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1972 Una gran barco a la deriva: Carecemos de ideología. Ángeles Mendieta Alatorre.

Sumario: Introducción, a) Cincuenta años de reconstrucción nacional, b) Algunos antecedentes: Libertad para pensar u obligación de la esclavitud, Libertad para ser: puesta en marcha del país, Utopía y conciencia mágica, c) Preocupación nacional: la unificación, d) Carencia de ideología, e) No puede haber unificación nacional sin ideología, f) La educación tiene la respuesta.

Introducción
Durante el verano de 1972, a pesar de la calma nacional, se acentuó en mí, de manera inexplicable, la sensación de percibir cambios radicales en mi país junto con el desasosiego de carecer de asideros, tal como si el pueblo empezara a caminar a la deriva.

Ignoro si este presentimiento sea emotivo y como tal, digno de misericordia, o se apoye en la, presencia acumulada de signos indescifrables que la sensibilidad percibe de alguna manera.

Acaeció como el sobresalto que sufrimos al escuchar la caída de algunas piedras del edificio cuyo deterioro parecía imposible; así observamos en el panorama nacional fuerzas de conservación y resistencia frente a otras poderosas —energética social según el maestro Antonio Caso— que anuncian el desplome o por lo menos una destrucción en cadena.

Con un paternalismo asaz inconsciente, o con tímida oposición para no comprometernos, acaso también, fieramente ortodoxos, los adultos de la “generación intermedia” habíamos aceptado el ataque de la juventud a nuestro mundo fabricado.

Las cosas empezaron a tomar mal cariz cuando esa violencia comenzó a extenderse, causó muertes, pérdidas económicas y situaciones diversas de conflicto, hasta preocupar seriamente hasta a los menos perspicaces.

La posibilidad de destruir un mundo —bueno porque es el nuestro y amado porque en él vivimos— ha perturbado muchas conciencias; de mí sé decir que he resuelto tomar los hilos gruesos para saber a qué atenerme.

Ingrata y difícil es la tarea: me niego a revisar documentos como valor de prueba con tal de obtener una vivienda inmediata; tampoco arriesgo juicios de valor para apoyar a ultranza ciertas ideas, lo cual invalida la reflexión sin prejuicios y, por esta vez, suprimo las citas bibliográficas —salvo algunas necesarias— pues aunque soy consciente de heredar una cultura, me interesa ahora expresar mi propia opinión.

Emprendo, pues, algo que conlleva la certeza de saber que llegará a una opinión parcial, aunque la justifico con mi antiguo ejercicio habitual de observación diaria.

¿Cuál es el planteamiento a seguir?

No puedo desprenderme de mi formación académica y mentiría al decir que no trabajo sobre una estructura básica que me da apartados de análisis; sin embargo, con el buen tiro de la investigación científica que busca descubrir sin prejuzgar, método aplicable ahora a la rama de humanidades, trataré de descubrir algo, sin hipótesis alguna.

¿Cuál es la característica más señalada en nuestro país en los últimos años?

La respuesta es definitiva: cincuenta años de reconstrucción nacional.

¿Cuáles son los límites de ese período de tiempo?

Concretamente desde 1922, con la presencia de una revolución ideológica, fruto selecto de la revolución de 1910 la cual precisamente concluye o aparentemente está en crisis, en 1972.

Este es un breve informe de los pasos de una indagación.

 

a) Cincuenta años de reconstrucción nacional (1922-1972)

En términos radicales, solamente existe el Hombre y la Naturaleza. Detrás del primero está la historia de lo que ha hecho, así como el testimonio de su paso por el tiempo (existencia y herencia de los pueblos); más allá de la Naturaleza intuimos la presencia de una fuerza poderosa y creadora —para mí evidente— o, de una simple casualidad.

En otras palabras “yo soy yo y mi circunstancia” (Ortega y Gasset). La historia de la humanidad es la toma de conciencia frente a estas dos relaciones extremas.

¿Cuál es la realidad actual e inmediata de la “circunstancia nacional”?

La presencia de una transformación puesta en marcha por una generación intermedia que heredó las ideas del movimiento revolucionario de principios del siglo y que ha trabajado por esos ideales —tanto de una manera honesta como deshonesta— la cual se enfrenta a otra generación de jóvenes apremiantes, orgullosos de su juventud (juventud porque sí, sin más), indudablemente mejor preparada, que vive en tensión debido a las presiones psíquicas de los acontecimientos mundiales cada vez más cerca de ellos por el mejoramiento de las vías de comunicación.

