1971 La agresividad en la sociedad industrial avanzada. Herbert Marcuse.
Me propongo aquí considerar las tensiones y conflictos existentes en la denominada «sociedad opulenta», frase acuñada para definir (correcta o equivocadamente) a la sociedad americana contemporánea. Sus características principales son:
1 .—Una abundante capacidad industrial y técnica, que es empleada en gran parte para la producción y distribución de artículos de lujo, gadgets, derroche, obsolescencia planificada, equipamiento militar o paramilitar; en resumen, en lo que economistas y sociólogos solían denominar bienes y servicios «improductivos»;
2 .—Un nivel de vida en aumento, que alcanza también a capas de la población anteriormente subprivilegiadas;
3 .—Un alto grado de concentración del poder económico y político, combinado con un alto grado de organización e intervención del gobierno en la economía;
4 .—Investigación científica y pseudocientífica; control y manipulación de la conducta individual y de grupo, tanto en el trabajo como en el ocio (incluyendo el comportamiento de la psique, del espíritu, del inconsciente y del subconsciente) con fines comerciales y políticos. Todas estas tendencias están interrelacionadas: forman el síndrome que define el normal funcionamiento de la «sociedad opulenta». Mi tarea aquí no es demostrar esa interrelación; su existencia me sirve como base sociológica de la tesis que quiero demostrar, esto es, que las tensiones y conflictos soportados por el individuo en la sociedad opulenta están basadas en el funcionamiento normal de esa sociedad (¡y del individuo!) más que en sus alteraciones y enfermedades.
«Funcionamiento normal»; creo que la definición no presenta dificultades para el médico. El organismo funciona con regularidad si funciona sin alteraciones, de acuerdo con la estructura biológica del cuerpo humano. Las facultades y capacidades humanas varían desde luego mucho entre los miembros de la especie, y la misma especie ha cambiado mucho en el curso de su historia; pero esos cambios se han producido a partir de una base biológica y psicológica que se ha mantenido generalmente constante. Ciertamente, el médico, al hacer su diagnóstico y proponer el tratamiento, tendrá en cuenta el medio ambiente, la educación y el trabajo del paciente; esos factores pueden delimitar la extensión en la que puede ser definido y realizado ese funcionamiento normal, o incluso pueden hacer imposible esa realización; pero en cuanto criterio y objetivo, la normalidad sigue siendo un concepto claro y significativo. Como tal, equivale a salud, y las diversas desviaciones de la salud corresponden a diversos grados de enfermedad.
La posición del psiquiatra parece ser muy diferente. A primera vista, la normalidad podría definirse con los mismos perfiles usados por el médico. El funcionamiento normal de la mente (la psique y lo psicosomático) es lo que capacita al individuo para actuar, para funcionar de acuerdo con su posición como niño, adolescente o padre, como soltero o casado, de acuerdo con su trabajo, profesión y status. Sin embargo, esa definición contiene factores de una dimensión absolutamente nueva, es decir, la de sociedad; y la sociedad es un factor de normalidad en un aspecto mucho más esencial que de su influencia externa, tanto que «lo normal» parece ser una condición más social e institucional que individual. Probablemente no sería difícil ponerse de acuerdo respecto al funcionamiento normal del aparato digestivo, los pulmones y el corazón; pero ¿cuál es el funcionamiento regular de la mente en el acto amoroso, en otras relaciones interpersonales, en el trabajo y en el ocio, en una reunión de un Consejo de Administración, en el campo de golf, en los barrios bajos, en prisión, en el ejército? Mientras que el funcionamiento normal del aparato digestivo o de los pulmones es probable que sea el mismo en el caso de un director-gerente sano y de un trabajador sano, no lo será para sus mentes. De hecho, uno resultaría muy anormal si pensase, sintiese y actuase habitualmente como el otro. Y ¿qué significa un acto amoroso «normal», una familia «normal», una ocupación «normal»?
