2021 La quiebra de las Democracias. Juan José Linz Storch de Gracia.
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN
Todo cambio de régimen político afecta a millones de vidas, removiendo un espectro de emociones, desde el miedo a la esperanza. La Marcha sobre Roma, la Machtergreifung de Hitler, la guerra civil española, Praga febrero 1948, el golpe contra Allende, todos estos momentos dramáticos que simbolizan cambios de poder se fijan en la memoria de la gente como fechas clave en sus vidas. Pero los hechos en sí son en realidad la culminación de un largo proceso, un cambio político que va creciendo y evolucionando a lo largo de un período de tiempo más o menos prolongado. ¿Hay una pauta común en los procesos que han llevado a un cambio de régimen, o cada uno supone una situación única? ¿Es posible construir un modelo descriptivo del proceso de la caída de una democracia que pudiera contribuir a una mejor comprensión de sus elementos y dinámica? Si fuera posible construir tal modelo, ¿sería un modelo explicativo?, ¿podríamos saber más de las condiciones para la estabilidad de la democracia?
Los problemas de estabilidad y ruptura de sistemas políticos hace mucho que han ocupado la atención de los estudiosos de la política. En años recientes los científicos sociales han dedicado considerable atención al estudio de los requisitos para la estabilidad política, particularmente en las democracias. Los análisis han tendido, sin embargo, a ser estáticos, con mayor énfasis en las correlaciones entre las características sociales, económicas y culturales y la estabilidad de los regímenes en un momento dado de la historia, que en la dinámica de los procesos de crisis, caídas y reequilibramiento de los regímenes existentes, o la consolidación de otros nuevos. Este énfasis ha sido el resultado principalmente de la disponibilidad de datos sistemáticos y cuantitativos de un gran número de sistemas políticos y de nuevas técnicas para análisis estadísticos. También ha reflejado el optimismo de la posguerra sobre el futuro de las democracias una vez establecidas. Al mismo tiempo, sin embargo, los historiadores han proporcionado datos de los sucesos y los cambios sociales, económicos y políticos que produjeron esos dramáticos momentos que llevaron a Mussolini, Hitler o Franco al poder o, como en Francia, provocaron un cambio de rumbo en la batalla por la supervivencia de una democracia. Las memorias y escritos de los que participaron en los acontecimientos históricos son otra fuente importante para comprender estos procesos políticos.
Por tanto, en nuestro esfuerzo para construir un modelo descriptivo de los procesos operativos en un cambio de régimen y quizá, en última instancia, un modelo que pudiera explicarlos, podría ser útil combinar el conocimiento de los sucesos que proporcionan los relatos de los historiadores y los informes de los participantes con la formulación de problemas derivados de la ciencia social contemporánea. El análisis de muchas situaciones históricas que parecen únicas sugiere la posibilidad de unas pautas comunes y de ciertas secuencias de acontecimientos que se repiten en un país tras otro. De hecho, los participantes a menudo parecen ser conscientes de estas cadenas de acontecimientos y expresan esta conciencia en actitudes compartidas por muchos de resignación, tragedia, inevitabilidad o hado.
Sería interesante estudiar comparativa y sistemáticamente hasta qué punto los distintos participantes, especialmente los líderes democráticos, tenían o no conciencia del peligro en que se encontraba el sistema en momentos críticos antes del derrumbamiento final. Por ejemplo, las declaraciones de Breitscheid, líder del partido social demócrata alemán SPD, en el congreso del partido en Magdeburg, en 1929, sobre las implicaciones que podría tener la ruptura de la gran coalición (que se produjo en marzo de 1930), revela tanto la conciencia de la amenaza a la democracia y al parlamentarismo como la falta de predisposición a hacer cualquier sacrificio para salvarlos. Todavía más premonitorias fueron las advertencias de Indalecio Prieto en la primavera de 1936:
La convulsión de una revolución, con un resultado u otro, la puede soportar un país; lo que no puede soportar un país es la sangría constante del desorden público sin finalidad revolucionaria inmediata; lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad. Podrán decir espíritus simples que este desasosiego, esta zozobra, esta intranquilidad la padecen sólo las clases dominantes. Eso, a mí juicio, constituye un error. De ese desasosiego, de esa zozobra y de esa intranquilidad no tarda en sufrir los efectos perniciosos la propia clase trabajadora, en virtud de trastornos y posibles colapsos de la economía, porque la economía tiene un sistema a cuya transformación aspiramos ...
