2020 Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma a la democracia. Nadia Urbinati.
Introducción
UN NUEVO TIPO DE GOBIERNO REPRESENTATIVO
Para un sistema democrático, estar en transformación es el estado natural
Norberto Bobbio, El futuro de la democracia.
El populismo no es nuevo. Surgió en el siglo XIX junto con el proceso de democratización y desde entonces sus prácticas han imitado las prácticas de los gobiernos representativos que ha desafiado. La novedad hoy es la intensidad y la omnipresencia de sus manifestaciones: los movimientos populistas se han hecho presentes en casi todas las democracias. De Caracas a Budapest, de Washington a Roma. Cualquier análisis político contemporáneo que pretenda ser tomado en serio debe lidiar con el populismo. No obstante, nuestra capacidad para estudiarlo es limitada porque, hasta hace poco, el fenómeno se analizaba a partir de cualquiera de los siguientes enfoques, muy específicos. Ya fuera que se conceptualizara como una subespecie de fascismo o que se estudiara como un sistema de gobierno que se creía exclusivo de los países en la periferia de Occidente, en especial los países latinoamericanos. Se cree que éstos son cuna del populismo porque han sido el origen de las generalizaciones que asignamos a los estilos políticos, los procesos emergentes, las condiciones socioeconómicas de éxito o fracaso, y las innovaciones de las instituciones estatales populistas.
El interés reciente que han mostrado académicos y ciudadanos por el populismo también es nuevo. Hasta finales del siglo XX, los únicos que estudiaban el populismo eran aquellos pensadores que lo vinculaban con los procesos de construcción de la nación en países antes colonizados, como una nueva forma de movilización y de respuesta en contra de la democracia liberal, o bien como señal del renacimiento de los partidos de derecha en Europa. Pocos académicos sugerían que el populismo pudiera tener un papel positivo en la democracia contemporánea. Quienes sí lo hacían, veían sus virtudes desde el plano moral. Aseguraban que implicaba un deseo de “regeneración moral” y las aspiraciones “redentoras” de la democracia, que situaba la “política del pueblo” por encima de la “política institucionalizada” o que privilegiaba las experiencias que se vivían en las comunidades por encima de un estado abstracto y distante, y que podía ser el medio para alcanzar la soberanía popular, sobre las instituciones y las reglas constitucionales.
Eso quedó en el pasado. Ahora, en el siglo XXI, los académicos y los ciudadanos atraídos por el populismo son más numerosos y su interés es ante todo político. Conciben el populismo no sólo como síntoma de fatiga ante el “sistema” y ante los partidos del sistema, sino también como exigencia legítima de la gente en general de hacerse con el poder, gente que durante años ha visto que sus ingresos y su influencia política son cada vez menores. En él ven la oportunidad de lograr que la democracia rejuvenezca, así como un arma que la izquierda debería emplear para derrotar a la derecha (que por tradición funge como custodio de la retórica y la estrategia populistas). Aún más importante, afirman que los movimientos populistas se han alejado de su primera patria, Latinoamérica, y se han asentado en el gobierno de lugares poderosos, como Estados Unidos y algunos Estados miembros de la Unión Europea.
Pese a la cifra cada vez mayor de académicos adeptos al populismo, y pese al éxito electoral de candidatos populistas, el término populismo se sigue empleando con frecuencia como herramienta polémica y no analítica. Se utiliza como nom de bataille para etiquetar y estigmatizar ciertos movimientos y líderes políticos, o como grito de guerra para quienes aspiran a arrebatar el modelo democrático-liberal de las manos de las élites, firmes creyentes de que ese modelo es la única forma válida de democracia que tenemos.
Por último, sobre todo tras el referendo del Brexit en 2016, políticos y politólogos han acuñado el término para referirse a cualquier movimiento de oposición: para calificar a nacionalistas xenófobos o críticos de las políticas neoliberales por igual. Con este uso, el sustantivo populismo se convierte en un término que incluye a todo aquel que no gobierna, sino que critica a los gobernantes. Los principios que sustentan su crítica se vuelven irrelevantes. Un predecible efecto secundario de este enfoque polémico es que reduce la política a un concurso entre el populismo y la gobernanza, de modo que populismo nombra a cualquier movimiento de oposición y gobernanza equivale a política democrática o sencillamente a un asunto de gestión institucional. Pero cuando los movimientos populistas llegan al poder, el enfoque polémico se queda mudo. Le resulta imposible explicar la asimilación del populismo en las democracias constitucionales, que se han vuelto el punto de referencia y el objetivo de las mayorías populistas. Esto quiere decir que ese enfoque no puede idear una estrategia exitosa para contrarrestarlo.
