By using this website, you agree to the use of cookies as described in our Privacy Policy.

2024 Jun 19 Suprema Corte, la conciencia de la nación. Primera Parte. José Elías Romero Apis.

No hay voz más potente ni escudo más firme para proteger y defender a la Constitución que la toga negra de los ministros que integran el supremo tribunal; es la defensora del ciudadano contra toda autoridad, cualquiera que ésta fuera, si su actuación contraviniera a la Carta Magna.
La reforma propuesta tan sólo tiene que ver con la designación de juzgadores y no toca los procedimientos judiciales ni los derechos de los gobernados. Ilustración: Jesús Sánchez.

Mis reflexiones expresadas en estas líneas tienen toda la imparcialidad de la que es capaz un humano. Muchas las he compartido en conferencias universitarias y en entrevistas mediáticas, desde luego absolutamente gratuitas. Nadie me ha encargado mi opinión a título retributivo.

Tampoco me mueven impulsos partidistas, mismos que no tengo. Estas ideas las he expresado y las he publicado a lo largo de 25 años, mismos en los que han pasado 3 partidos gobernantes, 6 presidentes, 9 legislaturas y más de dos remudas completas de la Suprema Corte. Y mis afirmaciones públicas y privadas siguen siendo las mismas.

No soy el autor único de todas estas ideas. Ojalá lo hubiera sido. Pero, en realidad, es un tema que hemos comentado con muchos amigos conocedores. Muchos son simpatizantes del gobierno y muchos no lo son. Lo importante es que ni unos ni otros están convencidos ni de la bondad, ni de la utilidad de estos cambios. Antes bien, los ven desde con recelo hasta con desprecio.  

Algo o mucho de esto se lo he leído o escuchado, recién o remoto, a Richard Morris, a Laurence Tribe, a Ricardo Sodi, a Raúl Contreras, a Diego Valadés, a Froylán Muñoz, a Víctor Olea, a Pascal Beltrán del Río, a ministros y exministros de la Suprema Corte, a catedráticos de nuestras prestigiadas universidades, a investigadores y autores, a abogados independientes y dirigentes de la abogacía, a analistas y comunicadores. A todos ellos debiera escucharse con serenidad y con respeto.

Tampoco mis expresiones se motivan en mis afectos personales. No tengo ni quiero tener la menor idea de quienes fueron los abogados autores de las propuestas de reforma. Supongo que algunos son amigos míos porque nuestro universo de especialistas es muy pequeño y muy cerrado.

Soy amigo de 9 de los 11 ministros que hoy integran la Suprema Corte de Justicia. Quizá algunos de ellos fueran desplazados o quizá algunos fueran electos. Estoy seguro de que ellos o los que sean electos también resultarán amigos míos. Repito que somos astillas del mismo palo.

La reforma en nada afectará mi trabajo, no el del bufete que dirijo. Toda la vida hemos trabajado con jueces muy buenos y con jueces muy malos. Y con todos hemos salido airosos. Incluso los jueces obedientes de las consignas del gobierno nos han resultado los más fáciles de someter. No hay que convencerlos, tan sólo basta con vencerlos.

Desde luego que soy un abogado veterano y un político realista que no puede ser engañado ni por los gobiernos, ni por los políticos y, ni siquiera, por los presidentes, ni con encuestas partidarias, ni con consultas populistas, ni con champurrados digitales. Por eso, no descarto las intenciones políticas soterradas que puede llevar este proyecto de reforma.

Creo que pudiera haber un daño para el país y para los propios gobernantes que se olvidan de muchas fuerzas de contención y de equilibrio que no pueden ser sometidas por el poder político. Tan sólo menciono a los mercados financieros, la opinión ciudadana, la tecnología de punta, el conocimiento profesional y los socios internacionales, por aludir tan sólo cinco de los posibles 30 donde no alcanza el brazo del gobierno, lo que arriesga la gobernabilidad del país.