No se diga, desacreditando a la democracia, que el desorden infecundo es únicamente posible cuando en las alturas del poder hay un gobierno democrático, porque entonces los hechos estarán diciendo que sólo la democracia consiente los desmanes y que únicamente el látigo de la dictadura resulta capaz de impedirlos ... Si el desmán y el desorden se convierten en sistema perenne, por ahí no se va al socialismo, por ahí no se va tampoco a la consolidación de una república democrática, que yo creo nos interesa conservar. Ni se va al socialismo ni se va al comunismo; se va a una anarquía desesperada que ni siquiera está dentro del ideal libertario; se va a un desorden económico que puede acabar con el país.
En estos análisis, los científicos sociales, principalmente los sociólogos (y en especial los que tienen una orientación marxista) tienden a destacar las características estructurales de las sociedades, las infraestructuras socioeconómicas que actúan como condición restringente, limitando la elección de los actores políticos. Dirigen su atención a los conflictos sociales yacentes, especialmente los conflictos de clase que en su opinión hacen difícil, si no imposible, la estabilidad de las instituciones democráticas liberales. Sostienen que el proceso de derrumbamiento está suficientemente explicado por las grandes desigualdades sociales y económicas, la concentración de poder económico, la dependencia económica de otros países, la amenaza al orden socioeconómico existente planteada por la movilización de las masas y la inevitable y rígida defensa de los privilegios que terminan con las instituciones democráticas que permiten esta movilización. Seríamos los últimos en negar la importancia de estos factores y su considerable efecto en casos concretos. Pero aun asumiendo' que estos análisis sociológicos o los basados en el carácter cultural nacional o en variables psicológicas pudieran explicar por qué tiene lugar la caída de un régimen, habría que preguntarse cómo.
Desde nuestro punto de vista no puede ignorarse la actuación tanto de los que están-más o menos interesados en el mantenimiento de un cierto sistema político democrático como la de aquellos que, colocando otros valores por encima, no están dispuestos a defenderlo o incluso están dispuestos a derrocarlo. Todo este conjunto de conductas constituye la verdadera dinámica del proceso político. Creemos que las características estructurales de las sociedades -los conflictos reales y latentes- ofrecen una serie de oportunidades y obstáculos para los actores sociales y políticos, tanto hombres como instituciones, que pueden llevar a uno u otro resultado. Empezaremos asumiendo que estos actores se enfrentan con varias opciones que pueden aumentar o disminuir las probabilidades de la persistencia y estabilidad de un régimen. No hay duda de que las acciones y los sucesos que se derivan de este hecho tienden a tener un efecto reforzador y acumulativo que aumenta o disminuye las probabilidades de que sobreviva una política democrática. Es cierto que en los últimos momentos antes del desenlace, las oportunidades para salvar el sistema pueden ser mínimas. Nuestro modelo, por tanto, será probabilístico más bien que determinista.
En este contexto, el análisis de casos en los cuales una democracia en crisis consiguió volver a equilibrarse es particularmente interesante, puesto que probaría a contrario algunas de las hipótesis que vamos a desarrollar. El mérito especial de Karl Dietrich Bracher en su brillante descripción de la caída de la república de Weimar fue destacar el carácter de secuencias y pautas del proceso del derrumbamiento a través de las fases de pérdida de poder, vacío de poder y toma de poder. Dedicaré mi atención a estas variables más estrictamente políticas que tienden a ser descuidadas en muchos otros estudios sobre el problema de la democracia estable porque, desde mi punto de vista, los procesos políticos precipitan de hecho la caída definitiva. No ignoraré, sin embargo, los factores condicionantes básicos sociales, económicos y culturales. Podría también parecer difícil explicar, sin prestar atención al proceso histórico político, por qué instituciones políticas en diferentes sociedades, al experimentar tensiones parecidas, no sufren la misma suerte. En situaciones de crisis como las que vamos a discutir, el liderazgo, incluso la presencia de individuos con características y cualidades únicas, puede ser decisivo y ningún modelo puede predecirlo. El liderazgo es, para nuestros fines, una variable residual que en último término no puede ser ignorada; pero no debe ser introducida antes de agotar la capacidad de explicación de otras variables. En algunos casos, sin embargo, su contribución ·es tan obvia que hay que reconocerla. Por ejemplo, al tratar del reequilibramiento de la democracia francesa en la transición de la IV a la V República. El resultado en aquel momento sin De Gaulle hubiera sido probablemente muy distinto. El problema del liderazgo y su calidad -especialmente en situaciones de crisis- como variable independiente no se ha solido tener en cuenta debido a una reacción excesiva contra la tendencia a explicar la historia según los «grandes hombres» y al exagerado énfasis en los factores sociológicos. Con todo, esperamos demostrar la gran probabilidad que existe de que ciertos tipos de actores individuales o instituciones, enfrentados con situaciones parecidas, respondan de forma que contribuyan a la caída del régimen. Nuestra tarea será describir y, en tanto sea posible, explicar estos actos en el camino hacia el derrumbamiento o reequilibramiento de las democracias.
