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La Utilidad Nacional de la Carrera de Ciencias Políticas. José López Portillo

PRESENTACIÓN

El 1957 el profesor José López Portillo se preguntaba por el sentido de la carrera de licenciado en Ciencias Políticas: "La primera impresión del título es desconcertante. Yo he visto hasta dibujarse una sonrisa en quien lo escucha por primera vez, lo que no es extraño en un país de maravillosa improvisación...”

En efecto, hace 19 años provocaba todavía sonrisas hablar de la posibilidad de la enseñanza de la Ciencia Política, o de un título de licenciado en Ciencias Políticas. La política, se pensaba —algunos lo siguen pensando— se puede aprender sólo en la práctica cotidiana de la lucha por el poder. En nuestra Universidad Nacional un grupo de profesores de derecho, de sociología y economía, de administración y de ciencia política, tenían una opinión distinta. Enseñaban ya diferentes asignaturas para la carrera de licenciado en Ciencias Políticas y ponían las bases y diseñaban los programas para la de Ciencias Políticas y Administración Pública.

José López Portillo trató este tema en un ensayo que se publicó en la revista de nuestra escuela en 1957, bajo el título de "La utilidad nacional de la carrera de Ciencias Políticas". Lo presentamos ahora en ocasión del Encuentro Nacional de Licenciados en Ciencias Políticas y Administración Pública 1976.

No es fácil encontrar un texto más actual sobre los problemas de nuestra especialidad unido a una sería lección da historia política y de teoría del estado.

Si estimamos nuestra carrera por la formación global que nos da sobre teoría política —en el sentido más amplio del término— y sobre los problemas sociales, económicos, jurídicos, administrativos y políticos del país, si pensamos que por esta formación podemos tener, debemos tener al menos, la capacidad para una visión y una acción más sistemática al servicio de nuestra comunidad, el presente ensayo resultará una lectura estimulante y reveladora.

Casi 20 años después, hay ya 250 licenciados en Ciencias Políticas y Administración Pública. Existen además unos 800 pasantes. ¿En qué medida se ha respondido a la expectativa que planteaba en la revista de nuestra escuela en aquel entonces el profesor López Portillo?

En marzo próximo habremos de reunimos con él, en nuestro Encuentro Nacional, con tres objetivos:

1)    Dar nuestro punto de vista sobre los grandes problemas sociopolíticos y administrativos del país. En particular, exponer las ideas que puede aportar el especialista de nuestra materia sobre tres temas primordiales: 1) el Estado y el desarrollo; 2) la administración pública y la planeación del desarrollo, y 3) la reorganización administrativa.

2)    Definir el papel que corresponde a esta profesión, al lado de otras, dentro del servicio público. Hay economistas, abogados, sociólogos, administradores de empresas, contadores y sin número de mexicanos que no terminaron estudios profesionales, que son administradores públicos de muy alta capacidad. Es más: la administración pública mexicana ha evolucionado durante más de 150 años de existencia a niveles de magnitud y eficacia importantes, sin la presencia de los especialistas de nuestra carrera. Sin embargo, ¿tenemos algún papel específico qué cumplir? ¿Cuál sería éste al lado de nuestros colegas de otras profesiones? ¿Qué pensamos nosotros de esta caracterización y qué piensan de ella algunos otros profesionales que conocen y estiman nuestra especialidad?

3) Analizar cuál debe ser la formación —en cuanto a contenido y método— del licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública.

El ensayo que hoy publicamos de José López Portillo hace aportaciones significativas a las tres cuestiones anteriores. Quienes organizamos y coordinamos el Encuentro, lo hacemos para manifestar nuestra posición en el proceso electoral que está teniendo lugar en el país y, complementariamente, porque pensamos que en torno a quien escribió las páginas que siguen, podemos hoy definir con mayor precisión el perfil de nuestra especialidad y, con toda modestia —la modestia que él con tanta insistencia nos recomendara hace un par de décadas—, pero también con toda franqueza, deseamos dar nuestro punto de vista respecto a las tres grandes cuestiones señaladas en el primer punto: el Estado y el desarrollo, la administración pública y la planeación del desarrollo y la reorganización administrativa.

 

Fernando Solana

 

LA UTILIDAD NACIONAL DE LA CARRERA DE CIENCIAS POLÍTICAS

 

“Vivimos tiempos de cambios extraordinarios que se han visto y se ven todos los días”, dice Maquiavelo en El Príncipe, capítulo xxv. Los lugares comunes, en bocas notables, readquieren relieve. Así lo dijo y así fueron: tiempos de cambios extraordinarios.

Tal vez los hombres de cada tiempo, con la conmovedora inmodestia de lo humano, se sienten vivir en lo extraordinario.

Nuestros tiempos sin duda lo son; se inicia claramente el principio de una nueva época... que puede ser el fin de todas. Época tan importante, por lo menos, como el Renacimiento y tan atormentada y desconcertada como éste. Desde entonces, desde el Renacimiento, el de Maquiavelo, se inició la generación de un estilo especial de vida política que se hace Teoría de Gobierno en las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII: la inglesa, la norteamericana y la francesa y que, a partir de ésta, se universaliza como fenómeno político típico: el Estado Moderno, fruto del nacionalismo y del racionalismo, que se empieza a descomponer en los albores de nuestro siglo y estalla en dos guerras mundiales y dos revoluciones trascendentales: una, sintomática, la Mexicana; otra, crítica, la Rusa.

 

Todo el edificio se conmueve: el estilo de vida política, la Teoría de Gobierno con su Estado Moderno, se precipita en la crisis brutal que vive nuestra generación, que ya puede atestiguar cambios extraordinarios "que se han visto y se ven todos los días".

Hemos sido contemporáneos de Einstein, de Niels Bohr, de Fermi y de Freud. Ya hemos asistido como testigos a la vida y muerte de genios apasionados, henchidos de violencia, viviendo en la política, frontera del bien y del mal, en la que, a veces "lo que parece virtud es causa de ruina y lo que parece vicio, sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad'', como lo dice el Florentino, aunque a veces, añade Pero Grullo, el vicio sólo traiga eso: vicio y ruina.

Genios que tal vez en forma sin precedente histórico, han convivido, han luchado, se han engañado y han sido vencidos en tremenda convulsión, ya universal y que en algunas ocasiones, para gloria de su causa, se han eslabonado en el tiempo y en la misión, privilegio excepcional de un país: Lenin, Stalin; otros, han muerto intestados, Hitler, Mussolini, Rossevelt. Todavía vive el único humano de ellos, octogenario que sigue fumando puro, bebiendo whisky y chocheando con el canal de Suez.

Ya estalló la energía atómica. La luna es punto de posible itinerario. Disponemos de nuevas fuerzas en manos de brujos que no sabemos si son aprendices.

Crisis, todos hablamos de ella; es el lugar común chirriante, que se lee en editoriales, que se escucha en la cátedra y que se pedantea en los cafés.

La espengleriana Decadencia de Occidente se hizo ya fórmula de vulgaridad, ante lo que Ortega y Gasset expresó como la Rebelión de las Masas y Toynbee observó como la rebelión de los pueblos inferiores.

Eso son nuestro tiempo y su clima. En ellos vivimos y suyos son nuestros problemas: el nuestro, el de México, de un pueblo subdesarrollado que se ha rebelado y que también universaliza las angustias de su todavía pequeño mundo de crisol; indios, mestizos y criollos, mundo tan atormentado como el abrazo de Cortés y la Malinche y tan complejo como la serpiente emplumada que vuela y se arrastra.

Y en este nuestro tiempo y en este nuestro pequeño mundo, como síntoma de inquietudes y semilla de vocaciones se fundó con cierta timidez y afortunadamente con modestia, nuestra Escuela de Ciencias Políticas y Sociales.

Ahora, siete años después, cuando empiezan a egresar las primeras generaciones, es tiempo de recoger experiencias y justificaciones. Faena difícil para todo lo que empieza.

En 1951, el entonces Rector de nuestra Universidad, don Luis Garrido, dijo al inaugurar los primeros cursos: "La intervención del Estado en la vida económica, social y política de la nación, que trae indeclinablemente el aumento y complejidad de sus funciones, requiere en consecuencia una mayor preparación de parte de los que se consagran a la política y la circunstancia de que la crisis que registra el mundo necesita el auxilio de las ciencias de la sociedad para encontrar solución, hicieron pensar en la conveniencia de crear una Escuela de Ciencias Políticas y Sociales, a semejanza de las que funcionan en lugares tan apartados como Bangkok".