Mi objetivo en este libro es enmendar esta debilidad conceptual. Propongo desterrar la actitud polémica y abordar el populismo como proyecto de gobierno. Propongo también considerarlo una transformación de los tres pilares de la democracia moderna: el pueblo, el principio de mayoría y la representación. No soy partidaria de la perspectiva generalizada según la cual los populistas son, ante todo, opositores y que son incapaces de gobernar. En cambio, subrayo la capacidad de los movimientos populistas para construir un régimen particular dentro de la democracia constitucional. Reitero que el populismo en el poder es un nuevo modelo de gobierno representativo, si bien desfigurado, situado en la categoría de “desfiguración” que planteé en mi libro anterior.
Esta introducción consta de cuatro partes que conforman el entorno conceptual para la teoría que desarrollaré en el resto del libro. Primero, propongo un resumen del contexto constitucional y representativo en el que en la actualidad el populismo se está desarrollando, pues debe juzgarse en relación con ello. Segundo, planteo que el populismo se puede entender como una tendencia global, con un patrón fenomenológico claro, si bien toda instancia particular de populismo tiene rasgos específicos por su contexto. Tercero, ofrezco un resumen sintético y crítico de las principales interpretaciones contemporáneas del populismo, en relación con las cuales desarrollo mi teoría. Por último, trazo un breve mapa de los capítulos subsecuentes.
COMO EL POPULISMO TRANSFORMA LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
Este libro busca entender las implicaciones del resurgimiento del populismo en relación con la democracia constitucional. La democracia constitucional es el modelo político que promete proteger los derechos básicos (esenciales en el proceso democrático) limitando el poder de la mayoría en el gobierno y brindando oportunidades estables y regulares para alternar las mayorías y los gobiernos, garantizar mecanismos sociales y de procedimientos que permitan a la mayoría de la población participar en el juego de la política, influir en las decisiones que se toman y cambiar a los actores que toman esas decisiones. La democracia constitucional se estabilizó en 1945 tras la derrota de las dictaduras de masas; su objetivo era neutralizar los problemas que hoy en día el populismo intenta aprovechar. Se trata de: 1] la resistencia de los ciudadanos democráticos frente a la intermediación política, en particular frente a los partidos políticos organizados y tradicionales; 2] la desconfianza de la mayoría respecto de la vigilancia institucional del poder, que la mayoría obtiene de forma legítima a partir del voto de los ciudadanos; por último, 3] la tensión con el pluralismo o las opiniones y los grupos que no encajan con el significado mayoritario del “pueblo”. Sostengo que la representación es el terreno en donde se libra la batalla de los populistas sobre estos asuntos. Me parece que el populismo es la prueba definitiva de las transformaciones de la democracia representativa.
Procuraré resumir la teoría que propongo. Mi argumento consiste en que la democracia populista es el nombre de un nuevo modelo de gobierno representativo que se funda en dos fenómenos: una relación directa entre el líder y los miembros de la sociedad a los que se considera las personas “correctas” o “buenas”, y la autoridad superlativa de su público. Sus objetivos centrales son los “obstáculos” que impiden el desarrollo de estos fenómenos; las entidades que están en medio y pueden opinar, como los partidos políticos, los medios de comunicación consolidados o los sistemas institucionales que monitorean y controlan el poder político. El resultado de estas acciones positivas y negativas traza la fisonomía del populismo como interpretación de “el pueblo” y “la mayoría”, contaminada por una evidente —y entusiasta— política de la parcialidad. Esta parcialidad fácilmente puede desfigurar el Estado de derecho (que exige que los funcionarios del gobierno y los ciudadanos se rijan por la ley y actúen en consecuencia), así como la división de poderes, los cuales en conjunto se refieren a los derechos básicos, a los procesos democráticos y a los criterios sobre lo que es justo o correcto. Que estos elementos sean la esencia de la democracia constitucional no implica que por naturaleza sean idénticos a la democracia. Su relación surge tras un proceso histórico complejo, a veces dramático y siempre conflictivo, que ha sido (y es) temporal, abierto a la transformación, finito, y que puede revisarse y reestructurarse: el populismo es una forma posible de esta revisión y reestructuración. Los populistas quieren sustituir la democracia partidista con democracia populista; cuando lo consiguen, configuran su mandato mediante el uso incontrolado de los medios y los procedimientos de la democracia partidista. En específico, los populistas fomentan el despliegue permanente de la gente (el público) para apoyar al líder electo, o modifican la Constitución vigente para reducir las restricciones que tiene la mayoría para tomar decisiones. En una frase: “el populismo busca ocupar el lugar del poder constitutivo”.