No eludiremos el admitir que nuestra formulación del problema trata de señalar las oportunidades que los líderes democráticos pueden utilizar para asegurar la consolidación, estabilidad, persistencia y equilibrio de sus regímenes, así como los problemas y dificultades que con toda probabilidad van a encontrar en el proceso. Esperamos que nuestro conocimiento les ayude en sus esfuerzos, ·aun cuando nuestros datos, sí son válidos, también pueden ser útiles para aquellos que desean asistir a la «escuela de dictadores».
Derrumbamiento de democracias competitivas
Vamos a centrar nuestro análisis en las democracias competitivas, sin intentar ampliar nuestro estudio a los sistemas políticos autoritarios; totalitarios o tradicionales.
Para evitar todo equívoco es necesario definir con cierta precisión el tipo de régimen cuyo derrumbamiento y caída estamos analizando. Nuestro criterio para definir una democracia puede resumirse diciendo que es la libertad legal para formular y proponer alternativas políticas con derechos concomitantes de libertad de asociación, libertad de expresión y otras libertades básicas de la persona; competencia libre y no violenta entre líderes con una revalidación- periódica d su derecho para gobernar; inclusión de todos los cargos políticos efectivos en el proceso democrático, y medidas para la participación de todos los miembros de la comunidad política, cualesquiera que fuesen sus preferencias políticas. Prácticamente esto significa libertad para crear partidos políticos y para realizar elecciones libres y honestas a intervalos regulares, sin excluir ningún cargo político efectivo de la responsabilidad directa o indirecta ante el electorado. Hoy día la democracia supone por lo menos el sufragio universal masculino, pero quizá en el pasado fuera compatible con un sufragio censitario o de capacidades de períodos anteriores, limitado a ciertos grupos sociales.
La exclusión de la competencia política de partidos no comprometidos con la vía legal de consecución del poder —que en realidad se limita a exclusiones que puedan hacerse efectivas (de partidos menores o de individuos de modo temporal o parcial, como el control de antecedentes políticos de funcionarios) no es incompatible con las garantías de competencia libre en nuestra definición de democracia. Lo que distingue a un régimen como democrático no es tanto la oportunidad incondicional para expresar opiniones, sino la oportunidad legal e igual para todos de expresar todas las opiniones y la protección del Estado contra arbitrariedades, especialmente la interferencia violenta contra ese derecho. Nuestra definición de democracia no abarca a regímenes que pueden haber recibido el apoyo de una mayoría pero no han sido capaces de presentarse ante la sociedad para que ésta lo revalidara. No precisa que los partidos se turnen en el poder, sino la posibilidad de que esto suceda, aun cuando esta alternación es evidencia prima facie del carácter democrático de un régimen. La idea de que es necesaria al menos una alternación en el poder a nivel nacional entre el partido o coalición instauradora del régimen democrático y la oposición para definir un régimen como democrático nos parece excesivamente exigente. Ciertamente, la alternancia entre la oposición y el gobierno a nivel nacional no es frecuente, incluso en democracias con dos partidos, y lo es aún menos en sistemas multipartido, donde son frecuentes las coaliciones cambiantes.
No hay duda de que las realidades sociales y políticas en los países en que se basa nuestro análisis han introducido considerables modificaciones en nuestra definición mínima. Esto es especialmente cierto en los casos de los países hispanoamericanos y también en la Italia rural al sur de Roma durante las primeras décadas de este siglo, cuando las presiones administrativas, sociales y económicas imponían límites a las libertades políticas cívicas hasta el punto de que incluso se ponían en duda los resultados de las votaciones. La desviación del ideal democrático no constituye necesariamente, sin embargo, la negación, y el régimen en cuestión puede satisfacer nuestro criterio mínimo.
Hemos omitido deliberadamente de nuestra definición toda referencia a la prevalencia de valores democráticos, relaciones sociales, igualdad de oportunidades en el mundo del trabajo y la educación, ya que nuestro tema aquí es la caída de Ja democracia política, no la crisis de las sociedades democráticas. La influencia de la democracia política en aspectos no políticos de la sociedad, o a la inversa, el efecto de una cultura no democrática en la persistencia o en el derrumbamiento de un régimen democrático, vale la pena de ser estudiado; sin embargo, incluir en nuestra definición elementos tales como la democratización de la sociedad, el grado de igualdad, etc., no sólo nos impediría hacernos muchas preguntas importantes, sino que reduciría el número de casos para analizar.
