2018 Vida y muerte de la democracia. John Keane.
Time present and time past
Are both perhaps present in time future,
And time future contained in time past.
[El tiempo presente y el tiempo pasado
Acaso estén presentes en el tiempo futuro
Y tal vez al futuro lo contenga el pasado.]
T. S. ELIOT, “Burnt Norton”, Four Quartets, 1936*
Suele decirse que la historia es un catálogo de desdichas humanas, una infinita historia de servilismo, un encadenamiento de asesinatos, un matadero. Mas no siempre fue así y el cúmulo de la cruel servidumbre puede allanarse, como ocurrió hace 2 600 años, cuando los griegos que habitaban en los límites sudorientales de Europa reivindicaron una invención cuya importancia hoy se compara con la rueda, la imprenta, la máquina de vapor y la clonación de células madre. Nacida de la resistencia a la tiranía, su invención inicialmente no causó mayor alboroto y muy pocos alcanzaron a ver su naturaleza innovadora. Algunos la condenaron por implantar el caos en el mundo y nadie predijo su alcance universal, pues parecía ser simplemente parte del eterno ciclo del devenir de la humanidad, un ejemplo más de las luchas de poder entre enemigos. La invención pronto sería vista de otro modo: como un imán, habría de atraer a millones de personas y de despertar pasiones a escala mundial; comprensiblemente, pues requería que los seres humanos se pensaran a sí mismos de una manera enteramente nueva y viviesen como nunca antes. La invención fue una poderosa forma de expresión esperanzadora que hoy nos sigue acompañando: los griegos la llamaron dēmokratia.
Una expresión esperanzadora —el anhelo de transformar el presente en un mejor futuro— suele ser motivo de burla, pero el hecho simple es que constituye un aspecto intrínseco de la condición humana. Cuando nos referimos al mundo circundante en forma oral, normalmente aludimos a cosas que están ausentes. Conjeturamos, decimos cosas desacertadas o que transmiten la ilusión de que las cosas fueran de otro modo. Vivimos de nuestras ilusiones. Nuestro lenguaje hablado es una serie infinita de sueños breves, en el curso de los cuales ocasionalmente vislumbramos nuevas formas de decir las cosas utilizando palabras que son sumamente apropiadas, y que extrañamente inspiran a los demás. El sustantivo femenino dēmokratia es uno de esos pequeños términos que surgió de un breve sueño y tuvo un enorme efecto. Habría de despertar a muchos millones de personas en todos los rincones del mundo y de ayudarlas a tener control de su mundo al cambiarlo en una forma tan honda que todavía no es valorada o entendida en su justa medida. A diferencia de las cosas que inmortalizan el nombre de sus inventores —la unidad newton, las Hoover (aspiradoras), el cubo de Rubik, por ejemplo—, la democracia carece de un artífice conocido. Las raíces de la familia de términos que forjaron el lenguaje de la democracia, así como el dato de cuándo y dónde se usó la palabra por vez primera, siguen siendo un misterio: la democracia guarda celosamente sus secretos. De la niebla del pasado sólo unas cuantas pistas al azar surgen encarnadas en personajes excéntricos y desaliñados, con nombres sugerentes como Demonacte de Mantinea, el sabio político barbado de toga y sandalias que alrededor del año 550 a.C. fuera convocado por las profetisas del oráculo de Delfos para que otorgase al pueblo de Cirene, ciudad agrícola griega en las costas de Libia, el derecho a oponerse a la tiranía del rey Bato III, cojo y tartamudo, y reunir su propia asamblea para gobernarse soberanamente con sus propias leyes.
Demonacte fue quizá una de las primeras figuras públicas que manifestó su adhesión a la democracia, pero no podemos saberlo a ciencia cierta, en parte porque no ha sobrevivido ninguno de sus escritos, discursos o leyes. Esto lo convierte en un símbolo incontestable de los misterios que la democracia oculta a quienes piensan que la conocen a la perfección. El tema de la democracia está repleto de enigmas, confusiones, cosas supuestamente ciertas. No son pocas las sorpresas que alberga, entre ellas la certeza de que no fue una invención griega, como este libro demuestra por primera vez. La creencia de que la democracia es o podría ser un valor occidental universal, un regalo de Europa para el mundo, se niega obstinadamente a morir. Es por ello que uno de los primeros asuntos que se debe aclarar en toda historia actual de la democracia es lo que podría describirse como el plagio griego de la democracia. Difundida por la mayoría de las obras teatrales, poemas y tratados filosóficos griegos, la versión de que la Atenas del siglo V se lleva el crédito de haber creado la idea y la aplicación de la democracia convencía a sus contemporáneos y sigue convenciendo hasta hoy a la mayoría de los observadores; sin embargo, es falsa.
Vida y muerte de la democracia, el primer intento de escribir sobre la vida y los acaecimientos de la democracia por más de un siglo, revela que la breve palabra “democracia” es mucho más antigua de lo que supusieron los cronistas griegos clásicos. De hecho, sus raíces se identifican en la escritura lineal B del periodo micénico, entre siete y 10 siglos atrás, correspondiente a la civilización de la Edad del Bronce tardía (ca. 1500-1200 a.C.), que se extendía principalmente en Micenas y otros asentamientos urbanos del Peloponeso. No se sabe con exactitud cómo y cuándo recurrieron los micénicos a la palabra de dos sílabas dāmos para referirse a un grupo de pueblos inermes que tuvieron alguna vez control común sobre una misma tierra, o a palabras trisilábicas como damokoi, que designa a un funcionario representante del dāmos. Lo que tampoco se sabe es si los orígenes de esas palabras, y de la familia de términos que utilizamos en la actualidad para hablar de la democracia, se encuentran más al oriente, por ejemplo en las antiguas referencias sumerias a los dumu, los “habitantes”, “hijos” o “niños” de un lugar geográfico. Pero el efecto de estas incertidumbres se mitiga merced a otro descubrimiento notable de los arqueólogos contemporáneos: resulta que la práctica democrática de las asambleas autogobernadas tampoco es una innovación griega. La lámpara del modelo democrático asambleario se encendió por vez primera en el “Oriente”, en las tierras que corresponden geográficamente a los actuales países de Siria, Irak e Irán. Más adelante, la costumbre del autogobierno popular fue transportada hacia el este, hacia el subcontinente indio, donde en algún momento después del año 1500 a.C., en el periodo védico temprano, se tornaron comunes las repúblicas gobernadas por asambleas. La costumbre viajó también hacia el oeste, primero a ciudades fenicias como Biblos y Sidón, y después a Atenas, donde en el siglo V antes de la era común se proclamó como un sistema político exclusivo de Occidente, un signo de su superioridad sobre el “barbarismo” del Oriente.
Igual que la pólvora, la imprenta y otras importaciones de lejanas tierras, el arribo del concepto de asambleas populares y, más adelante, de la extraña palabra dēmokratia a la región que hoy denominamos Occidente transformó radicalmente el curso de la historia. Sería incluso justo decir que hizo que la historia fuese posible. Pues entendida simplemente como el pueblo soberano, el que se gobierna a sí mismo, la democracia tenía una implicación radical que sigue perdurando: suponía que los seres humanos podían inventar y hacer uso de instituciones diseñadas específicamente para dejarlos decidir por sí mismos, como iguales, cómo habrían de vivir juntos en la Tierra. Esto quizá pueda parecernos simple y llano; sin embargo, reflexionemos en ello un momento. El pequeño sueño portador del gran concepto de que los simples mortales son capaces de organizarse a sí mismos, como iguales, en foros o asambleas que les permitan considerar detenidamente los asuntos y decidir las formas en que se debe proceder: eso era la democracia, una invención estremecedora porque fue de hecho la primera forma humana de gobierno.
