio, la industria y la agricultura ha llegado a asemejarse a los impuestos de patente, debe ser reorganizado para corregir esas desviaciones y para eliminar los defectos que desde su implantación en nuestro país ha presentado. En consecuencia, se procurará que grave la renta real: que alcance a utilidades y beneficios que actualmente escapan y afecte las rentas provenientes del capital, en proporción mayor de las derivadas del capital y del trabajo, y las de este último en proporción todavía menor.

El impuesto sobre herencias y legados deberá uniformarse y utilizarse como corrector y complementario del impuesto sobre la renta y, en sentido revolucionario, para impedir la acumulación de la riqueza a través de la perpetuación de las grandes fortunas.

Quizá la forma más directa en que podemos ver lo injusto de nuestra desigualdad todos los días es en las experiencias que millones de mexicanos tienen en el sistema de salud. El acceso a salud en México es un problema serio, son pocas las personas que tienen seguridad social y, además, los hospitales públicos se caracterizan por la escasez de materiales, equipo y personal. Tuve el infortunio de observar y vivir directamente esas deficiencias a raíz de la enfermedad de mi madre. Pongamos un ejemplo relativamente común en el sistema de salud: una persona con un desbalance de electrolitos causado por un cáncer avanzado. Siendo una situación común en pacientes de cáncer, un enfermo puede llegar a distintos hospitales públicos y encontrar que no cuentan con los medicamentos para reequilibrar al paciente, por ejemplo, potasio, con lo que fuerzan a las familias a comprarlos por su cuenta. Peor aún, pueden no tener acceso a una cirugía urgente porque existen hospitales en los que no hay anestesistas en los quirófanos. Sin embargo, si este mismo paciente tiene la posibilidad de pagar algunos cientos de miles de pesos por semana en un hospital privado puede prolongar su vida y la calidad de esta sin demasiadas complicaciones. Unos 300 mil pesos pueden ser la diferencia entre morir en un par de semanas en un hospital público o extender la vida por algunos meses con la esperanza de someterse a otros tratamientos.

Usando los datos de la World Iniequality Database (wid), se puede verificar que 60% de los mexicanos tienen menos de 300 mil pesos de riqueza, es decir, el valor de sus activos (casas, automóviles, cuentas de banco, etcétera); y 70%, menos de 500. Para el 80% del país extender su vida pasando una semana en un hospital privado podría significar una reducción de entre 30% y 100% de su riqueza; dos o tres visitas de estas significaría una reducción entre 50% y 100% de la riqueza del 90% de las personas. La falta de progresividad tanto en el cobro de impuestos como en el gasto, en especial en cuestiones tan esenciales como lo son la salud o la educación, solo tiene como resultado la exacerbación de la desigualdad.

Pero dejemos el presente y volvamos a nuestra historia. La preocupación por la desigualdad no es nueva, es de larga data en nuestro país. Humboldt, antes de que fuéramos una nación libre y soberana, ya decía: “México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población”. Otro ejemplo es de cuando el país estaba por nacer, en el famoso artículo 12 de los Sentimientos de la Nación, donde Morelos escribió: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que [...] moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre”.

Aunque en el discurso político esta preocupación siempre ha estado muy presente, hemos hecho muy poco por disminuir la desigualdad en la vida real.

Sean los escritos de Morelos, los impuestos de Obregón, los planes de Cárdenas, el discurso supuestamente tributario a la Revolución del PRI o los dichos de López Obrador; no en el discurso, pero sí en la realidad, hemos tolerado niveles de desigualdad sumamente elevados por mucho tiempo. La distribución del ingreso y de la riqueza es un aspecto eminentemente político, y la economía política, que supone que unos grupos ganan y otros grupos pierden, casi siempre ha tendido a favorecer a los mismos ganadores. En México, durante gran parte de nuestra historia, tanto los ganadores como los perdedores han sido más o menos los mismos.

Pero no siempre ha sido así. En nuestros 200 años de historia hemos tenido momentos en que la sociedad mexicana fue brevemente más igualitaria. Este libro busca usar esos momentos efímeros (emergencias frente a guerras, conquistas revolucionarias como los derechos laborales y reformas para crear instituciones) como ejemplos de que sí es posible crear una sociedad más justa y, por lo tanto, igualitaria. Para entender por qué hemos sido tan desiguales y los orígenes de esa persistencia debemos fijarnos también en esos momentos extraordinarios en los que otro tipo de país fue posible.

En esos momentos están depositadas algunas lecciones que siguen siendo valiosas para nuestro presente. La historia tiene múltiples funciones: no es solo recordar por recordar; en este caso su función didáctica es importante. Es en el estudio de la dialéctica entre cambio y continuidad donde podemos encontrar pistas sobre qué condiciones han hecho posibles los momentos de mayor igualación y qué condiciones han hecho tan persistentes los momentos de mayor desigualdad.

Bien decía Benedetto Croce en su afamada Teoría e storia della storiografia, que “toda investigación sobre el pasado es contemporánea”. Este libro tiene mucho de esa lógica. Los problemas del presente, si queremos resolverlos, demandan entendimiento, y ese entendimiento demanda la reflexión histórica; este no es solo la mención de sucesos o la presentación de datos. Para usar el dicho de M. M. Postan: “Los anticuarios coleccionan hechos, los historiadores estudian problemas”. El historiador económico, entonces, estudia problemas económicos, y la desigualdad, como se menciona al inicio, es uno de los grandes problemas del siglo XXI.

Siguiendo la lógica de Postan, los hechos son de poco valor a menos que estos sean causas, pues son las causas de la desigualdad o las de su reducción las que nos importan para entender su dinámica. Los capítulos de este libro siguen las causas de la desigualdad o su disminución; cada uno atiende distintos aspectos. El primero presenta un panorama general: la evolución de los últimos 200 años. El segundo, los mecanismos que gobiernan la dinámica de la desigualdad. El tercero se adentra en los conflictos bélicos de nuestro turbulento siglo XIX. El cuarto explora los momentos de la primera captura institucional del país: su primer “capitalismo de cuates”. El quinto trata sobre la Revolución mexicana y sus logros. El sexto, sobre la conjunción de fuerzas desigualadoras, el primer cambio estructural de la economía mexicana y la construcción de las instituciones. El séptimo vuelve al presente para repasar la parte final del siglo XX y nuestro aún infante siglo XXI, y, finalmente, intenta destilar las lecciones de nuestra historia para contestar la pregunta “¿qué podemos hacer?”.

Este libro, como cualquier lector atento podrá notar, no es un libro de economía ni de historia. Es un libro, ante todo, de ciencias sociales, tan multidisciplinario como el análisis de cada capítulo requiere. Es un libro para cualquiera que esté interesado en entender un poco más sobre la desigualdad mexicana y, quizá algún día, cuando la voluntad política se combine con un mayor entendimiento, resolver un problema que arrastramos desde el inicio de nuestra historia.

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Castañeda Garza, Diego. Desiguales. Una historia de la desigualdad en México. México. Debate. 2024. 238 pp.