Una vez dada esta definición, ni la transformación de un sistema posdemocrático en uno totalitario, los cambios internos que llevan a regímenes postotalitarios (como en la desestalinización de los regímenes comunistas), la caída de regímenes autoritarios ( Portugal en 1974), ni la transición a la democracia de regímenes monárquicos tradicionales, entran dentro de nuestro campo. No hay duda de que hay procesos comunes a la caída de cualquier régimen y procesos propios del derrumbamiento de una democracia, pero sería difícil, sin un estudio comparativo de cambios de régimen en sistemas tanto democráticos como no democráticos, aislar las variables e identificarlas. Esto no significa descuidar algunas pautas generales. Ningún sistema que pueda ser llamado totalitario, en el sentido propio de la palabra, se ha venido abajo por causas internas, incluso aquellos sistemas que han experimentado transiciones suficientes como para ser descritos como regímenes autoritarios postotalitarios. El sistema nazi e incluso la dominación fascista en Italia —que puede considerarse como un totalitarismo que no llegó a realizarse plenamente— fueron derrocados sólo por la derrota militar por los aliados. La caída de la mayoría de los regímenes autoritarios ha llevado no al establecimiento de democracias, sino al de otro régimen autoritario después de un golpe o una revolución, y quizá, en el caso de Cuba, a un sistema totalitario. El estudio de los pocos casos en los cuales un régimen autoritario se transformó en una democracia, o fue derrocado para dar lugar a una democracia, podría contribuir a nuestro entendimiento de las variables comunes. Aunque este número es pequeño, hay varios casos en los que a las democracias siguió un régimen autoritario que a su vez fue seguido por un nuevo establecimiento de la democracia.
No hemos incluido algunas democracias poscoloniales que tuvieron ·poco tiempo para institucionalizarse, cuya forma de gobierno fue en gran medida un trasplante de su país de origen y donde la consolidación de instituciones políticas generalmente coincidió con el proceso de hacerse el Estado. Dudo que nuestro análisis se pueda aplicar al derrumbamiento de instituciones democráticas que surgieron tras la independencia en África y Asia, corno Pakistán o Nigeria, porque en casi todos los casos se limita a Estados cuya existencia estaba consolidada antes de que se hicieran democracias. (Sólo Finlandia adquirió carácter de Estado después de la Primera Guerra Mundial, y Austria surgió como Estado separado del Imperio Austro Húngaro por el diktat de los vencedores.)
Las democracias a las que se refiere nuestro modelo son todas nación-Estado; incluso España, que aunque tiene un carácter multinacional para algunos españoles, para la mayoría es una nación-estado. Sólo en Austria, donde un significativo número de ciudadanos se identificaba con Alemania, se cuestionó la existencia de una nación-Estado. No hay duda de que si hubiéramos incluido a Checoslovaquia en los años entre las dos guerras y a un país multinacional como Yugoslavia en nuestro análisis, la importancia de los conflictos culturales y lingüísticos en las crisis de las democracias hubiera aumenta do, aunque en el caso de la primera sería difícil aislar las tensiones internas de las presiones externas que llevaron a Munich y a la secesión de Eslovaquia, y consiguientemente al fin de la democracia y también de la independencia.
¿Deberían los regímenes en los que basamos nuestro análisis ser considerados propiamente democracias competitivas o deberían clasificarse como un tipo especial de régimen democrático? Desgraciadamente no hay una tipología significativa y aceptada de democracias competitivas, ni tampoco una medida aceptada del grado de democracia. Sólo la distinción entre democracias de gobierno mayoritario y las que Lipjhart llama «consociacionales» ha sido ampliamente aceptada. Nuestro análisis no incluye ninguna democracia que pueda ser considerada propiamente consociacional; en realidad, ninguna de las que son consideradas como tal ha experimentado una quiebra en sus instituciones. Esto nos lleva a sospechar que los mecanismos políticos descritos con el término democracia consociacional pueden ser muy útiles al manejar las tensiones que de otra forma podrían hacer peligrar sus instituciones democráticas. Ciertamente, las democracias consideradas normalmente como consociacionales: Holanda, Bélgica, Suiza, Austria después de la Segunda Guerra Mundial y quizá Líbano antes de su desintegración, comparten muchas otras características favorables a la estabilidad democrática.
