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2024 Jun-Ago Los partidos en crisis. Jorge Javier Romero Vadillo.

2024 Ago 08 Los partidos en crisis: Morena (2). Jorge Javier Romero Vadillo.

El Gobierno menguante no hizo nada por construir un auténtico Estado de Bienestar en México, en buena medida porque ese nunca ha sido el objetivo de la parte de la izquierda absorbida por el populismo del gran líder.

Morena es un partido sin ideología común. Aunque se ostenta como “la izquierda”, es evidente que buena parte de sus cuadros locales no tienen claro qué significa eso, más allá de las consignas de López Obrador y el reparto de efectivo a través de los múltiples programas sociales gestionados por activistas políticos pagados con recursos del Estado, pues están revestidos con el pomposo cargo de “servidores de la Nación”, cuando no son otra cosa que intermediarios clientelistas.

El Gobierno de López Obrador ha sido de todo menos de izquierda: le devolvió la propiedad del sistema educativo a las corporaciones sindicales y abandonó cualquier proyecto de mejora de la calidad de las escuelas para la mayoría de la población, a la cual, en lugar de formación, le está dando adoctrinamiento con la mamarrachada de la “Nueva Escuela Mexicana”. Con el sistema de salud, hizo la gran chapuza de desmantelar el Seguro Popular para sustituirlo sin ton ni son por el fallido Insabi y, finalmente, acabar sobrecargando al IMSS en un esquema parecido al IMSS–COPLAMAR, instaurado en los tiempos de López Portillo (1976–1982). Esto sin ahondar en el desastre de la distribución de medicamentos y del sistema de vacunación, que había funcionado razonablemente bien durante décadas y del criminal manejo de la pandemia.

El Gobierno menguante no hizo nada por construir un auténtico Estado de Bienestar en México, en buena medida porque ese nunca ha sido el objetivo de la parte de la izquierda absorbida por el populismo del gran líder. Un Estado con derechos universales, que iguale con la provisión de servicios de calidad y que contenga la concentración exacerbada de la riqueza gracias a un sistema fiscal robusto y justo, capaz de proveer al Estado con los recursos necesarios para financiar de manera universal y uniforme el acceso a la salud, a la educación, a los cuidados y a las pensiones dignas, y para invertir en infraestructura que brinde mejores servicios a los más pobres, que integre regiones.

La inversión en infraestructura del Gobierno de López Obrador, a pesar de lo mucho que la presume, ha carecido de un proyecto orientado a superar la desintegración nacional y la desigualdad interregional, con la única excepción del corredor transístmico, el cual en realidad es un proyecto muy viejo. No se puede incluir al Tren Maya, porque esa es otra chapuza mal planeada, devastadora del entorno natural y con tecnología del siglo pasado, una ocurrencia de alcalde aldeano. Lo de la refinería en su terruño natal no es más que un disparate anacrónico, evidencia de su ignorancia de la realidad energética mundial.

La izquierda que quedó en Morena nunca ha entendido a la democracia como un fin en sí mismo. Creció acostumbrada a denostar los procedimientos electorales, la división de poderes y el orden jurídico con derechos claros como meramente burgueses. Recuerdo muy bien una discusión en la asamblea constitutiva del Partido Mexicano Socialista, donde buena parte de los delegados se oponía a que en la declaración de principios del nuevo partido se estableciera la defensa de la legalidad como eje de acción de la organización, pues la Ley, decían, no era otra cosa que un instrumento de dominación de los poderosos sobre los débiles. De ahí que acepten sin chistar cuando su predicador sale con eso de “no me vengan con que la Ley es la Ley”.

Ese desprecio por la “democracia burguesa” es el que está detrás de la complacencia de Morena con el totalitarismo cubano, con el sátrapa depredador de Daniel Ortega y su esposa, que se han apoderado de Nicaragua como su feudo y, ahora de manera más ominosa que nunca, con el desastre autoritario y destructor del chavismo encarnado por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello en Venezuela.

El proyecto de esa izquierda no ha sido nunca la construcción de un orden social de acceso abierto que establezca un piso común de condiciones materiales capaz de avanzar hacia la igualdad de oportunidades. Ha sido, más bien, un proyecto de revancha social contra agravios sociales reales, pero que no se resuelven ni azuzando el rencor social ni con el reparto de dinero para garantizar la lealtad política. A Morena llegaron pedazos de una izquierda que siempre añoró la toma revolucionaria del poder y, cuando se hizo evidente que esa fantasía no se realizaría, entonces apostó por la conquista de la hegemonía a través del caudillo carismático con capacidad de conexión emocional con esa entelequia llamada pueblo, donde caben tanto los desposeídos como todos aquellos dispuestos a cobijarse bajo el manto redentor del patriarca benefactor, sobre todo si eso les permite capturar una parcelita de rentas estatales.

Esa nostalgia revolucionaria podría ser, en alguna medida, la causa de la aceptación de la militarización de la vida del país, a partir de la consigna de que el Ejército es pueblo uniformado, de manera muy parecida a como defiende la tiranía cubana la omnipresencia castrense o a la alianza construida por Hugo Chávez con una parte de la milicia y que hoy es la única garantía de supervivencia de un régimen que claramente ha usurpado la voluntad popular con un fraude electoral descomunal.