Existen motivos sociales, económicos y culturales indiscutibles que explican el éxito de las propuestas populistas en nuestras democracias. Se podría argumentar que su éxito es equivalente a reconocer que la democracia partidista no ha cumplido las promesas que hicieron las democracias constitucionales tras 1945. Entre esas promesas incumplidas, dos en particular han contribuido al éxito del populismo: por una parte, el aumento de la desigualdad socioeconómica, esto es, que las oportunidades de aspirar a una vida social y política digna sean pequeñas o nulas para la mayoría de la población; por otra, el crecimiento de una oligarquía global desenfrenada y rapaz frente a la que el Estado soberano se vuelve un fantasma. Estos dos factores se relacionan: violan la promesa de igualdad y manifiestan la necesidad urgente de que la democracia constitucional reflexione en forma autocrítica sobre por qué “no ha logrado derrotar totalmente al poder oligárquico”. El dualismo entre los pocos y los muchos, y la ideología antisistema que alimenta al populismo, proviene de estas promesas incumplidas. Este libro reconoce estas condiciones socioeconómicas, pero no pretende estudiar por qué el populismo creció o por qué lo sigue haciendo. La ambición de este libro tiene un alcance más limitado: busco entender cómo el populismo transforma (desfigura incluso) la democracia representativa.
El término populismo es ambiguo y difícil de definir de manera nítida e inobjetable, pues no es una ideología ni un régimen político específico, sino más bien un proceso representativo mediante el cual se construye un sujeto colectivo para llegar al poder. Si bien es “una forma de hacer política que puede adquirir distintas formas, según el periodo y el lugar”, el populismo no es compatible con regímenes políticos no democráticos. Esto se debe a que se define como un intento por construir un sujeto colectivo mediante el consentimiento voluntario de la gente y por cuestionar un orden social en nombre de los intereses de esa gente.
Según el Oxford English Dictionary, la política populista es un tipo de política que busca representar los intereses y los deseos de la gente común, “que siente que las élites consolidadas ignoran sus exigencias”. En esta definición hay dos actores definidos: la gente común y las élites políticas consolidadas. Lo que define y conecta a estos dos actores es lo que los últimos despiertan en los primeros, un sentimiento que el líder representativo intercepta, exalta y narra. El populismo implica una idea exclusivista de la gente y el sistema es el factor externo gracias al cual, y en contra del cual, se concibe a sí mismo. La dinámica del populismo es de construcción retórica. Requiere que un orador o una oradora interprete las exigencias de los grupos insatisfechos y los unifique en una narrativa por encima de su persona. En este sentido, como ha señalado Ernesto Laclau, todos los gobiernos populistas adoptan el nombre de su líder. El resultado es una suerte de movimiento al que, si se le pide explicar por qué motivo es la voz del pueblo, responde nombrando a los enemigos de la gente.
Mi interpretación corrige la diferencia que hace Margaret Canovan entre el populismo en sociedades “con rezago económico” (en las que supuestamente el populismo puede incluso engendrar a líderes de corte cesarista) y el populismo en sociedades occidentales modernas (en donde se supone que puede existir incluso sin un líder). Según el marco teórico de Canovan, las sociedades occidentales son una especie de excepción, en cuanto que en esos contextos el “populismo” es casi indistinguible de la situación electoral de las llamadas mayorías silenciosas, las cuales son cortejadas y conquistadas por candidatos hábiles y partidos atrapatodo, o sea esos que aceptan a cualquiera como sus miembros. Mi interpretación del populismo como transformación de la democracia representativa pretende cambiar esta perspectiva. Según mi teoría, todos los líderes populistas se comportan igual, sean o no occidentales. Dicho esto, en sociedades que no son plenamente democráticas, las ambiciones representativas de los líderes populistas pueden subvertir el orden institucional existente (si bien no pueden lograr que el país sea una democracia estable). Esto fue lo que sucedió con el fascismo italiano en la década de 1920, así como con el caudillismo y con las dictaduras que uno encuentra en América Latina.
Más aún, planteo que, antes de llegar al poder, todos los líderes populistas amasan su popularidad atacando a los partidos políticos y a los políticos del sistema (de derecha y de izquierda). Cuando llegan al poder, reconfirman su identificación con “el pueblo” de manera cotidiana, convenciendo al público de que libran una batalla monumental en contra del sistema establecido para conservar su “transparencia” (y la de su gente), así como para evitar convertirse en el nuevo sistema. Para este fin, es esencial establecer una relación directa con la gente y el público. Hugo Chávez “dedicó más de 1 500 horas a denunciar el capitalismo en Alo Presidente, su programa de televisión”; Silvio Berlusconi fue, durante años, una presencia diaria en sus canales de televisión privados y en la televisión estatal italiana, y Donald Trump está en Twitter noche y día.
La construcción representativa del populismo es retórica e independiente de las clases sociales y de las ideologías tradicionales. Como afirman en Europa, se sitúa más allá de la división entre derecha e izquierda. Se trata de una expresión de acción democrática porque la creación del discurso populista ocurre en público, con el consentimiento voluntario de los protagonistas relevantes y de la audiencia. Con esto en mente, la pregunta central de este libro es la siguiente: ¿qué clase de consecuencias democráticas produce el populismo? Mi respuesta es que, hoy en día, la democracia representativa es tanto el entorno en el que se desarrolla el populismo como su objetivo, o aquello en contra de lo cual exige ejercer su poder. Los movimientos y los líderes populistas compiten con otros actores políticos respecto de la representación del pueblo y aspiran a la victoria electoral para demostrar que “el pueblo” al que representan es el “bueno” y que merecen gobernar por su propio bien.