En resumen, nuestro análisis es aplicable sólo a regímenes democráticos en naciones-Estados consolidados que consiguieron la independencia o un grado de autonomía política considerablemente antes de la crisis del régimen. Además, todas las democracias analizadas están basadas en gobiernos-- de mayorías más bien que en los complejos mecanismos consociacionales.
Nuevas democracias asediadas o abortadas
La pregunta que puede plantearse es si nuestro modelo del proceso de derrumbamiento de democracias pudiera no basarse en regímenes establecidos sólo poco tiempo antes de la crisis que precipitó su caída y que, por tanto, estamos tratando más bien de un fallo en la consolidación de un régimen que de la caída de uno democrático.
Tal modelo, podría argüirse, no sería aplicable a regímenes que satisfagan los requisitos de persistencia de pautas elaborado por Harry Eckstein, y particularmente los que han gozado de una existencia estable por más de una generación, como Reino Unido, Suiza, los países escandinavos, Bélgica, Holanda e incluso Francia.
Este punto no puede ignorarse y volveremos a él cuando destaquemos la importancia de creer en la legitimidad de las instituciones democráticas como un factor que aumenta las probabilidades de estabilidad en una democracia. No hay duda de que la estabilidad genera estabilidad, por decirlo de manera tautológica. Las viejas democracias fueron nuevas en su día, y se enfrentaron con los mismos riesgos que todas las nuevas democracias, incluso en los casos en que podría aducirse que la evolución histórica fue más lenta y más implicada con la continuidad de instituciones y élites tradicionales, enfrentando así a los gobernantes con problemas menores y más manejables. Además, algunas de las más viejas democracias tenían la ventaja de estar establecidas en países pequeños y relativamente prósperos, como sucede en algunas partes de Europa. Historiadores y sociólogos han llamado la atención sobre las circunstancias únicas bajo las cuales tuvo lugar en estos casos la transformación de sistemas políticos tradicionales en democracias modernas. Podría decirse que cuando estos acontecimientos lentos y únicos que conducen a la democracia estaban ausentes, incluso antes de la revolución francesa, la probabilidad para la consolidación de la democracia era considerablemente menor.
Sin embargo, mientras que los regímenes específicos que fueron derrocados en países como Portugal, Alemania, Austria y España habían sido establecidos sólo recientemente, en cada país una serie de procesos liberales democráticos había ganado ascendencia a lo largo de medio siglo, si no más, bajo monarquías constitucionales o semiconstitucionales. En Italia la monarquía constitucional había sido instituida al mismo tiempo que se hada la nación en el Risorgimiento y pasó por un proceso de democratización que se aceleró, junto con el de muchas otras democracias estables, en las primeras décadas del siglo, especialmente después de la Primera Guerra Mundial. A pesar de las desviaciones del ideal que representa la democracia limitada oligárquica, y de períodos autoritarios, los países hispanoamericanos se sentían muy comprometidos ideológicamente con la idea de democracia liberal, y ninguna otra fórmula de legitimidad tenía gran atractivo. Es cierto que algunos países tenían unas minorías intelectuales significativas que defendían otras fórmulas políticas, pero la gran mayoría estaba a favor de una fórmula legal y racional de legitimidad democrática. Sólo en Alemania consiguieron las ideologías conservadoras antidemocráticas una amplia y organizada aceptación en importantes sectores de la sociedad antes de la quiebra de la democracia en 1918.
En resumen, en los países analizados la democracia per se no era nueva ni tuvo en la mayoría de los casos que enfrentarse con una gran hostilidad antes del comienzo de la crisis, aunque algunos regímenes específicos y las fuerzas que los fundaron, establecidos sólo unos años antes de su fin, sí sufrieron estos ataques. Podría argüirse que en muchos casos el ataque no iba inicialmente dirigido contra la democracia propiamente, sino contra el contenido particular que las fuerzas que ayudaron a la creación del régimen y las que le sostenían querían darle. En ·realidad, podría haberse evitado la hostilidad de los que favorecían un orden político y social distinto ofreciéndoles un papel más efectivo y algunas garantías dentro del proceso democrático. Es obvio que no siempre se puede distinguir la forma de democracia de su contenido sustantivo. Lo que en un principio se concibe como un ataque a unas fuerzas gobernantes en particular se convierte por tanto rápidamente en una derrota de las instituciones democráticas por la fuerza o manipulación; que hace imposible el restablecimiento de estas instituciones durante casi una generación. Un problema algo distinto, pero relacionado, plantean los que sostienen que las democracias que fracasaron o fueron derrocadas habían sido instauradas bajo tales condiciones que hadan su éxito extremadamente difícil. Para decirlo más gráficamente, nacieron muertas. Ciertamente los historiadores pueden declarar que las circunstancias que rodearon el nacimiento de un nuevo régimen —la estructura social subyacente, los conflictos sociales latentes y la herencia institucional e ideológica de regímenes anteriores— eran tales que a menos que los nuevos gobernantes democráticos fueran capaces en una fase inicial de transformar la sociedad, cualquier crisis seria tendría un resultado inevitablemente destructivo. Frecuentemente se ha mantenido éste punto de vista en relación con la república de Weimar y puede defenderse incluso con más fuerza en muchos casos hispanoamericanos. En realidad, los teóricos de la dependencia tienden a considerar la solución de Jos problemas sociales como requisito para la estabilidad de un régimen. En una escala histórica más amplia, Barrington Moore ha propuesto la tesis de que a menos que las sociedades hayan experimentado una básica revolución socioeconómica, especialmente en las relaciones de poder agrario y los sistemas económicos asociados con las grandes revoluciones políticas del oeste, la democracia no tiene probabilidad de sobrevivir.