Morena es un partido sin intelectuales, sin reflexión ilustrada sobre las difíciles concreciones de la realidad por transformar. Aunque, eso sí, tiene un buen coro de repetidores de consignas y de propagandistas de la verdad revelada. Sus ideólogos sólo son capaces de caricaturizar, no de construir alternativas de políticas eficaces para resolver los problemas concretos de la sociedad. Mientras que la mayoría de los políticos pragmáticos que ocupan las posiciones reales de poder bajo el manto de Morena carecen de principios y no son otra cosa que oportunistas que apenas ayer se acomodaban muy bien en el PRI o en cualquier otro partido, los que aún creen que ese partido es la izquierda están en la periferia de la organización, viviendo la fantasía de que, ahora sí, el pueblo ha conquistado el poder.

 

 

2024 Ago 01 Los partidos en crisis: Morena. Jorge Javier Romero Vadillo.

“La coalición de López Obrador es esencialmente reaccionaria”.

No faltará a quien le parezca absurdo que incluya a Morena en esta serie sobra los partidos en crisis, pero de manera paradójica la aparición y el desarrollo de Morena está en el centro de la crisis de los partidos que vivimos y, al mismo tiempo, se trata de una organización extremadamente frágil, pues no tiene otro resorte disciplinario que la gracia y desgracia del gran líder y no parece fácil que la próxima Presidenta logre la misma fuerza de adhesión que el caudillo iluminado.

Morena es una organización laxa, sin institucionalización, sin mecanismos estatutarios que garanticen la cohesión más allá del tirón electoral, primero, y de capacidad de reparto del botín estatal (puestos en la burocracia, posiciones legislativas, municipales y ejecutivas), después, de López Obrador. Estar en la gracia de López Obrador y ofrecerle algo a cambio que él considere provechoso para ampliar su influjo es lo único que se necesita para prosperar en la variopinta coalición, cuya característica principal es el oportunismo.

Un partido, por llamarlo de alguna manera, sin otra ideología que el confuso ideario de López Obrador, de por sí bastante flexible y mutante. Por ahí tienen algún comisariado ideológico para mantener entretenidos a los doctrinarios que todavía creen que es un partido de izquierda, cuando no es otra cosa que una mezcolanza de conversos al credo verdadero, después de haber vivido la gran mayoría de ellos del viejo sistema de reparto priista, con algunos rescoldos de una aceda izquierda doctrinaria. Comparten casi todos ellos un rechazo epidérmico a la competencia. Pocos podrían pertenecer a una burocracia profesional con requerimientos de capacidad técnica en su sistema de ingreso, promoción y permanencia, de ahí que sean firmes defensores del sistema de botín que ha caracterizado tradicionalmente al Estado mexicano y que no quisieron desmantelar seriamente los gobiernos del paréntesis democrático.

Lo poco de nuevo Estado profesional que se construyó durante el régimen de la transición estuvo en torno a los organismos constitucionales autónomos, en la mira destructiva de López Obrador desde el inicio de su mandato. Cualquier criterio que no sea la arbitrariedad política para seleccionar personal del Estado lo ha tachado de neoliberal o conservador o dispendioso, mientras que ha repartido prebendas y puesto de elección con toda la discrecionalidad acostumbrada por los antiguos presidentes de la época clásica del PRI, no el finisecular, ya fuertemente acotado, sino el de las décadas de 1950 y 1960.

De ahí que haya logrado aglutinar a una caterva de intermediarios políticos cuya ventaja competitiva sea la de saber usar con prodigalidad los recursos públicos y los favores del poder para garantizar la lealtad de sus seguidores, herederos de los que hicieron del PRI una maquinaria extraordinariamente eficiente, lubricada con recursos públicos, para mantener durante décadas al orden autoritario.

La coalición de López Obrador es esencialmente reaccionaria. Desde su llegada a la dirección del PRD, en 1996, supo abrirles las puertas a los descontentos del PRI y se convirtió en la opción preferencial de salida para quienes no resultaban beneficiados por la designación presidencial en los tiempos postrimeros del régimen, durante la Presidencia de Ernesto Zedillo (1994–2000). Dentro del PRD también se convirtió en el líder de las redes de clientelas urbanas con un discurso izquierdista, pero que operaban de manera igualmente caciquil entre sectores de la población con demandas que solo el Estado podía satisfacer.

Cuando una parte del PRD quiso hacer política de Estado, con el Pacto por México, y avanzar en reformas para restarle arbitrariedad a la Presidencia de la República con cuerpos de funcionarios autónomos y especializados, para debilitar a los monopolios y para profesionalizar al magisterio, López Obrador encabezó la rebelión de los intermediarios clientelistas dentro del partido, con el beneplácito –cuando no el apoyo– de los empresarios enemigos de un cambio de reglas que les restaba privilegios. Pronto se hizo también con apoyo del sindicalismo magisterial misoneísta, con su reiterada consigna de echar abajo “la mal llamada reforma educativa”.

Ya en el gobierno se empeñó en desmantelar cualquier cuerpo profesional del Estado creado durante el breve espacio democrático. Empezó con la Policía Federal, siguió con el incipiente servicio profesional docente, arremetió contra el personal de aduanas, del de los puertos y aeropuertos, contra el INAI y bombardeo noche y día al INE. Ahora, al final, quiere acabar con el servicio profesional del Poder Judicial, para sustituirlo por tribunales populares. Desmanteló a los Centros CONACYT, con especial inquina contra el CIDE. Todo aquello que suena a competencia basada en capacidades y especialización técnica le saca urticaria. No en balde nombró a un viejo politicastro director de la CFE y a un ingeniero agrónomo lo puso al frente de la principal empresa del Estado, cuyo funcionamiento requería de alta especialidad financiera y que ha quedado en la bancarrota.

