Sobre si el anciano debe intervenir en política. Plutarco.
- No ignoramos, Éufanes, que, como admirador de Píndaro que eres, a menudo tienes en la boca lo que él dijo de modo apropiado y convincente:
una vez establecido el combate, la excusa arroja la virtud a la profunda tiniebla
Puesto que las vacilaciones respecto a las lides políticas y la flaqueza proporcionan innumerables excusas, y la última que nos traen, como si moviéramos «la (ficha) de la línea sagrada», es la vejez; puesto que, pensando que con esto justamente embotan y confunden nuestra ambición, intentan convencemos de que hay un momento oportuno para retirarse no sólo de la carrera deportiva, sino también de la política, pienso que las reflexiones que yo mismo me hago en cada momento sobre la actividad política en la vejez, debo exponerlas también para ti. Para que ninguno de los dos abandone el largo trayecto que hasta aquí hemos recorrido en común ni, abandonado la vida pública como si de una amistad continuada y de la misma edad se tratara, cambie a otra menos asidua y sin el tiempo necesario para llegar a ser asidua e íntima, sino que permanezcamos en aquello que desde el principio elegimos, haciendo de vivir y de vivir con honor una misma finalidad. Si no, seria rechazar, en el poco tiempo que nos queda, la mayor parte del que hemos vivido, como si lo hubiésemos desperdiciado vanamente en algo desprovisto de nobleza. Pues no es la tiranía, como dijo alguien a Dionisio, una bella mortaja, sino que, por no haber puesto fin a su injusta monarquía, causó su más completa desgracia, y con razón más tarde Diógenes, cuando vio al hijo de aquél convertido en simple particular después de haber sido tirano, le dijo «en qué situación más poco digna de tí mismo estás, Dionisio; no deberías vivir aquí, con nosotros, en libertad y sin miedo, sino pasar la vida allí, enclaustrado en tu palacio como tu padre, hasta que te llegase la vejez». La actuación política, conforme a los principios de la democracia y de la ley, de un hombre que acostumbra a mostrarse no menos útil cuando es mandado que cuando manda, proporciona a su muerte una mortaja verdaderamente bella, la gloria que ha obtenido en vida. Pues esto es «lo último que desciende bajo tierra», como dice Simonides, excepto de aquellos cuyo amor a la humanidad y a lo noble perece antes que su vida, cuyo fervor por el bien declina antes que sus pasiones elementales, como si las cualidades activas y divinas del alma se extinguieran antes que las pasionales y corporales. Por eso no está bien decir, ni aceptarlo cuando otros lo dicen, que la ganancia es la única actividad que no cansa. Es más, habría incluso que mejorar lo que dice Tucídides, pensando que el amor a los honores no es lo único que no envejece, sino que envejecen aún menos los intereses sociales y políticos, que persisten en las hormigas y las abejas hasta el final. Nadie ha visto una abeja convertida en zángano por efecto de la edad, según algunos pretenden que los políticos, cuando empieza su declive físico, se queden en casa inactivos y arrinconados, dedicándose a comer y a ver cómo su capacidad de acción va siendo corroída por la inactividad como el hierro por la herrumbre. Catón decía que a las muchas calamidades propias de la vejez no hay que añadir voluntariamente la vergüenza del vicio. De los muchos vicios que hay ninguno deshonra más a un viejo que la pereza, la cobardía y la debilidad, cuando dejando las funciones públicas se refugia en la vida doméstica propia de las mujeres o en el campo para vigilar a sus cosechadoras y segadores:
¿Qué fue de Edipo y sus famosos enigmas?
Pues el comenzar en política en la vejez y no antes, como Epiménides, que según dicen se durmió joven y despertó viejo cincuenta años después, y el lanzarse, abandonando una tranquilidad tan larga y en concordia consigo mismo, a las luchas y ocupaciones, cuando se está falto de costumbre y de entrenamiento, y no se ha tenido trato ni con los asuntos ni con los hombres de estado, quizá sería exponerse a la acusación de la Pitia: «Llegas tarde si buscas» el mando y gobierno del pueblo. Llamas fuera de hora a la puerta del palacio de los estrategos, como un juerguista o un huésped maleducado que se presenta en plena noche, cambiando no de lugar ni de país, sino de vida, una vida en la que no tienes experiencia. Porque la frase de Simonides «la ciudad enseña al hombre» es cierta para aquellos que tienen tiempo de renovar su aprendizaje y adquirir una enseñanza obtenida mediante trabajosos esfuerzos a través de numerosas luchas y dificultades, si esta enseñanza encuentra en el momento oportuno a una naturaleza capaz de soportar con buena disposición el esfuerzo y el fracaso. Estas palabras podrían parecer adecuadas para el que se embarca en política en la vejez.
- Sin embargo, vemos por el contrario que los muchachos y los hombres jóvenes son disuadidos de actuar en política por los que tienen sensatez; y lo demuestran las leyes que, por medio del heraldo, en las asambleas no hacen subir primero a la tribuna a los Alcibíades y Piteas, sino que invitan a hablar y dar consejo a los que han sobrepasado los cincuenta años. Porque no tanto la falta de audacia y la inexperiencia a cada soldado *** Catón, defendiéndose a sí mismo en un proceso cuando tenía ochenta años, dijo que era difícil, después de haber vivido con unos, defenderse ante otros. Que la política de César, el vencedor de Antonio, fue en sus últimos años mucho más real y benefactora para con el pueblo, todos lo reconocen. Él, cuando intentó reprimir con dureza las costumbres y normas de los jóvenes y éstos se alborotaron, les dijo: «escuchad, jóvenes, a un viejo al que escuchaban los viejos cuando era joven». El gobierno de Pericles alcanzó su mayor poder en su vejez, cuando convenció a los atenienses de emprender la guerra; y cuando estaban deseosos de luchar contra seis mil hoplitas en un momento inoportuno, él se opuso y lo impidió, ocultando bajo sello tanto las armas del pueblo como las llaves de las puertas de la ciudad. En cuanto a lo que Jenofonte escribió sobre Agesilao, merece exponerse con sus propias palabras: «¿a qué juventud no aventaja manifiestamente su vejez?, ¿a quién en la flor de la edad temían tanto los enemigos como a Agesilao en su más extrema vejez?, ¿de quién los enemigos se alegraron más de desembarazarse que de Agesilao, aunque murió anciano?, ¿quién inspiró valor a sus aliados sino Agesilao, incluso estando próximo al final de su vida?, ¿a qué joven añoraron más sus amigos que a Agesilao, cuando murió siendo ya viejo».