El psiquiatra podría actuar como médico general y dirigir la terapia para conseguir que el paciente funcionara dentro de su familia, en su trabajo, o en su entorno, intentando al mismo tiempo influir e incluso cambiar los factores ambientales tanto como esté en su mano. Los límites se harán en seguida evidentes si las tensiones y conflictos mentales del paciente son originadas, por ejemplo, no sólo por ciertas condiciones desfavorables de su trabajo, de su barrio o de su status social, sino también por la naturaleza misma de su trabajo, de la vecindad, del mismo status social en sus condiciones normales. Intentar, por tanto, hacerle normal para vivir esa condición significaría esas tensiones y conflictos; o para decirlo más crudamente, capacitarle para ser un enfermo, para que viva su enfermedad como salud, sin que sea consciente de que está enfermo precisamente cuando se considera a sí mismo y es considerado por los demás como sano y normal. Sucedería esto en el caso de que su trabajo fuese, por su misma naturaleza, abrumador, embrutecedor e inútil (por más que éste se hallara bien pagado y sea «socialmente» necesario), o si la persona perteneciese a un grupo minoritario subprivilegiado en la sociedad establecida, tradicionalmente pobre y dedicado principalmente a trabajos físicos, serviles y «sucios». Pero también puede ser ése el caso (en formas muy diferentes) en el otro extremo de la escala, entre los magnates de los negocios y la política, donde una labor provechosa y eficiente exige (y reproduce) cualidades de crueldad, indiferencia moral y agresividad persistentes. En tales casos, el funcionamiento «normal» equivaldría a una distorsión y mutilación del ser humano, por muy modestamente que pueda uno definir las cualidades de un ser humano. The Sane Society, de Erich Fromm, trata no de la sociedad existente, sino de otra futura, infiriendo que la sociedad existente no es sana, sino enferma. El individuo que funciona normal, adecuada y saludablemente como ciudadano de una sociedad enferma ¿no es un enfermo? Y una sociedad enferma ¿no exigirá un concepto antagónico de salud mental, un metaconcepto que distinga (y preserve) las cualidades mentales declaradas tabú, reprimidas o distorsionadas por la «salud» predominante en la sociedad enferma? (Por ejemplo, salud mental equiparada a la capacidad para vivir como contestario, para llevar una vida inadaptada.)
Como definición provisional de «sociedad enferma», podemos decir que una sociedad está enferma cuando sus instituciones y relaciones básicas, su estructura, son tales que no permiten la utilización de los recursos materiales e intelectuales disponibles para el óptimo desarrollo y satisfacción de las necesidades individuales. Cuanto mayor es la discrepancia entre las condiciones humanas potenciales y las reales, mayor es la exigencia social de lo que yo denomino super-represión, esto es, la represión exigida no por el desarrollo y preservación de la civilización sino por los intereses creados que tratan de mantener una sociedad establecida. Tal super-represión añade (por encima, o más bien por debajo, de los conflictos sociales) nuevas tensiones y conflictos en los individuos. Manipulados comúnmente por el funcionamiento normal del proceso social, que asegura la adaptación y la sumisión (miedo a perder el trabajo o el status, ostracismo, etc.), no se necesitan especiales medidas coercitivas respecto a la mente. Pero en la sociedad opulenta contemporánea, la discrepancia entre las formas de existencia establecidas y las posibilidades reales de libertad humana es tan grande que, a fin de prevenir un estallido, la sociedad tiene que asegurar una coordinación mental de los individuos más efectiva: tanto en sus dimensiones inconscientes como en las conscientes, la psique es sometida a una manipulación y control sistemáticos.
Cuando hablo de super-represión «exigida» para el mantenimiento de una sociedad o de la necesidad de una manipulación y control sistemáticos, no me refiero a necesidades sociales experimentadas individualmente o a medidas políticas tomadas conscientemente: pueden ser experimentadas o adoptadas, o pueden no serlo. Hablo más bien de tendencias, fuerzas que pueden ser localizadas por el análisis de la sociedad en cuestión y que terminan por imponerse incluso si los artífices de la política no son conscientes de ellas. Ponen de manifiesto las exigencias del aparato de producción, distribución y consumo: exigencias económicas, técnicas, políticas y mentales que tienen que cumplirse para asegurar el funcionamiento continuado del aparato del que depende la población, y el funcionamiento continuado del sistema de relaciones sociales derivado de la organización de este aparato. Esas tendencias objetivas llegan a hacerse evidentes en el rumbo de la economía, en el cambio tecnológico, en la política interior y exterior de una nación o grupo de naciones, y originan fines y objetivos comunes y supraindividuales en las diversas clases sociales, grupos de presión y partidos. Bajo las condiciones normales de cohesión social, las tendencias objetivas superan o asimilan los objetivos e intereses individuales sin hacer saltar a la sociedad; con todo, el interés particular no está determinado únicamente por el interés universal: aquél tiene su esfera de libertad propia y contribuye, de acuerdo con su posición social, a modelar el interés general; pero, a falta de una revolución, las necesidades y objetivos particulares seguirán estando determinados por las tendencias objetivas predominantes. Marx creyó que éstas se afirmarían «a espaldas» de los individuos; en las sociedades avanzadas de hoy, esto sólo es cierto con importantes matizaciones. La ingeniería social, la dirección científica de la empresa y de las relaciones humanas y la manipulación de las necesidades instintivas son puestas en práctica en el nivel donde se elabora la política y evidencian un cierto grado de visión dentro de la ceguera general.