El personal civil desplazado ha sido sustituido por las fuerzas armadas en buena parte de los casos, pero otra parte de las funciones sustantivas del Estado ha sido devuelta a los intermediarios clientelistas, que gestionan los recursos como agentes con bastante autonomía, pero leales hasta la ignominia al gran timonel, pues de su abyección depende su permanencia en la parcela de rentas concedida.

¿Y ahora qué va a pasar? Es muy probable que López Obrador se mantenga como el árbitro final de las disputas por el reparto del botín, mientras que la Presidenta intente gestionar la administración pública central, un tanto a la manera de la dupla Calles–Abelardo Rodríguez entre 1932 y 1934. Una Presidenta acotada políticamente por su antecesor, único capaz de mantener la disciplina en el partido y en el Congreso de la Unión. Dudo mucho que Claudia Sheinbaum tenga las habilidades políticas y la decisión de Lázaro Cárdenas cuando rompió con el caudillo en 1935, a unos meses de su toma de posesión, para comenzar a construir la gobernabilidad priista clásica, autoritaria pero institucionalizada, impersonal.

López Obrador parece urgido de irse de la Presidencia ya con todo el entramado institucional de la transición desmantelado, de manera que todo el poder quede centralizado, con la fachada de una Presidenta débil y el apoyo de las fuerzas armadas, pero con él como el hombre necesario para mantener la cohesión de una coalición que no es otra cosa que una jaula de grillos sin principios ni proyecto.

Pero tampoco es seguro que una vez fuera de la Presidencia, sin capacidad directa de repartir los recursos, López Obrador conserve su poder cohesionador. Puede ocurrir que lo que veamos sea a la nueva coalición hegemónica sumida en la guerra interna y que se acabe desmoronando como un castillo de arena.

 

 

2024 Jul 25 Los partidos en crisis: Movimiento Ciudadano. Jorge Javier Romero Vadillo.

“MC no parece estar aprovechando su notable crecimiento electoral. Parece retrotraído, ensimismado, atado a los cálculos políticos de su caudillo”.

A primera vista, a Movimiento Ciudadano no le fue tan mal en las pasadas elecciones, aunque mantuvo su tendencia de no consolidar sus avances locales, centrados en personalidades más o menos esperpénticas y no en la identidad de un proyecto, a pesar de sus intentos en Ciudad de México. Debo reconocer que me equivoqué sobre las posibilidades de crecimiento de la candidatura de Jorge Álvarez Máynez y menosprecié sus talentos mediáticos. Su resultado no es desdeñable y comprueba que existe un espacio para una fuerza política de corte socialdemócrata en México. Sin embargo, ni él ni su partido lograron transmitir auténtica independencia y, al final, fracasaron en su aspiración a convertirse en bisagra legislativa, especialmente si se consuma el atraco de la sobrerrepresentación inconstitucional.

En alguna parte del electorado, harta de la polarización, el mensaje programático de MC tuvo impacto, mientras que otra parte de su tirón electoral se debe a una estrategia basada en el impacto mediático en tono de farsa, de payasada, de sus jingles pegajosos que cruzaron fronteras. En Nuevo León, sin embargo, donde pudieron haber consolidado un bastión, la frivolidad del gobernador y el desatino de postular a su esposa como candidata a la alcaldía de Monterrey provocaron que se desinflara una burbuja sin estructura y sin otro adhesivo que el ego del fallido candidato presidencial.

El batacazo de la coalición opositora mostró que no era errónea la estrategia de MC de ir solos. Es incluso probable que la mayoría de sus votantes hubiera preferido a Morena si no hubiera existido esta alternativa a la mezcolanza del PRI, el PAN y el PRD, aunque también puede haber atraído muchos votos anti–López Obrador que en última instancia hubieran votado por Xóchitl Gálvez. Los estudios de opinión podrían darnos alguna pista sobre cuáles fueron las fuentes de los votantes de MC, información muy útil para construir una alternativa frente a la intentona hegemónica de Morena.

El hecho es que el relativo buen resultado de MC será irrelevante si se abre paso la sobrerrepresentación inconstitucional que pretende Morena. El partido más afectado por un reparto tramposo y abusivo de las diputaciones y los escaños del Senado sería precisamente MC, que aumentó su porcentaje de votos legislativos de manera sustancial tanto para diputados como para senadores.

MC debería ahora estar dando toda la batalla contra la sobrerrepresentación a la que aspira la coalición con pretensiones hegemónicas. Su diez por ciento, en un sistema proporcional sin sobrerrepresentación, los convertiría en una bisagra relevante, con capacidad de fijar agenda legislativa y con poder de veto, de contención frente a las andanadas de deformación constitucional con las que amenazan Morena y sus aliados. Si se impone, sin embargo, la sobrerrepresentación tramposa no solo quedará por debajo de los escaños en diputados y senadores que ahora tiene, sino que su relevancia será nula en una legislatura secuestrada.

Si la reforma electoral propuesta avanzara y se eliminara la representación proporcional, MC acabaría convertido, si bien le va, en un partido local de Jalisco, Nuevo León y Campeche, mientras que sus votos repartidos en el resto del país, donde no tiene implantación territorial, pero sí cosecha votos, simplemente serían irrelevantes. La posibilidad de consolidación de un partido como MC, que eventualmente ocupare el lugar de un partido socialdemócrata, depende de la subsistencia del sistema de representación proporcional.