- El tiempo, pues, no les impidió a todos ellos llevar a cabo tan grandes cosas, pero nosotros, que vivimos cómodamente en estados libres de tiranía, guerra o asedio, ¿hemos de acobardamos ante contiendas sin guerra y rivalidades que quedan zanjadas las más de las veces por la ley y la razón de acuerdo con la justicia, reconociendo ser más cobardes no sólo que los estrategos y demagogos de entonces, sino incluso que los poetas, sofistas y actores? Si Simónides venció en un concurso coral en su vejez, como muestran los últimos versos de su epigrama:
Por su exhibición coral la gloria acompañó a Simónides,/ el hijo de Leoprepes, a los ochenta años
de Sófocles muchos dicen que, para escapar a la acusación de que su razón desvariaba, leyó la párodos del Edipo en Colono, cuyo comienzo es:
Llegas, extranjero, a esta región/de bellos corceles, a la mejor morada de la tierra, a la blanca Colono, donde/ más gorjea el armonioso ruiseñor/ que frecuenta los verdes valles
como el canto pareció maravilloso, el público lo acompañó en cortejo desde el tribunal, como si saliera del teatro, entre aplausos y aclamaciones. Hay acuerdo en que es de Sófocles este epigrama:
Este poema para Heródoto compuso Sófocles /cuando tenía cincuenta años.
A Filemón el cómico y a Alexis la muerte los sorprendió en escena cuando eran coronados en un concurso de comedia. Eratóstenes y Filócoro cuentan que Polo, el actor trágico, habiendo llegado a los setenta años, compitió en ocho tragedias en cuatro días poco antes de su muerte.
- ¿No es, pues, vergonzoso que los ancianos de la tribuna parezcan más cobardes que los de la escena y, abandonando los concursos verdaderamente sagrados, depositen la máscara de político para cambiarla por vaya usted a saber cuál otra? Cambiar la de rey por la de campesino, es humillante; pues si Demóstenes decía que era una indignidad que la Páralo, la trirreme sagrada, transportara madera, piedras y ganado para Midias, el hombre de estado que abandona las funciones de presidente de los juegos, de beotarca, de presidente de la anfictionía y es visto midiendo la harina y el orujo de aceituna, y dedicado a las pieles de oveja, ¿no parecerá a todos sin excepción que merece el dicho «vejez de caballo» sin ninguna necesidad? Emprender una actividad artesanal o comercial después de haberse dedicado a la política es lo mismo que arrebatarle a una mujer libre y honesta el vestido, ponerle un delantal e instalarla en una taberna. Pues la dignidad y grandeza de la virtud política se pierden cuando ésta se encamina a los asuntos domésticos y a la ganancia. Y si, ya en el colmo, llaman tranquilidad y disfrute a una vida de molicie y lujo, e invitan al político a pasar su vejez consumiéndose dulcemente de esta forma, no sé cuál de estas dos vergonzosas imágenes parecerá más apropiada a su vida, si la de los marineros que sin llevar la nave a puerto la abandonan en medio del mar para dedicarse a los placeres del amor ya todo el resto de su vida, o la imagen que algunos, en broma, pintan injustamente de Heracles en casa de Ónfale, vestido con la túnica color de azafrán, dejándose abanicar y rizar el cabello por unas sirvientas lidias. Así, despojaremos al político de su piel de león, lo recostaremos ante la mesa y lo banquetearemos continuamente al son de la lira y de la flauta, sin que nos disuadan las palabras que Pompeyo Magno dirigió a Lúculo cuando éste, tras su carrera militar y política, se abandonó a los baños, a los banquetes, a las prácticas sexuales en pleno día, a la mucha desocupación y a la construcción de edificios extravagantes, y acusaba a Pompeyo de ambicionar el poder y la fama de forma impropia para su edad. Pompeyo le contestó que más impropio de la vejez era el placer que el mando. Cuando éste estuvo enfermo y el médico le prescribió comer tordo, que por haber pasado ya la temporada era difícil de encontrar, alguien le dijo que Lóculo tenía muchos que criaba en su casa. Él no envió a buscar uno ni lo aceptó, diciendo: «¿Es que si Lóculo no se dedicara a los placeres no iba a poder vivir Pompeyo?»
- Pues incluso si verdaderamente la naturaleza busca el placer y la alegría, el cuerpo de los viejos ha renunciado a todos los placeres excepto a los pocos que son imprescindibles, y no sólo «Afrodita se irrita con los viejos», como dice Eurípides, sino que también sienten las más de las veces que se debilita y embota el deseo de beber y comer y a duras penas pueden, por así decirlo, aguzarlo y excitarlo. Hay que procurarse, pues, para el alma placeres que no carezcan de nobleza y libertad, no como Simónides que, a los que le acusaban de ambicionar riqueza, contestó que, estando privado por la edad de los demás placeres, todavía había uno que podía mantenerlo en su vejez, el de la ganancia. Pero la política procura los mayores y más bellos placeres, los únicos que verosímilmente agradan a los dioses, o al menos los que más les agradan, y que son los que proporcionan el hacer el bien y el llevar a cabo algo hermoso. Pues si Nicias el pintor conseguía tal disfrute con la práctica de su arte que sus servidores solían preguntarle si se había bañado o había comido, a Arquímedes sus esclavos tenían que arrancarlo por la fuerza de la tablilla a la que se aferraba, lo desvestían y le frotaban aceite, y él seguía dibujando figuras sobre su cuerpo grasiento. Cano, el flautista, al que tú también conoces, decía que los hombres ignoraban cuánto mayor que el de los demás era el placer que él sentía al tocar la flauta, pues si no, los que quisieran oírle aceptarían dinero en vez de pagarlo para hacerlo. ¿No podemos, pues, imaginar qué grandes placeres proporcionan a los que las practican las virtudes derivadas de las acciones hermosas, de las obras que sirven al bien común y a la humanidad? No rascan ni irritan, como los movimientos suaves y agradables en la carne. Estos procuran una irritación como de picadura pasajera y acompañada de palpitaciones, pero los placeres que hay en las bellas acciones de las que el buen político es artesano, elevan el alma y la hacen adquirir grandeza y magnanimidad con alegría no como las «doradas alas» de Eurípides sino como aquellas alas celestes de Platón.