Este libro busca demostrar cómo el populismo intenta transformarse para ser un nuevo modelo de gobierno representativo. En la bibliografía sobre el tema, que examinaré en la tercera sección de esta introducción, se plantea que el populismo se opone a la democracia representativa. Se le asocia con el reclamo del poder inmediato de los soberanos populares. A veces también se le vincula con la democracia directa. Por el contrario, este libro busca revelar que el populismo surge del interior de la democracia representativa y quiere construir su propio pueblo y gobierno representativos. El populismo en el poder no cuestiona la práctica electoral, sino que más bien la convierte en la celebración de la mayoría y de su líder, en una nueva estrategia de gobierno elitista, centrada en una (supuesta) representación directa entre la gente y el líder. En este marco, las elecciones funcionan como plebiscito o por aclamación. Hacen lo que no deberían: mostrar la que se considera la respuesta correcta ex ante y fungen como confirmación de los ganadores correctos. Así, el populismo es un capítulo en un fenómeno más amplio: la formación y la sustitución de las élites. Mientras pensemos en el populismo únicamente como un movimiento de protesta o como una narrativa, no podremos reconocerlo. Pero cuando lo contemplemos a medida que se manifiesta al llegar al poder, estas otras realidades se hacen completamente evidentes. Por el contrario, se podría decir que tendremos mayor claridad cuando dejemos de discutir qué es el populismo —si es una ideología “superficial”, una mentalidad, una estrategia o un estilo— y en cambio analicemos qué hace: en especial, cuando nos preguntemos cómo cambia o reconfigura los métodos y las instituciones de la democracia representativa.
La interpretación del populismo como un nuevo modelo de gobierno mixto que propongo en este libro se beneficia de la teoría diárquica de democracia representativa que planteé en mi libro anterior. Esta teoría entiende la idea de democracia como gobierno por medio de la opinión. La democracia representativa es diárquica porque es un sistema en el que “la voluntad” (es decir, el derecho a votar, así como los métodos y las instituciones que regulan la toma de decisiones de autoridad) y “la opinión” (es decir, el dominio extrainstitucional de los juicios y las opiniones políticas en sus expresiones multifacéticas) se influyen la una a la otra, pero conservan su independencia. Las sociedades en las que vivimos son democráticas, no sólo porque celebran elecciones libres a las que concurren dos o más partidos políticos, sino porque también prometen permitir la rivalidad y el debate políticos efectivos para presentar ideas diversas y contrastantes. El empleo de instituciones representativas —medios de comunicación libres y diversos, así como la elección regular de representantes, partidos políticos, etcétera— fomenta la formación de juicios políticos y fomenta asimismo que éstos influyan en el voto. También permite considerar, repensar y, de ser necesario, modificar las decisiones. Si bien la democracia directa reduce el tiempo entre la voluntad y el juicio, y con ello exalta el momento de la decisión, la democracia representativa lo amplía. Al hacerlo, abre los procesos políticos para que se formen y para que funcionen la opinión y la retórica públicas. Al confiar en las capacidades de la representación en la vida política, aprovechamos un mecanismo ideológico que nos permite usar el tiempo como recurso a la hora de guiar nuestras decisiones políticas. Por lo tanto, la diarquía promete que las elecciones y el foro en el que se vierten las opiniones lograrán que las instituciones sean el seno del poder legítimo y un objeto de control y escrutinio. Una Constitución democrática debe regular y proteger ambos poderes.
En conclusión, la teoría diárquica de la democracia representativa plantea dos puntos. Primero, afirma que “la voluntad” y “la opinión” son los dos poderes de los ciudadanos soberanos. Segundo, afirma que en principio son dos cosas distintas, y deberán diferenciarse en la práctica, aunque deben estar (y están) en comunicación constante. Denomino diarquía a una especie de autogobierno mediado o indirecto que asume que entre el soberano y el gobierno existe una distancia y una diferencia. Las elecciones regulan la diferencia, mientras que la representación (que es tanto una institución dentro del Estado como un proceso de participación fuera de él) regula la distancia. Los modelos de representación populista precisamente cuestionan y transforman esa distancia y esa diferencia, y el populismo en el poder busca deshacerse de ellas. Y sin embargo su “franqueza” se mantiene dentro del gobierno representativo.