Sin ignorar las aportaciones que estos enfoques suponen, creemos que una gran parte del proceso de caída de una democracia no puede ser explicado por estas variables. Incluso hay países cuyas democracias han gozado períodos considerables de estabilidad a pesar de unos hándicaps iniciales idénticos. Por tanto, no diremos que tales democracias nacieron muertas, incluso concediendo que algunas puedan haber tenido defectos genéticos o un abortado período de consolidación. Las condiciones precedentes pueden, como veremos, limitar la capacidad de un régimen para manejar una crisis, pero el verdadero derrumbamiento no puede ser explicado sin referencia a un proceso político que tiene lugar después de su instauración. Los elementos favorables para la democracia bajo regímenes autoritarios precedentes o regímenes semidemocráticos constitucionales, la pérdida de credibilidad y el fracaso de regímenes predemocráticos y el entusiasmo y esperanza creada por los nuevos regímenes no pueden y no deben ser subestimados. Ningún régimen goza del. total apoyo o_ el consentimiento de todos sus ciudadanos. Según la tipología de autoridad de un régimen de Richard Rose, hay pocos que son completamente legítimos o coercitivos, y la mayoría funciona en una gama de categorías intermedias. La cuestión está en qué es lo que hace que un régimen vaya más allá de sus límites funcionales y se convierta en un régimen dividido y semicoercitivo que termina siendo repudiado por grandes o críticos sectores de la población.
Plantear la cuestión de otra manera sería decir que sólo las democracias que gozan de gran apoyo y obediencia durante largos períodos tienen una probabilidad significativa de evitar su caída y repudio, una hipótesis que aparte de ser indebidamente pesimista, sería casi tautológica. Nuestra hipótesis es que los regímenes democráticos que hemos estudiado tuvieron en un momento u otro unas probabilidades razonables de supervivencia y consolidación total, pero que ciertas características y actos de importantes actores —instituciones tanto como individuos— disminuyeron estas probabilidades. Nuestro análisis supone que estos actos muestran unas pautas repetidas con variaciones en una serie de sociedades. La repetición de las mismas pautas u otras similares en el proceso de derrumbamiento puede dar lugar a una interpretación determinística. Queremos destacar, sin embargo, el carácter probabilístico de nuestro análisis y subrayar cómo en cualquier momento en el proceso hasta la crisis final hubo posibilidades, aunque fueran disminuyendo, de salvar el régimen. Podría recordarse el comentario del gran historiador alemán Meinecke al oír la noticia del nombramiento de Hitler como canciller: «Me dije a mí mismo con la máxima consternación que no sólo había caído un día aciago de primera magnitud sobre Alemania, sino que también "esto no era necesario". No había aquí ninguna necesidad política o histórica urgente como la que llevó a la caída de Guillermo II en el otoño de 1918. Aquí no había una tendencia general, sino algo como el azar, concretamente la debilidad de Hindenburg, que desequilibró la balanza». Sería tentador tratar de definir en cada coyuntura y para cada régimen las bazas a favor de su supervivencia, pero nuestra opinión es que incluso después de la investigación comparativa más exhaustiva, pocos científicos podrían estar de acuerdo con las probabilidades concedidas a cada caso.