Con su resultado electoral, MC debería estar hoy al frente de la resistencia contra la intentona de restauración hegemónica. Sin embargo, han optado por mantener un perfil bajo, una suerte de contemporización con los ganadores, que no contribuye a su consolidación como alternativa. Durante la campaña, MC se mostró propositivo, pero ahora le ha faltado una opinión fuerte sobre el paquete de reformas constitucionales propuestas en el pliego de mortaja de López Obrador y que hasta ahora parecen aceptadas con entusiasmo por Claudia Sheinbaum.

Movimiento Ciudadano debería ponerse a la cabeza de un proyecto de reformas alternativo a los disparates propuestos por el Presidente menguante que se aferra al poder de manera trágica, mientras su sucesora, timorata, no se atreve a enfrentarlo ni parece tener proyecto propio. Reforma a la justicia, sí, pero ¿elección de jueces, fiscalías intocadas, destrucción de la incipiente carrera judicial federal? Reforma electoral, pero no para reducir la representación, sino para ampliarla y hacerla más proporcional. Y, desde luego, el tema de la militarización, que debería ser central en su agenda y aparece soslayado.

MC no parece estar aprovechando su notable crecimiento electoral. Parece retrotraído, ensimismado, atado a los cálculos políticos de su caudillo, sin vocación de poder en un momento en el que se le ha abierto un espacio enorme por la desaparición del PRD y la debacle del PAN y el PRI. Siempre taimado, Dante Delgado sigue tanteando y quien se supone que debería asumir el liderazgo guarda silencio en un momento crucial de definiciones para el país.

El reto de MC es dar el paso de un partido dirigido por un solo hombre a una organización capaz de representar a una parte emergente de la ciudadanía, de manera que le haga honor a su nombre de diseño. Solo si deja de ser un mero éxito de mercadotecnia y se convierte en una fuerza deliberante, con voz clara frente a la crisis de la democracia que vive el país, podrá Movimiento Ciudadano convertir su marca en un proyecto político con vocación de futuro, capaz de contribuir a la reconstrucción una vez que pase el desastre, si es que pasa.

 

 

2024 Jul 18 Los partidos en crisis: el PRI (2). Jorge Javier Romero Vadillo.

“Con el fin de aquel gobierno comenzó la hora final del PRI, su desmantelamiento y el trasvase de buena parte de sus cuadros y de su estructura a la nueva coalición hegemónica”.

Una vez que perdió la Presidencia de la República, en 2000, el PRI resultó incapaz de convertirse en un auténtico partido político en competencia con otros, con un programa y una identidad definida. Como gran coalición hegemónica, su cohesión no dependió nunca de un conjunto de creencias compartidas, ni de un horizonte común de políticas. La pertenencia al PRI significaba la aceptación de un conjunto de reglas del juego para acceder a las candidaturas o a los altos cargos de la burocracia, mientras que la base priista estaba compuesta por redes de clientelas articuladas por intermediarios que negociaban beneficios estatales y políticos para ellas a cambio de apoyo que les permitiera capturar parcelas de rentas estatales.

El control sobre los sindicatos dependía de una legislación que no reconocía a ninguna organización laboral que no tuviera el visto bueno del gobierno y que otorgaba los contratos colectivos como monopolio de una vez y para siempre –poco han cambiado las cosas en este tema, a pesar de las reformas recientes que fuerzan a elecciones abiertas para ocupar las direcciones sindicales–, lo que, durante la época clásica del régimen del PRI, representó un elemento crucial del proteccionismo estatal a los empresarios “nacionalistas”, los cuales se enriquecieron desmedidamente al amparo de los gobiernos del nacionalismo revolucionario, mientras los salarios reales apenas si subieron durante cuatro décadas.

Esas características organizativas tenían como clave de toda la estructura a la Presidencia de la República con su sistema de renovación sexenal. Cada seis años el nuevo Presidente asumía la dirección efectiva de la coalición política y centralizaba el arbitraje de los conflictos. Cuando se perdió el control del presupuesto federal y ya no hubo nuevo líder nato del partido, la estructura comenzó a agrietarse. El PRI se partió en feudos y cada gobernador se quedó con su pedazo de control corporativo y clientelar, pero sin capacidad de articulación nacional, en disputa con otros gobernadores por el predominio nacional, mientras que su propio poder estaba limitado por la irreductible no reelección y la competencia electoral se hacía cada vez más aguda.

Otro elemento que había garantizado el funcionamiento de la maquinaria priista era la inexistencia de la opción de salida. Si a la hora de decidir una candidatura a gobernador, por ejemplo, el Presidente de la República optaba por un adversario, lo conveniente era aceptar el premio de consolación que la generosa maquinaria de reparto de empleo público podía conceder. Pero la crisis económica de la década de 1980 redujo notablemente la capacidad de reparto del botín estatal, lo que llevó a la fractura de 1987, y después, sobre todo a partir de la llegada de López Obrador a la dirección del PRD, los no favorecidos por el dedo presidencial tuvieron abiertas las puertas del PRD para llevarse a sus redes clientelares y competir contra su antiguo partido, limpiados todos sus pecados por el bautismo purificador otorgado por el caudillo en ascenso.

Entre 2000 y 2009 el PRI vivió una profunda crisis. Tanto los gobernadores como algunos de los líderes corporativos más fuertes entraron en disputa por el control de la dirección nacional. Un primer acuerdo entre Roberto Madrazo y Elba Esther Gordillo para que uno ocupara la presidencia del partido y la otra la secretaría general saltó en pedazos y se convirtió en enfrentamiento abierto que acabó con la ruptura de la líder magisterial, quien decidió poner casa aparte, fundo un nuevo partido gracias a su control clientelar del gremio magisterial y lo puso al mejor postor en la contienda electoral de 2006. La candidatura a la Presidencia de la República de Madrazo naufragó entre las disputas internas y el desprestigio del partido, mientras que Gordillo se convertía en pieza clave del apretado y disputado triunfo de Felipe Calderón en 2006, con lo que consiguió mantener el arreglo corporativo que ha resultado catastrófico para la educación en México.