De esta forma, el régimen mixto que inauguró el populismo se caracteriza por la representación directa. El concepto de representación directa es un oxímoron que empleo (y detallo en el capítulo 4) para expresar la idea de que los líderes populistas quieren hablar directamente al pueblo y para el pueblo, sin intermediarios (sobre todo partidos políticos y medios de comunicación independientes). Por ello, aunque el populismo no reniega de las elecciones, las aprovecha como celebración de la mayoría y de su líder, y no como una competencia entre líderes y partidos que facilita la valoración de la pluralidad de preferencias. En concreto, debilita a los partidos organizados, de los que la competencia electoral había dependido hasta ahora, y crea su propio partido ligero y maleable, que pretende unificar demandas más allá de las divisiones partidistas. El o la líder utiliza este “movimiento” a su antojo y, de ser necesario, lo ignora. En una democracia representativa convencional, los partidos políticos y los medios de comunicación son cuerpos intermediarios esenciales. Permiten que lo que está dentro del Estado y lo que está afuera se comuniquen, sin fusionarse. En cambio, una democracia representativa populista busca superar dichos “obstáculos”. “Democratiza” lo público (o eso afirma) al establecer una comunicación perfecta y directa entre las dos caras de la diarquía e, idealmente, las funde en una sola. El objetivo de oponer a la “gente común” con la “minoría establecida” es convencer al pueblo de que es posible ser gobernado mediante un sistema representativo sin necesidad de una clase política aparte o del sistema establecido. Como lo explico en el capítulo i, prescindir del sistema (o de cualquier cosa que se crea que está entre “nosotros”, es decir la gente allá afuera, y el Estado, entendido como los aparatos “de adentro” conformados por quienes toman las decisiones, ya sean elegidos o designados) es el argumento central de todos los movimientos populistas. Sin duda fue el tema recurrente en el discurso inaugural de Trump, cuando declaró que su llegada a Washington no representaba la llegada del sistema establecido, sino la llegada de “los ciudadanos de nuestra nación”.
Para este análisis del populismo, es fundamental la relación directa que el líder establece y mantiene con el pueblo.
También se trata de la dinámica que enturbia la diarquía democrática. Cuando está en la oposición, el populismo subraya el dualismo entre los muchos y los pocos, y expande su público al denunciar la democracia constitucional. Los populistas plantean que la democracia constitucional no ha cumplido su promesa de que todos los ciudadanos gozarán del mismo poder político. Pero cuando llegan al poder, los populistas trabajan sin descanso para demostrar que su líder es una encarnación de la voz del pueblo y que debe oponerse y estar por encima de todo aquel que se diga representar a alguien más y que debe corregir las fallas de la democracia constitucional. Los populistas aseguran que como el pueblo y el líder se han fusionado, y ninguna élite intermediaria los separa, el papel de la reflexión y la mediación se puede reducir drásticamente y que la voluntad del pueblo se puede ejercer con más fuerza.
Esto es lo que diferencia al populismo de la demagogia. Como explico en el capítulo 2, en las democracias representativas el populismo se estructura mediante el principio de “unificación versus pluralismo”. Este mismo principio apareció en la demagogia de la Antigüedad en relación con la democracia directa. Pero el efecto del atractivo populista en la unificación de “el pueblo” es distinto. En la democracia directa de la Antigüedad, el impacto de la demagogia en la legislación era inmediato porque la asamblea era la soberana y no existía mediación alguna, en lugar de ser un órgano constituido por individuos que físicamente no estaban presentes y a quienes los diversos competidores políticos definían y representaban. No obstante, el populismo se desarrolla en un orden estatal en el que un principio abstracto define al soberano popular, lo que permite a los retóricos interpretar con toda libertad ese principio y competir por su representación dentro del Estado. Esto ocurre a pesar de que, de entrada, el populismo se desarrolla en la esfera de la opinión, donde no rige el soberano, es decir, en el ámbito de la ideología, y bien podría permanecer ahí si nunca gobernara a una mayoría. En este sentido, soy consciente de las diferencias cruciales que las elecciones suponen para la democracia. Sin embargo, recurrir a los análisis de la demagogia hechos en la Antigüedad puede ayudarnos a explicar dos cosas: 1] al igual que la demagogia, en el sentido de la politeia de Aristóteles, el populismo interviene cuando la legitimidad del orden representativo ya está en decadencia, y 2] la relación del populismo con la democracia constitucional es conflictiva y este conflicto nos ayuda a nombrar y exponer los mecanismos mediante los que el populismo se apropia del principio de mayoría para concentrar su propio poder e inaugurar un gobierno mayoritario.
En mi libro anterior, planteé que es simplista e inadecuado pensar en términos de simple dicotomía entre democracia directa y democracia representativa, como si la participación estuviera del lado de la primera y las aristocracias electas, de la última. La política democrática es siempre política representativa, en cuanto que se articula y se materializa mediante interpretaciones, afiliaciones partidistas, compromisos y, por último, decisiones que toma la mayoría de los votos individuales. Estos procesos no se reducen a producir una mayoría: producen la mayoría y la oposición en una dialéctica incesante y en conflicto. La expresión ciudadana de propuestas, su argumentación y su consentimiento a las propuestas y las ideas (y a los candidatos que hablan en su nombre) son componentes de la diarquía democrática de voluntad y opinión.