Dicho esto, me resta aclarar que éste es un artículo periodístico y no un ensayo científico. Lo elaboré para el público lector y con él trataré de explicarme. Agradezco a Excélsior y a su director editorial, Pascal Beltrán del Río, la hospitalidad de hoy y de más de 26 años ininterrumpidos. Cada vez soy un huésped más endeudado.

En cuanto a su teleología, la reforma judicial podría ser sintetizada en unas cuantas premisas.

-El actual sistema de designación de ministros no es totalmente perfecto y dista mucho de serlo.

-El sistema propuesto sí es totalmente imperfecto y no resuelve lo que está mal.

-Hasta hoy, no se ha inventado en el mundo un sistema que nos acerque a la mejoría, ni siquiera un poco más.

-El sistema actual ya ha resuelto otros problemas de justicia que el sistema propuesto viene a cancelar y nos lleva a un retroceso.

-Los daños que provocaría el sistema propuesto son muy graves y no se podrían resolver en menos de 30 años, ni aun teniendo sobrada inteligencia, sobrado dinero y sobrada suerte.

 -El sistema actual nos coloca entre los 10 mejores sistemas judiciales del mundo. El sistema propuesto nos llevaría al lugar 100 o más abajo.

-La reforma propuesta tan sólo tiene que ver con la designación de juzgadores y no toca los procedimientos judiciales ni los derechos de los gobernados.

La alarma política que causa la reforma judicial

La alarma de pánico que provoca la reforma judicial se encuentra potencializada por otros dos escenarios que, vistos de manera aislada, pudieran ser muy inquietantes pero que asociados entre sí parecen catastróficos.

No se trata de discutir si son buenas, regulares o pésimas. Lo importante para nuestra vida política es que provocan un terror de alta peligrosidad. Así fueran lo mejor que ha inventado la humanidad, lo cierto es que el miedo es incontrolable y eso es lo más letal. Así sucede con las estampidas. Muchas de ellas se dan porque alguien gritó en falso y todos lo creyeron en real.

Ese triángulo fatídico al que me refiero está compuesto por la propia reforma judicial, más un rumor de Maximato presidencial, más los peligros que entraña una mayoría congresional calificada.

Repito que no necesariamente se coligan entre las tres, pero presentarlas y ostentarlas en el mismo truco es lo que puede provocar la estampida. No cabe duda de que un Maximato siempre ha sido considerado como catastrófico y queda en claro que, en los tiempos actuales, resultaría aterrador.

La mayoría calificada no necesariamente es buena o mala por sí misma. Veamos los resultados reales. Los mejores años mexicanos de todo un siglo se han dado bajo un régimen de mayoría calificada. Pero, también, los peores años han acontecido con esa mayoría incontrolada. Por eso nos causa susto. Porque a veces salva, pero a veces mata.

 Por último, la reforma judicial es calculable para muchos como más perjudicial que los pocos beneficios que podría acarrear. Así que estamos en momentos peligrosos o, como se dice en medicina, de pronóstico reservado.

Aquí hay algo que yo no entiendo y por eso me asusta. No veo clara la intención de los poderosos. Con la reforma no se hacen de más poder. Entonces, ¿para qué quieren destruir el sistema actual? Paso a explicarme.

En el sistema actual, nadie puede ser ministro de la Suprema Corte sin la venia y la firma del Presidente de la República. Y esa venia y esa firma son totalmente libres, de acuerdo con la Constitución. Nunca ha existido un solo ministro sin ese pasaporte.

El nuevo sistema obligaría al gobernante a ganar elecciones o a trampearlas. Y sin ganancia adicional en materia de poder.

Por otra parte, dentro de 6 meses la nueva Presidenta podrá nombrar un nuevo ministro con lo cual asegura el número suficiente para que sus leyes sean irrevocables. Eso, con reforma o sin ella. Nadie puede pararlo porque así lo ordena la Constitución Política.