Sin embargo, en 2009 el PRI se recuperó electoralmente y se comenzó a formar una coalición amplia de intereses en torno a la figura mediática de Enrique Peña Nieto, gobernador del estado de México, convertido en candidato de diseño por las empresas televisivas con el apoyo de distintos grupos empresariales y de la elite tecnocrática que buscaba impulsar un conjunto de reformas llamadas estructurales para insertar a México de manera más competitiva en el mercado norteamericano y mundial, mientras el PAN se hundía por el desastre del estallido de violencia y por la incapacidad de Felipe Calderón para mantener la unidad del partido y reagruparlo en torno a una candidatura viable.

La campaña de 2012 fue esencialmente un producto de diseño mediático. Peña ganó con cierta holgura y comenzó su gobierno con un ambicioso proyecto de reformas en torno al cual pudo construir una gran coalición con el PAN y el PRD, aunque a este último el acuerdo le costó la ruptura y, finalmente, el aniquilamiento, a pesar de haber conseguido una reforma fiscal progresiva, aunque limitada. Las reformas en general iban en el sentido de la construcción de un Estado menos arbitrario, con cuerpos profesionales autónomos para gestionar la competencia, las telecomunicaciones, el mercado de energía y la evaluación del sistema educativo. Aquellas reformas, a pesar de ser producto de una amplia coalición política de izquierda a derecha, nunca pudieron ser legitimadas ante la sociedad.

La férrea oposición de López Obrador y su movimiento, puesto a la cabeza de la resistencia al cambio, aliado a los intereses afectados, como el sindicalismo magisterial o los empresarios reticentes frente a las nuevas reglas económicas, que los obligarían a competir sin sus tradicionales protecciones políticas, derrotó al proceso reformista. Pero fue sobre todo la frivolidad del Presidente y de sus principales colaboradores, que sin pudor se enriquecían ante la mirada de todo el país y la manera torpe y tradicional de enfrentar la investigación sobre los estudiantes desaparecidos en Iguala lo que acabó por provocar el fracaso del gobierno de Peña Nieto, quien al final decidió rendir la plaza para cubrirse las espaldas y contribuyó al desprestigio del de por sí enclenque candidato de la alianza del PAN con el PRD y Movimiento Ciudadano, mientras su propio candidato no alcanzaba a despuntar. Con el fin de aquel gobierno comenzó la hora final del PRI, su desmantelamiento y el trasvase de buena parte de sus cuadros y de su estructura a la nueva coalición hegemónica, mientras los nuevos dirigentes disolvían toda la historia del partido en una coalición amorfa lidereada por el PAN, no por ellos.

 

 

2024 Jul 11 Los partidos en crisis: El PRI. Jorge Javier Romero Vadillo.

“No existía opción de salida para la disidencia interna, por lo que todas las partes aceptaban el arbitraje presidencial como última instancia en los conflictos internos”.

La crisis del PRI del PRI, lenta como ha sido, comenzó con la fractura de 1987 y se agudizó cuando la antigua coalición hegemónica perdió la Presidencia de la República. Una vez que se rompió el mecanismo que identificaba la dirección del partido con el Presidente en turno, el PRI no fue capaz de construir un sistema de reglas para procesar sus candidaturas y sus renuevos generacionales. La inercia de su institucionalidad interna, arraigada durante décadas en la manera de hacer las cosas del partido, hizo que fueran los gobernadores de los estados en los que conservaba el poder los que tomaran el control del aparato local, ya sin un mecanismo de disciplina centralizado. La conducción nacional de la organización pasó a depender de los acuerdo entre los barones estatales, quienes decidía la dirección nacional del partido en complejos procesos de negociación entre bloques. Conforme fueron perdiendo gobiernos estatales, los priistas perdieron lo que les quedaba de cohesión.

El PRI no nació para ser un partido en competencia con otros. Surgió como una compleja maquinaria articuladora de lealtades. La clave de su eficacia y de la gran estabilidad que le dio a la política mexicana radicaba en que había logrado formalizar a la compleja red de intermediación política surgida de la revolución, pero heredera de las formas de relación entre el orden estatal y las diversas comunidades políticas que han existido en México desde la época virreinal.

Los caciques de la época virreinal, traductores entre lenguas, pero también entre formas distintas de orden: por un lado las leyes de la Corona, por el otro las formas específicas de ejercicio del poder dentro de las repúblicas de indios, las comunidades o los pueblos mestizos, son el origen de una clase política especializada en la intermediación entre las autoridades y los grupos específicos, la obtención de protecciones particulares y la negociación de la obediencia de la ley, según la necesidades peculiares de cada grupo.

Por más que la República quiso convertir a toda la población en ciudadanía igualada por la ley, la realidad es que ese proyecto nunca se llegó a realizar plenamente. La diversidad social, étnica, lingüística y regional del país hizo que los intermediarios de matriz caciquil siguieran operando y fueran necesarios para mantener la paz y el orden, aun cuando esto implicara la no aplicación generalizada de la ley o su interpretación flexible para lograr la aquiescencia de los grupos específicos. Así fue durante todo el siglo XIX, aunque de manera desordenada y en constante conflicto hasta la dictadura de Porfirio Díaz, que logró una primera forma de articulación nacional de los intermediarios locales.