Consecuencia inmediata ha sido una franca toma de posición de unos, frente a un tímido rechazo de otros, pero la actitud más perjudicial es la de aquellos que bajo un remordimiento oscuro han permitido y auspiciado la revuelta juvenil (si yo robo, o, engaño o miento, tengo que permitir que tú lo hagas), cuya movilidad se desplaza en diversos terrenos, no siempre aceptables, algunos ciertamente justicieros, pero ante las cuales la generación intermedia tiene dos dudas explicables: el miedo a la incapacidad de los jóvenes para construir otro mundo nuevo pues solamente han dado pruebas de oposición de destrucción y, además, el temor de que intereses más poderosos aprovechen en su favor las ideas liberadoras que la juventud defiende.

Si esta es la situación actual, ¿cuál puede ser el principio de la etapa de reconstrucción nacional?

En nuestra historia nacional, la muerte de Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo el 21 de mayo de 1920, un poco después de la promulgación de la Constitución de 1917, es definitiva. “Hechas las elecciones durante el gobierno provisional de Adolfo de la Huerta fue designado Presidente de la República Álvaro Obregón. Después de diez años de guerra sin cuartel, se iba a hacer el primer ensayo de reconstrucción nacional (Quirarte: Visión panorámica de la Historia de México). Ese cuatrienio alcanzó tan gran importancia que el decir de Mauricio Magdaleno ‘dio marca al Continente en lo social, en lo moral y en lo estético. Nunca, en el instante de Justo Sierra, había sido la República, mensajera de una tan abrasada y conmovedora revolución espiritual. Sobran los datos y las cifras. Aquel minuto no ha sido igualado aún’.”

La reconstrucción nacional pone en circulación —valga la frase— fuerzas dominadas y fuerzas nuevas; entre las primeras está la participación de las mexicanas en la vida nacional (fuerza de trabajo antes confinada) y entre las segundas, el nacimiento de un grupo social muy peculiar que irrumpe violenta y agresivamente alrededor de las grandes ciudades y luego se cuela en los diversos medios; grupos que forman fuerzas de choque, son conflictivos y demandan instrucción calificada moviéndose como elementos de presión social y su falta de arraigo les confiere una ductilidad propicia a todos los acomodamientos.

Esta reconstrucción nacional fructifica no bajo la sombra sino a plena luz de los ideales de la Revolución, los cuales comienzan a ser revisados críticamente en la etapa de los años cincuenta y llegan a crisis definitiva en los sesenta.

Esto sucede porque los ideales de la Revolución ya no son suficientes. Dio parte de lo que debía de dar, pero no puede prolongar su vigencia histórica ante la avalancha de necesidades humanas, que demandan también nuevas soluciones.

Esta consideración me es particularmente dolorosa debido al conocimiento que he tenido de los grandes precursores —hombres y mujeres— y de la parte más valiosa de ese movimiento que, como dice Arenas Guzmán, no debe ser conocido por sus falsarios y detractores.

También a la realidad nacional allegan de tiempo en tiempo, los grandes acontecimientos mundiales con una fuerza quizá devastadora por el impacto emocional que provocan, como la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración, las bombas atómicas, los milagros de la Medicina, el exterminio de pueblos y el hambre de los niños.

Así, no es difícil explicarse el porqué nuestro país parece a veces girándola enloquecida que parece no saber bien a bien, qué es lo que le espera, ni qué quiere.

Quizá, en el más modesto de los casos, el mejoramiento material de la mayoría de los grupos sociales, ha sido por lo pronto el alivio a una vieja situación de sufrimiento que se conforma ya, no con la felicidad, sino solamente con un decoroso bienestar humano.

 

Algunos antecedentes:
—libertad para pensar o abolición de la esclavitud
—libertad para ser: puesta en marcha
—utopía y conciencia mágica.

Digo y me parece, que no se logró abolir la esclavitud con los bandos de Arozamena y de Hidalgo. Otras formas de sujeción perviven cien años después. Con el disfraz de personaje está presente hasta principios de siglo. Es la forma peculiar de la explotación de la tierra, y en un país eminentemente rural como el nuestro, abarcó la mayor parte del territorio. Yo sostengo que fueron éstas las causas internas del movimiento social (A Mendieta Alatorre. Las causas morales de la Revolución. INEHR).

