2019 MAYO 22. Profundizar en lo de San Francisco. Claudio Lomnitz.
El presidente López Obrador ha expresado voluntad y disposición de llevar al gobierno federal de la austeridad republicana a la pobreza franciscana. Quiere, como San Francisco, gobernar con el ejemplo. Predica contra tener un gobierno rico con un pueblo pobre. Para este gobierno, como para San Francisco, los últimos serán los primeros. Y el gobierno debe ponerse al final de la fila si quiere algún día aspirar a estar entre los elegidos.
La postura tiene mucho de bueno. En México el gobierno no ha sido un ejemplo de virtud civil, y para darlo ahora necesita credibilidad. El Estado obradorista tiene que mostrar su voluntad de sacrificio. Para eso AMLO voltea ahora hacia los franciscanos, y no le faltan motivos para eso: recordemos que San Francisco mostró tanta entrega que en 1224 recibió incluso los estigmas de Jesús, hecho que en toda la historia cristiana le había sucedido antes únicamente a San Pablo. Llevar en el cuerpo las marcas del martirio de Jesús significaba que Francisco habían hecho suyo el amor divino al grado de asimilarlo perfectamente. Claramente, Andrés Manuel quiere que ahora el gobierno federal imite a Jesús y piensa que esta será la única forma de adquirir lo que hasta ahora le ha faltado: autoridad moral.
Hay, sin embargo, algunos reparos. Primero, San Francisco y su orden de mendicantes ayudaban a los menesterosos, sí, pero eran también ellos mismos menesterosos. Los franciscanos no resolvieron el problema de la pobreza del siglo XIII. Vaya, ni siquiera intentaron resolverla. Aliviaban a los pobres acompañándolos, y elevando su estatura espiritual. Los franciscanos tampoco se pensaron como órgano rector del Estado ni de la economía. Para eso estaban el dux y los miembros del consejo de la República de Venecia, por ejemplo, o los grandes señores de la república florentina. En tanto los franciscanos predicaban en el descampado, el poder político se concentraba en las ciudades.
Así, las órdenes mendicantes se dedicaban a predicar por parajes remotos. Esto también lo ha imitado nuestro Presidente y, la verdad, está muy bien, sólo que, ojo, un detalle: la meta de San Francisco era el apostolado. Quería convertir a los infieles y redimir a los descarrilados. Buscaba el buen gobierno de las almas, sí, pero no el gobierno terrenal. Y hay en todo esto un problema relevante para pensar en los efectos que en el gobierno de México pudieran tener los votos de pobreza franciscana: el ejemplo de San Francisco puede conferirle al gobierno la autoridad moral de la que carece, pero esa autoridad estará construida entonces a partir de la renuncia al presupuesto. Si el gobierno no renuncia de verdad, sus políticas serán vistas como clientelares.
Llevada a sus últimas consecuencias, la ideología obradorista-franciscana le entregaría los recursos del Estado a los pobres, menos quizá la cantidad mínima necesaria para mantener pobremente a los aclamados siervos de la nación. Dicho de otra forma, la actitud rigurosamente franciscana tiende al anarquismo. Sin embargo, nada está más lejos del anarquismo que la obsesión de López Obrador por la recuperación de la rectoría del Estado. El franciscanismo es, de suyo, anarco-revolucionario. Durante la vida del propio Francisco esa propensión fue menguada por el papa Inocencio III, quien optó por recibir a Francisco y reconocer a la orden. Pero a cambio de eso, los franciscanos recibieron la tonsura, o sea la marca del sometimiento papal.
Así, los franciscanos evitaron ser perseguidos por herejía, como les había sucedido antes a los waldensianos. Fue también por eso que los franciscanos terminaron acompañando al poder, en lugar de darle la espalda, como sucedió en la Nueva España, donde fueron los grandes aliados de Hernán Cortés. Aquí en México los grandes franciscanos, como Mendieta o Sahagún, veían en Cortés a un nuevo Moisés, nacido para sacar a los indios de la esclavitud de su paganismo y llevarlos a la tierra prometida de la vida eterna. El franciscanismo puro y duro hubiera llevado al comunismo cristiano primitivo, o sea hacia la anarquía; los franciscanos disciplinados por el poder terminaron escribiendo panegíricos al conquistador.
Para evitar la propensión antiestatal que los votos de pobreza necesariamente traen de suyo, López Obrador sagazmente ha puesto sus miras en Pemex. En espíritu, su visión de Estado se podría resumir en la siguiente fórmula: la mitad de nuestras rentas regresarán al pueblo, y la otra mitad irá a rescatar a Pemex. El rescate de Pemex le permitiría al Presidente, a nuestro Presidente-alquimista, cuadrar el círculo de su franciscanismo: no puede regalarlo todo y gobernar, eso ya lo sabe. Tampoco puede aliarse al Estado, como hizo San Francisco con el Papa, o el padre Mendieta con Hernán Cortés, porque ya es Presidente de la República, de modo que representa al Estado. Su salida pareciera ser, entonces, regalarlo todo al pueblo, pero compensar ese gasto con las amplias rentas que provendrán ya no de los pobres, sino de las entrañas de la tierra (el petróleo).
Sólo que aquí su filosofía extractivista se topa de nuevo con el noble San Francisco, quien además de haber hecho votos de pobreza, predicó siempre que los humanos somos custodios de la creación divina, y que tenemos el deber impostergable de proteger y cuidar a la naturaleza. El extractivismo franciscano no existe.
TOMADO DE LA JORNADA