Toda forma de gobierno es, obviamente, “humana”, en tanto que es creada, desarrollada y manipulada por seres humanos. Lo excepcional del tipo de gobierno llamado democracia es que instó a las personas a percatarse de que nada de lo que ha sido creado por el ser humano es inalterable, a semejanza de una figura esculpida en piedra, pues todo se ha edificado sobre las arenas cambiantes del tiempo y los lugares, y que, por lo mismo, serían sabias al forjar y mantener formas para vivir juntas en igualdad, abierta y flexiblemente. La democracia les exigía a las personas que descubrieran las intenciones ocultas detrás del discurso acerca de los dioses y la naturaleza y de los privilegios basados en la superioridad intelectual o de sangre. La democracia significaba la desnaturalización del poder; implicaba que el problema político más importante es cómo prevenir que el gobierno descanse en manos de unos pocos, o de los ricos y poderosos que aducen ser superhombres. La democracia resolvió ese viejo problema al apostar por un orden político que aseguraba que toda cuestión sobre quién recibe qué, cuándo y cómo debería ser una interrogante permanentemente abierta. La democracia reconocía que, a pesar de que las personas no son ángeles, ni dioses o diosas, al menos son lo suficientemente capaces para evitar que algunos humanos piensen que lo son. La democracia buscaba ser el gobierno de los humildes por los humildes y para los humildes; significaba el autogobierno entre iguales, el mandato legal de una asamblea conformada por individuos cuyo poder soberano para tomar decisiones no estaba más en manos de dioses imaginarios, de las estentóreas voces de la tradición, de déspotas, de expertos, ni era simplemente dejado al hábito cotidiano de la pereza, permitiendo irreflexivamente que otros tomaran las decisiones sobre asuntos importantes.
En ese sentido, ¿por qué perdura el interés por la democracia al cabo de 2 600 años?
¿Para qué molestarse en escribir o leer otra historia más de la vida y los acaecimientos de la democracia? Estas interrogantes sugieren una gama de respuestas distintas, de las cuales la primera es la más directa. Para quienes gustan de la historia de las invenciones humanas, Vida y muerte de la democracia ofrece detalles novedosos sobre los oscuros orígenes de instituciones e ideales ancestrales como el gobierno a través de la asamblea pública, el sufragio femenino, el voto secreto, el juicio con jurado y la representación parlamentaria. Quienes sienten curiosidad por estas y otras instituciones de lo que hoy llamamos democracia —los partidos políticos, el voto obligatorio, el recurso judicial, el referéndum, los colegios electorales, la sociedad civil y libertades civiles como la libertad de prensa— encontrarán en este libro abundantes cuestiones de interés; lo mismo les ocurrirá a quienes no dejan de pasmarse ante el fenómeno de los significados cambiantes de la democracia (acompañado con frecuencia de acalorados debates), o rastrean ávidamente los orígenes de sus términos esenciales, o andan a la caza de los mejores chistes que ha provocado, o indagan las razones eternamente reiteradas (y antagónicas) que se han dado para respaldar el aserto de que es muy benéfica.
Cada página de este libro, y las breves reflexiones sobre la historia y la democracia con las que concluye, intentan remachar el punto de que olvidar, o recordar, las cosas equivocadas es nocivo para la democracia, y de que todo aquello que parece intemporal simplemente no lo es. Tomemos un simple ejemplo que a fin de cuentas resulta ser algo complejo: el lenguaje de las elecciones, cuyo vocabulario es parecido al nido de la urraca por estar hecho con diferentes términos de múltiples orígenes. La palabra elección deriva de la voz del latín clásico que significa “elegir; seleccionar (de entre múltiples posibilidades)”. El término que agrupa a quienes pueden elegir de ese modo, el de “electorado”, es mucho más reciente; su primer uso documentado data apenas del año 1879, y antes de entonces la palabra de uso general era “electores”. El derecho general al voto hoy se conoce como sufragio (en inglés, franchise); sin embargo, ese término, en el inglés del siglo XIII, significaba originalmente “libertad, exención de servidumbre o dominación”. Más adelante, la palabra se usó para referirse a la inmunidad jurídica, para después evolucionar hasta adquirir diferentes significados nuevos, entre ellos el acto de garantizar un derecho o privilegio político —como cuando un monarca soberano concedía inmunidad jurídica—, la concesión del “sufragio electivo” (elective franchise: derecho a voto), o bien su acepción semántica actual en inglés de autorización o licencia otorgada por una compañía para vender o comerciar sus productos en una región determinada. Tenemos también términos como votar, del latín votum, que hizo su aparición en la lengua inglesa del siglo XVI con el sentido de “deseo, jura o promesa”, para, una vez transformado en Escocia alrededor del año 1600, cobrar su significado actual: el acto de expresar la voluntad propia en una elección. El término inglés poll (encuesta, sondeo de votos) se emplea también en los países anglohablantes en relación con el acto de votar. En sus antiguos orígenes holandés y germánico (y en varios dialectos vivos en la actualidad) significaba “cabeza”, mientras que en los años finales del siglo XVI el término se refirió a la práctica completamente nueva de llevar a cabo un conteo literal de las “cabezas” de votantes en una elección. Esta innovación tuvo sus detractores: to poll significaba también cortar el cabello o decapitar a una persona o un animal. No obstante, la instauración de la práctica del poll estaba destinada a poner fin a la vieja práctica corrupta de las elecciones que se decidían a partir de los adeptos que gritaban con más fuerza a favor de sus candidatos. Este término, a su vez, deriva de los días de la República Romana, donde la palabra latina candidatus significaba “vestido de blanco” y se refería a los políticos que buscaban atraer la atención vistiendo togas blancas como parte de sus pretensiones de formar parte del Senado.
Sobra decir que las connotaciones de blancura y pureza de su indumentaria en la actualidad distan mucho de ser asociadas con los candidatos de una elección. Igualmente extrañas resultan las connotaciones de negrura que proyectan palabras electorales como el término inglés ballot (papeleta o boleta) —término derivado del italiano ballotta, una balota o bolita de colores que se coloca secretamente en una urna o caja de votación, que fue precisamente el significado que los miembros de los clubes de caballeros ingleses del siglo XVIII tuvieron en mente al emitir su voto secreto para vetar alguna propuesta o persona introduciendo una “bola negra” en la urna de votación o ballot box (caja para balotas de votación)—. La expresión inglesa blackballing (boicot, veto), cuyo significado es rechazar o votar en contra de algo o alguien, en la actualidad se sigue asociando con las elecciones (como en la campaña de la Alianza Ciudadana en contra de los candidatos “no aptos” durante las elecciones de la Asamblea Nacional de Corea en el año 2000). Este breve ejemplo de las bolas blancas y negras, no obstante, nos señala algo mucho más importante: que las familias de términos que conforman los lenguajes con los que hoy conocemos y experimentamos la democracia no son intemporales. Sin importar si se trata de Japón, Nigeria, Canadá o Ucrania, los lenguajes de la democracia son profundamente “históricos”.
