2023 Oct 16 La vulgarización como arma contra el Poder Judicial. Roberto Lara Chagoyán.
Quien se adueña del discurso, se adueña del mundo, esta frase podría resumir el credo político de Joseph Goebbels. Andrés Manuel López Obrador se ha convertido en el narrador de este país y, por ende, en lo más parecido a su “dueño”. Su método: la vulgarización. En efecto, el presidente, con las masas a sus pies, decide quién es el bueno y quién el malo; quién dice la verdad y quién miente; quién representa los “verdaderos” intereses del “pueblo”, y quién pretende destruirlos; quién es demócrata y quién no; cuáles son las “verdaderas” cifras de desaparecidos; quién es corrupto y quién no; quién hace buena y quién mala política; quién es la víctima y quién el victimario; quién es fifí, sin legitimación, y quién lo es justificadamente; quién debe ser exonerado (e, incluso, premiado como el general Cienfuegos), y quién debe ser expuesto al escarnio público; qué es lo justo y lo injusto; qué es, en fin, lo correcto y lo incorrecto.
Pero el poder narrativo del presidente es, además, perversamente manipulador. Ha sido, por ejemplo, capaz de contar una historia del Poder Judicial en tres actos: 1) en 2018, al asumir el poder, amenazó a los jueces y ministros del Poder Judicial de la Federación con bajarles el sueldo y eliminar sus privilegios; 2) en 2019, con la asunción de Zaldívar a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, amainó sus críticas y llevó la fiesta en paz gracias, esencialmente, a la aquiescencia de aquél; y 3) desde el inicio de 2023, a partir de que Norma Piña asumió como nueva presidenta de la Corte, López Obrador ha vuelto a oscurecer su discurso en contra del Poder Judicial, construyendo esta vez una narrativa en la que presenta a ese poder como una cloaca que hiede a corrupción, y que despacha —y, según él, siempre lo ha hecho— de espaldas al pueblo y exclusivamente al servicio de las élites de este país.
El caso del Poder Judicial no es el único ejemplo de manipulación a cargo del presidente. Lo mismo ha hecho con la militarización, otrora demonio asociado a los gobiernos del PRI y el PAN, y ahora panacea de los problemas del país; con las “elecciones de Estado”, que impedían a la oposición ganar una elección, como parece que va a ocurrir en 2024; con la matanza de Ayotzinapa, en la que, durante su campaña, acusó a los militares de haberla protagonizado, y a quienes ahora lava la cara; con el problema de las remesas enviadas por mexicanos que viven en el extranjero, las cuales presentó como muestra del fracaso económico de los gobiernos anteriores, y ahora exhibe como uno de los triunfos de su gestión; o con el tema de la cifra de desaparecidos, que ahora le avergüenza, cuando antes utilizaba como bandera de campaña para ascender al poder. Podríamos seguir enlistando ejemplos de cambio de discurso, y nos encontraríamos ante el mismo fenómeno: la realidad empírica parece ser lo de menos, tanto para el dueño del discurso, como para sus seguidores e, incluso para sus críticos. Lo más importante, pues, es el discurso, no la sangre de las víctimas, no la erosión de la democracia y de las instituciones y no, desde luego, la muy probable aniquilación de la independencia judicial.
El Poder Judicial de la Federación representa mucho más que una tercera parte del poder del Estado. Ese sería un dato meramente formal. En el fondo, constituye una pieza fundamental en el equilibrio de ese enorme poder, porque si se subordinara a los deseos del presidente, o a su quijotesca (con perdón de Cervantes) idea de “transformación”, entonces dejaría de existir la división de poderes, en contravención del artículo 49 de la Constitución. Todos quienes ven la independencia judicial como rebeldía ante el presidente y/o a su movimiento, no entienden, no quieren entender o directamente desafían el principio de división de poderes y, por ende, a la democracia.
