2025 Feb 13 y 27 Cisma en la cima I y II. Ilán Semo.
Es muy probable que las empresas que hoy producen acero y aluminio en México no logren absorber, sin mayores dificultades, los incrementos de precios inducidos por los nuevos aranceles decretados por Donald Trump. Para ello cuentan tan sólo –debido a los ínfimos salarios que pagan– con un margen de utilidades que hasta hoy era holgado. Sin embargo, si las exportaciones de México y Canadá no son eximidas de esta medida, el principio general del T-MEC –el acuerdo para la libre circulación de bienes, productos y capitales– quedará puesto severamente en duda. Siempre resulta útil recordar una advertencia de Henry Kissinger al respecto: Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso; pero ser su amigo es fatal.
Las críticas al giro proteccionista de Washington retornan siempre al mismo argumento: los verdaderos afectados serán los consumidores y, con ello, la economía estadunidense en general. En rigor, se trata de una verdad a medias; la otra mitad en cambio, la no dicha, anticipa acaso el fenómeno opuesto. Decretar aranceles sostenidos a ciertos productos –como acero y aluminio– difícilmente traerá de regreso a empresas que se marcharon, pero (bajo ciertas circunstancias) puede propiciar una demanda interna que estimule la expansión de la industria y del empleo locales. Carlos Slim lo explicó con bastante claridad en días pasados. En las últimas tres décadas, en EU sólo se (re)invirtió 20 por ciento del capital activo en la industria, mientras que en China e India esta cifra alcanzó frecuentemente 50 por ciento. A lo cual cabe agregar otro dato esencial: en ese lapso el salario promedio en la unión perdió 40 por ciento de su valor real, mientras las utilidades bursátiles aumentaron ¡420 por ciento! ¿Cómo explicar esta abismal distancia?
Para mi gusto, la única teoría sensata que logra dar cuenta de la dimensión de esta brecha fue redactada, hace más de un siglo, por Rosa Luxemburgo bajo la noción de la acumulación ampliada de segundo orden (y después perfeccionada por sus seguidores). Existe un mecanismo a través del cual es posible evitar la tendencia a la caída de la tasa de ganancia: trasladar a otros mercados no mercancías sino empresas enteras, siempre y cuando los dividendos regresen a casa para ser invertidos en la ampliación del mercado laboral. No hay que olvidar que los males más radicales que afectan a la valorización del capital provienen no de la escasez, sino de la peculiar forma en que multiplica la abundancia. La metáfora que mejor describe esta contradicción no es la sequía sino el diluvio.
Lo cierto es que, si 18 millones de empleos emigraron de EU, se crearon 21 millones nuevos en empresas tecnológicas y de servicios. Sin embargo, se trata de empleos relativamente mal pagados, cuyo consumo debe centrarse en mercancías baratas provenientes de las importaciones. A diferencia de lo que sucedió con el fordismo en los años 20 (la presión ejercida por empresarios para mantener salarios de alto nivel), a partir de la década de 1990, la tasa de ganancia vuelve a descender abruptamente –algo así como la criptonita del metabolismo del capital–. La pregunta es si este fenómeno tiene un origen interno o externo.
En los 90, la Fed impuso a Japón (cuando estaba a punto de igualar el PIB estadunidense) que las utilidades de sus industrias fueran despositadas en dólares a mediano plazo en Wall Street. Las corporaciones japonesas nunca se recuperaron del golpe; su economía, cuantiosa de por sí, lleva tres décadas estancada. La guerra de Ucrania (el aumento de los precios de la energía) acaba de descarrilar a Europa; hoy atraviesa un proceso de desindustrialización. Y China (por sí sola) no representa todavía un desafío sustancial –su potencial poder es magnificado día a día de manera mediática para encarnar, como alguna vez en el caso de la URSS, la figura del enemigo número uno–. Así es que el origen de la discronía estadunidense no es externo, sino esencialmente interno. Y parece ser bastante grave.
En Finance capitalism versus industrial capitalism (2021), Michel Hudson adelanta una hipótesis sugerente: desde la crisis de 2009, la franja financiera de la economía estadunidense ha estado parasitando a su basamento industrial. La razón es sencilla y compleja a la vez: Wall Street ha devenido (demasiado) global, la industria es local. La diferencia es que la banca vive hoy de una renta plus que provee el hecho de que todas las transacciones del mundo se realizan en dólares, mientras la industria tiene que competir con salarios tan bajos como los de México o Bangladesh. No es casual que Wall Street Journal, la voz casi oficial de la esfera financiera, sea el enemigo más acérrimo de lo que el mismo periódico definió como la “política más idiota en la historia de EU (los aranceles de Trump), al cual no ha dejado de tildar (con toda razón) como un engendro neofascista. Por su parte el hipernacionalismo del antiguo agente de bienes raíces coincide con las necesidades de relanzar la lógica industrial.
Para Hudson, el choque entre estas dos fuerzas está resultando devastador y puede devenir una guerra que termine en el colapso de la gobernabilidad del país entero.
¿Qué puede hacer la sociedad mexicana frente a este explosivo panorama? Paradójicamente, puede hacer mucho para sí misma, siempre y cuando la administración de Morena adopte las medidas adecuadas.
