2024 Jul 14 La democracia arrinconada. Rolando Cordera Campos. Partes y II
Una vez superado el momento festivo de las transiciones a la democracia, nuestros países empiezan a (re) descubrir el abismo que separa la realidad, rejega como es, de las expectativas. Las grandes ilusiones abiertas por el vuelco democrático en muchos de nuestros países, aunque no sólo en nuestro continente, actualmente parecen caminar aturdidas, faltas de energía, sin mayor confianza en el futuro ni en el manantial democrático.
No sólo debido a la históricamente desatendida desigualdad, asunto mayor por sí mismo, sino porque hoy tenemos que reconocer la presencia y extensión de agudas diferencias económicas, heterogeneidades productivas y estructurales, fragmentaciones regionales y vulnerabilidades institucionales, además de asumir, por mal que nos pese, que de nuevo la economía maltrecha con que contamos no rinde los frutos que de ella se esperan. Y así, el reclamo democrático del presente recupera o recoge el reclamo social no atendido por una economía que se transformaba.
Las reformas adoptadas a fines del siglo XX para modernizar las estructuras económicas, en clave globalista y de mercado, indujeron cambios importantes, aunque siempre segmentados, pero resultaron del todo incapaces para crear realidades institucionales y sociales menos injustas y economías más incluyentes.
No sobran hoy los críticos que preguntan si esas rondas reformistas se propusieron, en efecto, encarar las enormes fracturas que históricamente nos han caracterizado y forman parte del inventario histórico de nuestras respectivas evoluciones. En mucho, tendió a descansarse en los mercados que se abrían y diversificaban y que, por esa vía, traerían tarde o temprano los bienes terrenales de la modernidad tan ansiada.
Cada día resulta más cuesta arriba aceptar que la política y en especial la democracia y la economía, transformada o no, van por senderos separados, diferentes, y que implantar tal separación ha sido logro mayor de aquellas rondas reformistas. El mismo gobierno del presidente López Obrador ha presumido que uno de sus grandes logros fue separar la economía de la política y del Estado: sueño liberista cual ninguno.
Separar la política de la economía no llevó a una economía más eficiente, mucho menos desde el punto de vista social, pero dejó a las sociedades un tanto indefensas frente a la adversidad económica global que irrumpió en 2008-2009 y casi colapsó con la pandemia. Separar la economía de la política, aparte de ser imposible, es un sin sentido ahistórico y una barbaridad política.
Sus implicaciones están hoy siendo reconocidas en buena parte del globo donde se apela a retomar las formulaciones maestras de la economía mixta que la sociedad internacional pudo configurar después de las tragedias de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
La planeación, la necesidad de acuerdos sociales de gran calado para controlar la inflación, la reforma del fisco y el reconocimiento de la desigualdad ya no son vistos como algo innecesario o nefasto para la estabilidad de las naciones. Dejaron de ser palabras prohibidas.
Poco ha tenido que decir nuestra democracia, hecha gobierno desde fines del siglo XX, sobre esos despropósitos. Ningún debate abierto y deliberativo frente a estas dolorosas llamadas sobre una crisis mayor que se acerca. En las recientes campañas presidenciales la economía, para no mencionar al desarrollo, fueron temas en blanco y las políticas mayores, ensayadas en Europa y Estados Unidos, brillaron por su ausencia. Para qué hablar de la reforma hacendaria, la fiscal y tributaria en particular, convertida por el gobierno y su coalición gobernante en mala palabra nunca pronunciada.
En vez de reflexiones y debates sobre estas cuestiones, se impuso la superchería sobre el “espacio fiscal”, el Estado profundizó su secular debilidad financiera e institucional, y sus dirigentes y reguladores renunciaron a, por lo menos, soñar con un estado de bienestar digno de tal nombre.
Tomado de: La Jornada
2024 Jul 21 La democracia arrinconada. Rolando Cordera Campos. Segunda y última parte.
Recientemente, Ciro Murayama escribió: “México logró ser una democracia, frágil e imperfecta, en las últimas décadas. Corre el peligro de dejar de serlo en los próximos meses. Todo lo que se construyó para limitar el uso arbitrario del poder puede ser demolido en breve” (“Derruir, pieza por pieza, la democracia”, El Financiero,3/7/24).
