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2017 La perenne desigualdad. Rolando Cordera Campos.

II. LA PERENNE DESIGUALDAD:
NUESTRA MARCA HISTÓRICA
A MANERA DE INTRODUCCIÓN
La desigualdad marca nuestra historia y ha modulado nuestras mentalidades. A pesar de las considerables potencialidades económicas de la nación, si algo marca la faz del México actual son las desigualdades en prácticamente todas las materias y ámbitos de la vida política, económica, social y cultural: desde la distribución de ingresos, la calidad y pago de los empleos, la tecnología y la productividad, el acceso a oportunidades y derechos constitucionalmente consagrados (educación, salud, alimentación, vivienda, etc.), hasta la participación política, las brechas de ingreso y desarrollo humano entre regiones, entre hombres y mujeres, entre indígenas y no indígenas.

Esta desigualdad es profunda y arraigada, y no respeta las migraciones poblacionales ni de recursos, de capital y de riqueza que han caracterizado la geografía humana de México en sus dos siglos de existencia y que tomaron velocidad de crucero en estos últimos tiempos de cambio. La desigualdad se manifiesta en la riqueza, el ingreso, la educación, la salud y el género, y seguramente define también asimetrías tanto en la forma de vivir como de morir. De aquí su carácter matricial y la necesidad de entenderla como un fenómeno que no puede reducirse a sus fuentes y variables económicas. Se aloja en los pliegues del carácter social y tiende a presentarse no tanto como una maldición sino como parte misma de nuestra naturaleza. Lo anterior, sin embargo, no es ni debe verse como una fatalidad inmutable.

México no ha podido encontrar una buena trayectoria para su desenvolvimiento socioeconómico y, con todos los éxitos que se quieran argumentar en materia de lucha contra la pobreza, o en relación con el desempeño en ciertas áreas productivas o regiones del territorio nacional, lo cierto es que tanto el empleo como los salarios, la educación y la vivienda, la alimentación o la seguridad social, nos remiten una y otra vez a formas de vida precarias e inseguras, con un cúmulo creciente de necesidades insatisfechas y de capacidades sofocadas. Y en el centro, la desigualdad inconmovible. En este sentido, desde diferentes miradores se ha propuesto que la única vía más o menos cierta para salir del laberinto de nuestra inicua desigualdad es la realización de una tercera reforma: la social. Y ello en función de un propósito político: construir un Estado social, de bienestar, democrático y de derecho. Un Estado incluyente por su vocación y conformación, por Constitución.

Una reforma social del Estado para el siglo XXI que apunte a abatir la desigualdad debería comenzar por la recuperación del derecho al Estado, como lo concibiera Guillermo O'Donnell:

 

[…] el Estado es el ancla indispensable de los diversos derechos de ciudadanía implicados y demandados por la democracia. Un Estado consistente con la democracia, es un Estado que […] apunta a consolidar y expandir los derechos de ciudadanía implicados y demandados por la democracia. Esto a su vez significa que los ciudadanos tenemos un derecho público e irrenunciable al Estado, pero no a cualquier Estado sino a uno consistente con la democracia, un Estado de y para la democracia.

 

Esa política tendría que partir del reconocimiento de la universalidad efectiva de los derechos a la alimentación, la seguridad social, la salud, la educación, la vivienda y los servicios básicos de saneamiento, los derechos al trabajo y del trabajo y a un ingreso básico. Significaría también definir con claridad en la legislación las garantías sociales en las que se traducen esos derechos y los planes y programas de los gobiernos consecuentes con esos principios.

La economía política mexicana, hay que insistir, sufre una crisis de visión en la que se condensan los resultados de un mal desempeño macroeconómico y unas implicaciones sociales desalentadoras y dañinas para una mínima cohesión, necesaria para la estabilidad y el desarrollo. Esta crisis alimenta y se retroalimenta de los varios extravíos políticos y sociales que han mal acompañado los cambios, pero  parte  de  y  desemboca irremisiblemente en la pérdida ya secular de la dinámica económica. En ella se hizo descansar, por décadas, la capacidad del sistema político económico heredado de la Revolución mexicana para modular y dinamizar los conflictos distributivos y por el poder, para así dar lugar a una forma de desarrollo combinada con notable estabilidad monetaria y económica en general, pero también política y social.

 

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