- Trae a tu memoria cosas que has oído muchas veces: Epaminondas, cuando le preguntaron qué había sido para él lo más dulce, respondió que el haber vencido en la batalla de Leuctra cuando aún vivían su padre y su madre. Sila, cuando se reencontró con Roma después de haber limpiado Italia de guerras civiles, no durmió ni un momento esa noche, sintiendo que su alma, por el placer y la alegría, se elevaba como por un soplo. Esto lo escribió él mismo en sus memorias. Nada es más dulce de oh que un elogio, según Jenofonte, pero no hay espectáculo, recuerdo o pensamiento que procure una alegría tan grande como la contemplación de las propias obras llevadas a cabo en los cargos y en el gobierno, como en lugares visibles y públicos. Sin embargo, la gratitud amable que sigue a las acciones, y el elogio que aspira a competir con ellas y que conduce a una benevolencia justamente merecida, añaden al que disfruta de la virtud una especie de luz y de brillo. No hay que quedarse indiferente viendo cómo la gloria se seca en la vejez como una corona de atleta, sino despertar la gratitud por los actos antiguos, añadiéndole algo siempre nuevo y de última hora, y hacerla eternamente joven. Como los que *** la nave de Delos, en vez de los (maderos) defectuosos aplicaban y clavaban otros nuevos, y así parecían mantenerla eterna e incorruptible desde aquellos tiempos. De la fama como del fuego la conservación y mantenimiento no es difícil; sólo necesitan un poco de combustible, pero una vez que se han extinguido y enfriado, no es fácil volver a encender ninguno de los dos. Cuando preguntaron a Lampis, el naviero, cómo había conseguido su fortuna, contestó: «la grande sin dificultad, pero la pequeña fue penoso y lento». Del mismo modo, alcanzar la gloria y el poder mediante la política al principio no es fácil, pero una vez que la gloria ha llegado a ser grande, está a la mano el aumentarla y conservarla a partir de lo que se tiene. Pues un amigo, cuando ha llegado a serlo, no busca muchos ni grandes servicios para seguir siéndolo, sino que los pequeños gestos, de una forma continuada, preservan su afecto. El amor y la confianza del pueblo no precisan que se sea constantemente corego, abogado público o magistrado; se mantienen por la propia buena voluntad y por el no abandonar ni renunciar a su cuidado y preocupación. Pues tampoco las expediciones militares hacen constantemente formaciones, batallas y asedios, sino que también hay intervalos en que se les permite hacer sacrificios, reuniones y pasar abundante tiempo libre en juegos y diversiones. ¿Por qué hay que temer la vida pública como algo inexorable, trabajoso y duro, cuando los espectáculos, procesiones y distribuciones,
las danzas, la Musa y Aglaya
y la fiesta en honor de algún dios, que siempre desfrunce el ceño a todo un cuerpo de magistrados y a un senado, les pagan ampliamente con disfrute y alegría?
- Sin embargo, el mayor mal que tiene la vida pública es la envidia, a la que la vejez se enfrenta en muy escasa medida:
pues los perros ladran contra los desconocidos,
como dice Heráclito, y la envidia lucha contra los que comienzan, como si estuvieran a las puertas de la tribuna, y no les deja acceder a ella, pero soporta la gloria que le es familiar y habitual no de forma feroz y malhumorada, sino con tranquilidad. Por eso algunos comparan la envidia con el humo, pues cuando algo empieza a quemarse se expande abundantemente, pero cuando surge la llama brillante, desaparece. Combaten contra las demás excelencias, y ponen en cuestión la virtud, el linaje y el honor, como si se arrebataran a sí mismos lo que otorgan a los demás. Pero el privilegio de la edad, lo que en propiedad se llama presbeîon, está libre de envidia y todos ceden ante él, porque si hay un honor que adorne más al que honra que al que es honrado, ése es el que se rinde a los ancianos. Es más, no todos esperan llegar a poseer el poder que da el dinero, la elocuencia o la sabiduría, pero ninguno de los que intervienen en política desespera de alcanzar el respeto y la reputación a que conduce la vejez. Y en nada se diferencia el piloto que navega arriesgadamente contra viento y oleaje, esperando atracar cuando vuelvan la calma y la bonanza, del que durante largo tiempo ha combatido contra el mar de la envidia y después, una vez que éste se ha apaciguado y allanado, se retira de la política y abandona, junto con sus actividades, a sus colaboradores y partidarios. Porque cuanto más tiempo haya pasado, también habrá hecho más amigos y compañeros de lucha, y no le es posible llevárselos a todos consigo, como hace un didáscalo con el coro, ni es justo que los abandone. No es fácil arrancar, como los árboles viejos, una larga carrera política de raíces profundas, enredadas en asuntos que proporcionan numerosos problemas y desgarros tanto si uno se marcha como si se queda. Y si queda algún residuo de envidia o rivalidad hacia los ancianos de resultas de las lides políticas, deben apagarlo mediante su autoridad antes que darle la espalda retirándose desnudos y desarmados. Pues no es tan grande el ataque de los que envidian a los que combaten como el de los que desprecian a los que abandonan.
- Testimonio de esto es lo que dijo el gran Epaminondas a los tebanos cuando, llegado el invierno, los arcadios los invitaron a ir a su ciudad y pasarlo en sus casas. Él no lo permitió, diciéndoles: «ahora os admiran porque os ven ejercitándoos con las armas y luchando, pero si os ven sentados junto al fuego engullendo habas, pensarán que no sois en nada diferentes de ellos». Igualmente resulta solemne la contemplación de un anciano que habla, actúa y es objeto de honores, pero el que pasa el día en la cama o sentado en un rincón del pórtico diciendo tonterías y sonándose los mocos, es digno de desprecio. Esto de hecho lo enseña Homero a los que saben prestarle oídos; porque Néstor, cuando hacía campaña en Troya, era objeto de reverencia y gozaba de muchos honores, pero Peleo y Laertes, que se quedaron a guardar sus casas, fueron expulsados y despreciados. Pues la facultad de pensar no perdura en los que se abandonan, sino que, embotada y anulada poco a poco por efecto de la inactividad, añora siempre alguna práctica reflexiva, que despierte y depure la razón y la capacidad de acción:
Pues resplandece en su uso como bronce magnífico
porque la debilidad corporal (no) perjudica (tanto) a la actividad política de los que contra su edad suben a la tribuna cuanto les beneficia su prudencia, sensatez y el hecho de que no se lanzan a los asuntos públicos llevados por afán de rivalizar o de gloria vana, ni arrastran consigo a la muchedumbre como un mar agitado por la tempestad, sino que tratan con dulzura y moderación a aquellos con los que se relacionan. Por eso las ciudades, cuando sufren un tropiezo o sienten miedo, desean ser gobernadas por hombres de edad avanzada, y a menudo han traído del campo a un anciano, sin que él lo pidiera ni lo deseara, y le han obligado a tomar el timón, por así decirlo, y a enderezar de nuevo los asuntos, dejando a un lado a estrategos y demagogos capaces sólo de vociferar y hablar sin tomar aliento y, por Zeus, de luchar contra los enemigos «plantados a pie firme». Así, en Atenas los oradores opusieron como rival de Timoteo e Ifícrates a Cares el hijo de Teocares, que estaba en su plenitud física y era vigoroso, porque consideraban que un hombre así debía ser el estratego de Atenas, pero Timoteo dijo: «no, por Zeus; así debe ser el que vaya a llevarle la litera al estratego, pero el estratego debe ser un hombre que mire «al mismo tiempo hacía el futuro y el pasado» de los asuntos, y cuyas reflexiones sobre lo que es conveniente no se vean turbadas por ninguna pasión». Sófocles, en efecto, se confesó encantado de haberse librado, con la vejez, de los deseos carnales, como si de un amo salvaje y rabioso se tratara. Pero en la política no hay que escapar de un solo amo, el amor de muchachos o mujeres, sino de otros mucho más furiosos que éste: el gusto por las rencillas, por la gloria, y el deseo de ser el primero y principal, que es la enfermedad más propensa a engendrar envidia, celos y discordia. A algunas de estas cosas la vejez las suaviza y las lima poco a poco, a otras las extingue y enfría definitivamente, no tanto despojando del impulso de actuar cuanto apartando de pasiones desmedidas y ardientes, de tal modo que aporta un razonamiento sobrio y firme a las reflexiones.