Así nació, obedeciendo a la recomendación de la Asamblea de Rectores reunida en Oaxaca, nuestra escuela, que aprovechó la sugestión de la UNESCO formulada a través del Sr. Lic. Don Lucio Mendieta y Núñez. Los planes de estudio se adaptaron de instituciones similares fundadas en Francia y Bélgica.

La dirección de la Escuela me ha honrado, designándome para que, en esta conferencia, destaque la utilidad nacional de la Carrera de Ciencias Políticas.

El artículo segundo del Estatuto Orgánico de nuestra escuela, establece que la Universidad expedirá título de Licenciado en Ciencias Políticas.

 

Licenciado en Ciencias Políticas.

La primera impresión del título es desconcertante. Yo he visto hasta dibujarse una sonrisa en quien lo escucha por primera vez, lo que no es extraño en un país de maravillosa improvisación, que "vive al día como la lotería" y cuyos políticos, que lo son casi todos los soldados que en cada hijo del Cielo dio a la patria, entienden que la política es arte muy sutil que requiere una magnífica opinión de la propia valía, amplitud de visión, justa percepción, lealtad relativa (nada más relativa), no gran amor a la verdad, suspicacia, mano izquierda, sonrisa oportuna, muy mala memoria para convicciones y opiniones y honestidad no excesiva: virtudes todas que es fama, piensan, sólo se adquieren con la herencia y con la práctica.

Y ésa es, ha sido y probablemente será por algún tiempo una de nuestras tragedias: lo que se pudiera llamar la deformación vocacional del político mexicano, que después se convierte en peligrosa deformación profesional.

Y es que existe una línea obvia entre la vocación y la profesión, en cuya generación intervienen complejos factores de las más variadas naturalezas y cuya clasificación podríamos hacer de diversas maneras. Para lo que nos interesa, vamos a agruparlos en factores generales, nacionales e individuales, clasificación que es mero pretexto para ir penetrando en nuestro intento.

Analicemos primero los factores que hemos llamado generales:

Estamos atados a la misma nave: el mundo es un mismo ambiente en el que se entrecruzan y entreveran individuos y generaciones, como las mil ondas de una lámina de agua agitada por la lluvia. Esto es más claro y rápido en nuestro mundo actual: el rincón más remoto está a la distancia de un interruptor de energía eléctrica; un disturbio en Corea agita la Bolsa de Valores de Nueva York; se inquieta el Kremlin y los tenderos en México se apresuran a subir los precios. Todo en el mismo tiempo.

 

Y ese mundo está en constante reajuste, ahora más precipitado, al extremo de que, hemos convenido en ello, hay crisis.

En la política es evidente.

El Occidente Moderno desde el siglo xv y con base en la Razón y en la Nación, organizó las instituciones a partir del individuo, estimándolo átomo social, cuyo consentimiento integra sistemas por simple adición, considerando el problema político como meramente cuantitativo: la mayor felicidad para el mayor número, como rezaron los utilitaristas en la fórmula final de la democracia liberal racionalista.

La concepción corporativa del medioevo, fabricada sobre cualidades y edificada en una Jerarquía que llegaba directamente hasta Dios, se empezó a desmoronar con el Homo unicus del Renacimiento y con el Humanismo, que, en materia política, inició la descomposición de los cuerpos sociales en individuos, con el pensamiento de Althussio y Grocio, hasta llegar el radicalmente racional atomismo de Thomas Hobbes: en un rincón de un Universo sin Dios, los átomos racionales que son los hombres, llenos de miedo a los lobos que son unos para otros, contratan también entre sí y entran en sociedad. Se inicia así la exaltación del individualismo racional, que se hace después cuerpo de doctrina liberal con la Revolución Burguesa en Inglaterra, expresada por Locke y que se universaliza en la Revolución Francesa, previa la ejemplar y sintomática Revolución Norteamericana.

El individuo y su consentimiento en el fondo de todos los procesos.

Esa concepción individualista trajo, naturalmente, su reflejo vocacional: las profesiones liberales que preparan al individuo para realizar un trabajo libre, independiente y aislado, individualista y atomizador.

Profesiones liberales, bien distintas de las medievales, profundamente corporativas: el Clero, la Milicia y el Gremio, en las que la vocación se orientaba no a un trabajo independiente y aislado, sino de conjunto, previamente jerarquizado, rígido y calculado para las generaciones y no para individuos transitorios, como lo fueron las carreras liberales.

Pero los tiempos cambian; es ahora el individualismo racional el que está en crisis: frente al individuo y su derecho se levanta el grupo como un cuerpo natural: El Estado, la Clase, el Sindicato, la Sociedad Anónima, hasta el Trust, etc., vuelven a levantar consciente o subconscientemente la consideración corporativa: antes que el individuo, está la verdad de su vida social, sus supuestos y sus sistemas. Y todos los extremos maduran, atemperan o exageran esta tendencia.

La consecuencia en el campo profesional vuelve a ser relevante: las profesiones liberales; mejor dicho, los profesionistas liberales, son absorbidos por las nuevas corporaciones, especialmente la Estatal, la Bancaria, la Sindical y la Gremial: el profesionista aislado, solitario, empieza a ser la excepción. La necesidad obliga a crear asociaciones profesionales de diversos calibres. Y también, claro está, los tiempos exigen la creación de nuevas profesiones acordes con los cambios que se viven y se presienten.

El Estado Gendarme es ya, tan sólo, una referencia dialéctica: el impacto de la economía en la política lo ha reducido a un reproche superado por un estatismo con diversos matices de intervencionismo y hasta socialización. Ello exige nuevas conciencias profesionales.

Y es que ha ocurrido algo que caracteriza al tiempo contemporáneo: la diosa Razón de los enciclopedistas resultó un instrumento insuficiente, de modo especial en materia política y económica. La razón iluminó a la humanidad sólo por corto trecho y la condujo a un callejón en el que la vida le cerró el paso.

Ahora la razón no basta; tal vez desde Hegel y sus herederos, dialécticos o vergonzantes, la razón empezó a ser substituida por la Conciencia.

Freud y los que vinieron después nos enseñan a hacer consciente la subconciencia, en esa lucha a veces sorda y frecuentemente gloriosa del hombre con su demonio: toda la fuerza natural que lo sostiene y lo detiene.

Hacemos, a distintos niveles, consciente la subconciencia y tal vez algo más importante: consciente la conciencia. Esto no es una paradoja ni una frase: una época que estudia su decadencia en el laboratorio, es, sin duda, una nueva época, que vive con toda conciencia al filo de la navaja.

Ya no sólo se razona: Marx, Nietzsche, Freud y sus discípulos, Spengler, Unamuno, Ortega y Gasset, Toynbee, ya no sólo razonan: hacen conciencia de nuestros procesos a distintas profundidades y para distintas finalidades.

Es pues, nuestro tiempo, el de la conciencia.

Ya no nos basta el análisis de la razón que parte de lo supuesto para concluir en la obvia simplificación de la realidad; tenemos que admitir ésta en su infinita complejidad, como un misterio del que sólo nos liberamos hasta donde podamos hacerlo conciencia.

Nuestro tiempo nos obliga a tener conciencia política.

No basta la fe en la naturaleza social del hombre, en la que creyó la Patrística; no basta la razón en la que tuvieron fe los jusnaturalistas, creyendo los llevaría al progreso ilimitado y al control de su destino; menester es hacer conciencia el hecho de que la realidad política que nos rodea cambia en un fluir constante, que escapa a toda tesis y que, ante ésta, importa el conocimiento de la vida: en la vida política no hay premisas ni conclusiones rígidas; no hay causas, ni efectos invariables: hay sólo un ahora y un aquí.

Pero resulta que esta observación, la política como vida, ahora y aquí, lleva a la violencia del fascismo y sus equivalentes; sus grandes teóricos afirman la imposibilidad de hacer ciencia política, por la estimación de que todo postulado no sería sino la sublimación de un momento vital. Fatalismo político, que perdida toda trascendencia, tiene que refugiarse en la fuerza, como en la Antigüedad lo hicieron los sofistas, en la modernidad Maquiavelo y en todos los tiempos cualquier dictador.