Vida y muerte de la democracia busca recordar a los lectores que cada giro verbal, cada costumbre e institución de la democracia como lo conocemos hoy se encuentra atado al tiempo. La democracia no es la consecución intemporal de nuestro destino político. No es una forma del quehacer político que ha estado siempre entre nosotros, o que haya de hacernos compañía durante el resto de la historia humana. Este libro se propone crear conciencia de la frágil contingencia que es la democracia, en un momento en que se manifiestan signos de creciente desacuerdo sobre su significado, eficacia y conveniencia. Obviamente, la democracia por lo general se refiere a un tipo particular de sistema político en el que el pueblo o sus representantes se gobiernan a sí mismos de forma legítima, en lugar de ser gobernados, digamos, por una dictadura militar, un partido totalitario o un monarca. En este sentido, la democracia ha disfrutado en décadas recientes de una popularidad sin precedentes, se ha convertido en una de esas palabras —como “computadora” u “OK”— familiares a millones de personas en todo el mundo. Algunos expertos hablan del triunfo global de la democracia o proclaman que es hoy un bien universal; no obstante, su significado, y la cuestión de si es o no preferible a otros sistemas de gobierno (y por qué), siguen siendo objeto de grandes polémicas. Las opiniones se dividen en cuanto a si democracias actuales como las de los Estados Unidos, Gran Bretaña, la India o Argentina se apegan a sus ideales democráticos; estos ideales también son polémicos. El desacuerdo más común, que este libro intenta conciliar, se da entre los defensores de la democracia “participativa” o “directa”, entendida como la participación de toda la ciudadanía en las decisiones que afectan sus vidas, por ejemplo mediante el sufragio y la aceptación de la decisión mayoritaria, y aquellos que favorecen la democracia “indirecta” o “representativa”, un método de gobierno en el que el pueblo, a través del voto y la expresión pública de sus opiniones, elige representantes que toman las decisiones por él.
DEMOCRACIA O GOBIERNO ASAMBLEARIO
El principio de sabiduría en esas disputas es reconocer que la democracia, como todas las invenciones humanas, tiene una historia. Los valores democráticos y las instituciones nunca son inmutables; incluso el significado de democracia cambia a lo largo del tiempo. Este punto es fundamental en Vida y muerte de la democracia, donde se señalan tres épocas superpuestas en las que la democracia, considerada como una manera de tomar decisiones y como toda una forma de vida, se ha desarrollado hasta ahora.
Su primera fase histórica corresponde a la creación y difusión de las asambleas públicas, iniciada alrededor del año 2500 a.C. en el área geográfica hoy conocida como Medio Oriente. Se extendió a través de las culturas clásicas de Grecia y Roma, hasta abarcar el islam temprano antes del año 950 d.C., y finalizó con la difusión de asambleas rurales (llamadas tings, loegthingi y althingi) a través de Islandia, las Islas Feroe y otros litorales del territorio que tiempo después sería llamado Europa. Excepto por los brillantes momentos asociados con Escandinavia, la Atenas clásica y la Roma republicana, todo este periodo suele considerarse como la época oscura de la degeneración antidemocrática. “Con la caída de la República [romana] —comenta típicamente un respetado politólogo—, el gobierno popular desapareció por completo en el sur de Europa. Excepto por los sistemas políticos de tribus reducidas y desperdigadas, se esfumó de la faz de la tierra por prácticamente mil años.”
Esa percepción, empapada en prejuicios occidentales modernos, es rotundamente falsa. La verdad es que durante la primera fase de la democracia las semillas de sus instituciones esenciales —el autogobierno de una asamblea igualitaria— se diseminaron a lo largo de muchos suelos y climas distintos, desde el subcontinente indio y el próspero Imperio fenicio hasta las costas occidentales de la provincia europea. Esas asambleas populares arraigaron paralelamente, acompañadas de varias normas y costumbres subordinadas, como las constituciones escritas, el pago a los miembros del jurado y a funcionarios electos, la libertad para hablar en público, las máquinas de votación y el voto por sorteo o juicio ante jurados electos o designados. También se hicieron intentos para frenar a los líderes autoritarios con métodos como la elección obligatoria de reyes, los periodos de mandato limitados y —en una época en la que no existían aún los partidos políticos ni procedimientos de revocación o impugnación— el pacífico aunque comúnmente escandaloso ostracismo de los demagogos de la asamblea por voto mayoritario.
Muchos de estos procedimientos jugaron un papel fundamental en la célebre ciudad de Atenas, donde en el curso del siglo V a.C. la democracia acabó por significar el gobierno legítimo de una asamblea de ciudadanos varones adultos. Las mujeres, los esclavos y los extranjeros estaban excluidos. El resto del pueblo se reunía regularmente no lejos de la plaza pública principal, en un sitio llamado Pnyx, con el propósito de debatir asuntos diversos, someter las diferentes opiniones a voto, normalmente por mayoría de manos alzadas, o introduciendo individualmente en el interior de una vasija fragmentos de cerámica o bronce, y así decidir cómo se debía proceder. En esa primera fase de la democracia se llevaron a cabo los primeros experimentos de creación de cámaras secundarias (llamadas damiorgoi en algunas ciudades-Estado griegas) y alianzas federativas o confederaciones de gobiernos democráticos coordinadas por una asamblea mixta conocida como myrioi, como ocurrió entre los arcadios grecohablantes en la década de 360 a.C. En este periodo también se llevaron a cabo acciones importantes para crear formas de vida que más adelante se considerarían componentes vitales de la forma de vida democrática. Muchas de esas innovaciones tuvieron lugar en el mundo islámico, entre ellas la cultura de la imprenta y esfuerzos para el cultivo de asociaciones autónomas, como las sociedades religiosas altruistas (llamadas waqf) y las mezquitas, y, en el campo de la vida económica, asociaciones jurídicamente independientes de los gobernantes. El islam despreció a la realeza y desató disputas públicas interminables sobre la autoridad de los gobernantes. Hacia el final de este periodo, alrededor del año 950 d.C., sus eruditos incluso revivieron el viejo lenguaje de la democracia. El mundo temprano del islam también puso énfasis en la importancia de virtudes compartidas, como la tolerancia y el respeto mutuo entre escépticos y creyentes en lo sagrado, y en la obligación de los gobernantes de respetar otras formas de interpretar la vida. Durante esta fase surgió también la creencia musulmana de que los seres humanos estaban obligados a tratar a la naturaleza compasivamente, como si se tratara de un igual por ser ambas partes creaciones divinas. Más adelante, esa obligación perturbaría a todas las democracias.
DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
Alrededor del siglo X de la era común la democracia entró en una segunda fase histórica cuyo centro de gravedad fue la región del Atlántico, aquel triángulo geográfico marítimo que se extiende desde las costas europeas hasta Baltimore y Nueva York, y de ahí al sur hasta Caracas, Montevideo y Buenos Aires. El inicio de este periodo estuvo determinado por la resistencia a la civilización islámica en la península ibérica, que a lo largo del siglo XII de la era común propició la invención de las asambleas parlamentarias. Terminó con el hecho lamentable de la destrucción prácticamente total a nivel mundial de las instituciones y formas de vida democráticas mediante las tormentas desatadas por las guerras mecanizadas, las dictaduras y los gobiernos totalitarios que asolaron al mundo en la primera mitad del siglo XX. En medio de todo ello, no obstante, ocurrieron cosas extraordinarias.
Moldeada por fuerzas tan diversas como el renacimiento de las ciudades, las luchas religiosas al interior de la Iglesia cristiana y las revoluciones en los Países Bajos (1581), Inglaterra (1644), Suecia (1720) y los Estados Unidos (1776), la democracia adoptó el significado de democracia representativa. Al menos ése fue el sentido con el que empezó a usarse el término en Francia, Inglaterra y la nueva república de los Estados Unidos en el siglo XVIII entre, por ejemplo, los redactores de constituciones y los escritores políticos prominentes al referirse al nuevo tipo de gobierno cimentado en el consenso público. Si bien no se sabe quién fue el primero en hablar de “democracia representativa”, el escritor político precursor fue un noble francés que había fungido como ministro de Relaciones Exteriores bajo el reinado de Luis XV, el marqués d’Argenson. Fue él quien insinuó el nuevo significado de la democracia como representación.
La falsa democracia pronto degenera en la anarquía —escribe en un tratado de 1765 que vio la luz pública póstumamente—. Es el gobierno de la multitud, del pueblo insolente que desprecia las leyes y la razón. Su despotismo tiránico se hace evidente con la violencia de sus actos y la incertidumbre de sus deliberaciones. En la verdadera democracia —concluye d’Argenson— uno opera a través de representantes que han sido autorizados por medio de elecciones; la misión de quienes han sido elegidos por el pueblo y la autoridad que representan constituyen el poder público.