- Sin embargo, ha de ser y parecer disuasoria esta frase:
¡Desgraciado, permanece en tu cama tranquilamente!
dirigida al que comienza, con canas, a comportarse como un joven o espetada al viejo que, saliendo de una larga reclusión en casa, como de una enfermedad, se pone en movimiento para desempeñar funciones de estratego o secretario. Pero el impedir que siga avanzando hasta la culminación de su vida y la pira funeraria el que ha pasado su existencia luchando en los asuntos de la política, y en cambio invitarlo y exhortarle a cambiar su largo camino, por así decirlo, por otro, es completamente insensato y en absoluto conveniente para él. Del mismo modo, que uno intente disuadir al viejo que, coronado y perfumado, se dispone a casarse, diciéndole como a Filoctetes:
¿Qué novia, qué joven virgen te aceptaría? / ¡Buen matrimonio harías, desgraciado!
no sería extraño, pues también ellos mismos suelen bromear sobre sí mismos diciendo cosas como:
Por ser viejo me caso, bien lo sé,/también con los vecinos
pero quien piense que uno que desde antaño convive con su mujer, y ha vivido con ella largo tiempo sin motivos de queja, debe abandonarla a causa de la edad y vivir solo o poner una concubina en el lugar de su esposa, sobrepasa el colmo de la insensatez. De modo similar, si un anciano se presenta ante el pueblo, siendo Clidón el campesino o Lampón el armador o alguno de los filósofos del Jardín, hay cierta razón en amonestarle y mantenerle en su inactividad usual, pero coger y decirle a Foción, Catón o Pericles: «Oh amigo ateniense o romano, por la reseca vejez *** tras solicitar el divorcio de la política, y abandonando tus ocupaciones y desvelos por los asuntos de la tribuna y de los estrategos, apresúrate a marchar al campo con tu sirvienta para dedicarte a la agricultura o para consagrar el resto de tu vida a los asuntos domésticos y las cuentas», es inducir al político a actuar de forma injusta y desagradecida.
- ¿Y qué?, podría decir alguien, ¿no oímos decir al soldado de comedia:
Mis cabellos blancos desde este momento me han licenciado?
Exactamente, compañero, pues conviene que los servidores de Ares sean jóvenes y en la plenitud de su vigor porque se ocupan, por así decirlo, «de la guerra y las funestas obras de la guerra», en las cuales, aunque el casco oculte las canas del viejo, «sin saberlo sus miembros se hacen pesados», y sus fuerzas le abandonan antes que su valor. Pero a los servidores de Zeus Buleo, Agoreo o Polieo no les exigimos el esfuerzo de los pies y las manos, sino su consejo, su previsión y su elocuencia, no la que provoca en el pueblo estruendo y tumulto, sino la que refleja sentido común, interés prudente y seguridad. Su cabello blanco, que es objeto de risa, y sus arrugas aparecen como testigos de su experiencia, y acrecientan la reputación de su conducta moral, que colabora con la elocuencia en la persuasión. Pues la juventud es algo hecho para obedecer, como la vejez para mandar, y como mejor queda salvaguardada una ciudad es
cuando prevalecen los consejos de los ancianos / y las lanzas de los jóvenes,
y estos versos:
Primero hizo sentar al consejo de los magnánimos ancianos junto a la nave de Néstor
le dan la razón maravillosamente. Por eso en Lacedemonia a los aristócratas asociados a los reyes los llamó Apolo Pitio «ancianos», y Licurgo en cambio «viejos», y el consejo deliberativo romano se sigue llamando hasta hoy «senado». La naturaleza impone las canas como signo venerable de la dignidad soberana, del mismo modo que la ley impone la diadema y la corona. Y creo que las palabras géras y geraírein conservan su nombre solemne procedente de los ancianos, no porque éstos tomen baños calientes ni duerman en lechos blandos, sino porque tienen rango real en las ciudades por su sabiduría, que es como el propio y perfecto beneficio de las plantas de fruto tardío, que la naturaleza produce con esfuerzo en su vejez. Cuando el rey de reyes suplicaba a los dioses:
tenga yo entre los aqueos diez consejeros tales
como lo era Néstor, no se lo reprochó ninguno «de los aqueos belicosos» ni «de los que respiraban ardor guerrero», sino que estaban todos de acuerdo en que, tanto en el gobierno como en la guerra, los ancianos tienen un gran peso:
una única decisión sabia vence a muchas manos
y una única opinión, si tiene razón y poder de persuasión, logra llevar a cabo las mayores y más hermosas empresas del gobierno.
- Pero verdadermante la monarquía, siendo la más perfecta y grandiosa de las formas de gobierno, proporciona muchísimas preocupaciones, fatigas y trabajos. Al menos, cuentan que Seleuco decía a cada paso que si la gente supiera cuán trabajoso era solamente escribir tantas cartas y leerlas, no querrían (re)coger su diadema si cayera al suelo. Y Filipo, cuando se disponía a acampar con su ejército en un hermoso emplazamiento, al oír que allí no había hierba para los animales de tiro, dijo: ¡Oh Heracles, qué vida la nuestra, si debemos vivir también según el interés de los asnos! Hay un momento, pues, oportuno para aconsejar a un rey que se ha vuelto viejo que deponga la diadema y la púrpura, y que tome un manto y un bastón y vaya a vivir al campo, para no dar la impresión de que actúa de forma pretenciosa e impropia de su edad por reinar con el cabello blanco. Pero si es inapropiado decir esto de Agesilao, de Numa o Darío, no expulsemos del consejo del Areópago a Solón, ni del senado a Catón por su ancianidad ni, por tanto, aconsejemos tampoco a Pericles que abandone la democracia. Así, no tiene sentido que uno que es joven salte sobre la tribuna, y después, una vez que ha vertido en los asuntos públicos aquellas furiosas ambiciones e impulsos, cuando sobreviene la edad que aporta la sensatez por medio de la experiencia, rechace y abandone el gobierno como si fuera una mujer de la que se ha aprovechado.
- La zorra de Esopo, cuando el erizo quería quitarle las garrapatas, no se lo permitió, «porque si me libras de éstas que están atiborradas —dijo—, vendrán otras hambrientas», y el gobierno que de forma continuada se deshace de los viejos se llenará de jóvenes forzosamente sedientos de gloria y poder, pero carentes de sentido político. ¿Cómo podrán obtenerlo, si no son discípulos ni espectadores de la actuación política de ningún viejo? Los tratados de navegación no hacen capitanes de barco, si éstos no han estado muchas veces en la popa como espectadores de las luchas contra el oleaje, el viento y la tempestad nocturna,
cuando la añoranza / de los hermanos Tindáridas / se apodera del marino.