Y tenemos que enfrentarnos a esa observación: si la vida impone la realidad de su cambio, no hay ciencia social, política o económica: todo es historia. El entredicho es evidente.

Por eso la ciencia política actual, como todas las ciencias sociales, se han convencido de que están muy lejos del modo geométrico; pero no se han dejado vencer por el puro vitalismo, alegre inconsciente del fatalismo; han encontrado su camino en la modestia: son ciencias de estructuras y de tendencias: no pueden buscar la generidad absoluta de la ley natural; tienen que conformarse con la fijación del tipo cultural. El teórico político no sabe lo que va a pasar cuando se mezclan los elementos sociales, con la certidumbre de un químico que sabe que obtendrá agua si mezcla en la debida proporción hidrógeno y oxígeno. El teórico político no sabe lo que va a pasar; pero sí hacia dónde se tiende y por qué se tiende. Y sobre todo, puede valorar, porque las sociales son ciencias, me atrevería a decir, conciencias de estructuras y tendencia: la estructura, fijada por la historia; la tendencia, otorgada por la dignidad del hombre.

Y es que no se puede entender la Ciencia Social, en forma específica; la ciencia política, si no se entiende que es una Ciencia Cultural; si no se entiende que estudia la inserción de fines humanos en la Naturaleza, para domarla y aprovecharla.

Por eso decía que la tendencia es otorgada por la dignidad humana.

La Ciencia Política, como ciencia cultural, es conciencia de fines y por ende, sólo es posible si se entiende que el hombre es algo más que una fuerza de la Naturaleza; que es, por encima y a pesar de todo, una persona digna: porque es libre y porque es responsable ante su fin.

Sólo así es posible la ciencia política; otro enfoque nos lleva a la Biología, que es ciencia natural, o a la individualización de la Historia. Por eso es importante en un mundo de crisis y de reajustes; de violencias y de maldades. En esta época en la que el monstruo del Estado ha llegado en ciertos casos a devorar a sus propios hijos; en que la organización política se balancea entre tantos extremos, resulta indispensable la conciencia política de la estructura y de la tendencia, pues pocas veces, como ahora, se ha planteado la clásica disyuntiva roussoniana: menester es saber si la Humanidad pertenece a cien hombres, o si esos cien hombres pertenecen a la Humanidad. Cien hombres que ahora tienen la fuerza atómica en sus manos no muy limpias.

Necesitamos saber cómo y por qué, hemos llegado hasta aquí, y hacia dónde tendemos; sólo así podremos valorar sí nuestros instrumentos políticos se justifican o son nuestros dueños: si realizan los fines a que nos da derecho nuestra calidad de personas y nuestra capacidad de cultura.

Tal es la importancia capital de la Ciencia Política en este mundo en crisis.

Todos los hombres somos animales políticos y todos deberíamos saber que lo somos, por qué lo somos y para qué lo somos. La ciencia política debería formar parte de una educación básica universal.

Pero, claro, esto no es posible y los programas escolares se tienen que conformar con la simplicidad de un civismo en la educación secundaria.

Sin embargo, queda clara la evidente necesidad de que los grandes centros de cultura funden y especialicen la carrera de Ciencias Políticas; centros especializados de conciencia política.

Mas entendámonos: las carreras de Ciencias Políticas ni pueden intentarse, ni deben entenderse como las academias demagógicas de sofistas que tanto molestaban a los demonios de Sócrates. Tampoco deben entenderse como laboratorios de los cuales van a salir los estudiantes filósofos en los cuales soñaba Platón.

Ni demagogos, ni sabios.

La Historia nos obliga a ser modestos: La carrera universitaria de Ciencias Políticas es, antes que nada, una necesidad general, no individual de crear centros colectivos de conciencia política, con todo el significado cultural que ello tiene para la concepción del hombre como persona digna.

Esto se traduce en algo indispensable de decir, es una carrera moderna, de profundo contenido social. No ha sido creada para satisfacer necesidades económicas individuales, sino necesidades vocacionales.

Ha sido creada para que la investigación atempere y temple la acción colectiva; para que las ideas, plenamente conscientes, puedan montar a caballo.

El Licenciado de Ciencias Políticas debe pensar que, al orientar su vocación, se le han dado elementos que lo hacen sólo más responsable. Es una carrera de responsabilidad colectiva, no es un Filipo que le hereda el poder a Alejandro; es la madre de los Gracos, que da armas a sus hijos, les enseña una obligación y les exige un destino.

No puede pensarse que el licenciado en ciencias políticas sea un profesionista al modo liberal que abra un despacho, cuelgue su cartel y alquile sus conocimientos resolviendo consultas a candidatos a los puestos de elección.

La Carrera de Ciencias Políticas resuelve un problema vocacional mucho más humano y colectivo que todo eso: el que la siga, con toda modestia, pero con toda conciencia, en la medida de su convicción y no para comer porque ya tiene que ir comido, sino para vivir en una sociedad mejor, debe ir a las corporaciones, especialmente al sindicato, al gremio, al partido político y tender hacia su natural destino: el Estado, el puesto de elección o el puesto de designación.

 

A realizar la función para la que fue adecuado y que siempre ha desempeñado el político, con o sin estudio.

Es una carrera que tiene dos polos y un camino entre ellos: la investigación y la acción.

Del laboratorio al Estado, a través de otras corporaciones. De la teoría a la práctica, con la convicción de que la vida política está hecha de principio y circunstancia, porque si es cierto que sin el conocimiento de la circunstancia y de la vida no hay político, sin el principio que la controla no hay política.

Pero existe un grave riesgo: la inmodestia; la suposición de que en una sociedad política, el licenciado tenga, por su ciencia, patente de rey. El título no otorga privilegio, sino que obliga a la responsabilidad. El licenciado en Ciencias Políticas va a demostrarse, no a cobrar regalías.

Es ridículo suponer que el conocimiento teórico pueda dar algo más que una orientación, un sistema y una responsabilidad. La carrera dota a la vocación política que todos, de una u otra manera, tenemos, de una conciencia y de un instrumental. Nada más.

Tenemos que entender algo de la mayor importancia: el licenciado en Ciencias Políticas todavía no es un político; esto tendrá que demostrarlo. Tan sólo, se repite, se le ha orientado en su vocación, enseñándole el sistema, la estructura y la tendencia.

La vida hace lo demás; es el potro que se tiene que domar: nadie aprende a nadar sino se tira al agua.

Y es que, repetimos, la carrera de Ciencias Políticas no se ha fundado para resolver problemas individuales; para ello existen otras profesiones de menor responsabilidad colectiva. La carrera de Ciencias Políticas se ha fundado, en los pueblos que se han dado cuenta de ello, obedeciendo al impulso de mejorar un mundo de crisis que se debate en la violencia y en el que el Estado, como calidad de organización política, tiende a la monstruosidad.

Ante tal tendencia, es menester preparar profesionistas plenamente conscientes, que puedan desarrollar la función estatal sin la deformación de la inconciencia que tantas confusiones lleva. Es menester evitar, por ejemplo, que, por la inercia de la fuerza colectiva, el político improvisado y exitoso piense, como Luis XIV, que él es el Estado porque está arriba. Es menester crear posibles funcionarios adecuados y conscientes. Eso ya sería bastante.

Bien que vayamos a la monstruosidad del Estado porque la era atómica, tal vez por la pérdida de proporción, todo lo hace monstruoso. Pero debemos cuidar que el monstruo se justifique y que no devore a sus hijos.

Por ello el licenciado en Ciencias Políticas debe tender hacia su único destino natural: el Estado; a través del partido político, del sindicato, del gremio, del municipio, que tan urgidos están de semillas. Ir como semillas.

No puede ir con la vanidad de la flor o la pretensión del fruto. Por éste se le conocerá.

Semillas, centros de conciencia en un mundo en crisis.

Si tenemos la fortuna de conocer la crisis, de darnos cuenta de ella, debemos tender a su resolución.

Cualquier intento, por modesto que sea, es bueno. Una escuela, por poco valor que se le conceda, algo significará.

Entender el poder, entender la vida estatal que nos rodea, aprovechando la experiencia del mundo, aunque sólo sea en teoría, es algo fundamental para orientarnos.

Y de esta orientación precisa no sólo el joven que decide su vida futura, sino el hombre que ya está plenamente en ella.

