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2022 Ago 30 Pensándolo bien. Disentir, o el problema con el martillo. Jorge Zepeda Patterson.

Luis M. Morales

No todo el obradorismo comparte el progresivo desplazamiento del Presidente en favor de los militares o de medidas punitivas como sostener la prisión preventiva, que se ha ampliado a nuevos delitos. Solo a Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación, le he escuchado disentir públicamente sobre la conversión de la Guardia Nacional en un brazo más de la Secretaría de la Defensa, y existe el antecedente de la renuncia de Javier Jiménez Espriú como secretario de Comunicaciones y Transportes por su rechazo a la militarización de su área. Pero sé que varios miembros de su gabinete expresan en privado reservas sobre este giro, y me atrevería a afirmar que el mismo López Obrador en versión 2018 habría externado su disentimiento. Personajes cercanos a los ideales de la 4T, como el ministro presidente de la Corte, Arturo Zaldívar, han mostrado su desacuerdo con la figura de la prisión preventiva que AMLO defiende de manera vehemente.

Habría que reconocer la fidelidad de López Obrador a sus propias convicciones, se esté o no de acuerdo con ellas. Existe congruencia entre las tesis que sostuvo como opositor con las que ejerce como mandatario. Pero en algunos pocos temas, entre ellos Trump o los militares, el cambio de López Obrador es de 180 grados. Quienes creemos que, sin ser infalible, es un político realista y bien intencionado, solo podemos asumir que la perspectiva que deja la experiencia presidencial le han dado motivos para modificar sus puntos de vista sobre estos temas. Él nunca ha reconocido este cambio de parecer; se limita, simplemente, a argumentar sus razones para optar por los militares o para sostener la prisión preventiva. Pero eso no quiere decir que todos los que simpatizamos con las causas que él sostiene, tengamos que adoptar tales posiciones, sobre todo cuando parecen estar en contradicción con el espíritu de sus otras banderas.

Puedo entender la lógica de AMLO cuando afirma que desperdiciar la fuerza que representan 300 mil elementos del Ejército y la Marina es absurdo frente al enorme reto del crimen organizado, un problema que ha desbordado a los aparatos tradicionales de seguridad pública. ¿Quién puede poner en duda que las policías locales o federales son incapaces de recuperar el territorio perdido frente al tamaño y capacidad de fuego de los cárteles?, ya no digamos interceptar una caravana de 70 u 80 sicarios, como las que últimamente toman algunas ciudades medianas durante horas. Pero recurrir a los militares no es lo mismo que entregarles de manera irreversible el control de la seguridad pública de la sociedad, como pretende el Presidente.

En el ADN castrense, aquí y en China, no están incorporados de manera natural criterios asociados a la investigación criminalística. Sí en cambio el uso de la fuerza para proteger, atacar, resolver. Y, como dice el dicho, cuando solo tienes un martillo todos los problemas tienen forma de clavo. El Presidente asume que la cultura vertical y disciplinada de los soldados puede incorporar valores de tolerancia, respeto a los derechos humanos y obediencia a las leyes civiles. Pero es una apuesta de alto riesgo, porque las formas castrenses no se prestan a la transparencia o a la rendición de cuentas a las que por ahora están sujetos los mandos civiles. No se entienden las razones por las cuales AMLO renuncia tan pronto a la posibilidad inversa: que los efectivos militares, en su ejercicio como policías transiten a un estado civil que permita recurrir a ellos sin tantos riesgos.

Justamente, esta era la solución que ofrecía la Guardia Nacional. Es cierto que el grueso de sus elementos son soldados comisionados y que sus jefes son generales y almirantes retirados, pero están sujetos a leyes civiles y, en última instancia se encuentran bajo la tutela del secretario de Seguridad Pública. Por lo demás, se trataba de que paulatinamente el componente civil, es decir nuevos reclutas, formados en cursos de criminalística moderna, poco a poco predomine sobre los militares comisionados.

El Presidente sostiene que trasladar la GN a la Sedena evitará el riesgo de que sea dominada por civiles corruptos como García Luna. Pero hay dos objeciones centrales. Primero, que los ciudadanos no pueden elegir a los generales, pero sí al Presidente que designa al titular de la secretaría de Seguridad Pública. Y, segundo y más importante, los generales se mueven en una zona gris en materia de transparencia y rendición de cuentas como para entregarles tal poder sobre los ciudadanos; basta decir que en este momento los máximos responsables del área en el sexenio de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, se encuentran en la cárcel. García Luna y Murillo Karam de una manera u otra han tenido que pagar por sus excesos, errores o corruptelas. Imposible decir lo mismo de los responsables del poder militar, pese a que también han incurrido en delitos de diversa índole. Y esto, sin dejar de reconocer los muchos méritos y la conciencia social mostrada por los militares en otras áreas de servicio en favor de la comunidad.

Para no ir más lejos: ahora sabemos que los responsables del Batallón de Iguala ejecutaron a seis estudiantes de Ayotzinapa y ayudaron a desaparecer los cuerpos de muchos otros. Imperdonables como son los presuntos delitos cometidos por los esbirros de Murillo Karam (tortura, fabricación y ocultamiento de pruebas), cabría preguntarse si las ejecuciones efectuadas por el Coronel José Rodríguez Pérez, hoy general, no ameritan investigar cuánto sabían o encubrieron también a los máximos jerarcas del poder militar, como lo están siendo las autoridades civiles.

Me cuesta trabajo entender la lógica de un hombre que en muchos sentidos se deja guiar por un espíritu humanista, con alguien que ignora el riesgo que supone militarizar las policías y al mismo tiempo sostener la prisión preventiva. Detener y después investigar y dejar en la cárcel durante años a alguien sin necesidad de probar su culpabilidad es una práctica universal de los regímenes autoritarios, frente a los sistemas modernos que, en protección de los ciudadanos, exigen investigar para poder detener. En la práctica la prisión preventiva deposita el poder en los policías y se la quita a los jueces; trasladar esta tarea a los militares es aún más intranquilizante.

López Obrador asume que al ser él el comandante supremo de las Fuerzas Armadas la lealtad de los militares está asegurada. Pero tendría que asumir que, al hacer modificaciones irreversibles en la relación de los generales con el Ejecutivo, el equilibrio habrá cambiado inexorablemente en detrimento del poder Ejecutivo, cuando él ya no esté en Palacio. En el fondo, parecería que el Presidente tiene más confianza en los generales que en la capacidad del pueblo bueno para elegir a sus presidentes. Algo con lo cual, incluso desde el obradorismo, difícilmente se puede estar de acuerdo. 

Jorge Zepeda Patterson

@jorgezepedap

Tomado de: MILENIO