Por lo que se refiere a la manipulación y control sistemáticos de la psique en la sociedad industrial avanzada hay que preguntarse: manipulación y control ¿para qué, y por quién? Además de todas las manipulaciones particulares en interés de ciertos grupos de negocios, medidas políticas o camarillas, el objetivo general propuesto es reconciliar al individuo con el tipo de existencia que su sociedad le impone. A causa del elevado grado de super-represión involucrado en tal reconciliación, se hace necesario realizar una catexis libidinal de la mercancía que el individuo debe comprar (o vender), de los servicios que tiene que utilizar (o realizar), de la diversión que debe disfrutar, de los símbolos de status social que tiene que mantener; es necesario porque la existencia depende de su producción y consumo ininterrumpidos. En otras palabras, las necesidades sociales deben convertirse en necesidades individuales, en necesidades instintivas. Y estas necesidades deben ser estandarizadas, coordinadas y generalizadas en la medida en que la productividad de esa sociedad exige una producción y consumo masivos. Ciertamente, esos controles no implican una conspiración, no están centralizados en una institución o grupo de instituciones (aunque va cobrando impulso la tendencia de la centralización); están esparcidos por toda la sociedad, siendo aplicados por los vecinos, la comunidad, las agrupaciones de compañeros, los medios de comunicación de masas, las grandes sociedades anónimas y (quizá en menor medida) por el gobierno. Pero, posibilidad en realidad por la ciencia, son ejercidos con su ayuda: por las ciencias sociales y del comportamiento, y especialmente por la sociología y la psicología. Como sociología y psicología industrial o, más eufemísticamente, como «ciencia de las relaciones humanas», tales esfuerzos científicos se han convertido en instrumento imprescindible en manos de los poderes que los manejan.
Estas breves observaciones son un índice de la profunda penetración de la sociedad en la psique, hasta el extremo de que la salud mental, la normalidad, no es la del individuo, sino la de su sociedad. Tal armonía entre el individuo y la sociedad sería muy deseable si ésta ofreciese a dicho individuo las condiciones para su desarrollo como ser humano, de acuerdo con las posibilidades disponibles de libertad, paz y felicidad (lo que está en consonancia con la posible liberación de sus instintos de vida), pero resulta muy destructiva para el individuo si no prevalecen esas condiciones. En este caso, el individuo sano y normal es un ser humano equipado con todas las cualidades que le capacitan en su sociedad para la convivencia con los demás; y esas mismas cualidades son las marcas de represión, marcas de un ser humano mutilado, que colabora en su propia represión, en la contención de la libertad potencial individual y social, en la expansión de la agresividad. Y esta situación no puede resolverse dentro del armazón de una psicología y terapéutica individuales, y ni siquiera dentro de la estructura de una psicología; la solución sólo puede entreverse en el plano político: en la lucha contra la sociedad. Ciertamente, la terapia podría poner de manifiesto esa situación y preparar la base mental para una lucha semejante; pero entonces la psiquiatría resultaría una empresa subversiva.
La pregunta, entonces, es si las tensiones y conflictos en la sociedad americana contemporánea, en la sociedad opulenta, no son una prueba del predominio de condiciones esencialmente negativas para el desarrollo individual en el sentido antes examinado. O para formular la cuestión en términos más indicativos del enfoque que me propongo dar a la cuestión: ¿vician esas tensiones y conflictos la posibilidad misma de un desarrollo individual «sano» (definida la salud en términos de desarrollo óptimo de las facultades intelectuales y emocionales de cada persona)? La pregunta exige una respuesta afirmativa, esto es: dicha sociedad vicia el desarrollo individual si las tensiones y conflictos predominantes están conectadas con la estructura misma de esa sociedad y si activan en sus miembros necesidades y satisfacciones instintivas que enfrentan a los individuos consigo mismos, de forma que éstos reproducen e intensifican su propia represión.
A primera vista, las tensiones y conflictos en nuestra sociedad parecen ser las características de una sociedad que se desarrolla bajo el impacto de grandes cambios tecnológicos, que inician nuevas formas de trabajo y ocio y afectan así a todas las relacionales sociales, produciendo una alteración completa de los valores. Dado que el trabajo físico tiende a convertirse progresivamente en innecesario e incluso en improductivo, y dado que el trabajo de los empleados también se vuelve cada vez más «automático», y el de los políticos y administradores progresivamente controvertible, el contenido tradicional de la lucha por la existencia se muestra más carente de sentido y de substancia cuanto más se evidencia su inútil necesidad. Pero la alternativa futura, es decir, la posible abolición del trabajo (alienado), se muestra igualmente sin sentido, terrorífica incluso. Y en verdad, si uno considera esta alternativa como el progreso y desarrollo del sistema establecido, entonces la dislocación del contenido de la vida en el tiempo libre toma el aspecto de una pesadilla: autorrealización masiva, diversiones, deporte, en un área progresivamente recortada.
Pero la amenaza del «espantajo de la automatización» es en sí misma ideológica. Por una parte sirve para la perpetuación y reproducción de empleos y puestos de trabajo técnicamente anticuados e innecesarios (el desempleo como condición normal está peor considerado que un trabajo embrutecedoramente rutinario, incluso aunque haya seguro de paro); por otra, justifica y fomenta la educación y formación de directores y organizadores del tiempo libre; es decir, sirve para prolongar y aumentar el control y la manipulación.