Cisma en la cima
Ilán Semo /II
Febrero 27 de 2025
Los caminos de la memoria son inescrutables. Si algo escapa en la vida cotidiana a cualquier intento de definir lo que hace a un acontecimiento más relevante que otro, a una crisis más severa que otra, sabemos de antemano que la historia no acepta consignas calculables ni remisiones a domicilio. El tiempo presente no es más que ese lapso en que lo sensato reside exclusivamente en admitir que lo único predecible son los avatares de la incertidumbre. Ese momento en que todo umbral se reduce a una condición de posibilidad y el plano innumerable de las percepciones engaña a la mente.
Es probable que la semana pasada sintetice una de las inflexiones en la escena global más inesperadas e insólitas de la última década y media. ¿O alguien podía haber imaginado que la representante de EU en la ONU votaría junto con Rusia y China, frente a la mirada estupefacta de los delegados europeos, un acuerdo convocando a iniciar las negociaciones de paz en Ucrania? Para asombro de todos, el texto del acuerdo reduce la percepción de una guerra de tres años a la calidad de mero conflicto.
¿Cómo explicar el súbito giro de la política estadunidense que da la espalda a una alianza cifrada en la OTAN –como mecanismo de despliegue unipolar– para sentarse a negociar con Rusia en la soledad de Riad no sólo el destino de Ucrania, sino probablemente, el tablero de un ajedrez que hace tabula rasa de tres décadas de un Occidente unificado?
Ocho días que estremecieron al mundo es el título de un editorial publicado por el periódico El Siglo . Una imagen acaso excesiva para describir el crepúsculo de una época que se desvanece ante nuestra mirada. Pero sin duda se trata de un giro de 180 grados. La historia comienza con la desintegración de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia (antigua alianza militar de los países del este de Europa) en 1991. Le siguió la creación del euro como moneda viviente de una unificación (que hoy sabemos forzada) y la consolidación de la OTAN bajo hegemonía estadunidense.
En 1999, ingresan a la alianza militar Polonia, Hungría y la República Checa. El argumento era que requerían protección frente a la amenaza que representaba Moscú. Un argumento que en la época resultaba simplemente absurdo. Cerca del año 2000, Rusia atravesaba por una implosión política, social y económica. Varias guerras intestinas mermaban sus fuerzas. Había semanas en que el gobierno central era incapaz de pagar salarios a sus empleados. La pregunta en aquel entonces consistía en si Rusia podría sobrevivir a sus dilemas.
Entre 2002 y 2017 la OTAN engulló prácticamente a otros 14 países del este europeo; entre ellos Montenegro, que no cumplía con ninguno de los requisitos requeridos por Bruselas para su ingreso. A los generales europeos –y menos a los estadunidenses– los tenía sin cuenta. La OTAN funcionaba ya como un dispositivo de expansión europea de Washington. Dispositivo que sería empleado en las guerras de Irak, Libia y Afganistán. Como resultaría evidente, años después, su cometido central sería vulnerar y, de ser posible, desangrar a Rusia.
En 2014 la CIA y la franja ultra de la oligarquía ucrania promovieron un golpe de Estado en Kiev. El propósito fue siempre evidente: enterrar la opción de la neutralidad de Ucrania. De ahí en adelante toda la política de EU se empeñaría en promover la promesa de su afiliación a la OTAN. Desde 2015 en adelante, Putin advirtió los límites de la expansión de la alianza atlántica: Ucrania y Georgia representaban, para Moscú, una zona de su seguridad nacional. Washington desoyó la advertencia y apoyó el ascenso de una fuerza rusófoba. Zelensky sería su dócil instrumento. En unos cuantos meses, se prohibió la lengua rusa, se ilegalizaron los partidos políticos que apoyaban la neutralidad y se iniciaron los pogromos contra las regiones del este ucranio. Washington parecía convencido de que una guerra local debilitaría a Rusia. Y un cúmulo suficiente de sanciones económicas (al final se le impusieron 24 mil) enterraría su economía.
Pero la historia da sorpresas. Después de tres años de guerra, los saldos se invirtieron con una precisión casi aritmética. Ucrania perdió 8 millones de habitantes, 25 por ciento de su territorio, la parte fundamental de su infraestructura y su economía. El ejército, que resistió asombrosamente la invasión rusa, resultó incapaz de doblegarla. Por su parte, Moscú sorteó la campaña contra su economía apoyado por China e India.
En 2025, lo último que se puede permitir Washington es un Afganistán en el centro de Europa. Lo insólito es, sin embargo, la sed de guerra de los gobiernos europeos, una sed que inhabilitaba cualquier opción de negociación. Y llegó finalmente el 24 de febrero. El día en que EU dio la espalda a la ineptitud política, diplomática y militar de Europa.
En Riad se encontraron los negociadores de Washington y Moscú sin la presencia de Ucrania, ni de los gobiernos correspondientes de la OTAN. Como dijo un secretario de Estado del gabinete de Biden: en geopolítica quien no está invitado a la mesa, forma parte del menú. De facto, Rusia ha ganado la guerra; falta ver si es capaz de ganar la paz. Sólo el pragmatismo de Washington ha sabido reconocerlo.
Imposible prever el destino de las negociaciones. Lo cierto es que la escena global está hoy definida por tres grandes potencias. Y la Unión Europea no es una de ellas.
Tomado de: La Jornada