Pues bien, a la verdadera abolición, de facto, sobrevino una euforia por la libertad tan regocijada, que los dirigentes políticos han aceptado los abusos cometidos a su sombra.

Porque, de muchas cosas podrá acusarse a la Revolución, menos del cargo de no respetar la vida del campesino, procurándole instrucción y buscando una y otra vez —a costa de equivocaciones y desaciertos— la manera de resarcirle algo de lo que le fue arrebatado.

A grandes rasgos, una necesidad parece normar básicamente los empeños de los gobiernos emanados de la Revolución; echar a andar el país.

Esta puesta en marcha alcanza actitudes mesiánicas y se confiere a un solo hombre, en nuestros regímenes desgraciadamente presidencialistas, tan ajenos al juego limpio de la democracia.

A la actitud mesiánica se añade la creencia del hombre providencial, el cual al tomar los destinos nacionales acepta no solamente las facultades que le otorgan las leyes, sino el más grande poder que le confiere el pueblo.

Algunos ejemplos bastan: Calles, obsesionado por buscar el desarrollo, decide aplicar la Constitución a la letra —y no le perdonará jamás el pueblo el sufrimiento de la persecución religiosa—, pero es necesario reconocer su tarea para crear bancos, instituir créditos agrícolas y luchar contra viento y marea. La ley parece ser la tabla de la salvación, por eso en tiempo de Portes Gil se “institucionaliza” el partido en el poder, como el más curioso y extraño de los contubernios, no entre gobierno y partido, ya que esa es mancuerna común, sino entre un tercero más, el pueblo, que lo mantiene a sabiendas de sus fallas o por no encontrar otro mejor. El Partido Nacional Revolucionario, más tarde Partido de la Revolución y luego Partido Revolucionario Institucional, pese a sus errores, toma a su cargo la tarea de fijar la doctrina revolucionaria como ideología y lograr formar también una incipiente conciencia crítica, tarea que también cumple con estoicidad el partido de la oposición llamado Partido de Acción Nacional.

Pero ningún gobernante parece satisfecho y el presidente Cárdenas decide ensayar otros caminos para hacer más radical la marcha.

Durante el tiempo en el cual se implanta la educación socialista y la llamada educación sexual, el país vive una época de arrebatado fervor. Prueba de ello es la aportación popular más espontánea que ha habido, cuando se solicita su cooperación para la compra de las compañías extranjeras que explotaban el subsuelo para aprovechar el petróleo.

Desde luego no puede hacerse un juicio sobre el cardenismo, pero cabe admitir uno de sus errores por el prejuicio formativo que dejó en las conciencias: la perversión de que todos los bienes pueden ser tomados sin retribución alguna, lo cual deformó la mentalidad popular: de ahí al robo y al derecho al robo, en un pueblo que conserva constitucionalmente formas de respeto a la propiedad privada, no había más que un paso.

Miles de personas asaltan el poder y al amparo de la Revolución que no vivieron, amasan grandes fortunas; el pueblo obra en consecuencia: “Institucionaliza” el cohecho, está presto a robar si tiene oportunidad y hace del agravio a la autoridad, su conciencia inveterada de mofa.

A partir de 1946 nuevamente hay otro proceso de aceleración: el presidente Miguel Alemán tiene la habilidad y el tacto político para mover capitales guardados, romper resistencias inveteradas y presenta a la opinión pública un eficaz cuerpo de funcionarios. El movimiento es tan ambicioso que logra ser impresionante, aunque muchos duplican las fortunas de sus antecesores.

Repito que esta idea de mover al país parece un imperativo categórico —¡valga!— de la conciencia dirigente en turno. Todo es válido con tal de mover a un pueblo apático, aferrado a sus costumbres y escéptico o indiferente por carácter o por consecuencia de la reflexión.

Pero el deseo incontrolable de mostrar otra cara al mundo, una fisonomía que destruya la imagen del indio adormecido o alcoholizado cubierto por una cobija, impulsa al presidente López Mateos a luchar por obtener- la sede de unas Olimpiadas Nacionales, que cuestan muchos millones y graves dolores de cabeza, la cual deja desguarnecida la economía nacional.

Pero el pueblo encantado responde frenéticamente —pan y circo— y se satisfacen las preocupaciones de los intelectuales organizando al mismo tiempo una olimpiada cultural.