Desde una perspectiva diárquica, puedo oponerme a la concepción tradicional de que el populismo se puede entender como una “democracia iliberal”. Una democracia que infringe los derechos políticos más básicos —en especial, los derechos elementales de formarse una opinión y un juicio, expresar desacuerdos y puntos de vista cambiantes— y que sistemáticamente excluye la posibilidad de formar nuevas mayorías no es una democracia en ningún sentido. Una definición mínima de democracia (como la electoral) supone más que meras elecciones, si en efecto pretende describirla.” Para Norberto Bobbio, es necesario que los electores “se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra. Con el objeto de que se realice esta condición es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación.”
La diarquía de voluntad y opinión significa que la democracia es inconcebible sin un compromiso con las libertades políticas y civiles, lo que exige un pacto constitucional para establecerlas y un compromiso para protegerlas, así como la división de poderes y el Estado de derecho para protegerlos y garantizarlos. Desde luego, ninguna de estas libertades es ilimitada. Pero es fundamental que la interpretación de su alcance no recaiga en la mayoría en el poder, ni siquiera en una mayoría en el poder cuyas políticas parezcan satisfacer los intereses del grueso de la población.” Ésta es la condición para que funcione la democracia representativa y para que sus procesos permanezcan abiertos y no determinados. Por definición, pensar y hablar en términos de la distinción entre “democrático” y “democrático liberal” es algo errado, así como pensar y hablar en términos de “democracia liberal” y “democracia iliberal”.” Si bien estos conceptos son populares, son cortos de miras e imprecisos porque asumen algo que en realidad no puede existir: la democracia sin libertad de expresión y libertad de asociación, así como la democracia con una mayoría apabullante como para bloquear sus posibles evoluciones y mutaciones (es decir, el surgimiento de otras mayorías). Desde la perspectiva diárquica, la democracia liberal es un pleonasmo y la democracia iliberal una contradicción, un oxímoron.
Más aún, quienes afirman que el populismo es la forma máxima de democracia se escudan en el concepto de “democracia liberal”. Esto permite a los partidarios del populismo manifestar que lo “liberal” limita la fuerza endógena de la democracia, es decir, su capacidad de respaldar el poder de la mayoría. Esto le conviene al discurso populista. En un discurso que el padre del populismo argentino, Juan Domingo Perón, pronunció durante la campaña electoral de 1946, se definió como auténtico demócrata, a diferencia de sus adversarios, a quienes acusó de ser demócratas liberales: “Soy, pues, mucho más demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real, mientras que ellos defienden una apariencia de democracia, la forma externa de la democracia.” El problema, claro está, es que “la forma externa de la democracia” resulta esencial para la democracia. No se trata de una mera “apariencia” y no es exclusiva del liberalismo. Si uno adopta un concepto no diárquico de la democracia y recalca que su esencia es la toma de decisiones (las del pueblo o las de sus representantes), las movilizaciones y el inconformismo ciudadanos parecen señalar una crisis dentro de la democracia, en vez de ser un componente de la democracia. Al reducir el momento democrático al voto o las elecciones, el dominio extrainstitucional se vuelve el ámbito natural del populismo, y al hacerlo, como escribió William R. Riker hace años, el liberalismo y el populismo se vuelven las únicas alternativas en juego. La teoría diárquica nos permite eludir este inconveniente.
Como veremos en este libro, el populismo se muestra impaciente frente a la diarquía democrática. También se muestra intolerante respecto de las libertades civiles, ya que: 1] concede exclusivamente a la mayoría ganadora la capacidad de resolver las discrepancias sociales; 2] tiende a destruir la mediación de las instituciones al hacerlas sujeto directo de la mayoría gobernante y su líder, y 3] construye una representación del pueblo que, si bien abarca a una gran mayoría, excluye ex ante a otra parte. La inclusión y la exclusión son características internas para la dialéctica democrática entre ciudadanos que discrepan sobre muchas cuestiones y la dialéctica democrática es un juego de gobierno y disputa. La democracia implica que ninguna mayoría es la última y que ningún punto de vista disidente está condenado ex ante a una posición de impotencia o subordinación periférica por el hecho de que las esgriman los individuos “incorrectos”. No obstante, para que persista esta dialéctica abierta, la mayoría electa no puede comportarse como si fuera la representante directa de una especie de pueblo “auténtico”. (En efecto, en el ámbito gubernamental no “se puede tomar ninguna decisión sin cierto grado de cooperación entre adversarios políticos”; por definición estos adversarios siempre son parte del juego.) La democracia sin libertades individuales —políticas y legales— no puede existir. En este sentido, la expresión “democracia liberal” es un pleonasmo, pues sugiere que “la democracia es previa al liberalismo”, en el sentido de que aquélla se sostiene sola o que no depende del liberalismo, a pesar de que históricamente se ha beneficiado de algunos logros del propio liberalismo. Esto no sólo es cierto porque la democracia precede el liberalismo, sino que es cierto porque la democracia es una práctica de la libertad en acción y en público, rebosante de libertad individual. “La práctica política de la democracia exige condiciones que se corresponden con los valores centrales liberales y republicanos de libertad e igualdad.” Por ello es un juego abierto en el que siempre es posible el cambio de gobierno y está inscrito en un gobierno mayoritario. Como afirmó Giovanni Sartori: “El futuro de la democracia depende de la capacidad de las mayorías de convertirse en minorías, y a la inversa, de las minorías en mayorías Como resultado, la democracia liberal es en esencia democracia a secas. Más allá está el fascismo, que no es “democracia sin liberalismo”, ni democracia, ni liberalismo político. Sus primeros teóricos y líderes, claro, lo sabían de sobra.