Claro que se puede aprender fuera de la escuela; pero la visión, por dialéctica, es mejor en ella; la orientación es más fácil. El sólido cimiento de una enseñanza sistemática es utilísimo, aun para combatir la orientación que la escuela pueda haber elegido.

Pero, volvamos a entendernos: en la escuela se aprenderá qué es el poder; no cómo llegar al poder. Esto último es problema que sólo se plantea y resuelve en una realidad llena de hombres que aspiran al poder, con y sin título para ello, sin que tal título se les pueda exigir. Sería absurdo imponer la patente obligatoria. Por eso ya dijimos que el licenciado en Ciencias Políticas va a demostrarse y no a cobrar regalías; pero eso hemos dicho que la carrera resuelve un problema de vocación y no una necesidad económica.

Pocas cosas más tristes de imaginar que un teórico político con hambre; más tristes, o más peligrosas.

Y es que la carrera es distinta: se puede alquilar un conocimiento; pero nunca una convicción. El licenciado en Ciencias Políticas no podrá vender convicciones, porque nadie se las compra. Otros son sus caminos. Está destinado a los cuerpos sociales y no para venderse: sino para entregarse. Lo demás se le dará por añadidura.

El mundo necesita de hombres que sepan que la convivencia, como tendencia natural, puede cultivarse y que el cultivo es sólo un medio que se justifica por su fin. Hombres que no enloquezcan con el poder y que entiendan, como en algún lugar dice Heller, que lo que integra el mando es la obediencia. Y que la obediencia es otorgada por hombres esencialmente iguales, aunque naturalmente distintos. Hombres que sepan que la vida política, desde que salió del paganismo, está tratando de resolver el problema de la igualdad de los hombres que pueden ser lobos para los otros hombres y que ese problema ha tratado de resolverse con la Ciudad de Dios y con la Sociedad sin clases, o con nuestra actual fórmula en crisis: con el Estado de Derecho.

De ahí la importancia de la ciencia política y de las carreras que la hacen profesión. Más podríamos decir al respecto. Temo la monotonía.

 

En México tenemos ya una de esas carreras: Licenciado en Ciencias Políticas. Ya hablamos de consideraciones generales. Ahora nos corresponde hacer consideraciones nacionales.

Por destino confirmado hasta la Revolución de 1910, hemos sido un pueblo de integración fundamental a base de importaciones; Quetzalcóatl y Maximiliano, Cortés y Limantour, son botones de muestra.

Ello se ha traducido en uno de nuestros procesos históricos de que debemos hacer conciencia plena. A una realidad sociológica sumamente compleja y atormentada, se han traído en fatal, aunque descuidada y a veces alegre importación, ideas e instituciones políticas, frutos de experiencias ajenas en medios distintos, lo que determina uno de los que serían grotescos si no fueran trágicos contrastes: el brutal contraste entre Política y Sociología; entre la norma y lo normado; entre la tesis y la materia; entre el programa y la realidad.

Porque nuestra nacionalidad, desde que inició su gestación, entró al mundo como un problema consciente y programado de universalidad y de igualdad, fruto de la concepción humana de la cultura Cristiano-occidental, impuesto sobre pueblos primitivos totalmente distintos. Empezó así el drama del mestizaje como problema y como programa: el tormentoso proceso de normar lo distinto y adaptar lo propio, con las consecuencias que nuestra Historia rica en planteaciones, pobre, hasta ahora, en resultados, atestigua.

Este problema, se hizo fórmula rica desde el primer contacto entre los dos mundos: en la Isla Española el padre Montesinos, haciendo voz la convicción de la pequeña comunidad dominica que sujetaba a las fieras, se encaró a los conquistadores en un sermón que merece un monumento:

"Decid: ¿con qué derecho y con qué justicia, tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas?"

"¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?"

Preguntas terribles, fundamentales, formuladas a Occidente, todavía más, mucho más punzantes que la queja de Shylock, el Mercader de Venecia, cuando protesta, por el trato desigual a los judíos, porque no es la víctima la que interroga, porque no sabe, ni puede, ni tal vez quiera preguntar; sino la propia conciencia del vencedor, hecha voz en sus mejores hombres.

Desde los tiempos de los estoicos romanos, vienen rodando en Occidente los problemas de la igualdad y de la universalidad del hombre como persona digna. Con el Cristianismo se incendia la idea, porque, de la razón, desborda e¡ amor: todos los hombres son uno, en el cuerpo místico de Cristo.

Pero nunca antes, en la Historia de Occidente, se habían puesto a prueba tan radical: los hombres eran próximos, conocidos o de frontera cercana y sobre todo de frontera entendida y comprensible, aun los del Oriente inmediato, con el que, poco o mucho, pero había contactos geográficos, culturales y hasta raciales. La igualdad era fácilmente concebible y admisible. El problema no era de principio, sino de forma, de oportunidad.

Mas cuando se descubre el Nuevo Mundo, positivamente es eso: un Nuevo Mundo, habitado por hombres remotos, de quienes se discute, incluso, su calidad humana; hombres sin precedente conocido: de otra raza y radicalmente, de otra cultura; débiles y salvajes, antropófagos, practicantes de terribles ritos religiosos.

La simple superioridad de fuerza y cultura, parecía justo título para la conquista. Así se habían desarrollado las conquistas desde que el hombre tenía conciencia de serlo; por el derecho de la fuerza y la superioridad.

Jamás el conquistador se había preguntado por su derecho: el hecho del dominio era título suficiente.

Y ante pueblos tan remotos y hombres tan distintos, fieramente dominados, surge la pregunta del Cristianismo y los cristianos: España enjuicia a España en un proceso sin precedente.

Se planteó así un problema fundamental de convivencia: ante el evidente y aplastante triunfo de la fuerza, surgió el dilema: o dejar actuar las fuerzas naturales del egoísmo, la ambición, la audacia y la violencia, que hicieron posible la Conquista, o normar las fuerzas naturales, de acuerdo con un principio.

Problema político fundamental, de cuya resolución dependía, o el posible exterminio de una raza, como casi ocurrió en el Caribe, o la torturada integración de un mestizaje.

Planteado el problema equivalente a los sajones, éstos resolvieron a lo pagano; "El mejor indio es el indio muerto".

Planteado el problema a España, la solución fue cristiana:

Surgen las voces apasionadas, vibrantes y condenatorias de clérigos y teólogos, que eran los teóricos políticos activos del tiempo: de Montesinos, de Las Casas; y las soluciones de Vitoria, de De Soto y de todos los grandes teólogos juristas del siglo XVI, serenas, equilibradas, profundas, seguras de sí mismas: todos los hombres son iguales. El hombre-indio, es una persona digna, con derechos que se le deben proteger, tanto más cuanto mayor sea su inferioridad cultural. Y hasta Carlos I de España (Quinto de Alemania), asiste a la Cátedra de Vitoria.

Se formuló desde entonces una política calculada a largo plazo, de la cual, para nuestro bien o nuestro mal (no vamos a valorar ahora), arranca nuestra gestación.

Lo que quiero destacar es que nuestra integración, desde su inicio, se planteó y resolvió de acuerdo con un plan político preciso, resultado de una experiencia definida, calculada por los teóricos del tiempo, realizada por los políticos y practicada, vivificada o imposibilitada por hombres y circunstancias.

Este plan político obedecía a ciertos principios morales y se expresaba jurídica y económicamente de acuerdo con las ideas más avanzadas, aunque atemperadas, del tiempo.

El principio moral fue cristiano. Nunca, como entonces, fue cierta la afirmación de San Isidoro de Sevilla: "La Ley se hace para refrenar la audacia humana".

La Ley es normativa, trata de enderezar lo que naturalmente es insuficiente para satisfacer un fin propuesto y admitido como válido; por eso expresa el Derecho: lo recto es tanto más necesario cuanto es más torcida la naturaleza.

Los políticos y legisladores del siglo XVI, conteniendo a los hombres más audaces que conoció Occidente: miembros de una casta guerrera con un atavismo de ocho siglos de Reconquista, que se lanzaban ferozmente sobre pueblos débiles, que no los supieron resistir. Por eso, en México, la obra de la Segunda Audiencia, de don Antonio de Mendoza y de los primeros virreyes fue gigantesca y debe aquilatarse en su enorme trascendencia.

