2025 Abr 5 Las razones detrás de la irracionalidad de Trump. Ricardo Raphael.
El resultado de la guerra comercial declarada por Donald Trump es impredecible, principalmente porque no queda claro qué es lo que realmente quiere obtener metiendo al planeta entero en tan tremenda crisis.
No es por la mera estupidez de un hombre que el resto estamos padeciendo. Aunque cueste trabajo comprenderla, hay una lógica detrás del peligroso juego impuesto por el presidente de Estados Unidos.
Para descifrarla hay que bajarle el volumen a los aspavientos y la verborrea. Detrás de tanto teatro hay argumentos que, correctos o no, guían las decisiones que está tomando.
La oferta que el magnate hizo a sus electores es la recuperación de la superioridad geopolítica de Estados Unidos en un plazo muy corto empleando agresivamente para ello los instrumentos de la política comercial con los que cuenta la Casa Blanca.
El problema de este objetivo es que podría estar sostenido sobre dos premisas frágiles. La primera es que Estados Unidos puede con el costo económico derivado de este conflicto y la segunda, que los países agraviados preferirán negociar en vez de escalar la crisis.
A juzgar por las consecuencias inmediatas al anuncio de la política arancelaria del pasado miércoles, en vez de recuperar centralidad geopolítica, Estados Unidos podría salir de esta confrontación peor de como ingresó.
Trump ganó la presidencia de su país convencido y convenciendo de que el estado actual de la globalización no conviene a Estados Unidos. Muchas veces ha repetido que ellos subsidian al mundo, que su pueblo no tiene por qué asumir responsabilidades que son de otras naciones, que China está abusando de un mercado global al que no contribuye con equidad, que México y Canadá se han robado empleos e inversiones que pertenecían a su patria y que Europa inunda con sus productos al mercado estadunidense, pero no compra en reciprocidad lo que esa misma economía les vende.
Estas frases repetidas hasta la náusea tienen un común denominador, se trata de una retórica defensiva que, más allá de quien la pronuncia, encontró escucha atenta entre una mayoría de votantes. Coincide también toda esa gente en una percepción de urgencia que solo un liderazgo como Trump podría resolver; o bien se actúa ahora, o en el futuro cercano China desplazará a su país, igual que sucedió después de la Segunda Guerra cuando Inglaterra perdió centralidad geopolítica.
Una clave principal para seguir este razonamiento es la certeza de que en este momento de la historia los objetivos económicos son menos relevantes que los políticos. Marco Rubio, secretario de Estado del gabinete de Trump, expresó sin ambigüedades esta idea: “los (actuales) mercados se están hundiendo porque se basan en el valor de las acciones de empresas que hoy están inmersas en modos de producción que son malos para Estados Unidos. Sin embargo, una vez que se acostumbren a las nuevas reglas terminarán por ajustarse”.
Estados Unidos —se cree— es un país tan rico que puede permitirse el costo de destruir parte de su economía a cambio de la edificación de nuevos modos de producción que en el futuro sí favorezcan a su población. ¿Es realmente verdad que pueden pagarse una aventura como la emprendida y salir fortalecidos? Tal cosa está todavía por verse.
La segunda premisa —que después de la amenaza arancelaria el resto del mundo haría fila para sentarse a negociar— ha sido varias veces expresada por Howard Lutnick, el poderoso secretario de Comercio: “los aranceles nos dan un gran poder de negociación”. Esta sentencia encuentra su segunda mitad en palabras del propio Trump: “si alguien nos dice que nos va a dar algo fenomenal, siempre y cuando nos den algo que sea bueno, podemos llegar a un acuerdo”.
El problema de esta segunda premisa es que, como sucedió después de la declaratoria de guerra, países como China, en vez de sentarse a conversar optaron con firmeza por escalar el conflicto.
¿No calculó el magnate que tal cosa podría pasar? ¿Midió mal a sus adversarios de la segunda potencia? Eso parece. De otra forma, ¿cómo entender el mensaje que subió a sus redes después de la contestación propinada por los aludidos: “China se equivocó, entró en pánico. ¡Lo único que no pueden permitirse!”
En efecto, no fue una respuesta tímida la que arrojó el gigante asiático: además de replicar las tarifas arancelarias a los productos estadunidenses, avisó que impondrá sanciones severas para once de sus empresas principales, prohibió la exportación de minerales clave para la industria digital y decidió reventar a cientos de miles de granjeros votantes de Trump.
Una vez que se dio a conocer la posición china vino una hemorragia económica sin precedente: se experimentó una caída dramática de las bolsas y los principales indicadores económicos, se depreció vertiginosamente el dólar, vino un ajuste al alza de los precios, emergieron las amenazas creíbles de recesión y de manera subrayada se expresó una pérdida del valor de las empresas dedicadas a la tecnología.
Muy probablemente lo peor no ha sucedido. Si Europa replica el escalamiento, el país que peores consecuencias económicas va a sufrir será sin duda Estados Unidos. Quizá no sea tan cierto que se trata de una economía lo suficientemente rica como para poder pagarse el lujo de una guerra así de cara.
El escenario contrario al planteado por Trump tiene ahora más probabilidades de ocurrir que aquel profetizado durante su campaña. Esta peligrosa apuesta puede dejar a Estados Unidos con un liderazgo político debilitado, con nula confianza en los cálculos y decisiones de su gobierno y con una economía muy maltrecha.
Si lo que quería Trump era darle mayor centralidad a su país, todo indica que las armas arancelarias fueron una pésima elección. Al escalar el conflicto, China mostró el camino para enfrentar la arrogancia del magnate; toca ahora a la Unión Europea decidir si negocia con la Casa Blanca o toma aún mayor distancia frente a su aliado principal.
Es una paradoja que China y Europa vayan a terminar más cerca de lo que estaban antes de esta guerra.
Tomado de: Milenio