Estas notas al azar muestran cómo el deseo de poner en marcha al país parece ser tarea primordial de los gobiernos revolucionarios y a fe mía que lo han logrado a pesar de los errores. Los resultados están a la vista: cincuenta años de reconstrucción nacional han modificado la fisonomía nacional.

Pero —siempre hay peros— el país se encuentra angustiosamente caminando a toda marcha, casi corriendo, de ahí que se diga que nuestra historia se hace a saltos, llevando sobre las espaldas las crecientes demandas populares sin lograr satisfacerlas jamás.

A ratos parece una máquina fatigada o atrapada en sus propias hélices; pero sobre fabricar sus remedios aplazados y acude a las utopías o soluciones imposibles tan a gusto de nuestra conciencia mágica.

(Dentro de la línea del Renacimiento histórico, las utopías plantearon la solución de la convivencia ideal de los hombres. Tomás Moro y en cierto modo también Platón en la antigüedad clásica, consideraron a la propiedad privada como la raíz de todos los males. Más tarde Proudhon afirmará que la propiedad privada es un robo. Es curioso advertir cómo el actual socialismo humanista tiene sus fuentes en aquellas concepciones casi irrealizables cuyo planteamiento peca de novelesco).

La Revolución también creó sus mitos y las prohibiciones alcanzaron rango de “tabúes”. El ejido, por ejemplo, fue impuesto en todos los lugares cuando solamente podía funcionar en los grupos aborígenes que se rigen bajo la generosa relación de la conciencia colectiva; también se defiende la democracia, aunque debido al analfabetismo hay necesidad de convertirla en peligrosa “democracia dirigida” y la intención de ofrecer todo al pueblo, sin exigirle nada a cambio ha llegado al extremo pernicioso de ofrecer educación superior a quienes carecen de aptitudes, hecho realmente perturbador (Pedagogía superior, Larroyo). Se tiene miedo, pánico, a optar por el pago de cuotas a quienes tienen capacidad económica, aunque se exige donación de sangre en los centros asistenciales, lo cual es absurdo.

Los estudios más objetivos sobre la realidad social advierten esta tarea de unificación: pues vivimos un momento en que se “necesita canalizar la presión popular, unificando al país, para la continuidad y aceleración de su desarrollo y, dejar que hablen y se organicen las voces disidentes para el juego democrático y la solución pacífica de los conflictos”. (Pablo González Casanova: La democracia en México.)

 

Carencia de ideología

Existe la preocupación nacional de echar a andar al país. ¿Con qué objeto? Para unificar su desarrollo.

En cierto modo, los cincuenta años de reconstrucción nacional se desenvuelven casi deslumbradoramente bajo las instituciones nuevas que crea la Revolución, pero el desenvolvimiento ha llegado a la encrucijada, porque no pueden seguirse resolviendo problemas con una visión de hace cincuenta años. ¿Hay respuesta o reacción ante una situación de cambio? Indudablemente. Pero debido a la falta de unificación, las respuestas de los grupos también son diversas y heterogéneas.

Es conveniente advertir estas reacciones en cuatro grupos característicos.