Se forjó entonces, con plena intención, una política de integración imperial, que tenía aliento nacional, basada en dos principios fundamentales; primero, la incorporación cultural y aun racial de los pueblos conquistados; y segundo, mientras ello ocurría, su protección oficial. De ello se encargaron clérigos como Las Casas, Zumárraga, etc., y después el monumento jurídico de las Leyes de Indias, tan ignorado por los más y tan calumniado por todos aquellos que incurren en el simplismo de entender la Historia como la lucha de los buenos contra los malos y que cuando toman un partido desdeñan todo lo realizado por el otro, como si esto fuere inevitable. De estos ejemplos está llena nuestra Historia.

Claro que la Ley no siempre, ni en todos los casos, contuvo a los audaces, pues es frecuente que los audaces se apoderen hasta de la Ley.

Pero como quiera, se inició entonces una de las gestas más extraordinarias en la Historia de la Humanidad.

Una fuerza moral, actuando por primera vez en la Historia, en forma sistemática y consciente, a través de Política y Derecho, para resolver un problema substancial: la igualdad, otorgándosela aun en la ignorancia o en la inconsciencia.

Claro que este principio tenía que estar empapado de circunstancias; los tiempos exigían soluciones monárquicas en lo político y mercantilistas en lo económico y esto complicó las soluciones y las retardó. Todavía estamos en el proceso, sin haber avanzado gran cosa en el resultado.

En efecto, la España del siglo XVI acababa de salir de la poliarquía medieval, concentrando el poder de una, a la sazón, novedosa nacionalidad, en un solo centro de decisión y acción política: las manos del Rey, a cuyo alrededor se agruparon el pueblo y el clero en contra de la nobleza feudal, levantisca y pulverizante. Hay que recordar que la primera expresión del Estado Nación fue la Monarquía.

Y fueron los monarcas españoles los que normaron la Conquista, a pesar de que ésta fue, en lo fundamental, el resultado de iniciativas individuales.

Pues bien y a pesar de ello, la cohesión nacional permitió que el Monarca conservara el poder y practicara una política de concentración evitando la formación de entidades feudales, hacia donde se encaminaba la natural tendencia de los conquistadores. Y ni siquiera don Hernán Cortés pudo enfeudarse.

Esta política de concentración nacional de fuerza, se expresó jurídicamente en la consideración de que la Corona conservaba el Dominio Alto, o Eminente, sobre suelo y subsuelo de las tierras conquistadas, respetando y estructurando jurídicamente, en lo posible, la propiedad comunal de las tierras de los pueblos de Indios.

De ahí que la creación de la propiedad privada fuera concesión del Estado, que conservaba el derecho de condicionarla, lo que significa nuestra más pura tradición jurídica, que resucita en el artículo 27 de nuestra Constitución y explica, desde el carácter restitutivo de la Reforma Agraria, después de la desviación liberal del siglo XIX, hasta la expropiación petrolera.

Esta política de concentración, en el siglo XVI la novedad necesaria, se conservó como modalidad política durante la Colonia y como en todos los casos, de solución devendría en problema.

En el aspecto económico, privó esa actitud primaria, todavía no estrictamente teórica, que después se llamó mercantilismo: la nacionalización de la economía expresada en la concentración de metales preciosos como única política definida, lo que explica, en América, la explotación minera y la solo circunstancial y auxiliar explotación agrícola, originalmente reducida a surtir los Reales de Minas.

Esta política, que tan esquemáticamente he sintetizado, produjo, primero la grandeza y fortuna de España; después, su ruina.

Se ascendió durante el siglo XVI; el equilibrio se estableció en el XVII y en el XVIII vino el descenso.

Después del siglo XVI, España olvidó la Gran Política, la que la hizo grande y vivió de inercia.

Especialmente a partir del advenimiento de los Borbones, se perdió el aliento de la gran empresa: la política se redujo a su forma más ramplona: a los problemas de sucesión, que son la vida de los ratones de la política; a la sazón, sucesiones dinásticas que tan desagradablemente agitaron a Europa.

El resultado de todo ello, para nuestra integración, fue muy complejo:

La política y el Gobierno se definieron en España y se aplicaron en América, tan sólo como administración.

Al principio, planteado el gigantesco problema y apuntadas sus soluciones, hubo mucho que hacer. Pronto se olvidó y siguió sólo la inercia: en gran parte del Virreinato ya no hubo política, solamente administración, al extremo de que el ya afrancesado Marqués de Croix decía: "...de una vez para lo venidero deben saber los vasallos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del Gobierno...".

Se perdió de este modo la tradición política en Nueva España y hasta España se detuvo jadeando sobre los dominios en los que no se ponía el sol y que le irían arrebatando, poco a poco, los piratas ingleses, las intrigas, las ideas francesas y las guerritas de sucesión.

Una gran política que no se renueva día a día acaba por detenerse. La planteación original de nuestra integración ya no podía seguir su desarrollo cuando las miras españolas se empequeñecieron.

Hasta la política de protección oficial al indio había perdido significado: estaban hasta cierto punto protegidos contra los excesos de rapacidad blanca; pero culturalmente estaban abandonados a su ignorancia y a su miseria. Olvidado el espíritu misionero, el blanco como don y negociante creó la leyenda del "indio irredimible", para abandonarlo a su suerte, olvidando que ésta era la única justificación de su fuerza. Y el indio, aislado por la protección oficial de la lucha vivificante, si bien no corrió el riesgo de ser eliminado, sí, en cambio, conformó su espíritu de modo que todo lo esperaba del Estado y casi nada de su iniciativa, que no era el mejor modo de prepararse para la explosión libero-individualista que lo envolvió en el siglo XIX.

Pasó el gran momento de España y el turno le tocó a otras naciones: la expresión monárquica del Estado-Nación empezó a ser obsoleta y éste fue substituido por el Estado moderno con todas sus instituciones, gestado de la misma tradición; pero, más madura, expresado de modo muy diverso. El mundo occidental hablaba de derechos individuales, de representación política, de división de poderes, de Estado de Derecho y España, perdida su propia tradición política, hablaba, con los Borbones, del Derecho Divino de los Reyes. Otras naciones hablaban del libre cambio y de la industria y España seguía en el mercantilismo suicida. Sólo una que otra voz trataba de armonizar el espíritu español del siglo XVI, con el iluminismo.

Apareció el Estado moderno en su expresión más típica: Los Estados Unidos de Norteamérica, al otro lado de las colonias españolas.

De todo ello, de su significado, sus tendencias, sus inconvenientes, se vinieron a dar cuenta, en lo que a la trascendencia mexicana se refiere, un gran teórico político, necesariamente extranjero, cuya obra e influencia en nuestra historia nunca será suficientemente subrayada, el barón Alejandro von Humboldt y un sagaz político español: el conde de Aranda.

Este último, más específico, al informar en 1783 a Carlos III, después de que España reconoció la independencia de los Estados Unidos, se expresaba así, en dos magistrales y proféticos párrafos, de la influencia que en la vida política de Nueva España traería el advenimiento de los Estados Unidos y de su sistema político:

"Esta República federal ha nacido pigmea, por decirlo así y ha tenido necesidad de apoyo y de las fuerzas de las potencias tan poderosas como España y Francia para conseguir su independencia. Vendrá un día en que será gigante, un coloso temible en esas comarcas. Olvidará entonces los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y no pensará más que en su engrandecimiento. La libertad de conciencia, la facilidad de establecer nuevas poblaciones sobre inmensos territorios, así como las ventajas que brinda el nuevo Gobierno, atraerán agricultores y artesanos de todas las naciones, porque los hombres corren siempre tras la fortuna y dentro de algunos años veremos con mucho dolor la existencia amenazadora del Coloso de que hablo."

"El paso primero de esta potencia, cuando haya llegado a engrandecerse, será apoderarse de las Floridas para dominar el Golfo de México, después de hacernos de este modo dificultoso el comercio con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no nos será posible defender contra una potencia formidable, establecida sobre el mismo continente y a más de eso, limítrofe".

De este modo surgió, para nuestra integración, un nuevo factor político con dos aspectos: en el teórico, la fatal y necesaria recepción del Estado moderno, bajo el aspecto de liberalismo; en el circunstancial y práctico, el impacto del Estado moderno más típico; los Estados Unidos.