Ésta era una forma completamente nueva de pensar la democracia, un tipo de gobierno en el que el pueblo, a través del voto, tenía la posibilidad genuina de elegir entre al menos dos alternativas y la libertad para elegir a quienes defenderían sus intereses, es decir, a quienes lo representarían al tomar decisiones en su nombre. Mucha tinta y sangre se derramaría para establecer la definición exacta de la representación, para precisar quién tenía derecho de representar a otros y lo que se debía hacer cuando los representantes pasaban por encima de aquellos a los que supuestamente debían representar. No obstante, en esta segunda fase histórica de la democracia predominó la creencia de que el buen gobierno era aquel que se ejercía a través de representantes. La sorprendente afirmación de Thomas Paine: “Si Atenas hubiese adoptado el sistema de representación habría superado a su propia democracia”, ofrece una pista crucial para esclarecer la manera en que a finales del siglo XVIII los promotores políticos, redactores de constituciones y ciudadanos habían de emprender una defensa completamente inédita de la democracia representativa. Frecuentemente comparada con el sistema monárquico, la democracia representativa era elogiada como una mejor forma de gobierno en tanto que ventilaba públicamente las diferencias de opinión tanto entre los propios representados como entre éstos y sus representantes. El gobierno representativo fue elogiado como una manera de liberar a los ciudadanos del temor a los dirigentes a los que se confiaba el poder; el representante temporal “en funciones” era visto como un sustituto adecuado del poder personificado en el cuerpo de los monarcas y los tiranos no elegidos. El gobierno representativo fue aclamado como un método nuevo y eficaz para repartir la culpa de un desempeño político pobre, una nueva forma de alentar la rotación del liderazgo a partir del mérito y la humildad. Fue pensado como una nueva forma de gobierno humilde, una manera de abrir espacio para minorías políticas divergentes y de equilibrar la competencia por el poder, lo cual a su vez les permitía a los representantes poner a prueba su capacidad política y habilidad de liderazgo frente a otros que tenían el poder para destituirlos. Los primeros defensores de la democracia representativa ofrecieron también una justificación más pragmática de la representación, que era vista como la expresión práctica de la simple realidad de que no convenía permitirles a todas las personas involucrarse continuamente en los asuntos del gobierno, aun cuando tuviesen la disposición para hacerlo. A causa de esa realidad, el pueblo debía delegar la tarea de gobernar en representantes escogidos en elecciones regulares. El trabajo de esos representantes era supervisar el gasto público. Los representantes actúan a favor de sus conciudadanos frente al gobierno y su aparato burocrático, debaten temas y redactan leyes, deciden quién gobernará y cómo habrá de hacerlo, siempre a nombre del pueblo.
Como una forma de designar y manejar el poder, la democracia representativa fue un tipo inusual de sistema político. Se basaba en constituciones escritas, sistemas jurídicos independientes y leyes que garantizaban procedimientos que siguen desempeñando una función esencial en las democracias actuales; y en invenciones como el habeas corpus (institución jurídica que evita la tortura y el encarcelamiento), las elecciones periódicas de candidatos a las legislaturas, los cargos políticos de tiempo limitado, el voto secreto, el referéndum y la impugnación, los colegios electorales, los partidos políticos competitivos, los defensores del pueblo (ombudsmen), la sociedad civil y libertades civiles como el derecho a reunirse en asambleas públicas, así como la libertad de prensa. En comparación con la democracia asamblearia anterior, la democracia representativa ampliaba significativamente la escala geográfica de las instituciones de autogobierno. Con el paso del tiempo y a pesar de sus orígenes específicos en pueblos, distritos rurales y ámbitos imperiales de gran dimensión, la democracia representativa llegó a ser adoptada principalmente en Estados territoriales protegidos por ejércitos formales y equipados con poderes para hacer e implementar leyes y recaudar impuestos de las poblaciones bajo su dominio. Esos Estados eran característicamente mucho más grandes y poblados que las unidades políticas de la democracia antigua. La mayoría de los Estados del mundo griego de la democracia asamblearia, Mantinea y Argos por ejemplo, no fueron mayores a unas cuantas veintenas de kilómetros cuadrados. Muchas democracias representativas modernas —entre ellas Canadá (9.98 millones de kilómetros cuadrados), los Estados Unidos (9.63 millones de kilómetros cuadrados), y la circunscripción electoral más grande del mundo, la vasta división rural de Kalgoorlie en el estado federativo de Australia Occidental, que comprende 82 000 votantes diseminados a lo largo de un área de 2.3 millones de kilómetros cuadrados— son incomparablemente mayores.
Los cambios que propiciaron la formación de las democracias representativas no fueron inevitables ni carecieron de oposición política. La democracia representativa no tendría por qué haber emergido, pero lo hizo; nació de múltiples y diferentes conflictos de poder, muchos de los cuales fueron librados en feroces batallas en contra de los grupos gobernantes, fuesen jerarquías de la Iglesia, terratenientes, monarcas o ejércitos imperiales, comúnmente en el nombre “del pueblo”. La definición exacta de quién era “el pueblo” fue un tema muy controvertido que propició enorme confusión. La era de la representación vivió no sólo un notable renacimiento del antiguo lenguaje de la democracia, sino que la palabra en sí adquirió nuevos significados que los antiguos observadores habrían condenado considerándolos oxímoros o bien simplemente despropósitos. La segunda era de la democracia estaba pertrechada de nuevos epítetos; se hablaba de “democracia aristocrática” (surgida inicialmente en los Países Bajos a finales del siglo XVI) y había nuevas referencias (comenzando por los Estados Unidos) a la “democracia republicana”. Más adelante surgieron epítetos como “democracia social”, “democracia liberal” y “democracia cristiana”, e incluso “democracia burguesa”, “democracia de los trabajadores” y “democracia socialista”. Esos nuevos términos correspondieron a las múltiples luchas entre grupos por lograr acceso igualitario al poder gubernamental, lo cual desembocó, en ocasiones por designio y otras por simple accidente o como consecuencia no intencional, en instituciones, ideales y formas de vida sin precedentes. Las constituciones escritas cimentadas en la separación formal de poderes, elecciones periódicas, partidos de oposición y diferentes sistemas electorales fueron algo totalmente nuevo, como lo fue también la invención de las “sociedades civiles” fundadas en nuevos hábitos y costumbres sociales —experiencias tan diversas como comer en un restaurante público, practicar deportes o controlar el temperamento a través de un lenguaje cortés— y en nuevas asociaciones que sirvieron a los ciudadanos para mantener al gobierno a cierta distancia mediante el uso de armas no violentas como la libertad de prensa, la circulación pública de peticiones y pactos y los pactos y las convenciones constitucionales para la redacción de nuevas constituciones. En algunas partes florecieron los gobiernos municipales. Nació una cultura de derechos y obligaciones de los ciudadanos. Notablemente, en este periodo surgió también —por ejemplo en los movimientos cooperativos y de trabajadores en la región atlántica— la primera alusión a la “democracia internacional”.
