2025 Feb 23 No lo mismo. Carlos Carranza.
Bajo la etiqueta de la libertad de expresión se puede maquillar el autoritarismo que abreva en las aguas de quienes saben que pueden influir en los medios de comunicación.
Durante los últimos días de esta semana que culmina, se presentaron diferentes escenas de uno más de los nuevos capítulos tragicómicos protagonizados por el oficialismo y sus múltiples rostros. Quizá podría ser considerado como un simple y gracioso guiño del destino que se olvidaría con facilidad, una constante apuesta de la cortesilla política –sin importar bandera, colores o principios éticos intercambiables–. Sin embargo, lo ocurrido durante estos días ha puesto en la mesa discusión uno de los temas más importantes que definen la dimensión democrática de una sociedad: la libertad de expresión.
Como sociedad pocas veces nos enfrentamos a nuestros propios demonios y al espejo del disimulo cuando se habla de este eje primordial en nuestra definición de la libertad. Por ello no resulta extraño que haya quien se aprovecha de sus frágiles límites con conocimiento y buen cálculo, al dejar de considerar que esa libertad también parte de apreciar el valor e importancia de quienes conforman a una sociedad que también tienen plena posibilidad de ejercer su propio derecho. Además, cuando ese sesgo tiene su origen y se estructura como un mecanismo de comunicación que parte desde el poder en turno, la ambigüedad adquiere otra relevancia pues, bajo la etiqueta de esa primordial libertad, se puede maquillar el autoritarismo y la arbitrariedad que abreva en las aguas de quienes saben que pueden influir en los medios de comunicación, en sus incuestionables seguidores y, por supuesto, en el sistema de justicia que, en teoría, debería ser el garante de salvaguardar el fundamento de este rostro de la libertad y democracia. Y la historia nos brinda ejemplos muy claros que nos explican todos los dislates que ocurren cuando un gobierno y sus insignes coros propagandísticos se consideran los únicos que pueden ejercer la libertad de expresión según sus propios parámetros, constituyéndose como inopinados jueces ungidos por un sacro destino y una supuesta popularidad.
Así, quizá en automático, llegan a nuestra memoria aquellos momentos en los que, desde la tribuna situada en los patios del Palacio Nacional –y que se convirtió en el eje gravitacional de la cortesilla política–, el titular del Poder Ejecutivo, bajo el argumento de su pleno derecho a ejercer su derecho de expresión, realizó diferentes ataques y asedios a quienes consideraba sus “enemigos”. O, en otros casos, lanzando juicios y sentencias de situaciones que muy pocas veces sustentó con pruebas que validaran sus propios dichos. En efecto, se podría concluir que éste fue un mecanismo convertido en estilo para quienes formaban parte de su corifeo. Claro, dicha posibilidad existe cuando se cree que el manto protector del poder es eterno e incuestionable desde esa pretendida superioridad moral de quien coloca la línea divisoria en la maniquea percepción de la realidad –a la que, lamentablemente, nos hemos acostumbrado durante los últimos años–.
Por ello, resulta tragicómico y un tanto absurdo percatarse de la simpleza con la que el oficialismo pretende ondear la bandera de la libertad de expresión cuando le viene muy bien a su causa. Y mira hacia otro lado cuando sus propias acciones hablan de la abismal incongruencia que protagonizan: basta con echar una breve mirada a los cambios y ajustes en los canales como el 22 y el 11, que, desde el sexenio anterior, se han convertido en plataformas propagandísticas del Estado. Ésa es la “libertad de expresión” que les gusta y promueven, no la que plantee cuestionamientos al régimen y, mucho menos, la que profundice las grietas de la irracionalidad que se respira en el oficialismo. Vaya que sus apuestas recuerdan a la televisión de aquel priismo que dominaba el panorama durante la década de los 70 del siglo pasado: por ejemplo, mientras sea un chiste que haga escarnio de los opositores, se celebra; pero si el mismo recurso proviene de la acera de enfrente, se señala como una falta de respeto y todas las posibles faltas posibles. Vaya que el puritanismo ideológico es un péndulo que va de la seriedad dogmática al humor involuntario.
Por cierto, interesante será la manera en la que se desarrolle el caso de los llamados periodistas del oficialismo que han sido demandados por Ricardo Salinas, quienes, por supuesto, pretenden argumentar todas sus acciones bajo el pretexto de la libertad de expresión. Claro, siguiendo el estilo y mecanismo validado durante el sexenio pasado, en los que se pasaba por alto que toda palabra, discurso y afirmación se fundamenta en la responsabilidad y la verdad.
Allí, está la discusión que, seguramente, nos ocupará todo un sexenio, mientras el asesinato y la desaparición de periodistas que han señalado al poder son una desgracia a la que no se le ha dado ningún tipo de respuesta. La violencia sí que camina con libertad en nuestro país.
Tomado de: Excélsior