Desde otro punto de vista, la necesaria recepción de una nueva política económica fue también prevista al principio del siglo XIX: en el capítulo XII del Libro 5º del Ensayo Político sobre la Nueva España, libro que debiera estar entre nuestros clásicos, Humboldt analizó los errores económicos del Gobierno español en forma por demás elocuente y sin duda causa de muchos hechos históricos que habrían de venir. Recordemos que el Gobierno español de los Borbones no sólo hostilizó la enseñanza, sino que estorbó y aun prohibió y desmanteló industrias ya establecidas y agricultura industrial. Recuérdese lo que Humboldt dice sobre esto:

"...La exportación de numerario por Veracruz y Acapulco excede algunas veces el producto de la amonedación y... las últimas operaciones del Ministerio Español han contribuido a empobrecer a México... Es una situación bastante crítica la de una población de cinco o seis millones de habitantes, que, por consecuencia de la Balanza poco favorable de su comercio, al hallarse expuesta a ver disminuir su capital en más de catorce millones de pesos al año, algún día se viese privada de sus riquezas metálicas, pues hoy día, veinte millones de pesos de artículos importados a México, se cambian contra seis millones, producto de la agricultura indígena y catorce millones en dinero, que se pueden considerar sacados de las entrañas de la tierra".

Y como remedio, Humboldt sugirió la Independencia. Sigámoslo: "Por otra parte, si los Reyes de España hubiesen hecho que gobernasen el reino de México algunos príncipes de su familia, residentes allí mismo, o bien, a consecuencia de aquellos acontecimientos de que la historia de todos los tiempos nos presenta ejemplo, las colonias se separasen de la metrópoli, México habría perdido anualmente nueve millones menos en numerario, que son los que salen, en parte, para la Tesorería Real de Madrid y en parte, bajo la denominación impropia de "situados", para las casas provinciales de la Habana, Puerto Rico, Panzacola y Manila. Dejando libre curso a la industria nacional, vivificando la agricultura y las manufacturas, la importación disminuiría por sí misma y entonces los mexicanos tendrían más facilidad para pagar el valor de los géneros extranjeros con las producciones de su propio territorio. El libre cultivo de las viñas y olivares... La libre destilación de los aguardientes de caña, arroz y uva; la exportación de harinas favorecidas con la construcción de caminos nuevos; el aumento de los plantíos de caña, algodón y tabaco; el beneficio de las minas de hierro y azogue y las fundiciones de acero, serán acaso, algún día, otros manantiales de riqueza más inagotables que todas las vetas de oro y plata reunidas. En circunstancias exteriores más felices, el equilibrio del comercio podrá estar en favor de la Nueva España sin que la cuenta abierta hace siglos entre ambos continentes, se salde exclusivamente con pesos mexicanos". Hasta aquí la extraordinaria lección política del gran Barón.

"En realidad —dice mi padre, don José López Portillo y Weber, en su libro inédito México, el mundo y el petróleo—, no hemos sido lo suficientemente agradecidos hacia Humboldt, a quien deberíamos considerar como promotor de nuestra Independencia. Si en mi mano estuviere, yo le concedería la ciudadanía mexicana póstuma. Sin embargo, se requirió el paso de un siglo y treinta y cinco años, para que la reproducción, en el petróleo, del problema minero, cuya solución percibió tan claramente, nos forzara a escuchar sus consejos y a seguir la conducta que él preconizó".

Como quiera que sea, hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, la política moderna, en su impulso ya ecuménico a partir de la Revolución Francesa, nos sacudió y nos obligó a recibirla.

Veamos en qué condiciones ocurrió la fatal recepción del Estado moderno y de la Economía liberal, para ir entendiendo la importancia nacional de la carrera de Ciencias Políticas.

La Gran Política española del siglo XVI, hacia los fines del XVIII era ya programa casi olvidado, con mucho por hacer y con resultados muy pocos sensacionales, que serían substancialmente atropellados en el siglo XIX.

La población, aunque en estratos no inmiscibles, estaba claramente dividida en sectores: el primero, el indio, que durante su predominio creó una cultura exclusivamente mística y me atrevería a llamar apolítica y ajurídica, se hallaba, en el tiempo a que me refiero, conservado de los excesos de rapacidad, aunque viviendo al margen, en una cultura que, cuando fue importada, se había prometido redimirlo totalmente; pero no lo había logrado y el indio sufría una miseria casi bestial, apenas atemperada por algunas rudimentarias ventajas, adquiridas en los primeros tiempos de la Colonia y nunca más renovadas.

Este sector indio, con tendencia a ser absorbido por el otro, en el evidente destino del mestizaje, única, posible, lógica e inevitable solución al problema de su asimilación; mestizaje que, a la sazón activo y desconcertado, bárbaramente inculto, se inquietaba ya por su futuro y tenía que intervenir en los sucesos que se preparaban.

En la parte alta de la población estaba el sector culto, los blancos, en evidente minoría, separados en dos sectores que empezaron a odiarse desde su primer contacto, desde Martín Cortés: los españoles peninsulares y los criollos, que llamaban a los primeros con el peyorativo "gachupines".

Ya hemos dicho que en Nueva España sólo se administró: política y gobierno se resolvían siempre en España y españoles peninsulares aplicaban las resoluciones en América, de tal suerte que el criollo, sistemáticamente separado de gobierno y administración, carecía en absoluto de experiencia política; pero como tenía acceso a las fuentes de riqueza, fundamentalmente mineras y agrícolas, podía cultivarse.

Esto permitió que el criollo del siglo XVIII representara la conciencia todavía no nacional pero sí regional de la Nueva España, necesariamente deformada en favor de sus propios intereses.

Fueron criollos quienes leyeron la copiosa literatura política del Siglo de la Ilustración, que se fue filtrando, a pesar del índice de la Inquisición y que tenía dos fuentes lógicas de administración: los españoles liberales tanto en la Vieja como en la Nueva España, inconformes con la situación y los revolucionarios norteamericanos.

De este modo, cuando ocurrió nuestra Independencia, fueron los criollos los que necesariamente, desplazado el peninsular, tuvieron que enfrentarse a los problemas de la política y del Gobierno. Y así nos cuenta Lorenzo de Zavala que, en México "había trescientos abogados interesados en manifestar erudición y patriotismo entre sus conciudadanos".

Ya no eran simples lectores de "Teología y Martirologías". Se leía a Locke, Rousseau, Montesquieu, Blanco Whitc y otros autores del siglo XVIII, pues, como nos dice el propio Zavala; "Los impresos de México (hacia 1810) no eran como en otros tiempos, poesías fugitivas, anacreónticas, elegías; versos eróticos, disertaciones sobre teología, elogios de algún libro ascético, de un sermón, en fin, relaciones de milagro; se hablaba ya sobre los principios del Derecho Social; sobre la Soberanía del Pueblo, sobre los límites de la autoridad, sobre los deberes de los gobernantes y otras cuestiones que interesaban a los ciudadanos".

Fue así como a través del liberalismo ocurrió la recepción del Estado moderno en México: a manos de una minoría culta e inexperta, que, en su esfuerzo frecuentemente dramático y no pocas veces ridículo, trató de adaptar a una idiosincrasia todavía no hecha conciencia, una experiencia política multisecular, que habría encontrado la expresión racional con alimentos de validez universal y que prendía modificar el mundo.

Hubo entonces muchos teóricos, muy pocos políticos en el cabal sentido de la palabra y una ya mexicana realidad, cada vez más complicada, que se escapaba de los pretendidos moldes racionales, en las trágicas convulsiones de nuestra gestación.

Pocos políticos; me atrevería a decir que sólo uno cabal: Morelos, muerto en la flor de su genialidad sin haber podido fructificar, por defender una idea, el Congreso, hecha carne en el de Chilpancingo, integrado por hombres que estaban muy abajo de él.

Desde entonces se inició un esfuerzo indispensable, inaplazable, aunque, paradójicamente, imposible: aplicar y adaptar instituciones, fruto de experiencias políticas ajenas, a una realidad inestable, incomprendida, que se escapaba, como se escapa, a toda tesis.

El resultado fue ese primer medio siglo XIX, en el cual el teórico, en euforia legislativa, suponía que bastaba promulgar leyes para obtener los óptimos resultados logrados en el norte sajón de América, mientras a la realidad política entraban dos tipos humanos gestados al calor de nuestra inmadurez, que me atrevo a llamar con sus nombres vulgares, pidiendo perdones, porque, en su impacto gráfico, son, en nuestro idioma, insustituibles: el "abusado" y el "lambiscón". Uno y otro están esperando el estudio de psicólogos y sociólogos.