Él peligro real para el sistema establecido no es la abolición del trabajo, sino la posibilidad de un trabajo no alienado como fundamento de la reproducción de la sociedad; no que la gente no se sienta ya obligada a trabajar, sino que pueda sentirse impulsada a trabajar por una vida muy diferente y en relaciones muy distintas, que pueda proponerse diferentes fines y valores, que le sea posible vivir con una moralidad muy distinta: tal es la «negación definida» del sistema establecido, la alternativa liberadora. Por ejemplo: el trabajo socialmente necesario puede ser organizado hacia fines tales corno la reconstrucción de ciudades, la nueva localización de los lugares de trabajo (con lo que la gente aprendería de nuevo a andar), la construcción de industrias que produzcan bienes sin obsolescencia programada, despilfarro productivo y escasa calidad, y la sumisión del medio ambiente a las necesidades estéticas vitales del organismo. Sin duda, trasladar esa posibilidad al plano real significaría suprimir el poder de los intereses dominantes que, por su función en la sociedad, se oponen a un desarrollo que reduciría a la empresa privada a un papel menor, que acabaría con la economía de mercado y con la política de preparación, expansión e intervención militar; en otras palabras: un desarrollo que invertiría la tendencia vigente.
Hay muy pocos indicios de un desarrollo tal. Mientras tanto, y con los nuevos medios, terriblemente eficaces y totales, suministrados por el progreso técnico, la población está movilizada física y mentalmente contra esa eventualidad: debe proseguir la lucha por la existencia con medios penosos, costosos y anticuados.
Esta es la contradicción real que se autotraslada desde la estructura social a la estructura mental de los individuos, donde activa y agrava las tendencias destructivas que, de un modo apenas sublimado, se han hecho socialmente útiles para el comportamiento de los individuos, tanto en el plano privado como en el político, y para el comportamiento de la nación como totalidad. La energía destructiva se convierte en energía agresiva socialmente útil, y el comportamiento agresivo impulsa el crecimiento: el crecimiento del poder económico, político y técnico. Exactamente como en la actividad científica contemporánea, en la actividad económica y en la de la nación como totalidad están inextricablemente unidos los logros constructivos y los destructivos, el trabajo para la vida y el trabajo para la muerte, la procreación y el asesinato. Restringir la utilización de la energía nuclear significaría restringir tanto su potencial pacífico como el militar; el mejoramiento y la protección de la vida aparecen como productos derivados del trabajo científico de aniquilación de la vida; restringir la procreación significaría también restringir la mano de obra potencial y el número de posibles consumidores y clientes. Así, la transformación (más o menos sublimada) de la energía destructiva en energía agresiva socialmente útil (y por ello constructiva) es, siguiendo a Freud (en cuya teoría del instinto baso mi interpretación), un proceso normal e indispensable. Forma parte de la misma dinámica por la que la libido, la energía erótica, es sublimada y convertida en socialmente útil. A ambos impulsos opuestos se les hace marchar juntos; y, unidos en esta doble transformación, se convierten en vehículos mentales y orgánicos de la civilización. Por muy estrecha y efectiva que se mantenga su unión, sus cualidades respectivas permanecen inalteradas y contrarias: la agresión activa la destrucción, la cual apunta hacia la muerte, mientras que la libido busca la preservación, protección y perfeccionamiento de la vida. Por consiguiente, la destrucción sirve a la civilización y a los individuos sólo mientras trabaje al servicio de Eros; si la agresión llega a ser más fuerte que su contrapartida erótica, la tendencia se invierte. Por otra parte, en la concepción freudiana, la energía destructiva no puede hacerse más fuerte sin reducir la energía erótica: el equilibrio entre los dos impulsos primarios es cuantitativo; la dinámica instintiva es mecánica, distribuyendo una cantidad predeterminada de energía útil entre los dos antagonistas.
He recapitulado brevemente la concepción de Freud, dado que la utilizaré para examinar el fondo y el carácter de las tensiones predominantes en la sociedad americana. Sugiero que las tensiones provienen de una contradicción básica entre las capacidades de esa sociedad, que podría producir esencialmente nuevas formas de libertad que equivaldrían a una subversión de las instituciones establecidas, por un lado, y, por otro, la utilización represiva de dichas capacidades. La contradicción estalla —y al mismo tiempo es «resuelta», «contenida»— en la agresión omnipresente, predominante en esa sociedad. Su manifestación más evidente (pero de ninguna forma aislada) es la movilización militar y sus efectos sobre el comportamiento mental de los individuos, pero dentro del contexto de esa contradicción básica, la agresividad se nutre en muchas fuentes. Las siguientes parecen ser las principales:
1) La deshumanización del proceso de producción y consumo. El progreso técnico se identifica con la eliminación cada vez mayor de la iniciativa, la afición, gusto y necesidad personales en el abastecimiento de bienes y servicios. Esta tendencia resulta liberadora si los recursos y técnicas disponibles son utilizadas para liberar al individuo del trabajo y entretenimiento que exige la reproducción de las instituciones establecidas, pero son parasitarias, improductivas y deshumanizadoras en términos de las capacidades técnicas e intelectuales existentes. La misma tendencia fomenta a menudo la hostilidad.