La era de la representación desató lo que el escritor y político francés Alexis de Tocqueville llamó la “gran revolución democrática” a favor de la igualdad política y social. Diseminada a partir del triángulo atlántico, esta revolución sufrió frecuentes retrocesos y reveses, sobre todo en Europa, donde estuvo a punto de colapsar en las primeras décadas del siglo XX. La revolución democrática fue alimentada por tumultuosas luchas y actos sobrecogedores, como la ejecución pública en Inglaterra del rey Carlos I. Acontecimientos como ésos pusieron en tela de juicio los prejuicios antidemocráticos de quienes daban por sentado que la desigualdad entre las personas era una cuestión “natural”, es decir, los ricos y poderosos. Nuevos grupos, como esclavos, mujeres y obreros, lograron conquistar el derecho al voto. La abolición formal de la esclavitud diferenció a este periodo del mundo que solía descansar en ella, esto es, el de la democracia asamblearia. Aunque fuera sólo en el papel, la representación finalmente fue democratizada y se extendió para abarcar a toda la población, al menos en aquellos países donde se intentó implementar. Esa extensión, no obstante, tuvo que superar enormes dificultades y pronósticos negativos, e incluso después fue continuamente cuestionada; en no pocos casos, entre ellos los Estados Unidos y los países hispanoamericanos del siglo XIX y principios del XX, la definición de representación se estrechó con la anulación del derecho a voto de ciertos grupos, en particular la población negra, pobre e indígena. No fue sino hasta el final de esta segunda fase —en las primeras décadas del siglo XX— cuando el derecho a voto para la elección de representantes se consideró como un derecho universal. Los primeros en obtenerlo fueron los hombres adultos, y más adelante —por lo general mucho después— las mujeres adultas. Pero incluso entonces, cuando aparecieron las manifestaciones del totalitarismo y la dictadura militar, los opositores de la representación democrática lucharon duramente y con éxito considerable en contra de sus supuestas ineficacias, sus fallos rotundos y sus presuntos males. Demostraron que la democracia, bajo cualquiera de sus formas posibles, no era una cuestión inevitable, que no se había forjado a partir de garantías históricas.
DEMOCRACIA MONITORIZADA
¿Qué ocurre con la democracia tal y como la conocemos y la experimentamos en la actualidad? ¿Tienen las democracias del mundo un futuro prometedor? ¿Están en decadencia o en proceso de transformación hacia una especie de “posdemocracia”? ¿La democracia es todavía una forma de vida viable y deseable o está destinada a unirse al mundo extinto del ave dodo, de los bosques de la isla de Pascua y de nuestros casquetes polares?
Lo que imprime a esas interrogantes tanto interés y presciencia es la imperfección de las democracias actuales. Son como un experimento cuyos resultados finales no se han computado. Al advertir hacia dónde pueden dirigirse las democracias implantadas alrededor del mundo, Vida y muerte de la democracia asume un papel de defensor del principio de dar tiempo al tiempo. Busca agudizar nuestra percepción de que la historia de la democracia avanza con las manecillas del reloj, pues cada amanecer abre paso a un nuevo ocaso. A través de la mirada de un historiador imaginario que escribe 50 años más adelante en el futuro, este libro esboza las ideas, personajes, acontecimientos e instituciones que han ido moldeando poderosamente el destino de la democracia durante algunas décadas. Esta técnica narrativa implica mirar el presente retrospectivamente desde un distante porvenir imaginario. Sugiere a los lectores imaginar aquello que un sobrio observador de nuestra época en el futuro diría sobre nosotros. Obviamente, no es sino una manera de ver a la distancia las tendencias actuales; sin embargo, la idea de alejarnos un poco de nuestro presente nos ofrece la posibilidad de enfocar nuestro pensamiento en cosas que quizá no podemos ver en el momento actual. Nos impone el reto de considerar tendencias que podrían ser genuinamente nuevas o profundamente amenazadoras… así como pobremente entendidas o simplemente ignoradas por completo.
La técnica de proyectar una mirada imaginaria por atrás de nuestras cabezas con el propósito de ver nuestros tiempos desde medio siglo en el futuro nos obliga a explorar de otra manera el renacimiento a nivel mundial de las políticas democráticas emergidas inmediatamente después de la segunda Guerra Mundial. Este gran renacimiento no fue consecuencia de la Revolución de los Claveles de Portugal en 1974 ni de las revoluciones de Terciopelo de Europa Central y Oriental de 1989, como suele pensarse; es un proceso mucho más viejo que de ninguna manera ha concluido, aun cuando ha llevado a la democracia más allá de los horizontes habituales hacia un territorio desconocido. El desarrollo más obvio es la transformación de la democracia en una fuerza global. Por primera vez en la historia, el lenguaje, los ideales y las instituciones de la democracia no sólo son familiares para la mayoría de los pueblos del mundo, sin importar su nacionalidad, religión o civilización, y no sólo impera un nuevo discurso sobre la “democracia global” y las referencias a la democracia como “valor universal” (recurriendo a las palabras del economista premio nobel Amartya Sen). Por primera vez los prejuicios raciales y xenofóbicos han comenzado a expulsarse de los ideales democráticos, a tal grado que a muchos demócratas del mundo de hoy les avergüenza y enfurece la sola idea de referirse a las personas de un pueblo como “atrasadas”, “incivilizadas” o “de naturaleza inferior”, un discurso común en la funesta década de 1930.
El cambio climático a favor de la democracia es sin duda impresionante. Desde el final de la segunda Guerra Mundial los dictadores en todas partes han sido asolados por fuertes tormentas, cuya fuerza puede medirse al releer la novela clásica estadunidense Democracy, escrita a finales del siglo XIX por Henry Adams. Su heroína, Madeleine Lee, se ve atrapada en los efectos corruptos de las luchas por el poder, intrigas y tejemanejes políticos en Washington. “La democracia me ha destrozado los nervios —comenta resignada con un profundo suspiro—. Quisiera irme a Egipto.” Dentro de la nueva era de la democracia, bajo la presión de la gran revolución democrática global, ni siquiera países como Egipto son hoy reductos seguros para quienes temen o padecen la democracia. Tras devastadores reveses durante la primera mitad del siglo XX —en 1941 sólo quedaban 11 democracias en la faz de la tierra—, la democracia ha retornado del olvido. Sobrevivió bombardeos aéreos, amenazas de invasiones militares y colapsos económicos y morales en países como Gran Bretaña, los Estados Unidos y Nueva Zelanda. Superando sorprendentes pronósticos en contra, arraigó en la India, donde se creó con éxito la primera democracia a gran escala en la historia mundial con el apoyo de pueblos materialmente empobrecidos, con múltiples creencias, muchos lenguajes distintos y bajos índices de alfabetismo. Los ideales y formas de vida democráticos llegaron al sur de África y resurgieron en partes de América Latina y a lo largo del centro y oriente de Europa. Por primera vez en su historia la democracia se convirtió en un lenguaje político global. Sus dialectos se hablan hoy en todos los continentes, en países tan disímbolos como la India, Egipto, Australia, Argentina y Kenia. Las luchas a favor de la democracia han estallado en los lugares menos probables. En los años iniciales del siglo XXI tuvo lugar la Revolución de los Cedros en Líbano, la Revolución de las Rosas en Georgia y la Revolución de las Naranjas en Ucrania. Los espíritus de la democracia cobraron vida en Japón y Mongolia, Taiwán y Corea del Sur, e incluso acecharon por los salones y pasillos de China, Birmania y Corea del Norte, y tocaron sonoramente en sus puertas cerradas.
La suma de las tendencias a nivel mundial a favor de lo que vagamente pasa por democracia han sido tan impactantes que un influyente reporte, emitido por Freedom House, incluso se refiere al XX como el siglo democrático. Señala que en 1900 predominaron las monarquías y los imperios, no existían Estados que permitiesen el sufragio universal y las elecciones multipartidistas, había tan sólo unas cuantas “democracias restringidas”, 25 nada más, que englobaban solamente una octava parte de la población mundial. Para 1950, tras la derrota militar del nazismo y la descolonización y reconstrucción de la posguerra en Europa y Japón, había 22 democracias que albergaban a una tercera parte de la población mundial. Para fines del siglo XX, señala el reporte, 119 países de un total de 192 podían definirse como “democracias electorales”, con 85 de ellas —38% de los habitantes del mundo— disfrutando formas democráticas “respetuosas de los derechos humanos fundamentales y el Estado de derecho”. El reporte afirma que la democracia está hoy al alcance de todo el mundo. “En un sentido real — concluye—, el siglo XX se ha convertido en el ‘siglo democrático’.” Y agrega: “La creciente conciencia global de los derechos humanos y la democracia se refleja en la expansión de las prácticas democráticas y la extensión del sufragio democrático a todas las partes del mundo y en todas las principales civilizaciones y religiones”.
