2017 Junio 25 Espionaje: la cobardía del Estado. Jorge Moch.
Las revelaciones hechas el lunes pasado por The New York Times acerca de cómo el gobierno mexicano espía a sus propios ciudadanos cuando le resultamos incómodos son atroces. El espionaje es canonjía de cobardes. Nunca antes una frase lapidaria como ésa había adquirido tanta resonancia. La tragedia nacional resumida burdamente en postal de caricatura: el país cruzado de injusticias e históricas deudas sociales y un reyezuelo medroso –esencialmente corrupto– que intenta rescatar fortalezas por medio del miedo, porque sin duda él conoce muy bien el miedo, y ha aprendido a administrarlo, a dosificarlo desde la cómoda montura, aunque sea solamente temporal, que por ahora le brinda el poder político que detenta. En lugar de reconocer que el Estado mexicano tiene una deuda impagable con los deudos, cientos de miles, y víctimas precisamente de abusos, yerros, omisiones deliberadas y ya de plano crímenes atroces –muchas veces cometidos precisamente por esos agentes del Estado que deberían ser garantes del bienestar público–, como la desaparición de estudiantes, niñas
y ciudadanos de a pie en todo el territorio mexicano, el gobierno porfía en prácticas criminales de manipulación social: México es hoy sinónimo de muerte, de corrupción y de podredumbre social, de primitivismos, de taras ancestrales a las que seguimos sumando nuevas piedras: nadie aguanta un mecapal tan pesado. Es preocupante pero muy certera la afirmación que hace unos días hizo el doctor José Manuel Mireles, líder de las autodefensas de Tepalcatepec, Michoacán, quien recordó que apenas un diez por ciento de la población jala las riendas de todo el circo, pero el noventa por ciento restante ya está encabronado y sabe de armas. Y es noticia internacional, otra vez mi país tristemente, porque los ciudadanos somos víctimas de otro atentado desde las cúpulas del gobierno y sus satélites. Millones de dólares en contratos turbios, de opacidad lamentablemente señera, con empresas de espionaje, pero no para que sus servicios supongan un auxilio en la lucha anticrimen, sino para que los aparatos de Estado puedan ejercer un estrangulamiento más eficaz de la disidencia: los mexicanos somos famosos no por nuestra industria, o nuestro coraje, y ya ni siquiera por nuestro folclorismo si tal cosa realmente existe: somos famosos por violentos, porque podemos desgraciadamente presumir de las más sanguinarias atrocidades, desde feminicidios hasta el pan con lo mismo de la cotidiana corrupción política que todo invade y desgobierna. México es simplemente noticia por su terrorismo de Estado y las constantes muestras de violencia desbocada e imbécil en que parece desembocar siempre el gobierno mexicano. Somos una sociedad que fracasó. Parecería que estamos condenados a ser eternas víctimas propicias de politicastros corruptos como Peña, de sus vicios y miedos, de su ineptitud y su pereza. Encima de la poca o nula retribución que podemos percibir de parte del gobierno (que devora el erario) en uno de los países con las mayores cargas impositivas del planeta, ahora resulta que nos espía por medio de nuestros teléfonos celulares y computadoras personales usando tecnologías extranjeras que, en todo caso, serían diseñadas para hacer seguimientos puntuales a peligrosos delincuentes. Pero en realidad los peores delincuentes, los que además hacen gala de un cinismo verdaderamente irritante (baste revisar cualquier declaración, por ejemplo, del líder del PRI), parece que están precisamente en ese gobierno que desconfía tan terriblemente de su ciudadanía. Nos teme. Nuestro propio gobierno nos considera el enemigo, y pone a periodistas, activistas contra la corrupción o simples ciudadanos interesados en mejorar este país bajo un escrutinio que es, en sí mismo, un acto delictivo: no hay justificación legal, así de simple, ni siquiera como excepción, al espionaje que el gobierno mexicano está ejerciendo sobre sus ciudadanos, particularmente en una campaña intrusiva que se enfoca en periodistas, activistas anticorrupción, líderes opositores y de opinión que resultan críticos y por tanto incómodos. En el fondo, se trata de un coletazo fascista, de totalitarismo antidemocrático que, ya se ve, es el verdadero sino de todo este tinglado demencial.
Tinglado que, por lo pronto, ya nos ha costado un dineral en desembolsos directos, pero que a la larga puede significar el colapso de todo un sistema construido sobre el abuso, la corrupción y la prepotencia.
O será apenas una rayita más al tigre.
De nosotros depende.