Pero manejar una ciudad, y gobernar una asamblea o un consejo en la forma adecuada, ¿podría hacerlo un joven que ha leído un libro o ha tomado apuntes de un curso sobre política en el Liceo, si no se planta a menudo junto a las riendas y el timón y adquiere el aprendizaje de los jefes del pueblo y de los generales, que luchan con su experiencia y por el azar se inclinan a uno y otro lado, entre peligros y dificultades? No es posible afirmarlo. Pues entonces, si no por otra cosa, el anciano debe gobernar para educar y enseñar a los jóvenes. Así como los maestros de lectura y música comienzan su instrucción leyendo y tocando antes ellos mismos, del mismo modo no es tan sólo hablando y haciendo indicaciones desde fuera, sino actuando en los asuntos públicos y en la administración como el político dirige al joven, que se ve así modelado y formado de manera viva por los actos al tiempo que por las palabras. Pues el que se ha ejercitado de esta manera y no en las palestras y salas de lucha, libres de riesgo, de los sofistas de palabras armoniosamente medidas, sino realmente en las competiciones olímpicas y píticas, es, en palabras de Semónides, «como el potro que queriendo mamar trota junto a su madre», según hizo Arístides con Clístenes, Cimón con Arístides, Foción con Cabrias, Catón con Fabio Máximo, Pompeyo con Sila y Polibio con Filopemen. Estos, cuando eran jóvenes, se unieron a los más viejos, y después, brotando, por así decirlo, de ellos y desarrollándose gracias a su actuación política y su conducta, adquirieron la experiencia y el hábito de los asuntos públicos con gloria y poder.
- El académico Esquines, al ser acusado por algunos sofistas de que pretendía ser discípulo de Carnéades sin haberlo sido, dijo: «Bueno, yo he sido discípulo de Carnéades cuando su palabra dejó con la edad el estrépito y el tumulto y se concentró en lo útil y práctico». En la actividad política de los ancianos, una vez libres de ostentación y ambiciones de gloria tanto en el discurso como en la acción, no hay ninguna opinión fútil ni decisión confundida, sino que todo es serio y firme, como dicen del iris que, según dicen, cuando envejece y ha exhalado su olor fétido e impuro, es cuando adquiere su mejor aroma. Por eso también, como hemos dicho, debe actuar en política el anciano, por causa de los jóvenes, para que, del modo en que dice Platón que, como el vino puro al mezclarse con el agua, un dios furioso se apacigua al ser refrenado por un dios temperante, así la prudencia de la vejez, mezclándose con la juventud que hierve en la asamblea y delira por la gloria y la ambición, la despoje de su carácter enloquecido y en exceso violento.
- Aparte de esto, se equivocan quienes creen que hacer política, lo mismo que navegar o formar parte de una expedición militar, es una actividad enfocada a (una) finalidad diferente, que cesa cuando se ha conseguido aquello que se pretendía. Pues la actividad política no es ningún servicio público que tiene lo que se demanda como fin, sino que es el tipo de vida de un animal domesticado, social y político, y que ha nacido para vivir cuanto tiempo le está destinado dedicado a la ciudad, al bien y a los hombres. Por ello lo correcto es actuar en política, no haber actuado, como es correcto decir la verdad, no haberla dicho en alguna ocasión, obrar con justicia, no haber obrado en el pasado, y amar a la patria y a los conciudadanos, no haberlos amado. La naturaleza conduce a estas cosas y hace entender estas palabras a los que no están completamente corrompidos por la desidia y la debilidad:
Tu padre te engendra como algo muy valioso para los [mortales. / Así pues, no dejemos de hacer el bien a los mortales.
- Los que ponen como pretexto las enfermedades o la debilidad, censuran más la enfermedad y la incapacidad física que la vejez. Porque también hay jóvenes enfermizos y viejos robustos, de tal modo que no se debe rechazar a los viejos, sino a los incapaces, ni se debe llamar a los jóvenes, sino a los capaces. También Arrideo era joven y viejo Antígono, y sin embargo a éste le faltó poco para conquistar toda el Asia, en tanto que el primero, como un lancero mudo del teatro, era el nombre y la fachada del rey, mientras se veía ridiculizado por los que sucesivamente tenían el poder. Del mismo modo que seria tonto pedir que se dedicaran a la política Pródico el sofista o Filetas el poeta, que eran jóvenes, pero también endebles y enfermizos, y casi siempre estaban en cama por su mala salud, igualmente lo sería impedir que gobernaran y tuvieran mando militar ancianos tales como Poción, el libio Masinisa o el romano Catón. Pues Foción, cuando los atenienses se lanzaron a una guerra inoportuna, dio orden a los menores de sesenta años de coger las armas y seguirle. Cuando ellos se irritaron, dijo «no tiene nada de malo, puesto que yo, que tengo más de ochenta, estaré con vosotros como general». Polibio cuenta de Masinisa que murió con más de noventa años, dejando un hijo propio de cuatro años, y poco antes de su muerte, tras haber vencido a los cartagineses en una gran batalla, al día siguiente fue visto delante de su tienda comiendo pan basto. A los que se asombraban les dijo que lo hacía ***
Pues resplandece en su uso como bronce magnífico; / pero el tiempo lleva a la ruina el techo desocupado
como dice Sófocles, y como decimos nosotros de aquel resplandor, aquella luz del alma gracias a la cual podemos razonar, recordar y pensar.
- Por eso dicen que los reyes demuestran su excelencia más en las guerras y las expediciones militares que en la inactividad. A Átalo el hermano de Éumenes, que se había relajado por completo debido a un largo período de inactividad y paz, Filopemén, uno de sus amigos, se dedicaba a cuidarlo lisa y llanamente cebándolo. Tanto era así que los romanos, en broma, a los que llegaban de Asia siempre les preguntaban si el rey tenía influencia sobre Filopemén. Entre los romanos no se podrían haber encontrado muchos generales más hábiles que Lúculo, cuando conservaba su inteligencia gracias a la acción. Pero más tarde se entregó a una existencia inactiva y a un género de vida doméstico y despreocupado, que lo convirtió en un cadáver marchito como las esponjas en mar calma; y después, cuando confió a Calístenes, uno de sus libertos, la labor de alimentar y domesticar su vejez, parecía que estaba embrujado por sus filtros y encantamientos, hasta que su hermano Marco, expulsando a ese hombre, se ocupó él mismo de administrar sus bienes y gobernarlo el resto de su vida, que no fue mucho. En cambio Darío, el padre de Jerjes, decía de sí mismo que su inteligencia era mayor en los momentos de peligro, y el escita Ateas no se veía en nada diferente de sus palafreneros cuando estaba ocioso. Dionisio el Viejo, al que le preguntaba si tenía momentos de ocio le decía; «¡que nunca jamás me suceda eso a mí!». Pues el arco, según dicen, se rompe cuando está tenso, pero el alma cuando se distiende. Y también si los músicos dejan de escuchar armonías, los geómetras de resolver problemas y los expertos en aritmética pierden la costumbre de hacer cálculos, ven disminuir, junto con la actividad, sus capacidades en la vejez, a pesar de que sus habilidades no son prácticas sino teóricas. Pero la capacidad de los políticos, que está hecha de prudencia, sensatez y justicia, y junto a éstas de la experiencia en adivinar las ocasiones y palabras oportunas, experiencia que es poderosa artífice de persuasión, se mantiene hablando, actuando, razonando y juzgando de forma continuada. Y es terrible si dicha capacidad, huyendo de esto, ve con indiferencia cómo tantas y tan grandes virtudes se escapan del alma, pues lo natural es que se marchiten también el amor a la humanidad, el interés por los asuntos de la sociedad y el deseo de hacer el bien, virtudes que no deberían tener límite ni final.