Entonces, vuelvo a mi enigma. Si no es eso lo que se quiere, ¿cuál pudiera ser el deseo secreto?

La diferencia esencial entre el susto y el miedo es que el susto se ubica en la realidad mientras que el miedo se ubica en la imaginación. Susto es el que nos provocó el temblor pasado. Miedo es el que nos provoca el temblor futuro. Aquel se originó en el subsuelo. Éste se origina en nuestra mente.

Por eso, ante la reforma judicial que se avecina, hay que dilucidar cuánta de nuestra inquietud proviene de la realidad y cuánta proviene de nuestra imaginación. Para comenzar, algunas veces es mejor un temor real que un entusiasmo ingenuo como el que pudo habernos provocado el resultado inverso.

Son varios los inconvenientes más visibles que nos ofrece el próximo régimen judicial.

 

CONFLAGRACIÓN
Comoquiera que sea, en el fondo nos damos cuenta de que vivimos en condiciones de peligro, hablando de explosiones en diversos sentidos. En la ciencia de la Física los tres elementos de la explosión se llaman combustible, comburente y carburante. En la ciencia de la Política a los tres elementos de la explosión los llamamos discurso, percepción y hechos. En ambas ciencias los dos primeros se mezclan y el tercero simplemente se agrega. En ambas ciencias el resultado recibe el nombre técnico de conflagración.

Aunque los tiempos políticos futuros se adivinan mejores que los años precedentes, en muchos mexicanos se ha instalado la sensación de que el país vive en una circunstancia peligrosa para la normalidad política. Se sienten peligros, se perciben riesgos y se adivinan temores. Hay premoniciones que inquietan. Hay suposiciones que asustan. Nos está invadiendo la incertidumbre. A ésta suele sucederla el miedo. A éste, un mínimo chispazo político lo podría convertir en terror pánico. No se necesita de un estallido. Ése sería el resultado de la chispa y no su causa.

Muchos mexicanos han llegado a calcular el tamaño de la bomba.  Pero casi nadie ha podido saber el largo de la mecha.

 No sabemos hasta dónde es un susto o desde dónde es un miedo. El discurso contra los jueces es un recurso de campaña que entusiasma a muchos electores. Pero ese discurso no entusiasma a otras fuerzas de la gobernabilidad como lo son los mercados, el foro jurídico, los medios de comunicación, nuestros vecinos ricos, que son muy poderosos. Y lo candidatos deben pensar mucho en los débiles, pero los presidentes deben pensar mucho en los poderosos.

Nosotros ya estamos viviendo con gravísimos problemas que muy poco o nada tienen que ver con los tribunales. La delincuencia, la inseguridad, la injusticia, la corrupción, la pobreza, la desigualdad, el subdesarrollo y la infra gobernabilidad, por mencionar tan sólo algunos cuantos. Frente a estos, la Suprema Corte pareciera ser un problema más pero no “el problema”.

No pretendo decir, desde luego, que todo está bien y que no nos va a pasar nada, sino que, ante las emergencias, lo primero es no ignorar las alarmas, no estorbar la salida, no correr sin rumbo, no demostrar miedo, no gritar sin sentido y, sobre todo, no llorar sin motivo.

La función judicial

Para comenzar, nos surgen varias interrogantes. ¿Qué es la Suprema Corte? ¿Qué es el control constitucional?

 Para ver con mayor el contexto de la reforma judicial es conveniente tener en cuenta lo que es y lo que hacen, tanto la Suprema Corte de Justicia como en su conjunto del Poder Judicial de la Federación.

En todos los países jurídicamente civilizados existe un tribunal supremo de control constitucional. Además, en los países federalistas existe un tribunal supremo de asuntos federales. En México y en muchos países, entre ellos los Estados Unidos, ese tribunal es el mismo y con la reforma seguirá siendo el mismo.