  1. Los grupos aborígenes, en lento proceso de aculturación, presentan su resistencia habitual. La Revolución reivindica la cultura antigua y adquiere así su dimensión más propia. “Lo único que faltaba para integrar la unidad armónica de una cultura nacional, era principiar a realizar un programa incipiente de arte propio” (Alberto T. Arai: Valoración de las artes plásticas en México). Pero estos grupos parecen ajenos a ello. Su lealtad a las causas populares, ya que han ocupado las avanzadas en las luchas populares, no ha recibido a cambio ningún beneficio, de ahí la justificación de su resistencia. Pero es un grupo dúctil que puede ser fácilmente manejado.
  2. Las mexicanas representan una fuerza nueva y una presencia novedosa. Comienzan a participar con un entusiasmo generoso. Sus virtudes mejores, no precisamente la alabada abnegación que sólo ha sido instrumento para humillarlas, comienza también a propiciar un cambio. Su capacidad de trabajo, su honradez, su inclinación por lo minucioso, le permiten desempeñar cada día nuevas tareas. Son factores valiosos de cambio.
  3. La Iglesia como institución presenta también una forma audaz de transformación. La vuelta a la pureza evangélica, el “estar de parte de” aquellos que necesitan pan y justicia ha dado un nuevo rostro a una Iglesia que comenzó por escandalizar y ha acabado por convencer a los mejores, al despojarse de la hojarasca seca.
    La desacralización y el nuevo Concilio Vaticano II han logrado en poco tiempo recobrar una tarea que fue casi inútil durante muchos siglos. “El Evangelio es un Evangelio de amor. El amor exige la justicia” (Enrique Maza: Nuevo rostro de la Compañía de Jesús).
  4. Los jóvenes han rasgado los velos del templo. La apertura puede ser a la larga benéfica, hoy la acción iconoclasta en todos los órdenes de la vida tiene que lamentar la propia destrucción de los detractores.
    Tengo para mí una impresión dolorosa, como si estuviera frente a una juventud desencantada. Ellos, ellas, han apurado muy pronto la vida y en el apresuramiento el gusto de la delectación. Por otro lado los elementos corrosivos que manejan —violencia, droga, sexo, libertad irrestricta, ajenos a la piedad— parece que han erosionado su rostro habiendo perdido en la confrontación, la jubilosa alegría y el idealismo casto.
    Dispuestos a romper lo “establecido” tienen franco horror a lo ceremonioso, entre nosotros, casi sagrado. ¿Son necesarios los ritos familiares? se pregunta. (Nichel Saltiel en Educación y Juventud.) En la cuestión de cambio, ellos son fuerzas de presión agresiva.
  5. Finalmente está el grupo formado a raíz de las grandes mutaciones sociales. Es una nueva presencia, ciertamente perturbadora que demanda cuidados. A partir de 1914 ocurrieron en el país grandes desplazamientos familiares, generalmente buscando protección en las ciudades. Otra inmigración ya continua sobrevino después en busca de trabajo por las desoladas condiciones en que se había quedado el campo después de las luchas. Estos grupos han tenido una explosión demográfica de tal magnitud que ha nacido otra social, intermedia, cuya característica fundamental es el desarraigo.

No encuentran asideros ni en la ciudad ni en el campo; tampoco en la clase media y menos en la tradicional. No sienten amor por la patria chica que abandonaron ni por la nueva donde viven. Pero son audaces, intuitivos, y escalan con agresividad diversos estratos sociales exigiendo —generalmente de mala manera— todos los derechos que deben otorgarse al pueblo (el pueblo son ellos) y sin cumplir con ninguno de los deberes.

No es un fenómeno nuevo en nuestra integración social.

Durante el siglo XVII nació la clase mestiza que por no reconocer a unos y a otros, se desenvolvió en la vida aventurera, en la audacia y la insolencia. Ante esos grupos, la Iglesia como una madre protectora, dedicó cuidados y enseñanzas, les dio fe y conciencia y poco a poco formaron una clase nueva.

Lo mismo ha pasado ahora. Estos grupos, que Prieto llamaba “Léperos” irritaban a Altamirano y preocuparon a Mora, forman grupos compulsivos, elementos de presión y fuerza, a veces insolentes, que no reconocen autoridad alguna y al exigir estudios superiores se convierten en profesionales deshonestos, verdaderos asaltantes de las instituciones y la vida moral del país. Como el cambio social siempre Ies favorece, serán los grupos más maleables y peligrosos.

Ahora bien, ¿por qué razones puede causar tan grave temor una situación de cambio en nuestro país?

En primer lugar por la presencia de estos grupos cuya reacción no es previsible, en segundo término porque no parece que hayamos encontrado una ideología que logre levantar al país de la confusión en que se halla.

¿Quién tiene la respuesta?

La educación nacional.

 

NO PUEDE HABER UNIFICACIÓN NACIONAL SIN IDEOLOGÍA

Lentamente llegamos a descubrir cuáles fueron los motivos de preocupación de nuestros grandes hombres. Hemos dicho que en el fenómeno de la reconstrucción nacional, la puesta en marcha parece un acto mesiánico de pueblo y gobernantes. Este movimiento buscaba la unificación, pero ésta no puede lograrse sin una ideología. Y la ideología se da en el hogar y la escuela. Ellas son las instituciones formadoras del ser humano.

Antes la tarea la tomó la Iglesia, ahora la tiene el Estado y, desgraciadamente, la Educación está en crisis por falta de una rotunda y definitiva ideología del Estado.

En principio, carecemos de una doctrina magnética en materia educativa que impulse definitivamente la educación como acaeció en otros tiempos.