- Si tuvieras como padre a Titono, que era inmortal, pero que por su ancianidad necesitaría de forma continuada de muchísimos cuidados, no creo que tú lo rehuyeras ni te negaras a cuidarlo, a hablarle y a prestarle ayuda con la excusa de que ya habías realizado esos servicios durante mucho tiempo. Pero la patria, o «la matria», como dicen los cretenses, que tiene derechos mas antiguos y mayores que los padres, es longeva, pero no está libre de vejez ni es auto- suficiente. Por el contrario, como necesita continuamente de cuidados, asistencia y preocupación, arrastra y retiene al político,
agarrándose del vestido, la detiene a pesar de su prisa.
Tu sabes que desde hace muchas Pitíadas estoy al servicio de Apolo Pitio, pero nunca me dirías: «ya has tenido, Plutarco, suficientes sacrificos, procesiones y coros; ahora que eres mayor, es tiempo de que depongas la corona y dejes el oráculo por razón de edad». Tampoco pienses, por tanto, que tú, que eres presidente y profeta de los misterios políticos, debes abandonar las honras de Zeus Polieo y Agoreo, en las que te iniciaste hace tiempo.
- Pero dejemos, si te parece, los argumentos que intentan apartamos de la política, y pasemos a considerar y estudiar el modo de no imponer a la vejez un reto inconveniente ni penoso, pues la vida pública tiene múltiples facetas apropiadas y convenientes para los de esa edad. Pues si tuviéramos que pasar la vida cantando no deberíamos, puesto que existen numerosos modos y tonos de la voz que los músicos llaman armonías, perseguir el más agudo y elevado al llegar a viejos, sino aquel que nos es más fácil y moralmente apropiado. Del mismo modo, puesto que el actuar y el hablar son hasta la muerte actividades más naturales para los hombres que el cantar para los cisnes, no se debe abandonar la acción como una lira demasiado tensada, sino relajarla reajustándola para tareas políticas ligeras, moderadas y que armonizan con los ancianos. Pues no se nos ocurre dejar los cuerpos totalmente inactivos y sin ejercicio porque no podamos manejar el pico o las halteras, practicar el lanzamiento de disco o el combate con armas como antes, sino que practicando ejercicios pasivos, paseos y, como algunos, el juego de pelota de forma moderada y la conversación, se activa la respiración y se reaviva el calor vital. No nos quedemos viendo cómo nos volvemos completamente torpes y congelados por la inactividad, pero tampoco obliguemos a la vejez, cargándonos con todo tipo de magistraturas y aferrándonos a todo tipo de empresas políticas, a verse refutada y sometida a afirmaciones tales como:
¡Oh, mano derecha, cuánto deseas empuñar la espada! / Pero tu debilidad arruina tu deseo.
Pues tampoco recibe elogios el hombre que, estando en la flor de la edad y en plenas facultades, toma sobre sí todo el conjunto de los asuntos de gobierno y, como dicen los estoicos de Zeus, se niega a delegar nada en otro, entrometiéndose e inmiscuyéndose en todo por un insaciable deseo de gloria o por envidia hacia los que de un modo u otro comparten algún honor y poder en la ciudad. Incluso si dejas aparte el descrédito que ello supone, para un anciano resulta sumamente penosa y miserable el ansia de cargos que lleva a presentarse continuamente ante todos los sorteos, el celo excesivo que acecha toda ocasión de actuar en un tribunal o en el consejo, la ambición que coge al vuelo toda embajada o defensa del estado. Pues hacer esto una vez sobrepasada la edad resulta duro incluso en un clima de simpatía, y acaba por resultar justamente lo contrario: se ven odiados por los jóvenes, que creen que no les dejan a ellos oportunidades de actuar ni les permiten presentarse en público, y por otro lado su afán de protagonismo y de mando son mal vistos por los demás, no menos que el ansia de riquezas o la inclinación a los placeres que hay en otros viejos.
- Del mismo modo que Alejandro, no queriendo agotar a Bucéfalo, que ya era viejo, utilizaba otros caballos antes de la batalla, cuando pasaba revista a la falange y la ponía en orden, y después, tras dar la señal de ataque y cambiarse a Bucéfalo, inmediatamente se lanzaba a arriesgarse contra los enemigos, así el político, si tiene sentido común, una vez llegado a viejo se sujetará sus propias riendas, se apartará de los asuntos en los que no sea indispensable y dejará que la ciudad utilice a los jóvenes en las cuestiones menores, pero en las de importancia combatirá personalmente con ardor. Los atletas mantienen sus cuerpos vírgenes de esfuerzos necesarios y en todo su vigor para entregarse a los esfuerzos inútiles, y nosotros haremos lo contrario: dejaremos los asuntos pequeños y fútiles y nos reservaremos para los que son dignos de nuestro esfuerzo. Pues quizá «todo sienta bien al joven», como dice Homero, y aceptan y aman del mismo modo al que lleva a cabo muchas tareas pequeñas, llamándolo amigo del pueblo y amante del trabajo, como al que acomete empresas brillantes y grandiosas, llamándolo noble y magnánimo. Hay veces en que incluso el afán de rivalizar y la temeridad tienen su oportunidad, y una gracia adecuada para los de tal edad. El anciano que en la administración soporta servicios auxiliares tales como la venta de impuestos, la inspección de puertos y mercados e incluso embajadas y desplazamientos junto a soberanos y gobernadores, funciones que nada tienen de necesario ni solemne, sino servidumbre y afán de halagar, a mí ese hombre me parece digno de lástima, amigo mío, y poco envidiable, y a otros quizá incluso les parecerá insoportable y vulgar.
- Pues no es oportuno que un hombre de tal edad aparezca en las magistraturas, no siendo aquellas que poseen grandeza y prestigio, como la presidencia del consejo del Areópago que tú ahora ejerces en Atenas o, por Zeus, el ornato de la anfictionía, que tu patria te ofreció de por vida y que supone «dulce esfuerzo y fatiga que no fatiga». Y tampoco hay que perseguir estos honores, sino desempeñarlos intentando huir de ellos, ni solicitarlos sino rehusarlos, en la idea no de aceptar un cargo para el beneficio de uno mismo, sino de entregarse uno mismo al cargo. Pues, como dijo Tiberio César, no es vergonzoso tender la mano al médico después de los sesenta años; sino tender la mano al pueblo para pedirle su voto o su voz en las elecciones, porque esto es innoble y abyecto. Por el contrario tiene algo de solemne y de bello, cuando la patria lo elige, lo llama y lo espera, y él acude, en medio del aprecio y la amistad, a recibir y acoger un honor verdaderamente honorable y admirado por todos.