No sé cuál pueda ser el origen de nuestro vulgarismo "abusado"; probablemente viene de la expresión "aguzado", de agudeza, aunque, al adaptarse al zumbón estilo de nuestro pueblo, hizo significativa frontera con "abuso". En innúmeros hechos sociales aparece el "abusado", aprovechando, en su propio y egoísta beneficio, un orden orientado al bien común, del cual inconscientemente "abusado" y "lambiscón" son parásitos, del que se burlan alegremente, teniéndose, por ello, en gran estima de capacidad. "Abusado" es por ejemplo, el que sin respetar la paciente "cola" que espera turno ante la ventanilla, logra "colarse" contra derecho y decencia; o el Presidente de la Sociedad de Alumnos, que después de intrigante campaña, se compra traje nuevo (eso era en mis tiempos de estudiante, no sé si ahora haya subido a coche), con el importe de su única obra de gran aliento; el baile anual de su Escuela, o... etc. Los ejemplos se multiplican. En la vida política son obvios. No los cito, porque esta conferencia haría frontera con la demagogia. Con el "abusado", se encuentra siempre la cauda de los que no se atreven, o no tienen capacidad para serlo: los aduladores, codiciosos, inescrupulosos y serviles que nuestro pueblo llama con el plástico y recio peyorativo de "lambiscones", vocablo que probablemente deriva de "lamber" o sea lamer, acción que ejecutan los perros con sus amos.

De este modo se fijan en la vida política del siglo XIX, diversos tipos de los cuales no nos hemos separado; junto al Político con mayúscula y frecuentemente contra él, el iluso impráctico, envueltos ambos por abusados y lambiscones. Vuelvo a pedir perdones por el uso de estos insustituibles vulgarismos.

Así vivió México en la primera mitad del siglo XIX, de la cual prácticamente se adueñó un pintoresco personaje, prototipo cabal del "abusado": Su Alteza Serenísima, el imponderable, mexicanísimo y jarochísimo don Antonio López de Santa Anna, quien sin duda rompió un récord no igualado: entre sus innúmeras conspiraciones, levantamientos, intrigas y traiciones, logró una inimitable: en 1830 fueron elegidos él, don Antonio, para Presidente y don Valentín Gómez Parías para Vicepresidente. El gobierno que formaron, por influencias del último, radical convencido, empezó a desarrollar una acción de carácter liberal que desagradó a los poderosos conservadores extremistas, que amenazaron con una oposición incontrastable. Santa Anna no quería perder el puesto. ¿Qué hacer? Exactamente lo que hizo. Algo muy sencillo, tan sencillo que no se le ocurriría a ninguno de ustedes: se sublevó contra sí mismo; triunfó y deshizo todo cuanto había hecho.

El caso es típico de una época que se estudia con desaliento si no nos la explicáramos como resultado de la penosa ebullición del crisol y de la podredumbre del fermento, cuando se perdió la hebra de oro de nuestro destino, que no volveríamos a encontrar, sino hasta 1910 en que, por lo menos, volvimos a hacer conciencia la Gran Política.

Esta época inicial de nuestra vida independiente fue época de terribles contrastes, entre la Política y la Sociología, época en que se hablaba de derechos individuales a seres miserables atados a su hambre; en que se hablaba de representación política, en trágica burla; y de división de poderes y de Estado de Derecho y de Libre Cambio, a un pueblo que no sabía ni siquiera de su propia existencia, a un pueblo explotado como si fuera patrimonio propio, por caudillejos que en centrífuga ambición desgarraban el país.

Ejemplo grotesco de la situación lo da esta anécdota, que cuento como me la contaron:

Sucedió que en un camino, cerca del pueblo de Santa Anna de los Negros, próximo a Guadalajara y por aquel entonces de poco envidiable fama, un hatajo valiosamente cargado sufrió el habitual asalto; pero los arrieros, avezados a los combates, no sólo lograron rechazarlo dando muerte a dos o tres maleantes, sino que capturaron a otros, entre ellos, al capitán de la gavilla. Después de atarle manes y pies muy sólidamente y sin evitar raspones durante la ceremonia, el "cargador" del hatajo, hombre de pelo en pecho, montó en su buen cuaco, hizo acomodar al alicaído bribón a la grupa y así llegó hasta la plaza de armas de Santa Anna preguntando a ciertos mirones que no despegaban los ojos del cautivo:

—¿On'ta l'autoridá?

—"Pos ahí la lleva en ancas".

¡Cuántas veces nuestro pueblo tuvo y ha tenido, que llevar a la autoridad en ancas!

Pero llegó la catástrofe de 1847. Nos encontró tan desunidos que, salvo los Estados, a la sazón ya federados que directamente sufrieron la invasión, sólo el Distrito Federal y los estados de San Luis Potosí, México, Querétaro, Guanajuato, Michoacán y Jalisco, que contribuyeron con sangre y esfuerzo a la defensa del país, ninguno otro se prestó a ello, tomando en cuenta muy seriamente que eran "soberanos" y ¡se declaran neutrales!

La catástrofe nos despertó y sólo con el brutal desgarrón se inició la gestación de nuestra incipiente y todavía en proceso conciencia nacional, que se expresó como doctrina en la Constitución de 1857, que ya supo insertar algo del Liberalismo a nuestra carne mestiza y que se hizo símbolo en un indio cultivado: Benito Juárez.

Dos partidos políticos se disputan nuestra vida independiente, correspondiendo a dos fuerzas que en todas partes y en todos los órdenes de la vida se expresan: la que tiende a conservar lo creado y la que tiende a reformarlo: realistas e insurgentes; centralistas y federalistas; liberales y conservadores; revolucionarios y reaccionarios... fatal línea dialéctica que nuestra pasión nos ha evitado unir en una síntesis comprensiva, si no de acción, por lo menos de respeto. Pasión que incurre en el simplismo de entender, como antes dije, la Historia como una lucha de buenos contra malos, de alguaciles contra ladrones, ignorando una gran verdad que enseñó Maquiavelo, el florentino: "Nadie hay completamente bueno ni malo y menos en política, donde bien y mal están separados por el filo de un cuchillo".

Buenos y malos hubo, hay y habrá en los dos bandos.

Estos extremismos pasionales empobrecen todavía más nuestra historia, al ver, por ejemplo, en Miramón un "traidor", olvidando que en 1847 voluntariamente luchó en Chapultepec contra los yankis, o al ver en Juárez el firmón del tratado Mc Lane-Ocampo, olvidando que él fue el primer centro de conciencia auténticamente mexicana. A los hechos, dolorosos en sí, se añade innecesariamente la interpretación en sistemáticas deformaciones. Esto ha trascendido a un divorcio lamentable entre fuerzas que chocan y se destruyen debiendo colaborar.

Pero, en fin, después de 1857, nuestra vida política se vertebró unitariamente en un liberalismo que pudo persistir a pesar de la invasión francesa, que importó un Imperio, que en doctrina creyó necesario adoptar como propio, en muchos extremos, el ideario liberal.

Se introdujeron de este modo instituciones artificiales, que a fuerza de empujones, bien o mal, acabaron por funcionar, combinándose incluso con la gestación de la conciencia nacional, e identificándose con ella.

En política, las soluciones son siempre transitorias, porque necesariamente se refiere a circunstancias.

De este modo el liberalismo, como sistema racional adaptado a México, ofreció algunas soluciones: dejó sin tocar algunos problemas, y dio lugar a otros muchos. Desde luego con él se inició una vida constitucional, reforzada por una institución que ha sido fundamental en nuestra vida civil política y jurídica: el amparo, mantenedor de nuestra cohesión nacional, porque Controla los excesos regionales que pueden convertirse en fuerzas centrífugas.

Agotados los caudillos revolucionarios, después de la caída de Maximiliano, el último de ellos se convirtió en el pacificador, concluyó la guerra de todos contra todos, instituyéndose Leviatán. Y otorgó sus garantías: Paz y Seguridad. Fue un Leviatán mestizo de liberalismo, cuyo lema fue "poca política y mucha administración".

El liberalismo, especialmente en su aspecto económico, está fundado en una moral atomista y racional y que se origina en el egoísmo y en su utilidad. Funciona en el supuesto de que existan individuos autosuficientes que se están haciendo valer recíprocamente en un ambiente de igualdad funcional.