En sus conclusiones el reporte coquetea con el arte de la seducción. Explota astutamente el punto de vista común prevaleciente de que quienes deberían gobernar son las personas ordinarias y no los dictadores que se hacen pasar por personas extraordinarias. Asimismo, maquillando sus definiciones y ocultando sus métodos, el reporte intenta probar que todo apunta hacia un triunfo global de la democracia representativa. Bajo un enfoque más realista, Vida y muerte de la democracia abriga una visión radicalmente distinta sobre la dirección de la democracia. Dentro de una perspectiva histórica más amplia y recurriendo a diferentes definiciones y a un marco interpretativo más matizado, propone que las tendencias actuales son bastante diferentes, más contradictorias y sin duda mucho más interesantes de lo que suponen reportes descabellados (y miopes) como el de Freedom House.
De modo que si las exultaciones simplistas de su éxito no llevan a nada, ¿cuál es la fase por la que realmente atraviesa la democracia actual? Cierto es que durante los últimos 70 años de democracia, como un hecho y un ideal, ésta se ha vuelto más poderosa y popular que en todo el tiempo desde que comenzó como una formulación esperanzadora en la antigua Siria-Mesopotamia, Fenicia y las ciudades de Micenas y el mundo griego. Las democracias contemporáneas, encabezadas por los Estados Unidos, han llegado a ejercer poder e influencia mundiales. El “club democrático” (la alianza de Estados democráticos propuesta inicialmente por la ex secretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright) ha colocado el nombre de la democracia en el mapa y la ha sometido a juicio en todos los rincones del planeta. En una sola generación, los Estados democráticos han más que duplicado su número. Durante esta tercera era de democracia, los dictadores de todo el mundo, quienes nunca necesitan pretextos, han vestido la indumentaria de la democracia. Obligados a someterse a la moda, la mayoría de ellos —Hu Jintao, Vladimir Putin, el coronel Gaddafi y Lee Kuan Yew, por ejemplo — afirman ser demócratas y recurren al lenguaje de la democracia para cubrir sus huellas. Entretanto, tras el colapso del comunismo, todas las viejas democracias, incluidas aquellas como la alemana, que en otro tiempo cayeron en desgracia, se las han ingeniado para no meterse en problemas. Ese país de hecho tuvo un papel importante en la creación de la Unión Europea, el principal experimento mundial de integración regional, una nueva comunidad política con múltiples capas que está comprometida, en medio de una gran controversia entre los ciudadanos y una frecuente confusión entre los legisladores sobre las reglas y regulaciones adecuadas, al principio y la práctica de moldear estructuras democráticas transfronterizas algunas de las cuales no tienen precedentes en la historia de la democracia.
El experimento europeo de extender la democracia a través de las fronteras es un símbolo adecuado de otra tendencia que se registra dentro del ámbito de la democracia realmente existente. De naturaleza en verdad impactante, esta tendencia consiste en que las instituciones básicas y el espíritu legitimador de la democracia representativa han estado sufriendo notables permutaciones durante casi una generación. Adoptando una postura muy alejada de la perspectiva común sobre estos asuntos, este libro propone que la era de la democracia representativa toca a su fin: ha nacido una nueva forma histórica de democracia “posrepresentativa” que se está esparciendo a lo largo del mundo democrático. Un indicio de lo más revelador de esta transformación histórica es el modo en que hoy en día se define y se valora la democracia. Concebida otrora como algo que nos había llovido del cielo por obra de la gracia divina, la donación de una deidad, o como una entidad apuntalada en algún principio primordial, ya fuese el Hombre o la Historia o el Socialismo o la Verdad —de todos los cuales se dará cuenta en las páginas siguientes—, la democracia ahora se considera de manera mucho más pragmática, como un arma muy a la mano que es indispensable para luchar contra las concentraciones de esa clase de poder que, al no estar dispuesto a rendir cuentas, tiene repercusiones tanto más perniciosas. En el albor de esta nueva era democrática, la voz misma adquiere un nuevo significado: remite al escrutinio y al control públicos de los individuos que están a cargo de la toma de decisiones, ya sea que operen en el seno del Estado o las instituciones interestatales o dentro de las llamadas organizaciones no gubernamentales o de la sociedad civil, tales como los negocios, los sindicatos, las asociaciones de deportes o las sociedades caritativas.
Hay igualmente otros cambios que están ocurriendo en la democracia tal como se ejerce en el mundo real. Durante alrededor de seis décadas los mecanismos asamblearios y representativos se han mezclado y combinado con nuevas formas de realizar públicamente el monitoreo y el control del ejercicio del poder. En esta nueva era las formas representativas de gobierno no caducan o desaparecen sin mayor trámite. Es erróneo suponer que están destinadas a caer en el olvido, puesto que los mecanismos representativos de viejo cuño que operan dentro del marco de los Estados territoriales a menudo sobreviven, y en algunos países aun florecen, hallándose a veces —como sucede en Mongolia, Taiwán y Sudáfrica— en la primavera de la vida. Se hacen asimismo bastantes esfuerzos para revitalizar las instituciones estandarizadas del gobierno representativo, por ejemplo al propiciar el interés cívico por el trabajo de los políticos, los partidos políticos y los parlamentos, tal como se ha llevado a cabo durante las últimas dos décadas mediante los planes de participación cívica en pos de la depuración y rendición pública de cuentas (conocidos como machizukuri) en ciudades japonesas como Yokohama y Kawasaki. Sin embargo, por numerosas razones que se deben atribuir a las devastadoras consecuencias de la segunda Guerra Mundial y a las que hoy se suman las crecientes presiones públicas para reducir la corrupción y los absurdos abusos de poder, la democracia representativa se está transformando en una democracia radicalmente distinta de la que nuestros abuelos tuvieron la fortuna de disfrutar. Por razones de peso que habremos de conocer, Vida y muerte de la democracia bautiza la forma histórica de democracia emergente con un extraño y sonoro nombre: “democracia monitorizada”.
¿Qué pretendemos decir con “democracia monitorizada”? ¿A qué se debe el término “monitorizar”, con sus connotaciones de advertencia ante un peligro inminente, de exhorto dirigido a otras personas para que actúen de ciertas maneras o bien su designación de la tarea de observar el contenido y la calidad de algo? Una clave crucial para responder a estas interrogantes y entender los cambios que están ocurriendo es el hecho de que a partir de 1945 se han desarrollado alrededor de 100 tipos diferentes de aparatos especiales de monitoreo que no existieron antes dentro del mundo de la democracia. Esos inventos encaminados a facilitar el control y la vigilancia, esos perros guardianes y perros guía y perros sonoramente ladradores, están cambiando la geografía y la dinámica políticas de muchas democracias, que ya no tienen mucha semejanza con los modelos teóricos de la democracia representativa basados en el supuesto de que la mejor manera de satisfacer las necesidades de la ciudadanía es a través de representantes parlamentarios elegidos por partidos políticos. Desde la perspectiva de este libro, la forma histórica emergente de democracia “monitorizada” es una forma de democracia “post-Westminster” en la que los aparatos de monitoreo del poder y de control del poder se han comenzado a extender a los costados y hacia abajo a través de todo el orden político. Penetran por los pasillos del gobierno y ocupan rincones y recovecos de la sociedad civil, con lo cual complican enormemente, y en ocasiones equivocadamente, las vidas de políticos, partidos, legislaturas y gobiernos. Algunas de esas instituciones extraparlamentarias de monitorización del poder son las comisiones de integridad pública, el activismo judicial, las cortes locales, los tribunales laborales, las conferencias de consenso, los parlamentos para minorías, el litigio pro bono, los jurados de ciudadanos, las asambleas ciudadanas, las consultas públicas independientes, los think- tanks (comités de grandes cerebros o laboratorios de ideas), los reportes de grupos de expertos, el presupuesto participativo, los observadores vigías, el blogging y otras formas nuevas de escrutinio de medios.