- Así también, en cierto modo, hay que servirse de la palabra en la asamblea cuando se ha llegado a viejo. No se debe uno abalanzar continuamente sobre la tribuna, ni cacarear como un gallo todo el rato contradiciendo a los que tienen la palabra, ni permitir, metiéndose en ataques y provocaciones, que se afloje la brida del respeto de los jóvenes hacia uno, ni infundirles la práctica y costumbre de desobedecer y hacer oídos sordos. A veces hay que dejar hacer y tolerar que se desmelenen e insolenten contra la propia opinión, y no figurar ni intervenir demasiado, a no ser que haya que temer un gran peligro para la seguridad del estado, el honor o la moral. Entonces, aunque nadie te llame, hay que lanzarse a la carrera superando las propias fuerzas, dejarse llevar por porteadores o que te conduzcan en litera, como cuentan que hizo Apio Claudio en Roma. Habiendo sido los romanos derrotados por Pirro en una gran batalla, y enterado de que el senado consentía en negociar sobre una tregua y la paz, lo consideró intolerable. Aunque había perdido la visión de los dos ojos, se hizo llevar a través de todo el foro y llegó hasta la curia. Cuando entró se plantó en medio y dijo que antes sufría por estar privado de visión, pero que en ese momento suplicaría no poder tampoco oírles deliberar y poner en práctica planes tan vergonzosos e innobles. Tras esto, dirigiéndose a unos, dando instrucciones y exhortando a otros, los convenció de marchar en armas en ese mismo instante y combatir contra Pirro por Italia. Solón, cuando fue evidente que la demagogia de Pisístrato no era más que una artimaña para convertirse en tirano, como nadie se atrevía a prestar ayuda para impedírselo, sacó él mismo sus armas y colocándose delante de su casa pidió auxilio a los ciudadanos. Cuando Pisístrato envió a preguntar qué lo había persuadido a actuar así, respondió: «la vejez».
- Con todo, cuestiones tan apremiantes inflaman y ponen en pie incluso a los viejos más consumidos, con tal de que les quede el mínimo aliento. Pero en los demás asuntos, a veces, como se ha dicho, será conveniente rechazar las tareas insignificantes y auxiliares, que proporcionan más molestias a los que las llevan a cabo que beneficio y utilidad a aquellos para los que se llevan a cabo. En ocasiones, si uno espera a que los ciudadanos lo llamen, lo añoren y lo hagan salir de su casa, cuando se lo pidan regresará gozando de una mayor confianza. La mayoría de las veces, incluso estando presente, guardará silencio y dejará hablar a los jóvenes, como si arbitrase un enfrentamiento por razones de ambición política. Pero si éste sobrepasa la medida, se dirigirá a ellos con suavidad, y con benevolencia apaciguará rivalidades, insultos y arrebatos de cólera; en cuanto a las opiniones emitidas, aconsejará y enseñará al que se equivoca sin reproche, y no escatimará elogios para el que tiene razón; aceptará su derrota de buen grado, y dejará a menudo que otros convenzan y se impongan para que puedan adquirir influencia y confianza; a algunos incluso les ayudará con elogios a compensar lo que les haya quedado por decir, como hizo Néstor:
Ninguno de entre los aqueos criticará tus palabras / ni hablará en contra; pero no has llegado al fin de tu discurso. / Ciertamente eres joven, incluso podrías ser mi hijo.
- Pero aún es más propio de un político no sólo reprochar abierta y públicamente pero sin mordacidad al que con violencia rebaja y humilla, sino, mejor aún, aconsejar en privado a los que tienen condiciones naturales para la política, ayudarles sugiriendo las palabras y medidas adecuadas, impulsándolos hacia las buenas acciones, haciendo brillar su inteligencia y proporcionándoles al principio, como los maestros de equitación, un pueblo dócil y manejable para montar. Y si un joven tropieza, no quedarse indiferente viendo cómo se desanima, sino volverlo a levantar y animarle, como hizo Arístides con Cimón o Mnesífilo con Temístocles, pues ambos los levantaron y dieron nuevos ánimos después de haber sido detestados y criticados en un primer momento en la ciudad como desvergonzados y libertinos. Se dice también que a Demóstenes, cuando soportaba dolorosamente el haber sufrido un fracaso en la asamblea, lo cogió un anciano, un viejo de los que había escuchado a Pericles, y le dijo cuán parecida era su naturaleza a la de aquel hombre, por lo que no era justo que se juzgara mal a sí mismo. Así también a Timoteo, cuando le silbaban por sus innovaciones y se pensaba que transgredía las leyes musicales, Eurípides le animó a tener confianza, pues en poco tiempo los teatros se rendirían a sus pies.
- Absolutamente igual que en Roma la existencia de las vírgenes vestales está dividida en aprender, cumplir los ritos habituales y ya en tercer lugar enseñar, y a cada una de las servidoras de Artemis en Éfeso igualmente las llaman primero sacerdotisa novicia, después sacerdotisa y en tercer lugar ex-sacerdotisa, así el perfecto hombre de estado interviene en la vida pública primero cuando aún está aprendiendo y es iniciado, y al final enseñando e iniciando a otros en los misterios. Pues el supervisar a otros atletas no es en sí mismo competir en concursos atléticos, pero el que entrena a un joven en los asuntos públicos y en los certámenes políticos, y lo prepara para la patria
para ser decidor de discursos y realizador de proezas
es útil al estado en una parte no pequeña ni insignificante, sino en aquello en lo que Licurgo desde un principio se afanó especialmente, en acostumbrar a los jóvenes a obedecer siempre a cualquier anciano como si fuera un legislador. Pues, ¿a qué se refería Lisandro cuando dijo que Lacedemonia era el mejor sitio para envejecer? ¿Acaso a que allí les está permitido a los más viejos cultivar la tierra, hacer préstamos, sentarse juntos a jugar a los dados o reunirse a beber a una hora determinada? Desde luego que no, sino que se refería a que todos los de tal edad tienen de un modo u otro categoría de magistrados, de patronomos o de pedagogos, y no sólo supervisan los asuntos públicos, sino que también se informan en profundidad y de forma constante de todo lo relativo al deporte, los juegos y la forma de vida de los jóvenes, por lo cual son temidos por los que cometen faltas, pero respetados y buscados por los buenos. En efecto, los jóvenes se ocupan de ellos y los buscan continuamente, porque hacen crecer en ellos la honestidad y la excelencia, y les ayudan a sentir orgullo sin envidia.