2) Las condiciones de aglomeración, estrepitosidad y desprivatización de la sociedad de masas. Como ha dicho Rene Dubos, la necesidad de «tranquilidad, intimidad, independencia, iniciativa y algunos espacios abiertos», no es «un capricho o un lujo, sino que constituye una auténtica necesidad biológica». Su carencia perjudica a la misma estructura instintiva. Freud ha subrayado el carácter «asocial» de Eros; la sociedad de masas ha efectuado una «hipersocialización» ante la que el individuo reacciona «con todo tipo de frustraciones, represiones, agresiones y miedos que se resuelven pronto en auténticas neurosis».
He mencionado la militarización de la sociedad opulenta como la movilización de agresividad social más señalada. Esta movilización llega mucho más allá del reclutamiento de la mano de obra y del reforzamiento de la industria armamentística: su aspecto realmente totalitario se evidencia en los medios de comunicación de masas que alimentan diariamente a la «opinión pública». La brutalización de lenguaje y de la imagen, la presentación del asesinato, el incendio, el envenenamiento y la tortura de quienes son víctimas de las matanzas neocoloniales, se realiza en un estilo natural, objetivo y a veces humorístico, que asocia esos horrores con las hazañas de la delincuencia juvenil, los campeonatos de fútbol, los accidentes, los informes bursátiles y el hombre del tiempo. No se trata ya de la heroización «clásica» del asesinato en favor de intereses nacionales, sino más bien de su reducción al nivel de sucesos y contingencias normales de la vida cotidiana.
La consecuencia es «la habituación psicológica a la guerra», administrada a una población que desconoce la experiencia de una guerra; una población que, en virtud de tal habituación, se familiariza tan fácilmente con las «tasas» de muertes como con las demás «tasas» (tales como las de los negocios, el tráfico o el paro). La gente es condicionada para vivir «con los azares, las brutalidades y las crecientes bajas de la guerra en Vietnam, exactamente igual que aprende uno gradualmente a vivir con los azares cotidianos y las bajas producidas por el tabaco, la polución del aire o el tráfico». Las fotos que aparecen en los diarios y revistas de circulación masiva muestran, a menudo en colores primorosos y brillantes, filas de prisioneros, tumbados o de pie, dispuestos para ser «interrogados»; niños pequeños arrastrados por el suelo tras carros blindados y mujeres mutiladas. Ninguna es nueva («esas cosas siempre pasan en una guerra»), pero es su montaje el que marca la diferencia: su aparición en un programa habitual, junto con los anuncios comerciales, los deportes, la política local y los reportajes de sociedad. Y la brutalidad del poder es, además, normalizada por su extensión al automóvil predilecto: los fabricantes venden un Thunderbird (pájaro de trueno), Fury, Tempest y la industria petrolífera pone «un tigre en su depósito».
Sin embargo, el lenguaje administrado es rígidamente discriminatorio: se reserva un vocabulario específico de odio, resentimiento y difamación para quienes se oponen a las políticas agresivas y para el enemigo. El modelo se repite constantemente. Así, cuando los estudiantes se manifiestan contra la guerra, se trata de una «chusma» instigada por «partidarios barbudos de la libertad sexual», sucios jovenzuelos y «golfos y granujas callejeros» que «vagabundean» por las calles, mientras que las contramanifestaciones no son sino reuniones de ciudadanos. En Vietnam, la «típica violencia criminal comunista» es perpetrada contra «operaciones estratégicas» americanas. Los rojos tienen la impertinencia de lanzar un «ataque solapado» (se supone, al parecer, que han de anunciarlo de antemano y desplegarlo abiertamente); han «eludido una trampa mortal» (al parecer deberían haber caído en ella de buen grado). El Vietcong ataca los cuarteles americanos «en la oscuridad de la noche» y mata muchachos americanos (los americanos sólo atacan, al parecer, a plena luz del día, no turban el sueño del enemigo y no matan muchachos vietnamitas). La matanza de cientos de miles de comunistas (en Indonesia) es definida como «impresionante», pero una «tasa de mortalidad» comparable sufrida por el otro bando difícilmente recibiría el mismo calificativo. Para los chinos, la presencia de las tropas americanas en el Este de Asia es una amenaza a su «ideología»; mientras que la presencia de tropas chinas en América del Sur o Central sería una amenaza real, y no sólo ideológica, para Estados Unidos.
Este vocabulario adulterado funciona de acuerdo con la receta orwelliana de identidad de los contrarios: en boca del enemigo, paz significa guerra y defensa es ataque, mientras que en el lado de los buenos, escalada es limitación y la saturación de bombardeos es un preparativo para la paz. Organizado de esta forma discriminatoria, el vocabulario define a priori al enemigo como malo en su totalidad y en todas sus acciones e intenciones.