Todos esos recursos tienen el efecto potencial de imprimir mayor humildad al modelo establecido del gobierno y la política representativos que se hallan en manos de un partido. El mismo efecto de humildad se refuerza con la diseminación de mecanismos de monitoreo dentro y fuera de las fronteras nacionales. Los foros, cumbres, parlamentos regionales y organizaciones de observación de derechos humanos, así como los métodos abiertos de negociación y coordinación transfronteriza (las Organizaciones Comunes de Mercado [OCM]) y los paneles de revisión por pares, como los practicados por los Estados miembros de la Unión Europea y el Foro de Cooperación Económica Asia- Pacífico, comienzan a jugar un papel en la conformación y el establecimiento de los programas gubernamentales a todos los niveles.
Son muy evidentes los experimentos de diseminación de la democracia, a través de instituciones de la sociedad civil, en áreas de la vida situadas abajo y más allá de las instituciones estatales territoriales, de modo que organizaciones como el Comité Olímpico Internacional eligen internamente a sus miembros y son gobernadas por cuerpos exclusivos sujetos a elección por voto secreto y mayoría de votos, con periodos de gobierno predeterminados. Con la ayuda de una nueva galaxia de medios de comunicación, como televisión satelital, teléfonos celulares e internet, el monitoreo público de organizaciones de gobierno está en continuo crecimiento. Cuerpos como la Organización Mundial de Comercio, las Naciones Unidas y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, por sus siglas en inglés) se encuentran bajo observación permanente o intermitente por sus propios procedimientos legales, por observadores externos y protestas públicas. En la era de la democracia monitorizada se dejan escuchar fuertes gritos que demandan la “democracia global”. Y por primera vez en la historia hay esfuerzos dirigidos hacia una democracia “verde”. Se invierte tiempo, capital y energía en la construcción de instituciones biomonitorizadas enfocadas en el principio del escrutinio público de los países que ejercen el poder en nuestra biosfera, a la cual se le ha otorgado un voto virtual, el derecho de ser representada en los asuntos humanos. Existe un creciente número de ejemplos de esos experimentos de “democratización” de nuestras interacciones con el mundo de la naturaleza, sobre cuyos asuntos suele actuarse como si fuésemos una especie sin leyes, con tendencias criminales. Cuerpos de monitoreo independientes responsables de regiones geográficas y organizaciones civiles enteras, subvencionados por amigos y protectores de la Tierra, son casos en cuestión. También lo son los cuerpos independientes de evaluación científica y tecnológica de fundación reciente. Un ejemplo es el Danish Board of Technology (Consejo Danés de Tecnología), un cuerpo arraigado en tradiciones danesas mucho más antiguas de enseñanza pública a través de redes educativas para adultos (folkeoplysnig), pero diseñadas, bajo las nuevas circunstancias, para permitir ejercicios de consulta pública de alto perfil y elevar el nivel de entendimiento parlamentario de los deseos y temores de los ciudadanos en cuestiones que abarcan desde la modificación genética de los alimentos y la investigación de células madre hasta la nanotecnología y la experimentación con animales en laboratorio.
MALAS LUNAS
En contraste con los políticos, activistas y académicos que suponen que la elección fundamental de cara a las democracias contemporáneas estriba entre aceptar los términos de la democracia electoral de tipo Westminster y abrazar formas más participativas de democracia “profunda” y “directa” —de hecho, una elección entre abrazar el presente o regresar al espíritu imaginado de la democracia ateniense—, Vida y muerte de la democracia propone una tercera posibilidad mucho más apegada a la historia contemporánea, la opción del desarrollo de la llamada “democracia monitorizada”, que necesita ser reconocida por lo que es: una forma histórica de democracia completamente nueva. Todas las tendencias hacia la democracia monitorizada que se describen en este libro ilustran los puntos pertinentes: que aquello que entendemos por democracia cambia con el tiempo; que las instituciones y formas de pensar de la democracia no son inmutables, y que precisamente por ser las entidades políticas más sensibles al poder que la humanidad ha conocido, las democracias son capaces de democratizarse a sí mismas, por ejemplo inventando nuevas formas de asegurar el acceso igualitario y abiertamente público de los ciudadanos y sus representantes a todo tipo de instituciones previamente intocadas por la mano de la democracia.
Una prueba positiva de la pertinencia de estas cuestiones es la inesperada adopción de la democracia en la India. En un tiempo en que la mayoría de las democracias habían sido eliminadas de la faz de la tierra, la invención de la democracia en ese país demostró que la dictadura y el totalitarismo no eran políticamente necesarios, como muchos insistían en ese tiempo. La democracia de la India contribuyó a derrumbar otros prejuicios. Sumidos en una pobreza de proporciones desgarradoras, millones de ciudadanos indios rechazaron la visión de sus maestros británicos de que un país debía contar con las condiciones económicas propicias para adoptar la democracia. Optaron más bien por adaptarse económicamente a través de la democracia, demostrando que los pobres podían heredar la tierra y que la “ley” de supervivencia del más fuerte políticamente y el más apto económicamente no era de ninguna manera una verdad absoluta.
La importancia de este cambio fue de gran magnitud. Extendió la mano de la democracia a nivel global, a lo que potencialmente podrían ser miles de millones de personas con la característica común de no ser europeos. La India desafió la regla prevaleciente de que la democracia sólo podía asentarse donde existía un dēmos con una cultura común compartida y demostró exactamente lo contrario. Demostró que el autogobierno era necesario para proteger a una sociedad dinámica y locuaz, constituida por idiomas y culturas diferentes y, por ello, con distintas definiciones de la unidad política misma. El resultado fue una democracia realmente distinta. El país no tardó en crear y sacar provecho de una amplia gama de nuevos recursos para el monitoreo público y la vigilancia del ejercicio del poder. Los más conocidos son el panchayat o gobierno ejercido a nivel local, el empoderamiento de las mujeres, el surgimiento de partidos regionales anticastas encabezados por figuras carismáticas como Mayawati, la resistencia civil no violenta (satyagraha) y la obligación de permitir la participación de grupos minoritarios. Algunos otros fueron el presupuesto participativo, los reportes de “tarjeta amarilla”, los tribunales de ferrocarriles, las elecciones estudiantiles, los tribunales del pueblo de resolución inmediata conocidos como lok adalats, los esquemas consultivos de agua y los litigios pro bono.
Es difícil encontrar un lenguaje político adecuado para hablar de la importancia a largo plazo de estas invenciones. La política india sin duda guarda poca semejanza con los modelos teóricos de la democracia representativa o el modelo democrático de Congreso parlamentario encabezado por Nehru, que a fin de cuentas suponía que la mejor forma de abordar las necesidades ciudadanas era a través de representantes parlamentarios elegidos por los partidos políticos. Vida y muerte de la democracia demuestra que esa democracia asiática con tan sólo 60 años de existencia no sólo es la más grande del mundo —un cliché conveniente—, sino también el prototipo más complejo, turbulento y apasionante. Definida por varios viejos y nuevos medios de monitoreo público, de posibilidad de contestación del poder y de representación de los intereses ciudadanos a todos los niveles, refuerza la convicción de este libro de que la democracia podría mejorar si se cambiara la percepción de las personas y se volvieran más humildes quienes ejercen el poder, y de que las semillas de una mayor responsabilidad pública pueden sembrarse en todas partes, desde la recámara del hogar y la sala de juntas hasta el campo de batalla.