Una enorme nube de ignorancia planea sobre las mentes obnubiladas de quienes, para apoyar al presidente, se suman al ataque desproporcionado e ideologizado en contra del Poder Judicial de la Federación. No saben, por ejemplo, que toda la justicia ordinaria (la que se presta en los tribunales de cada uno de los estados de la República y de Ciudad de México) tiene, mediante el juicio de amparo, la oportunidad de ser revisada por los jueces y magistrados federales, cuando no por los propios ministros de la Corte. Esto supone una garantía para todas aquellas personas que se ven en la necesidad de acudir a un tribunal a solicitar una solución jurídica, esto es, una solución institucional elaborada por expertos en derecho que se han preparado durante gran parte de su vida para ello. Sí: hay que decirlo. La carrera judicial supone un largo y difícil camino para todas aquellas personas que se deciden a recorrerlo y que, en su gran mayoría, proceden de las universidades públicas de este país; en palabras de quienes aplauden al régimen, personas que provienen del “pueblo” y que resuelven, a través de varias instancias, aquellos problemas cotidianos que cualquier persona, sin importar condición o extracción social, llega a tener.
No saben tampoco (o si lo saben fingen demencia) que la Corte no sólo constituye la última instancia en materia de legalidad, sino que, sobre todo, cumple el papel de defensora de la Constitución al haberse instituido, desde 1994, como un auténtico tribunal constitucional que ejerce el necesario e indispensable poder contra-mayoritario para salvaguardar los máximos valores del Estado ante cualquier posible embate, incluso si este proviene de las propias mayorías. Esa es, como en todo el mundo civilizado, su naturaleza. Sin esta pieza, el sistema democrático sencillamente no funciona.
Tampoco, por cierto, podemos pecar de ingenuidad y sostener que el Poder Judicial está compuesto por un conjunto de ángeles. No serían inusitados los excesos e irregularidades como ocurre en los otros dos poderes, y tal situación debiera ser atendida mediante las vías previstas legalmente para ello. Sin embargo, el lector bien sabe que esas posibles irregularidades no son la verdadera razón de la furia presidencial en contra de los jueces. La genuina motivación es que ese poder no se cuadra ante su mando, ante lo que él llama “su” transformación, la cual, para ser realmente gloriosa, necesita no tener críticos, aun cuando estos provengan del propio diseño institucional del Estado.
El presidente quiere serlo de todo y de todos. No le basta con gobernar bajo sus competencias constitucionales; la Constitución le dice poco. Quiere mandar, como hacía el PRI en sus tiempos de gloria, en los tres poderes, en todos los estados y municipios, en las empresas y el mercado, en las universidades, en los gustos deportivos e, incluso, en las creencias de la gente. López Obrador respira poder efectivo, y necesita respirarlo ahí donde se pare. Nada ni nadie, ni reglas ni principios; ni tratados internacionales, ni leyes ni Constitución; ni movimientos progresistas (no encabezados por él, naturalmente) pueden frenar lo que en su mente ha crecido como misión histórica llena de misticismo. Para él, avanzar en su proyecto significa subordinar. No entiende que el Estado democrático funciona precisamente al revés. No entiende que lo correcto en un Estado de derecho es que el Poder Judicial controle constitucionalmente los actos de los otros poderes, y que ello no supone en modo alguno un acto de rebeldía o de oposición política. No entiende ni la función del derecho, ni de las instituciones. Tampoco entiende que el conocimiento científico, la erudición y la cultura no son los enemigos naturales de la llamada justicia social, ni que del hecho de que tales instrumentos no siempre hayan sido bien encauzados, no se sigue que debamos eliminarlos.
A más de cinco años de gobierno, el presidente no sólo ha moldeado la realidad a través de su discurso vulgar, machacón, aburrido y repetitivo, sino, sobre todo, ha resucitado e impuesto un viejo modelo de hacer política: el del púlpito y el sermón; el que no necesita más que un auditorio lleno de desesperanza y, al mismo tiempo, ávido de revancha y deseos de una pauperización generalizada.
Es muy triste admitir que en México se está cumpliendo a la letra el “Principio de la vulgarización”, de Joseph Goebbels, según el cual: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar”. No nos engañemos: el Poder Judicial de la Federación se halla en un dilema: o rinde su independencia ante el poder, conservando así su actual infraestructura, o perderá esta última, junto con su independencia.
Roberto Lara Chagoyán. Profesor e investigador del Tecnológico de Monterrey. X: @rolarch
Tomado de: Revista Nexos