Los populistas buscan construir un modelo de representación que prescinda del gobierno partidista, de la maquinaria que genera el sistema político e impone consensos y transacciones, que termina fragmentando la homogeneidad de la gente. Si el principio que rige la democracia representativa es la libertad —y por lo tanto la posibilidad de disentir, el pluralismo y el consenso—, entonces el principio que rige al populismo es la unidad de lo colectivo, que da sustento a las decisiones del o la líder. De este modo, el populismo en el poder es un modelo de gobierno representativo que se centra en una relación directa entre el líder y aquellos a los que se les considera individuos “buenos” o que tienen la “razón”: aquellos a quienes el líder dice haber unificado y llevado al poder, a quienes las elecciones revelan mas no crean.
Una consecuencia más de la impaciencia del populismo con la división partidista es que interpreta la idea procesal de “el pueblo” como propietario. Este punto es fundamental y la numerosa bibliografía sobre el tema tiende a ignorarlo. Es preciso reparar este descuido. Cuando los populistas llegan al poder, gestionan los procedimientos y las culturas políticas como asuntos de propiedad y posesión. “Nuestros” derechos (como hemos escuchado decir al primer ministro húngaro Viktor Orbán, al ministro del Interior italiano Matteo Salvini o al presidente de Estados Unidos Donald Trump) son el eje rector del populismo. Representan la manipulación populista de las ideas, la práctica y la cultura legal asociada con los derechos civiles, en particular la igualdad y la inclusión. La caracterización del populismo como institución política posesiva está en el núcleo de su naturaleza facciosa. Esto se suma a su impaciencia con las normas constitucionales y la división de poderes, y contribuye a explicar su carácter paradójico: el populismo en el poder está condenado a ser desequilibrado (como si estuviera en una campaña permanente) o a convertirse en un nuevo régimen. No puede darse el lujo de ser un gobierno democrático entre otros porque la mayoría a la que representa no es una mayoría entre otras: es la “buena”, que existe antes de las elecciones y al margen de ellas.
Las implicaciones políticas de la naturaleza posesiva del populismo también son impredecibles. El enfoque puede dar lugar a ambiciones proteccionistas, pero también a afirmaciones libertarias, aunque se vuelvan casi irreconocibles, si es que interpretemos el populismo como una más de las ideologías fascistas tradicionales, o como una ola de proteccionismo al estilo tradicional fascista. En su penetrante análisis del civilizacionismo populista neerlandés, Rogers Brubaker afirma: “el antiislamismo libertario de Fortuyn ganó terreno en un contexto definido por las ideas claramente progresistas del pueblo neerlandés ‘nativo’ sobre género y moralidad sexual, por la ansiedad en los círculos gays sobre el acoso y la violencia antigay atribuidos a la juventud musulmana y por el clamor público a raíz de que un imán marroquí de Roterdam condenó la homo-sexualidad en un noticiero de alcance nacional”. Líderes como Marine Le Pen del Rassemblement National [Agrupación Nacional], como el primer ministro austriaco Sebastian Kurz y como Matteo Salvini de la Lega Nord [Liga Norte] no han adoptado (aún) la retórica de ataque contra la equidad de género —aunque algunos intenten anular las leyes que regulan el aborto y el matrimonio o la unión entre personas del mismo sexo—. Tampoco rechazan las libertades individuales que los derechos civiles lograron para su gente —aunque protestan contra la prensa “per-judicial”—. No obstante, sí emplean el lenguaje de los derechos civiles de modo que subvierte su función precisa. Emplean ese lenguaje para declarar y exigir el poder absoluto de la mayoría respecto de su “civilización” y, por lo tanto, respecto de sus derechos, lo que lo convierte en un poder que sólo los miembros de la clase gobernante poseen y pueden disfrutar. En el momento mismo en que los derechos se apartan de su significado de equidad e imparcialidad (esto es, un significado universalista y procedimental), se convierten en un privilegio. Pueden ser incluyentes en la medida en que no estén condicionados por la identidad cultural o la nacional de quienes los exijan. La práctica posesiva de los derechos les quita su carácter aspiracional y los convierte en un medio para proteger el estatus que ha obtenido una parte de la población. El rechazo de los migrantes en las costas italianas y la negativa a ayudarlos en tiempos de necesidad se escudan en nombre de “nuestros derechos”, que parecen tener un valor superior que “los derechos humanos”. La suspensión del universalismo es una consecuencia directa de una idea posesiva y por lo tanto relativa de los derechos. No vemos esta cara del populismo cuando el liberalismo permite que la democracia se salga de control y resaltamos las consecuencias iliberales de esto; la vemos cuando seguimos el proceso democrático de forma consistente, en toda su complejidad diárquica.