Cambio socioeconómico como factor
Otra suposición de nuestro análisis, que está sujeta a discusión, es que los distintos procesos políticos comunes a democracias competitivas son valorados en sí y por sí mismos por sectores significativos de la sociedad. La suposición contraria es que las instituciones democráticas son valoradas sólo en tanto que produzcan resultados políticos satisfactorios para sus seguidores. Dicho de otra manera, la lealtad a un sistema político existe sólo en tanto que garantice la persistencia, o la oportunidad de cambio, de un cierto orden social, normalmente socioeconómico. De acuerdo con esta opinión, la democracia es sólo un medio para conseguir un fin. Una vez que la gente se dé cuenta de que sus fines no pueden ser satisfechos mediante instituciones democráticas, el sistema democrático será descartado. Los· que toman estas posturas generalmente piensan en un cierto orden socioeconómico, pero lo mismo podría decirse respecto, a un orden cultural, religioso o internacional.
Obviamente se trata de formulaciones extremas de dos posiciones que no corresponden a ninguna realidad histórica concreta. Mientras que en teoría la autoridad democrática legal y racional en el sentido weberiano exige obediencia independientemente de la satisfacción que el proceso democrático político pueda producir, tanto la tradición de la «ley natural» como el análisis más sociológico de Schumpeter subrayan que ninguna democracia puede basarse exclusivamente en una pretensión tan abstracta de legitimidad. Pero también rechazamos decididamente el supuesto de que todo tipo de régimen es simplemente la expresión y defensa de un orden particular socioeconómico, cultural o religioso. En realidad, la democracia es el tipo de institucionalización política que permite cambios en estos órdenes sin un cambio inmediato en la esfera política, así como una considerable influencia independiente del liderazgo político en estos otros sectores del orden social. Ciertamente, hinc et nunc y a corto plazo, es sólo analíticamente posible separar el régimen político de un orden social dado, o de procesos particulares de un cambio políticamente impuesto. A más largo plazo, la democracia puede servir a múltiples y diversos fines, y puede defender y contribuir a la creación de diferentes órdenes sociales y económicos. Por tanto, en principio, un sistema democrático debería ser capaz de congregar multitudes de gente que persiguen objetivos muy variables a lo largo del tiempo. Sólo a corto plazo y con u.na visión de los conflictos de la sociedad cero-suma, de alternativas mutuamente excluyentes -ambas cosas .características de posiciones extremas-, el apoyo a la democracia como algo distinto del apoyo a una concepción particular del orden social se hace imposible y pierde sentido.
Las posiciones extremistas son el resultado de tensiones estructurales y en ciertas sociedades, en ciertas situaciones históricas, atraen a grandes sectores de la población. Sin embargo, su capacidad para hacerlo es generalmente reflejo del fracaso del liderazgo democrático. El sistema democrático no es por sí mismo el generador. En nuestra opinión, una democracia no es probable que tenga un apoyo incondicional, independientemente de su política y resultados para distintos grupos sociales, pero tampoco es apoyada o cuestionada a causa de su identificación con un orden social particular y especialmente un orden socioeconómico. La distinción entre negar legitimidad al sistema político y negársela al sistema socioeconómico es básicamente analítica. En realidad, los dos son difíciles de distinguir. Ciertamente, un odio profundo al orden socioeconómico lleva, casi inevitablemente, a negar legitimidad al sistema político, en caso de que el sistema sostuviera ese orden social o incluso permitiera su establecimiento. Puesto que una democracia (como la hemos definido) asegura la supervivencia de un orden odiado sí la mayoría lo apoya, o permite a la minoría temporalmente derrotada discutir libremente su restauración, el rechazo de la democracia en este caso sería una consecuencia lógica. Del mismo modo, a los que valoran mucho un orden socioeconómico, la perspectiva de que la democracia impusiera un cambio del mismo (aunque temporalmente y por un método democrático) sería inaceptable y les llevaría a rechazar la democracia. Otra cuestión más grave surgiría sí arguyéramos que la competencia libre en elecciones regulares por el poder para establecer programas alternativos requiere recursos de organización y económicos y un grado de independencia personal que sólo -puede ser garantizado por una disposición libre de recursos por grupos o individuos que escapan al control del gobierno y sus seguidores. Más concretamente, si la socialización de la propiedad y de los ingresos y rentas más allá de las necesidades individuales básicas, y la integración en una organización de intereses única y privilegiada favorecida por y dependiente del gobierno privara a la oposición de toda oportunidad para organizar sus campañas, concluiríamos que el establecimiento de un orden institucional y socioeconómico semejante es incompatible con la democracia política. Paradójicamente, los liberales temerosos del socialismo y los que argumentan- que en una sociedad socialista sin clases no hay necesidad para la competición de los partidos están de acuerdo en su conclusión básica.