Difícil contradecirlo, aunque su hipérbole no tenga que ser fielmente compartida. Los hechos y dichos cotidianos de un Ejecutivo impetuoso y poco respetuoso, por así decir, de las leyes y las normas, hablan por sí mismos, pero pienso que la fragilidad de la democracia viene de atrás. Y es ahora cuando se nos presenta como falla mayor y fuente de todos o los principales reclamos.
De acuerdo con el informe de Latino barómetro: “En 2023 sólo 48 por ciento apoya la democracia en la región, lo que significa una disminución de 15 puntos porcentuales desde 63 por ciento de 2010”. Y agrega: “Los motivos que explican la recesión democrática de la región (…) se pueden sintetizar en tres dimensiones:
“En primer lugar, las crisis económicas que influyen negativamente (…) Las crisis económicas aumentan las desigualdades (…) y tensionan las demandas de la población (…)
“En segundo término, deficiencia de la democracia en producir (…) bienes políticos (como) la igualdad ante la ley, la justicia, la dignidad y la justa distribución de la riqueza (...)
“En tercer lugar (…) falta de capacidad para responder a las demandas de políticas públicas.”
Diagnósticos como el anterior explican en buena medida el malestar social con el que ha vivido la democracia y aún en su contra. La sensación de ser mal tratados, de vivir aislados y sin que los políticos y la política se tome el menor tiempo para identificarlos, se ha vuelto vivencia intelectual de muchos, la mayoría de ellos alojados de tiempo atrás en las ciudades.
Más allá de sorprendernos, estos inventarios deberían obligar(nos) a emprender (auto)críticas rigurosas, porque no es la democracia por sí misma, con todo y la fragilidad apuntada, la que tiene cuentas pendientes, sino sus actores por excelencia: los partidos y sus políticos; los medios y sus abusos; los empresarios y sus insensibilidades de interés compuesto.
No es que la gente prefiera, en el sentido estricto del término, un gobierno de mano dura, oídos sordos, arbitrario y atrabiliario a uno legalista, pero en tanto los actores políticos no sean capaces de recrear la democracia mediante un comprometido funcionamiento de las instituciones con la equidad y la superación de la pobreza, respetando y haciendo respetar las leyes y las normas, las perspectivas de albergar cambios positivos se antojan inexistentes. En el mejor de los casos de corta y accidentada duración.
El fracaso de los partidos; su mostrada incapacidad para contribuir a encontrar mecanismos de modulación y entendimiento entre la política económica, la economía política y la política social; los excesos en el ejercicio del poder; la ceguera histórica de las élites para limitar privilegios e impunidades han sido, y son, entre otros, los factores que han contribuido a que la política sea una actividad de cínicos participando en defensa de intereses propios. Y, lo peor, sin mayores distinciones entre colores, filiaciones, sectores e incapaces de exigir(se) un mínimo de responsabilidad. No sólo por la miopía ciudadana, sino por esa opacidad nefasta que el intercambio político sin cauce ni sentido nos ha impuesto.
El desprecio por la política ha contribuido a hacer de la mexicana una sociedad rota, jalonada por cada vez mayores violencias y vulnerabilidades. Desigual y confrontada. México requiere conversar, volver a cuestionar(se) con honestidad preguntas elementales: ¿Cómo adjetivar la democracia? ¿Cómo construir una sociedad democrática, igualitaria y solidaria?
La democracia, estoy convencido, no sólo debe ser entendida como un proceso y un conjunto institucional comprometido con la conformación y transmisión legal, pacífica, del poder político, sino también hacer las veces de canal aceitado para permitir un diálogo social capaz de evaluar y modular el ejercicio del poder formal conforme a criterios vinculados expresamente con la garantía y protección de los derechos humanos y, en particular, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
Sólo así, mediante el diálogo social, será posible que la democracia no zozobre y alcance tierra firme; una democracia que ahora está en transición.
Tomado de: La Jornada