Una movilización semejante de agresividad no puede ser explicada por la magnitud de la amenaza comunista: la imagen del enemigo ostensible es inflada al margen de toda proporción con la realidad. Lo que está en juego es más bien la estabilidad y desarrollo continuados de un sistema amenazado por su propia irracionalidad: por la reducida base en que se apoya su prosperidad, por la deshumanización que su despilfarrada y parasitaria opulencia exige.
La misma absurda guerra es parte de esta irracionalidad y, por ello, de la esencia del sistema. Lo que en principio pudo haber sido una intervención menor, un cuasi accidente, una contingencia de la política exterior, se ha convertido en un test para la productividad, capacidad de competencia y prestigio de la colectividad. Los miles de millones de dólares gastados en el esfuerzo de una guerra son un estímulo (o remedio) tanto político como económico: una manera, a lo grande, de absorber parte del excedente económico y mantener a raya a la gente. Una derrota en Vietnam puede muy bien ser la señal para otras guerras de liberación más cerca de casa; y, quizá, hasta para la rebelión en casa.
La utilización social de la agresividad pertenece, sin duda, a la estructura histórica de la civilización y ha constituido un poderoso vehículo de progreso. Ciertamente hay también aquí un grado en el que la cantidad puede transformarse en calidad y subvertir el normal equilibrio entre los dos instintos primarios en favor de la destrucción. Ya mencioné el «espantajo» de la automatización. De hecho, el auténtico espectro para la sociedad opulenta es la posible reducción del trabajo a un nivel en el que el organismo humano no necesite funcionar más como instrumento de trabajo. La simple disminución cuantitativa del esfuerzo laboral humano necesario milita contra el mantenimiento del modo de producción capitalista (como de todos los demás modos de producción explotadores). El sistema reacciona aumentando la producción de bienes y servicios que, o no incrementan en absoluto el consumo individual, o lo incrementan con bienes superfluos; bienes superfluos frente a una pobreza persistente, pero imprescindibles para ocupar una fuerza de trabajo suficiente para reproducir las instituciones económicas y políticas establecidas. En la medida en que este tipo de trabajo aparece como superfluo, absurdo e innecesario, pero necesario para ganarse la vida, la frustración queda enraizada en la misma productividad de esa sociedad y la agresividad se activa; y en la medida en que la sociedad se vuelve agresiva en su misma estructura, la misma estructura mental de sus individuos se ajusta de modo paralelo: el individuo se vuelve a la vez más agresivo y más dócil y sumiso, ya que se somete a una sociedad que, en virtud de su opulencia y poder, satisface sus profundas (y por otra parte enormemente reprimidas) necesidades instintivas. Y esas necesidades instintivas encuentran aparentemente su reflejo libidinal en los representantes del pueblo. Al presidente del Comité de Servicios Armados de los Estados Unidos, senador Russell, de Georgia, le sorprendió este hecho. Estas son las palabras que se le atribuyen:
Algo hay en la preparación de la destrucción que induce a los hombres a ser más irreflexivos para gastarse el dinero en ella que si estuvieran produciendo con propósitos constructivos. ¿A qué se debe esto? No lo sé, pero he observado a lo largo de un período de casi treinta años en el Senado que hay algo en la adquisición de armas con las que matar, devastar, arrasar ciudades y destruir grandes sistemas de transporte que induce a los hombres a no fiarse en el precio con la misma atención con que lo hacen cuando piensan en su propio alojamiento y en el cuidado de la salud de los seres humanos.
He planteado en otra parte la cuestión de cómo puede uno evaluar y comparar históricamente la agresividad predominante en una determinada sociedad. En vez de capitular mi argumentación, prefiero ahora enfocarlo desde los diferentes aspectos y las maneras específicas en que es hoy día liberada y satisfecha de la agresividad.