La revolución fue una gran movilización pueblos, comunidades y redes de reciprocidad encabezadas por caudillos locales y caciques tradicionales. Al terminar, el control del país quedó fragmentado, como a principios del siglo XIX, pues en cada comarca y en cada región el poder era ejercido por el intermediario que negociaba con los caudillos militares y civiles con os que tenían relaciones de reciprocidad política, pues se necesitaban mutuamente: unos, para satisfacer las demandas de sus propias redes, los otros para ejercer el control efectivo sobre sus estados o sus regiones de influencia.

El gran éxito del PRI radicó en que logró ensamblar toda esa abigarrada red de intermediaciones particulares en una gran maquinaria nacional y la dotó de mecanismos distributivos y de disciplina extraordinariamente eficaces. Las formas de negociación tradicionales de la fragmentada sociedad mexicana se institucionalizaron en una sola organización nacional, con el añadido de que se extendieron a los sindicatos, engranajes fundamentales para el control político de la clase obrera emergente.

Para cualquier beneficio público, ya fuera una licencia de taxista, un puesto de mercado, un quiosco de periódicos o una esquina para ejercer de bolero, había que pertenecer a alguna organización priista. Incluso cuando había dos o más grupos en disputa por un mismo beneficio, una concesión o unas tierras, la mejor opción para todos era pertenecer al PRI y buscar el amparo de alguno de sus sectores, pues solo las organizaciones sociales que reconocían el arbitraje priista gozaban realmente de reconocimiento estatal para hacer avanzar sus intereses.

La eficacia de la maquinaria dependía de su carácter de monopolio. No se trataba de un partido en competencia con otros, pues la legislación electoral proteccionista y el control gubernamental sobre los procesos electorales evitaban el surgimiento de opciones políticas competitivas y obstaculizaban las rupturas internas. No existía opción de salida para la disidencia interna, por lo que todas las partes aceptaban el arbitraje presidencial como última instancia en los conflictos internos.

Gracias a la legislación electoral proteccionista y al control electoral, el PRI no vivió fracturas significativas entre 1952 y 1988. Los perdedores en el juego de las sillas musicales que se abría con cada proceso electoral siempre encontraban algún acomodo que les permitiera seguir viviendo del presupuesto y mantenían alguna parte de los privilegios que implicaba la inclusión en la coalición de poder.

La crisis económica de la década de 1980 cambió las cosas. El dinero público dejó de ser suficiente para mantener lubricada la oxidada maquinaria de reciprocidad clientelista y dejó fuera a muchos de los intermediarios que medraban gracias a su pertenencia al partido. También quedaron desempleados cuadros de alto nivel que no gozaban del favor del entonces presidente Miguel de la Madrid (1982–1988). La reforma política de 1977 había ampliado la competencia electoral y en 1987 el PRI se fracturó por primera vez en más de tres décadas, lo que provocó un cataclismo electoral en 1988. A partir de entonces, a pesar de la sorprendente recuperación de la disciplina partidista, gracias a que el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988–1994) volvió a abrir los grifos de recursos públicos dedicados a satisfacer las demandas clientelistas, ya nada volvió a ser igual.

A partir de 1997, Andrés Manuel López Obrador le abrió de par en par las puertas del PRD a cualquier descontento del PRI, con lo que se terminó la capacidad presidencial para imponer las candidaturas del partido y garantizar la disciplina; después, en 2000, con la derrota en la elección presidencial, el PRI quedó acéfalo, a merced de las disputas entre sus gobernadores y sus principales dirigentes corporativos. Vino el encontronazo entre Elba Esther Gordillo y Roberto Madrazo, el fiasco de la candidatura presidencial del segundo y la recomposición en torno a Peña Nieto, con apoyo externo del duopolio televisivo. Después, la debacle. Lo ocurrido el domingo pasado, con la entronización de un porro como dirigente cuasi vitalicio, no es más que el punto final de la historia de un partido que ya ha sido absorbido por la nueva coalición monopólica.

 

 

2024 Jul 04 La crisis de los partidos: el PRD. Jorge Javier Romero Vadillo.

“El PRD fue siempre un partido de caudillo. Desde 1991 ya era evidente la imposibilidad de la deliberación democrática en una organización donde lo que pesaban eran ‘las bases’ que traía cada operador”.

La pérdida del registro del PRD tiene un simbolismo especial, porque este era la herencia de la irrupción de la izquierda histórica mexicana en las lides electorales, después de décadas de exclusión durante los tiempos más cerrados del régimen del PRI: fue conquista del Partido Comunista Mexicano (PCM), que se había afirmado como un foco electoral relevante, con alrededor del cinco por ciento de la votación, en los comicios de 1979, los primeros de la reforma política de los tiempos de la presidencia de José López Portillo (1976–1982), obra del secretario de gobernación Jesús Reyes Heroles, diseñada para canalizar electoralmente la inconformidad de izquierda y con ello evitar los brotes de violencia guerrillera que habían surgido después de las represiones a los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971.

Lo más relevante de la reforma política de 1977 –un paquete de reformas constitucionales y una nueva legislación electoral– fue el nuevo método para la inscripción de partidos a la competencia y una ampliación de la pluralidad, gracias a la introducción de un componente limitado de representación proporcional en la integración de la Cámara de Diputados, ampliada entonces a 400 escaños.