Los litigios federales no son lo más importantes de esta nota, aunque no son menores sino muy importantes. Pero algo nos detendremos en explicar el control constitucional, es decir el gran equilibrio de contención frente a las arbitrariedades de cualquier autoridad.

Ya hemos dicho que originalmente existían los primeros, pero no el control constitucional. Éste ni existía ni se le imaginaba cuando se hizo la Constitución. Surgió después y, por eso, el sistema de designación original era bueno al principio, pero se volvió parcial más adelante.

Decía Richard Morris, célebre profesor de Columbia, que la Suprema Corte es la conciencia de la Nación.  Que “no hay voz más potente ni escudo más firme para proteger y defender a la Constitución que la toga negra de los ministros que integran el supremo tribunal”.

El famoso historiador inglés, estadista y jurisconsulto James Bryce escribía en 1893 su estudio sobre el sistema norteamericano donde plasmó su particular admiración por el poder judicial encabezado por la Suprema Corte. Dijo Bryce que no había nada en el sistema americano que hiciera más honor a sus autores.

La Suprema Corte de los Estados Unidos de América, con un itinerario muy similar a la mexicana, no nació con la majestuosa función que hoy tiene encomendada. Los fundadores de la nación norteamericana lograron, exitosamente, constituir la primera república de la era moderna.

Pero una de las muy pocas omisiones que contuvo originalmente la carta de Filadelfia fue la referente al control constitucional. Benjamín Franklin dijo, en su discurso de clausura de la asamblea constitucional, que no habían logrado hacer una constitución perfecta, pero que lo que habían logrado no se alejaba mucho de serlo.

Trataré de explicarme. La Constitución federal dividió la competencia de los estados y de la Federación y creó, para cada fuero, un gobierno con tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

El Poder Judicial de la Federación se depositó en una Suprema Corte de Justicia cuya encomienda original era, exclusivamente, la de resolver los litigios del orden federal. Por lo tanto, los poderes judiciales de los estados resolverían los litigios del orden común. Pero a ningún tribunal se le dio la encomienda de vigilar el respeto a la Constitución.

Pero cambió el mapa. En el año de 1803 habría de ser sometido a la consideración de la Suprema Corte un importantísimo caso que vendría a revolucionar la concepción y el alcance del Poder Judicial Federal y con el cual se habría de resolver la lucha por abrirse paso hacia el poder y la dignidad. Ése fue el célebre caso Marbury vs Madison.

No viene al caso detallar lo que litigaban el juez William Marbury contra el secretario de Estado, James Madison. Lo trascendente fue que la Suprema Corte resolvió que correspondía a ella anular cualquier acto contrario a la Constitución, proviniera éste de cualquier autoridad: Ejecutiva, Legislativa o Judicial y sin importar si era de naturaleza federal, estatal o municipal.

Esto implicó un acto de poder puro. La ley suprema no le confería esa facultad a la Corte suprema. Pues, aun sin ello, resolvió autoconferírsela. Todos, desde luego, lo hemos aplaudido. La omisión de prever un órgano vigilante y custodio del respeto constitucional era un despropósito que instalaba un instante virtual de vacío de poder que había de ser colmado, como siempre sucede.

Es decir, la Suprema Corte se convirtió en defensora del ciudadano contra toda autoridad, cualquiera que ésta fuera, si su actuación contraviniera a la Constitución. La Suprema Corte era presidida, en ese entonces, por un ministro honorable, valiente y visionario: John Marshall. Muchos de sus sucesores, aunque no todos, habrían de poseer las mismas cualidades.

En México, el itinerario fue muy similar y, en ocasiones, con un mayor alcance. También nuestra Suprema Corte nació limitada, pero habría de evolucionar no sólo con casos notables como el de Manuel Vega que es el equivalente mexicano al caso Marbury vs Madison sino, también, con un sistema integral de protección constitucional al que los mexicanos le hemos dado el majestuoso nombre de Amparo.