La más reveladora y la que distingue las nuevas formas de las tradicionales es la que yo llamo agresión y satisfacción tecnológicas. El fenómeno se puede describir rápidamente: el acto de agresión se lleva a cabo físicamente a través de un mecanismo altamente automatizado, mucho más poderoso que el ser humano que lo desencadena, lo mantiene en movimiento y determina su fin o destino. El caso más extremo es el del cohete; el ejemplo más comente, el del automóvil. Esto significa que la energía, el poder activado y consumido es la energía mecánica, eléctrica o nuclear de las «cosas» más que la energía instintiva del ser humano. La agresión es, por así decirlo, transferencia del sujeto al objeto, o, al menos, «mediada» por un objeto, y el blanco destruido por una cosa más que por una persona. Este cambio en las relaciones entre la energía humana y la material, y entre la parte física de la agresión y la mental (el hombre se convierte en sujeto y agente de la agresión en virtud de sus facultades mentales más que de las físicas), deben afectar también a la dinámica mental. Expongo una hipótesis sugerida por la lógica interna del proceso: «delegando» la destrucción en un objeto o grupo y sistema de objetos más o menos automatizados, la satisfacción instintiva de la persona humana es «interrumpida», reducida, frustrada, «supersublimada». Y semejante frustración lleva a la repetición y a la escalada: violencia, rapidez y alcance dilatado cada vez mayores. Al mismo tiempo la responsabilidad personal, la conciencia y el sentimiento de culpa se debilitan, o mejor, se difuminan, desplazados del contexto real en el que se perpetra la agresión (por ej. las incursiones de bombardeo) y vueltos a emplazar en un contexto más o menos inocuo (grosería, insuficiencia sexual, etc.). En esta reacción también el efecto es un debilitamiento del sentimiento de culpa, y la defensa (odio, resentimiento) es igualmente desviada desde el sujeto realmente responsable (el comandante en jefe, el gobierno) hacia una persona sustitutiva: no lo hice yo, como una persona (moral y físicamente) actuante, sino el objeto, la máquina. La máquina: el vocablo sugiere que un aparato compuesto por seres humanos puede ser sustituido por el aparato mecánico: la burocracia, la administración, el partido o la organización es el agente responsable; Yo, la persona individual, soy sólo el instrumento. Y en cualquier sentido moral un instrumento no puede ser responsable ni hallarse en estado de culpa, Por ese procedimiento se elimina otra barrera contra la agresión, que la civilización había erigido en un proceso largo y violento de disciplina. Y la expansión del capitalismo avanzado resulta envuelta en una fatal dialéctica física, que introduce e impulsa su dinámica económica y política: cuanto más eficaz y «tecnológica» se vuelve la agresión, menos apta resulta para satisfacer y apaciguar los impulsos primarios, y más tiende a la repetición y la escalada.
Sin duda, el uso de instrumentos de agresión es tan viejo como la misma civilización, pero hay una diferencia decisiva entre la agresión tecnológica y las formas más primitivas. Estas eran diferentes no sólo cuantitativamente (más débiles): exigían, además, actividad y participación del cuerpo en un grado mayor que los instrumentos de agresión automáticos o semiautomáticos. El puñal, los «instrumentos romos», incluso el revólver, son en mucha mayor medida «parte» del individuo que los usa, y asociándole más estrechamente con su blanco. Además, y lo más importante, su uso, a menos que sea efectivamente sublimado y puesto al servicio de instintos de vida (como en el caso del cirujano, las tareas domésticas, etc.), es criminal —crimen individual— y, como tal, se halla sujeto a severos castigos. En contraste, la agresión tecnológica no es un crimen. Al conductor apresurado de un automóvil o de una motora no se le llama asesino, incluso aunque lo sea, y desde luego tampoco se considera tales a los constructores de cohetes bélicos.
La agresión tecnológica libera una dinámica mental que agrava las tendencias destructivas, anticróticas, del complejo puritano. Los nuevos sistemas de agresión destruyen sin manchar las manos, sin ensuciar el cuerpo, sin incriminar la mente. El asesino permanece limpio, tanto física como mentalmente. La pureza de su mortífero trabajo logra una aprobación adicional si se realiza directamente contra el enemigo nacional y en interés nacional.
El editorial (anónimo) de Les Temps Modernes de enero de 1966 enlaza la guerra de Vietnam con la tradición puritana en Estados Unidos. La imagen del enemigo es la de la porquería en sus manifestaciones más repulsivas; la jungla sucia es su hábitat natural, el destripamiento y el degüello sus métodos de acción más naturales. Por consiguiente, el incendio de su refugio, la defoliación y el envenenamiento de sus medios de manutención son operaciones no solamente estratégicas, sino también morales: eliminación de la porquería contagiosa, desbrote del camino para el régimen de justicia e higiene política. Y la purificación masiva de la buena conciencia de todas las inhibiciones racionales lleva a la atrofia de la última rebelión de la cordura contra el manicomio: ni la sátira ni el ridículo alcanzan a los moralistas que organizan y defienden el crimen. Así, uno de ellos, sin convertirse en un hazme reír, puede alabar públicamente, como «la mayor hazaña en la historia de nuestra nación», la realización ciertamente histórica del país más rico, más poderoso y más avanzado del mundo al desatar la fuerza destructiva de su superioridad técnica sobre uno de los países más pobres, más débiles y más desamparados del mundo.