El nuevo diseño de registro de los partidos permitía que se presentaran a los comicios las organizaciones que demostraran tener al menos cinco años de actividad política, tuvieran una declaración de principios, unos estatuto y un programa de acción respetuosos del orden constitucional y presentaran candidaturas en la mayoría de los 300 distritos uninominales y en las tres circunscripciones plurinominales en las que se dividió al país, con lo que se abrió el abanico partidista de manera notable, después de décadas de que solo aparecieran en las boletas tres partidos distintos al PRI, dos de los cuales presentaban siempre al mismo candidato presidencial que el partido hegemónico.

Con las nuevas reglas pudo presentarse de manera reconocida legalmente el PCM, formación de larga historia, que había pasado de una época de ilegalidad completa, entre 1929 y 1935, a ser parte de la coalición política de la presidencia del general Lázaro Cárdenas (1934–1940) y luego a ser relegado al ostracismo, cuando en 1946 se estableció el nuevo pacto de elites del cual surgió el PRI, escorado a la derecha durante los años de la guerra fría, por lo que los comunistas no tenían ya cabida.

A pesar de su exclusión formal de las boletas, los comunistas habían presentado candidatos presidenciales en todas las elecciones, con excepción de la de 1970, cuando llamaron a la “abstención activa”, y en 1976 su candidato Valentín Campa logró una votación significativa, aunque ni su nombre ni el emblema del PCM aparecieran en las boletas, en una elección donde el único candidato registrado fue José López Portillo, bajo los logos del PRI, del Partido Popular Socialista y del PARM.

Los comunistas, ya bastante alejados de la ortodoxia soviética, hicieron por fin campaña legal para las elecciones legislativas de 1979 con una agenda atractiva y nuevos rostros, muchos de ellos jóvenes, y lograron un buen resultado, que los colocó como la tercera fuerza, detrás del avasallante PRI y el ya consolidado PAN, veterano de la época del sistema electoral proteccionista. La dirigencia del PCM supo entonces que para consolidarse como un referente electoral de izquierda democrática tenía que abandonar su denominación histórica y abrirse a un proceso de unidad con otros grupos, incluido el incipiente Movimiento de Acción Popular, con un programa más bien socialdemócrata.

Surgió entonces, en 1981, el Partido Socialista Unificado de México, el cual heredó el registro del PCM y, en 1987, después de otro proceso de ampliación, algo más caótico, la patente se la quedó el nuevo Partido Mexicano Socialista (PMS), en torno a la candidatura presidencial de Heberto Castillo; pero entonces el PRI se desgajó.

La principal causa de la ruptura del PRI en 1987 no fue ideológica, aunque sus líderes fueron capaces de presentarse como los guardianes de los principios históricos, frente al cambio de rumbo que el gobierno de Miguel de la Madrid le estaba dando a la economía. No era aquel el primer golpe de timón encabezado por un Presidente de origen priista. La diferencia es que hasta entonces hubo chamba para todos los emprendedores políticos relevantes y dinero para distribuir entre las múltiples redes de clientelas. En cambio, la crisis económica que estalló en 1982 había secado el pozo de las prebendas y había mandado al paro a muchos burócratas.

El cataclismo en el PRI arrastró a la izquierda, aplastada por el arrastre electoral de Cuauhtémoc Cárdenas y su Frente Democrático Nacional, al cual encauzó, después de la resistencia postelectoral, hacia la creación del Partido de la Revolución Democrática, pero las reglas electorales diseñadas por Bartlett habían vuelto a subir la barrera de entrada, restringiendo el registro al sistema de asambleas creado en 1946 para proteger al PRI, y el nuevo partido no pudo cumplir con los requisitos. Entonces el PMS se dejó fagocitar por la nueva coalición y le cedió su registro.

El PRD fue siempre un partido de caudillo. Desde 1991 ya era evidente la imposibilidad de la deliberación democrática en una organización donde lo que pesaban eran “las bases” que traía cada operador y donde la palabra final la tenía el líder nato. Cuando se hizo evidente la mengua política de Cárdenas, después de los magros resultados de su tercera candidatura en 2000, entonces la organización comenzó a girar en torno al nuevo hombre necesario, López Obrador, que ya desde su periodo como presidente del partido lo había convertido en la opción de salida del cascajo priista.

Cuando López Obrador decidió poner tienda aparte, los que se quedaron con el registro y unas magras clientelas locales perdieron la oportunidad de abrirse a un renuevo que incorporara a cuadros jóvenes de la sociedad organizada y se aferraron al control del menguante financiamiento público y a un puñado de cargos de elección. Al final perdieron toda identidad dentro de una coalición en la que no pegaban y en la que eran los coleros. Así, dilapidaron el patrimonio histórico de la izquierda programática. Aunque resulte lamentable, bien merecida tienen la extinción.

 

 

2024 Jun 27 Los partidos en crisis: el PAN. Jorge Javier Romero Vadillo.

“El PAN fue un engranaje funcional del arreglo institucional del partido prácticamente único, una pieza más de la ficción aceptada: la de un régimen democrático simulado”.

Uno de los resultados más contundentes de las elecciones del pasado 7 de junio es que ha provocado una profunda crisis en el sistema de partidos que se había formado en México durante las últimas cuatro décadas. Desde la reforma política de 1977, pero sobre todo a partir de las elecciones de 1988 y hasta 2015, la tendencia había sido a la consolidación de tres grandes bloques partidistas: el del PAN, el del PRI y el del PRD, con otras organizaciones menores que jugaban en la órbita de los tres grandes o buscaban, sin mucho éxito, subsistir de manera independiente.