Analíticamente, pueden distinguirse cuatro situaciones distintas, dependiendo del grado de legitimidad acordado por mayorías Be la población a las instituciones democráticas políticas y al sistema socioeconómico que defienden o están en el proceso de crear. La situación ideal ciertamente se da cuando grandes mayorías otorgan legitimidad tanto a las instituciones políticas como al sistema socioeconómico, y cuando el orden social no se percibe como injusto ni un cambio razonable es considerado amenazador por aquellos que gozan de una posición privilegiada en el orden existente. Cuando ambos son considerados ilegítimos puede esperarse poca estabilidad tanto del régimen como de la sociedad, excepto usando la coacción a gran escala. La mayoría de las sociedades que ha experimentado cambios de régimen han caído en las dos situaciones intermedias de la tipología cuando se produce una u otra pérdida de legitimidad. En estos casos existe un complejo juego de interrelaciones y feedbacks entre los sistemas político y social.
Decir exactamente cuánto contribuye a la crisis del sistema político la hostilidad al orden social o la defensa rígida de éste, y cuánto exacerba los problemas económicos y sociales el debilitamiento o la pérdida de legitimidad del orden político, sería muy difícil y habría que determinarlo para cada caso en particular. Para nuestros fines teóricos, sin embargo, es importante destacar que los dos procesos pueden mantenerse analíticamente separados, aunque en la realidad es muy probable que se den los dos. Dados estos supuestos, nuestro análisis político del proceso histórico del derrumbamiento de una democracia puede ser- más o menos relevante en cada caso, pero en ninguno será irrelevante. Las limitaciones impuestas en sectores significativos de la sociedad por la ilegitimidad del orden social existente o los cambios que está sufriendo afectarán el grado de libertad para institucionalizar y defender las instituciones políticas democráticas, limitando quizá —aunque nunca haciendo desaparecer— una serie de opciones para los actores políticos. En realidad, en estas situaciones la consolidación de instituciones políticas legítimas cobra más importancia para asegurar un cambio social continuado, lento y no violento. Probablemente un-cambio social revolucionario rápido en estas circunstancias es incompatible con la democracia; la opción, en lo que podrían coincidir tanto radicales como conservadores, es una o la otra, explícita o implícitamente. No es casualidad que los que se indignan ante la injusticia del orden social estén a menudo dispuestos a arriesgar la estabilidad de la democracia, que para ellos tiene menos valor que el cambio social. Esta es la fuente de la ambivalencia de muchos socialistas, especialmente marxistas, frente a la democracia política. La política que resulta, ambivalente e indecisa, de sus líderes ha sido uno de los principales factores en la quiebra de la democracia en muchos países: Italia, Austria, España, Chile y, en menor medida, Alemania. El crítico radical del orden social existente o del orden cultural o religioso puede aducir que si la democracia no puede servir a corto plazo como instrumento para producir un cambio social decisivo, no merece su lealtad. Lo que quizá no comprenda es que la alternativa no es cambio revolucionario, impuesto autoritariamente, sino la sustitución de un lento proceso de cambio bajo condiciones de libertad y compromiso por un gobierno autoritario contrarrevolucionario.
El análisis, que se centra en gran medida en los actos de los gobernantes democráticos que aumentan o disminuyen la probabilidad de una caída del régimen, no deja de estar relacionado con la suposición de que estos líderes, por lo menos a corto plazo, valorarán la persistencia de las instituciones democráticas tanto si no más que otros objetivos. No todo el mundo estará o debería estar de acuerdo con esta suposición, pero, independientemente de tal acuerdo, creemos que es intelectualmente legítimo estudiar los problemas del derrumbamiento de una democracia desde esta perspectiva. Como es natural, habrá quienes crean sinceramente que hay otros valores humanos más importantes, y que si la democracia no los puede asegurar porque un electorado «poco ilustrado» no tiene «conciencia de sus intereses», estén dispuestos a modificar la democracia y las libertades civiles que ésta presupone o a amenazar con actos revolucionarios si representara un obstáculo. Frente a la pobreza, la desigualdad, el estancamiento económico y la dependencia nacional de potencias extranjeras aceptada por un gobierno democrático (por ejemplo, los políticos de Weimar aceptando con reservas una Erfüllungspolitik), tal respuesta es ciertamente comprensible. Sin embargo, los que así piensan deberían estar muy seguros de que en una lucha no electoral las bazas están a su favor; deberían recordar que por cada revolución que tiene éxito ha habido más contrarrevoluciones victoriosas que han supuesto no sólo el mantenimiento del status quo, sino frecuentemente una pérdida de lo que se había ido ganando y unos costes tremendos para los que estaban a favor de aquellos cambios radicales.
Linz Juan J. La quiebra de las democracias. Madrid, España. Ed. Alianza Editorial. 2021.