Pero ha llegado el momento de una pregunta escéptica: ¿qué tan viables son todas esas diferentes tendencias que alimentan a la nueva era de la democracia monitorizada?
¿Podrá sobrevivir a las presiones crecientes sobre sus instituciones o a los esfuerzos de sus críticos y enemigos escépticos por cuestionarla e incluso debilitar o destruir directamente su ascendiente en las almas y mentes de muchos millones de personas en todo el mundo?
Vida y muerte de la democracia no supone que la democracia monitorizada vaya a conducirnos hacia la creación de un paraíso en el planeta. Presta atención a que en todos lados las tendencias que la favorecen están sujetas en diverso grado a contratendencias, y, sin escatimar palabras, muestra que la democracia actual está plagada de fallos en el mercado y lastrada por la desigualdad social. Le preocupa observar una evidente merma en la afiliación a los partidos políticos y, principalmente entre los jóvenes y los pobres inconformes, una participación fluctuante en las elecciones y una creciente falta de respeto por los “políticos” y las “políticas” oficiales, al grado de orquestar boicots y campañas satíricas en contra de todos los partidos y sus candidatos. No por primera vez en la historia, pero sí con particular resentimiento, la democracia es objeto de burlas, como en este chiste que circula en Japón: “¿Cuál es la mejor manera de restaurar la confianza pública en los partidos y los gobiernos?”, pregunta el presentador de un talk show televisivo. “La mejor manera —responde uno de los participantes— es dejar primero que colapse el sistema político.” Otro reto importante que enfrenta la democracia es dar prueba de si es capaz o no de adaptarse al nuevo mundo de apabullante publicidad masiva, el cabildeo organizado, los “giros” políticos y los medios corporativos globales —la cuestión de si la democracia podría incluso desaparecer en los agujeros negros de lo que en Italia y Francia se denomina “videocracia” y “telepopulismo”—. Igualmente desconcertante es la cuestión, ventilada con particular agudeza en países tan disímbolos como la India, Taiwán e Indonesia, de si las democracias lograrán resignarse a aceptar la existencia de sus propios fundamentos “multiculturales”. La madurez de una “democracia plateada”, en la que un porcentaje cada vez mayor de ciudadanos alcanzan edades avanzadas en condiciones crecientes de inseguridad material y emocional, es otro tema igualmente desalentador. Existen además tendencias profundamente arraigadas que, cual navajas, cortan a través de los cuerpos de las democracias en todo el mundo, y para las cuales no hay precedentes históricos ni se vislumbra una fácil solución, como el ascenso de los Estados Unidos, el primer imperio militar de toda la historia que opera a escala global y hace lo que apetece en nombre de la democracia, en frecuentes tensiones con Rusia, China y otros Estados autoritarios que no respetan ni sienten aprecio por la democracia. Tendencias igualmente peligrosas son la proliferación de guerras no civiles, el deterioro gradual de la biosfera de nuestro planeta y la propagación de nuevos sistemas de armamento con poderes destructivos mucho mayores que el de todas las democracias combinadas.
Mediante un meticuloso escrutinio de esas dificultades de la era en curso (e inconclusa) de la democracia, este libro persigue desplazarse más allá de la simple historia, y por el bien de la historia. Así, alejado de la visión convencional del anticuario, tiene la firme intención de saltar del pasado al futuro, ya que para tener una visión diferente de la democracia lo mejor es conocer sus triunfos y fracasos del pasado, sus encrucijadas actuales y sus prospectos a futuro. Da por sentado que la democracia no cuenta con garantías históricas predeterminadas, que su futuro está atado a lo que ocurrió en el pasado y a lo que acontece en el presente, y que la historia de la democracia es de la incumbencia de todos, no sólo de los anticuarios o los historiadores. Uno de los temas importantes desarrollados en Vida y muerte de la democracia es la consideración de que vivimos tiempos maduros para escribir una historia general simplemente porque las democracias, tal y como las conocemos en la actualidad, se encaminan como autómatas hacia serios problemas. Este libro muestra cómo las democracias del pasado padecieron y murieron bajo el influjo de una variedad de malas lunas, y, asimismo, que una nueva mala luna se alza hoy por encima de todas las democracias del mundo. Sea en los Estados Unidos o Gran Bretaña, Uruguay o Japón, las democracias enfrentan problemas sin precedentes históricos ni soluciones conocidas. De este enfoque del asunto se infiere que la continuidad de la democracia depende necesariamente de que ésta cambie, no sólo a fin de confrontar los nuevos problemas para los que todavía no existen soluciones, sino también para encarar esos irritantes ancestrales, a saber, los abismos crecientes entre ricos y pobres, la discriminación de las mujeres, la intolerancia religiosa y nacionalista, y la existencia de figuras políticas que manchan la reputación de toda política democrática porque corrompen las leyes al asir con fruición sobres cafés llenos de fajos de billetes.
La desconsoladora idea de que la democracia como se conoce hoy en todas sus variantes geográficas e históricas corre el riesgo de no sobrevivir indefinidamente, de que podría degollarse u optar por una forma más pacífica de quitarse la vida en un acto de “democidio”, e incluso podría ser derrocada y aniquilada por fuerzas externas en las que no ha reparado, obviamente va en contra del muy reciente optimismo sobre el triunfo global de la democracia. La estrategia del libro de poner en evidencia el alud de falseamientos que están en circulación supone una vocación de hacer deliberadamente el mayor ruido posible. Pues, al sopesar los posibles efectos a largo plazo de una amplia variedad de problemas profundamente arraigados, Vida y muerte de la democracia da voz a lo que piensan en sus adentros un creciente número de personas: que a pesar de todos los esfuerzos y alborotos, el llamado triunfo global de la democracia bien podría convertirse en una fogata sobre el hielo. Este libro explica por qué la gran renovación democrática que tuvo sus inicios en la India ahora alimenta ansiedades a nivel mundial sobre si la democracia en sí es capaz de lidiar con sus propios problemas, ya no digamos con sus detractores. Este libro no saca conclusiones simples al ahondar en esas ansiedades. No favorece el partidismo simplista. Ciertamente se alinea con firmeza del lado de la democracia, y al proceder así esboza nuevos argumentos. No obstante, su postura no es apologética: no pasa por alto sus ilusiones, locuras y debilidades. Al suponer que vivimos en la fase más oscura de la historia de la democracia, este libro argumenta a favor de la necesidad de repensar sus aspectos fundamentales, entre ellos las tendencias y definiciones actuales del término. De manera imparcial y sin perder de vista en ningún momento el pasado, este libro persigue exponer la preocupante falta de claridad sobre el significado actual de la democracia y poner en claro por qué, si corren con suerte, las generaciones futuras podrán disfrutar de sus bondades y considerarla como algo indispensable. Expone también una nueva serie de razones para pensar que la democracia es un método de gobierno superior, una buena forma de vida que en principio puede ser adoptada y aplicada en todo nuestro planeta.
Todos nuestros planteamientos están en deuda con el gran poeta y escritor estadunidense del siglo XIX Walt Whitman, quien señaló que la historia de la democracia no podía escribirse porque ésta, como él y otros la conocían, era una construcción inacabada. El tiempo le ha dado la razón. Así, desde el ángulo de visión que nos brindan los primeros años del siglo XXI, y dada la posible supervivencia o destrucción de un tipo de democracia completamente nuevo, el mismo argumento puede plantearse de otro modo: no sabemos qué será de la democracia monitorizada porque su destino aún no se ha determinado.