Pero en un pueblo subdesarrollado, en plena gestación de su tipo nacional, todavía no logrado, en el que grandes contrastes, la miseria y la ignorancia, son la verdad más amarga, el liberalismo no podía funcionar: es una observación muy conocida la de que la liberación del miserable por parte de un Estado, conduce tan sólo al abandono de sus problemas; al otorgamiento de derechos que no funcionan y de responsabilidades que sólo aniquilan.

Y esto ocurrió cuando el Porfiriato en una de nuestras más amargas lecciones: el atomismo racional a lo John Locke, padre de la democracia moderna, condujo a la concepción de que la propiedad privada es un derecho del individuo, un derecho anterior al pacto social, que el Estado, tan sólo debe garantizar.

Este principio, incrustado en nuestra política, sirvió de ariete para acabar con los bienes del clero y obligar a la división individual de toda propiedad colectiva.

Logró su buscado objetivo; pero alcanzó otros no perseguidos ni calculados al dividir y prohibir la propiedad común de los pueblos, especialmente indios. Pulverizada así la propiedad, las tierras comunales entraron al comercio y las perdieron los miserables por un plato de lentejas.

Con ello, cumpliéndose el ciclo dialéctico del Ubre cambio al monopolio, se aceleró la creación del gran latifundio, a lo cual contribuyeron también las leyes de tierras, denuncias, composiciones y concesiones de que se valieron los "científicos" y con los cuales se arruinó a los ignorantes: derechos de propiedad individual titulada, destruyente posesión, tradición y uso.

Y esa era la política liberal, racional, utilitarista, que fatalmente tenía que ensayarse; era un camino que tenía que recorrerse, para que México se convenciera de que no era el suyo. En nuestro país, la sola administración, por uno u otro camino, lleva a la oligarquía; es sólo la gran política la que nos puede integrar; una constante intención normativa por parte del Estado, totalmente alejado del dejar hacer, disfraz de indiferencia o impotencia.

Mucha administración y poca política llevó al brutal estallido revolucionario de 1910.

Los problemas fundamentales de México son demasiado hondos para ser resueltos con solo administración, orden y paz. Existen, desde el origen de nuestra gestación, cuestiones fundamentales que requieren respuesta y que queman las entrañas de quien las hace conciencia: problemas de dignidad humana y de justicia social que no se resuelven pacificando la miseria, ni ordenando el abandono de los débiles, ni administrando el contento a costa de los poderosos.

Esto se demostró con la Revolución; con ella, por distintos caminos, se volvió a plantear el difícil problema de nuestro origen y la decisión de resolverlo, volviendo a la responsabilidad de la gran política.

Del jugo mismo de la tierra nació el programa hecho de todos y de ninguno: el de los Flores Magón, el de Madero; el del telúrico Zapata ; el fragmentado en rudos vocablos reveladores del simbólico Villa; el del Varón de Cuatro Ciénegas y el de los Constituyentes y los de tantos y tantos que asistieron y actuaron en ese sangriento desorden orientado (valga la expresión) que vivió la generación revolucionaria, hasta cristalizar, al fin, en su síntesis, en el equilibrio dinámico que es la Constitución de 1917, que vuelve a expresar el ambicioso programa de una gran política, ahora íntimamente nuestra, porque ya no se ha importado, sino que ha florecido de nuestro suelo y con nuestra sangre, y que, por ser íntimamente nuestra, puede ser universal.

Tenemos ya un programa político de integración que nos permite normar nuestro futuro por mucho tiempo. Valores definidos, orientaciones claras, un cuerpo jurídico funcional, recogidos de la experiencia cristiano-occidental; pero adaptados al momento histórico en que la pudimos hacer nuestra, propia y espontánea, con las modalidades de una idiosincrasia que también, conjuntamente, integramos.

Tenemos ya la orientación. La Revolución se ha hecho Gobierno, que es el aspecto más difícil de la justificación, porque tiene que ser el más positivo. Ya no basta la rebeldía ni la inspiración; menester es el detalle, el acabado, que sólo el conocimiento sistemático y la técnica, como recomendación para hacer bien una cosa, pueden proporcionar si se aúnan a la responsabilidad, porque sigue existiendo el contraste entre política y sociología, entre la norma y lo normado.

Pero aun siendo cierto que la Revolución no ha resuelto los problemas de México, tiene el programa para ello, como se comprueba, por ejemplo, con el fenómeno de que, aun los partidos políticos de oposición, salvo detalles, comparten el ideario de la Constitución y sólo la extrema izquierda, que corresponde a un problema de solidaridad extranacional, pretende un cambio básico de política.

Vivimos la época de aceptación general del Código Constitucional y de sus tendencias: sólo se exigen realizaciones y conformidad, que es un problema de hombres y no de programa.

Nos ha tocado, pues, la suerte de vivir el momento más propicio para precipitar un destino del cual tenemos clara conciencia. El problema es de hombres, no de principios, porque tenernos programa, repito, para mucho tiempo.

Un programa que nos permite orientarnos en un mundo de crisis.

El camino es difícil: dos guerras mundiales demostraron la interdependencia de todos los que giran bien o mal de su grado, en torno de los nuevos imperios y potencias. Integramos apenas, como misión por cumplir y en gran parte como misión del mismo Estado, nuestra nacionalidad, en un mundo en el cual las soluciones nacionales son ya insuficientes, en virtud de la internacionalización por doctrina: los bloques internacionales económicos o ideológicos son destino manifiesto; parece que, hasta en ese aspecto, se tiende a la corporación.

Por otro lado el hombre ha despertado una fuerza para calificar la cual ya no basta decir que es "natural", sino cósmica y que, si no es normada, llevará al más bestial asesinato de la humanidad por parte de los aprendices de brujo. La Humanidad, evidentemente, camina hacia la universalidad o hacia su aniquilamiento.

Así y aquí, nos ha tocado vivir. Tenemos mucho que hacer dentro de nuestra casa, todavía miserable y subdesarrollada, para merecer el destino universal del género humano, hacia el cual nos permite orientarnos la tendencia política que ya es nuestra plena conciencia, porque se funda en la afirmación y la dignidad del hombre y su justicia, que fue precisamente el inicio de nuestra gestación. Sabemos que eso es una tarea exclusivamente humana, posible sólo por la actualización de la norma, que es obra de cultura.

Es evidente que por ese complejo destino de tantas proyecciones, no nos puede llevar ni el iluso impráctico ni la ceguera del fanático extranjerizante, ni el egoísmo del caudillejo, ni la viveza del "abusado". Necesitaríamos, claro está, del gran político que pudiera elevar su voz de profeta, en un ambiente donde pueda ser oído; pero como el genio es privilegio fuera del control humano, requerimos del técnico modesto, pero consciente y sistemático, que actúe en el pequeño detalle que es la única forma de realizar la obra calculada que está esperando la constante y renovada decisión del hombre público para cumplirse. Necesitamos de una plena conciencia de realidades y tendencias en el guía y en sus colaboradores. Allí están todas las corporaciones de nuestra patria tan necesitada de buena semilla, el partido político, el sindicato, los gremios, especialmente el Municipio, el propio Estado, en los cuales siempre ha habido y siempre habrá políticos con o sin estudio, pero que son frecuente botín de improvisados que sólo cuentan con su decisión, se apoyan en su bendita ignorancia, síntoma de su irresponsabilidad y lucran en favor de su egoísmo. Necesitamos, en todas las filas de la política, plena conciencia de nuestros problemas internos y externos; de las influencias que recibimos o ejemplificamos; de nuestras tendencias y proyecciones en un mundo en crisis. Y ése es un problema de cultura y de responsabilidad.

Estamos ante dos únicos caminos que pueden llevar a un mismo fin:

O el político estudia, o se estudia para político.

 

Por eso nuestra Universidad, comprendiendo su importancia nacional, ha afrontado la responsabilidad de crear una carrera de Ciencias Políticas, que pueda ser un centro, sólo uno; por lo pronto, de conciencia política. Cumple así con una obligación inaplazable ante la sociedad. Es una obra a largo plazo, que tal vez no pueda dar frutos inmediatos, porque lo demás lo tendrán que hacer los egresados, cada uno ante su propia vida y circunstancias, pues ya antes dije que la Escuela es como la madre de los Gracos: entrega las armas, enseña la obligación y exige un destino.

* En: “Revista de Ciencias Políticas y Sociales”, Número 7, Año III de enero-marzo de 1957; editada por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. UNAM.