La disminución de la responsabilidad y la culpa, su absorción por el omnipotente aparato técnico y político, tiende también a invalidar otros valores que frenaban y sublimaban la agresión. Mientras que la militarización de la sociedad siga siendo la manifestación más sobresaliente y destructiva de dicha tendencia, no podrán minimizarse sus efectos menos ostensibles en la dimensión cultural. Uno de estos efectos es la desintegración del valor de la verdad. Los medios de comunicación gozan de una amplia dispensa, y de una forma muy especial, en lo que respecta a su responsabilidad hacia la verdad. Lo importante no es que los medios de comunicación mientan («mentir» presupone estar comprometido con la verdad); mezclan, más bien, verdades y medias verdades con omisiones, informaciones de hechos con comentarios y juicios de valor, información con publicidad y propaganda, todo ello unificado al elevarlo al terreno de los de los editoriales. Las verdades editorialmente desagradables (¿y cuántas de las verdades más decisivas no lo son?) se refugian entre líneas, o se camuflan, o se mezclan armoniosamente con tonterías, chistes, y pretendidas historias de interés humano. Y el consumidor se inclina de buena gana a darlo por sentado: lo compra aun cuando sepa que hay mejor mercancía. Ahora bien, el compromiso con la verdad siempre ha sido precario, circunscrito con fuertes matizaciones, mantenido en suspenso o suprimido; es sólo el contexto de la activación general y democrática de la agresividad donde la pérdida de valor de la verdad asume un especial significado. Porque la verdad es un valor en sentido estricto en tanto que sirve a la protección y mejora de la vida, como guía en la lucha del hombre contra la naturaleza y contra sí mismo, contra su propia debilidad y destructividad. En esta función, la verdad atañe realmente a la esencia de los instintos de vida sublimados, del Eros, de la inteligencia que se hace responsable y autónoma, esforzándose para liberar la vida de la dependencia de fuerzas no dominadas y represivas. Y con respecto a esta función productora y liberadora de la verdad, su desvalorización elimina otras barreras efectivas contra la destrucción.
La irrupción de la agresividad en el dominio de los instintos de vida desvaloriza también la dimensión estética. En Eros y Civilización intenté mostrar el componente erótico de esa dimensión. Afuncionales, es decir, no comprometidos con el funcionamiento de una sociedad represiva, los valores estéticos han sido firmes protectores de Eros en la civilización. La naturaleza forma parte de esa dimensión. Eros busca, con métodos polimorfos, su propio mundo sensible en que realizarse, su propio ambiente «natural». Pero solamente en un mundo protegido —protegido de los asuntos cotidianos, del ruido, de la muchedumbre, del despilfarro— puede satisfacer la necesidad biológica de felicidad. Las prácticas mercantiles agresivas que convierten cada vez más áreas de naturaleza protectora en instrumentos de realizaciones comerciales y de diversión, no ofenden así sólo a la belleza, sino que sofocan, además, las necesidades biológicas.
Una vez que hemos acordado examinar la hipótesis de que la superagresión en la sociedad industrial avanzada se libera en comportamientos nada sospechosos y «normales», podemos verlo incluso en áreas muy alejadas de las manifestaciones de agresión más familiares, como por ejemplo, el estilo de la publicidad e información en los medios de comunicación de masas. La repetición permanente es característica: una y otra vez los mismos anuncios comerciales con los mismos textos o imágenes radiadas o televisadas; una y otra vez los mismos «clichés» lanzados por los comentaristas e informadores; una y otra vez los mismos programas y declaraciones de principios profesados por los políticos. Freud llegó a su concepto del instinto de muerte en el contexto de su análisis de la «compulsión de repetición»: lo asoció con el esfuerzo por un estado de inercia completa, de ausencia de tensión, de retorno al claustro materno, de aniquilación. Hitler conocía bien la función extrema de la repetición: la mayor mentira, repetida con suficiente frecuencia, puede ser aceptada como cierta. Aun en su utilización menos extrema, la repetición constante impuesta a audiencias más o menos sojuzgadas puede ser destructiva: destruyendo la autonomía mental, la libertad de pensamiento, la responsabilidad y, conduciendo a la inercia, la sumisión y la renuncia a cambiar. La sociedad establecida, maestra de la repetición, se convierte en el gran claustro materno de sus ciudadanos. Ciertamente, este camino hacia la inercia y esta reducción de tensiones es una de las sublimaciones elevadas y no muy satisfactorias: no conduce a un nirvana instintual de satisfacción. Sin embargo, puede reducir considerablemente las tensiones de la inteligencia, el dolor y la ansiedad, que acompañan a una actividad mental autónoma; con lo que puede ser una agresión efectiva contra el entendimiento en sus funciones críticas y socialmente perturbadoras.
Estas hipótesis sobre el carácter social y mentalmente funesto de la agresividad en nuestra sociedad son sumamente especulativas. La agresividad es (en la mayoría de los casos) destructividad socialmente útil y, sin embargo, fatal por su carácter y alcance automotrices. También a este respecto, resulta sublimada con dificultad y no muy satisfactoriamente. Si la teoría de Freud es correcta, y el impulso destructivo se esfuerza por aniquilar la propia vida del individuo, sin importar cuan largo sea el desvío por otras vidas y objetivos, podemos hablar entonces con propiedad de una tendencia suicida a escala realmente social, y el juego nacional e internacional con la destrucción total puede encontrar perfectamente una base firme en Ja estructura instintual de los individuos.
En: Herbert Marcuse. La agresividad en la sociedad industrial avanzada y otros ensayos. Madrid, Alianza Ed., 137 págs.