Fueron esos los tres partidos que pactaron las reglas del juego en 1996, para que hubiera elecciones confiables sin injerencia directa de los gobiernos en el manejo de los votos ciudadanos. Y si bien el Partido de la Revolución Democrática surgió como tal en 1989, como producto del gran arrastre de la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, en realidad las tres coaliciones estaban integradas mayoritariamente por políticos que habían desarrollado sus carreras en el sistema de reglas de la época clásica del régimen autoritario de pluralidad limitada, por lo que a la hora de establecer las reglas de competencia mantuvieron las barreras de entrada a la competencia casi tan altas como en los tiempos clásicos del proteccionismo priista.

La leyenda blanca del Partido Acción Nacional lo ha pintado como una organización de resistencia católica y cívica frente a la antidemocracia y el anticlericalismo del partido de la revolución institucionalizada. En realidad, el PAN nunca ejerció una oposición acérrima al PRI. Más bien, aceptó las reglas del juego que lo condenaban a solo capturar una que otra migaja en el reparto de posiciones legislativas o municipales, aunque nunca de una gran ciudad hasta que en 1967 logró ganar la alcaldía de Mérida. Nadie lo describió mejor que su propio presidente nacional de la década de 1960, Adolfo Christlieb Ibarrola, cuando dijo que era “la leal oposición”.

De hecho, el PAN se benefició del sistema proteccionista de la legislación de 1946, cuando Manuel Gómez Morín pactó su inclusión en el nuevo sistema de partidos con el gobierno de Manuel Ávila Camacho. Hasta entonces, Acción Nacional no era más que un pequeño grupo de intelectuales católicos que no habían pintado ni en la elección de 1940, cuando quedaron a la zaga de la candidatura de Juan Andreu Almazán, ni en 1943. Con las nuevas reglas, que le otorgaron una patente para aparecer en las boletas electorales, el PAN comenzó a servir de vehículo para candidaturas con cierto arrastre local y en 1946 el régimen le concedió cuatro triunfos distritales, con lo que comenzó su andadura parlamentaria.

La resistencia electoral del PAN fue aguerrida muy contadas veces, sobre todo después de la fuerte represión que sufrió cuando reclamó por el fraude electoral en León, Guanajuato a principios del mismo año de 1946, cuando quedaron claras las reglas del juego: solo obtendrían los triunfos que graciosamente el régimen les concediera.

Hasta entonces, el PAN fue un engranaje funcional del arreglo institucional del partido prácticamente único, una pieza más de la ficción aceptada: la de un régimen democrático simulado, donde participaban tanto una oposición de derecha católica, como una de izquierda marxista, aunque esta última siempre postulaba al mismo candidato presidencial que el PRI. El problema era que para que la ficción se mantuviera esos partidos debían tener al menos algunos diputados, lo que implicaba reconocer la derrota de los priistas. De ahí que en 1964 se creara el sistema de diputados de partido, un invento que no era propiamente una fórmula de representación proporcional, sino un mecanismo para hacer diputados a algunos candidatos pretendidamente opositores con buenas votaciones en sus distritos sin que tuvieran que derrotar al candidato “incumbente”.

Cuando llegó la reforma política de 1977 el PAN se mostró reacio al establecimiento de un auténtico sistema de representación proporcional. Su apuesta era por la evolución de la ficción aceptada hacia un régimen bipartidista parecido al de los Estados Unidos. Sin embargo, fueron los panistas los más beneficiados por los cambios en el sistema electoral, pues no solo lograron la mayor representación no priista en la Cámara de Diputados, sino que las nuevas reglas de competencia les sirvieron para captar el apoyo de los desafectos con el PRI por las pifias económicas de la década de 1970.

Así, no fue sino hasta la década de 1980, cuando una parte importante del empresariado hasta entonces protegido por el régimen rompió con el PRI, debido a la nacionalización de la banca de 1982, y volcó su apoyo al PAN en las elecciones locales del norte del país, que los panistas comenzaron a protagonizar actos de resistencia frente a un régimen ya en decadencia y sin voluntad represiva. Las tomas de palacios municipales, la resistencia cívica frente al fraude en Chihuahua y el avance electoral en todo el norte auguraban una gran votación por el PAN en 1988, pero entonces vino la fractura del PRI y la historia dio un giro.

Ante el sorpasso de la disidencia priista aliada con la izquierda, el PAN optó por buscar la alianza con Carlos Salinas de Gortari, con quien estableció una coalición no declarada para modificar la Constitución y avanzar en la reforma electoral. La estrategia le resultó y así pudo frenar la amenaza de desplazamiento que el neo cardenismo le representaba. Sacó adelante sus demandas históricas y se puso en línea para una transición de poder sin sobresaltos, lo cual se logró en 2000.

Sin embargo, el PAN, que había logrado desarrollar una institucionalidad interna relativamente funcional, con pocas rupturas, acabó rebasado por un caudillo con tirón electoral, que pasó por encima de los procedimientos estatutarios para hacerse con la candidatura presidencial en 2000.

A partir de entonces, como suele suceder con los partidos que de pronto se vuelven exitosos, la vida institucionalizada de Acción Nacional comenzó a resquebrajarse y, ya en el poder, en lugar de encabezar un proceso de desmantelamiento del corporativismo contra el que doctrinariamente se había mantenido, aprovechó los resortes tradicionales de control político formal e informal que el PRI le había heredado y comenzó a apoderarse sin pudor del botín del empleo público y el presupuesto de la misma manera que el partido contra el que supuestamente se había erigido desde su fundación. Ahí comenzó a gestarse su crisis actual. Al final de cuentas, nunca habían sido otra cosa que parte del arreglo priista.

 

Tomado de: Sin Embargo.