Viejo el positivismo, empolvados los ideales de la Revolución por repetición demagógica que urge restaurar o renovar, inocua y blanda la doctrina democrática y atacado el humanismo por una tecnología prepotente, el joven intuye que algo le falta. Hemos caído en un utilitarismo nefasto, dando instrucción solamente para ganar dinero.

Si no fuéramos tan ciegos podríamos tomar experiencias de otros países que han llegado a la recta final en estos campos y han creado solamente generaciones de jóvenes vacíos, irritados, rebeldes o frustrados —y no es letanía de adjetivos sino realidades graves— que ya no admiten como valiosa esa finalidad.

Conviene convocar a pensadores, filósofos, pedagogos y gente de pensamiento para reflexionar sobre la carencia de esta ideología nacional que deja sin brújulas e ideales a las tareas múltiples de la vida mexicana.

Esta necesidad de doctrina es la que puede originar mayores males que los que ha causado ya en las mentalidades jóvenes. Y urge hacer algo pronto.

Marginalmente cabe comentar la tradición histórica de la conciencia educativa mexicana como un punto recurrente de preocupación. Está presente en la época Colonial, se fortalece con los Humanistas del XVII y se acentúa en los ideólogos del XIX. Unos ejercieron eventualmente el magisterio, en otros la docencia fue su norma de vida. Basta citar algunos nombres en diferentes épocas: los misioneros como Andrés de Olmos, Bernardino de Sahagún, Martín de Valencia, Motolinía, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga entre otros, el Padre José María Mora y muchos historiadores. Hay también caudillos como Miguel Hidalgo; ideólogos como Ignacio Ramírez, periodistas como Altamirano, novelistas como Fernández de Lizardi y en los últimos años, muchos de los más brillantes talentos han sido maestros, entre ellos, el ministro Justo Sierra, los pensadores Antonio Caso, José Vasconcelos, Samuel Ramos, Leopoldo Ramos, Emilio Uranga, Leopoldo Zea. Indudablemente los escritores Alfonso Reyes, Silva Herzog, Agustín Yáñez, Torres Bodet, Alberto María Carreño, Andrés Iduarte, Carlos González Peña, Ángel María Garibay, Antonio Castro Leal, Alfonso Junco; los investigadores Ángel María Garibay, Silvio Zavala. Ellos, desde María Enriqueta y sus libros de texto, hasta Rosario Castellanos y Emma Godoy. También los poetas: López Ve- larde, Villaurrutia, Octavio Paz. Y ensayistas como José Luis Martínez. Hay también presidentes como Benito Juárez en la centuria anterior y los pintores hacen también obra educativa con sus murales, Siqueiros y la preocupación humana; Rivera y la cultura ancestral, Orozco pinta en el Hospicio Cabañas, la noble cabeza de un maestro junto al fuego creador.

La falta de una ideología convincente se siente desde la Escuela Primaria y en la Educación Superior provoca grandes fallas.

Por ejemplo, todo el mundo comenta la llamada fuga de cerebros, lo cual es solamente un resultado de la falta de conciencia nacional.

Padecemos nosotros una doble evasión además de un bracerismo intelectual.

Cada uno de los pequeños poblados del país prepara con grandes sacrificios a sus muchachos, pronto éstos emigran a las grandes universidades y jamás vuelven. A su vez, las universidades mexicanas se ven materialmente despojadas de los profesionales que han formado también con gran sacrificio. Estos acuden a especializarse en el extranjero y muchos no regresan: otras naciones disfrutan de la preparación que México costeó.

Algo poco comentado es el bracerismo intelectual —aunque el término es un tanto absurdo— y consiste en el servicio que prestan nuestros profesionales en el extranjero realizando tareas calificadas por ínfimos sueldos; rara vez tienen acceso a investigaciones nuevas y solamente ejecutan tareas de rutina. Mientras México no fije claramente sus fines, forme la conciencia crítica de la ciudadanía y descubra su propia doctrina, seguiremos como un gran barco a la deriva.

Un país sin doctrina es un pueblo sin conciencia y sin alma.

Y no nos llamemos a escándalo después, si no hemos tenido el talento de pensar “antes”.

 

 

Mendieta, Ángeles. «Un Gran Barco a la Deriva: Carecemos de ideología». HUMANITAS [Anuario del Centro de Estudios Humanísticos] n.º 14, 1973, pp. 882-9, UANL.