- Este sentimiento de la envidia, que ciertamente no conviene a ninguna edad de la vida, goza en los jóvenes de numerosos nombres bellos, y así es denominado afán de competición, emulación, ambición. Pero en los ancianos resulta completamente fuera de lugar, violento e innoble. Por eso el político anciano debe mantenerse lo más lejos posible de la envidia, no como esos árboles secos que, celosos, privan de la luz y de la posibilidad de desarrollarse a los que retoñan y crecen a su lado. Por el contrario, debe acoger con benevolencia a los que lo reclaman y se aferran a él, y ponerse a su disposición para dirigirlos, llevarlos de la mano e instruirlos, no sólo con indicaciones y consejos acertados, sino también permitiéndoles el acceso a tareas políticas que den honor y prestigio, o a servicios que no perjudiquen al pueblo, que le agraden y les hagan ganar su favor. Y para todo aquello que provoca oposición y hostilidad, y que como las medicinas en el momento irrita y molesta, pero al final produce un efecto benéfico y útil, no debe emplear a los jóvenes ni someterlos, en su inexperiencia, a los abucheos de las masas desconsideradas, sino por el contrario aceptar él mismo los odios derivados de una actuación que mira por lo conveniente. Así, conseguirá que los jóvenes se muestren más benévolos hacia él y más dispuestos en los demás servicios.
- Aparte de todo esto, debemos recordar que la actividad política no consiste tan sólo en tener cargos, ser embajador, dar voces en la asamblea y caer presa del delirio alrededor de la tribuna hablando o haciendo propuestas. La mayoría identifica estas cosas con la política, exactamente igual que piensan que ser filósofo consiste en debatir desde un asiento y dar cursos de principio a fin encima de los libros, mientras que la actividad política y filosófica continuada, que se muestra uniforme en los hechos y la conducta de cada día, se les escapa. En efecto, como dijo Dicearco, de los que van y vienen por los pórticos dicen que «son peripatéticos», pero no de los que van al campo o a ver a un amigo. Y con la política sucede lo mismo que con la filosofía. Así por ejemplo, Sócrates ni colocaba bancos ni se sentaba en una cátedra ni reservaba una hora fija para la instrucción o el paseo con sus discípulos, sino que hacía filosofía mientras se divertía con ellos, si se los encontraba, y bebiendo y estando en campaña militar y en el ágora con algunos, y finalmente en prisión y bebiendo el veneno. Fue el primero en mostrar que la vida admite la filosofía en todas las partes y momentos, absolutamente en todas las situaciones y actividades. Lo mismo hay que pensar de la política, pues ni siquiera cuando son generales, secretarios u oradores, hacen política los insensatos, sino que hacen demagogia, pronuncian panegíricos públicos, provocan disensiones y asumen liturgias sólo cuando se les obliga. Pero el hombre interesado en los asuntos de la comunidad, amante de los hombres y de su ciudad, solícito y verdaderamente político, aunque nunca vista la clámide está constantemente haciendo política cuando exhorta a los poderosos, guía a los que lo necesitan, asiste a los que deliberan, disuade a los que tienen planes peligrosos, da tuerzas a los sensatos y muestra claramente que su atención a los asuntos públicos no es superficial, y que cuando sobreviene una premura o una llamada urgente acude al teatro o a la sede del consejo no por afán de ocupar el primer puesto, ni se presenta simplemente para pasar el tiempo como en un espectáculo o en una audición. Al contrario, aunque no esté allí en persona lo está en espíritu, porque se informa de las medidas adoptadas para aprobar unas y disgustarse con otras.
- Pues ni Arístides en Atenas ni Catón en Roma tuvieron el poder muchas veces, pero pusieron siempre su vida entera al servicio de la patria. Epaminondas consiguió muchos e importantes éxitos como general, pero no menos se recuerda de él la hazaña que, sin ser general ni tener ningún otro cargo, llevó a cabo en Tesalia, cuando los generales habían empujado a la falange a un lugar difícil y eran presa de la confusión porque los enemigos los hostigaban disparándoles. Habiendo sido llamado de entre los hoplitas, primero puso fin, infundiéndoles ánimo, a la agitación y el miedo de las tropas, y después formó y puso en orden la falange que estaba desperdigada, logró sacarla con facilidad y le hizo plantar cara a los enemigos, de tal forma que éstos hicieron un movimiento de conversión y se retiraron. Cuando en Arcadia el rey Agis ya conducía contra el enemigo a sus tropas dispuestas en orden de batalla, un anciano espartano «le gritó», según cuenta Tucídides, «que su intención era curar un mal con otro mal, haciéndole ver que lo que quería era que su inoportuno ardor de ese momento sirviese para reparar su culpable retirada de Argos». Y Agis, al oírle, le hizo caso y ordenó la retirada. Menécrates incluso tenía dispuesto cada día un asiento junto a la puerta del palacio de los magistrados, y a menudo los éforos se levantaban e iban hacia él para preguntarle y pedirle consejo sobre los asuntos de importancia, pues se le consideraba sensato e inteligente. Se cuenta también [que] cuando sus fuerzas físicas ya estaban completamente debilitadas y pasaba la mayor parte del tiempo en cama, los éforos enviaron a buscarlo para que fuera al ágora, y él se levantó y se puso en marcha, pero avanzaba a duras penas y con dificultad. En el camino encontró a unos niños y les preguntó si conocían alguna necesidad más imperiosa que obedecer a un amo. Al responderle ellos «el no poder hacerlo», concluyó que ése constituía el límite de su servicio y regresó a su casa. Porque no hay que permitir que el buen ánimo decaiga antes que las fuerzas, pero tampoco forzarlo cuando éstas te han abandonado. Mientras fue general e intervino en política, Escipión tuvo permanentemente de consejero a Cayo Lelio, hasta el punto de que algunos decían que Escipión era el actor de sus hechos y Cayo el autor. El propio Cicerón reconoce que las mejores y más importantes decisiones que tomó cuando era cónsul para enderezar a su patria, fueron concebidas con ayuda del filósofo Publio Nigidio.
- Así, en los diversos aspectos de la actividad política, nada impide a los ancianos ayudar al gobierno con sus mejores cualidades: la razón, la capacidad reflexiva, la sinceridad y su pensamiento «inspirado», como dicen los poetas. Pues no sólo nuestras manos, nuestros pies y la fuerza de nuestro cuerpo son propiedad y parte de la ciudad, sino en primer lugar nuestra alma y sus bellas cualidades: justicia, moderación, sensatez. Puesto que éstas adquieren sus propiedades tardía y lentamente, es absurdo que disfruten de ellas la casa, el campo y las demás riquezas y bienes, y que en el dominio público no puedan ser útiles a la patria ni a los conciudadanos con la excusa de la edad, cuando ésta no resta tanto a las capacidades auxiliares cuanto añade a las concernientes al mando y la política. Por eso a los Hermes más ancianos los representan sin manos ni pies pero con el miembro erecto, queriendo decir veladamente que lo menos necesario de los viejos es que tengan vigor físico, si su razón es vigorosa, como les es propio, y fecunda.
Plutarco. “Sobre si el anciano debe intervenir en política.” Obras morales y de costumbres. (MORALIA). T. X. Madrid, España. Editorial Gredos. [Biblioteca Clásica Gredos, 309] 2003.