Como explicaré más adelante, el populismo es una fenomenología que implica sustituir el todo con una de sus partes. Esto hace que se esfumen las ficciones (los lineamientos de comportarse como si) de la universalidad, la inclusión y la imparcialidad. Que el populismo logre sus objetivos manifiestos conllevaría, en última instancia, a sustituir el significado procedimental del pueblo y a sustituir la generalidad de la ley basada en principios (erga omnes) con un significado socialmente sustantivo que sólo exprese la voluntad y los intereses de una parte del pueblo (ad personam). En el capítulo 3, propongo que este proceso de solidificación o racialización del populus jurídico-político supone un intento de los líderes populistas de identificar “el pueblo” con la parte (meros) que ellos pretenden encarnar. Entonces la democracia se identifica con el mayoritarismo radical, o con el kratos (“poder”) de una mayoría específica, la que dice ser —y gobierna como si lo fuera— la única mayoría buena (o parte de ella) que alguna elección logró revelar. Esta identificación exige que uno suponga que la oposición no pertenece a la misma clase de gente “buena”. Y exige que uno identifique “la regla de la mayoría” (uno de los puntos clave de la democracia) con “el gobierno de la mayoría”. El populismo es mayoritarismo puro y como tal es una distorsión de la regla de la mayoría y de la democracia misma (no es su consumación ni su norma), cuyas “consecuencias iliberales no necesariamente son una respuesta frente a una crisis del liberalismo en un Estado democrático”, sino que se pueden suscitar a partir de la práctica y el concepto de libertad que se tienen en la democracia.
En última instancia, el populismo no apela a la soberanía del pueblo como principio general de legitimidad. Más bien, es una reafirmación radical del “núcleo que representa un concepto idealizado de la comunidad”. Este núcleo afirma que es el único dueño legítimo del juego. Lo hace cuando señala su mayoría numérica o bien cuando se presenta como la entidad popular mitológica que debe traducirse directamente en voluntad de poder. En el capítulo 2 abordo este enfoque polémico y propongo que —dentro de lo que defino como una idea y una gestión posesivos o de carácter propietario del poder político— la mayoría absoluta deja de ser un procedimiento para tomar decisiones legítimas en un entorno plural y competitivo, y se convierte en la facticidad del poder, lo que permite que el sector de la población que ha buscado el kratos compense el desdén que padecieron de parte de los partidos electos anteriormente y que gobierne a partir de sus propios intereses y en contra de “el sistema” y los intereses de la población que no pertenece al sector “bueno”.
Con esta idea posesiva de la política se corre el riesgo de llegar a “soluciones” muy parecidas al fascismo, por lo que, si bien me refiero al populismo como un fenómeno democrático, también asevero que pone a prueba los límites de la democracia constitucional. Más allá de estos límites podría surgir otro régimen: quizás autoritario, dictatorial o fascista. Desde este punto de vista, el populismo no es un movimiento subversivo sino un proceso que se apropia de las normas y las herramientas de representación de la política. Como vemos hoy en día, los populistas sacan partido de las funciones de la democracia constitucional y a veces intentan reconfigurar las Constituciones. Así se explica la novedad del populismo contemporáneo tal como se ha desarrollado en el marco de las democracias constitucionales. Esta novedad demuestra que las formas populistas son reflejo del sistema político contra el que reaccionan.
Propongo que una parcialidad radical y programática determina la estructura del populismo a la hora de que éste interpreta lo que es la gente y la mayoría. No importa si se apela a “el pueblo” en los términos ideológicos de la izquierda o la derecha. En este sentido, si el populismo llega al poder, puede deformar las instituciones representativas que conforman la democracia constitucional: el sistema de partidos, el Estado de derecho y la división de poderes. Puede forzar la democracia constitucional al grado de abrirle la puerta al autoritarismo o incluso a una dictadura. Desde luego, la paradoja es que, si de verdad ocurre ese cambio de régimen, el populismo deja de existir. Esto quiere decir que el destino del populismo está ligado al destino de la democracia: “Parte de su desempeño radica en que eso no suceda del todo.” De esta forma, algunos académicos han comparado el populismo con un parásito para explicar esta relación tan peculiar. El populismo no tiene fundamento propio, por lo que se desarrolla a partir de las instituciones democráticas que transforma (pero a las que nunca reemplaza del todo). La democracia y el populismo viven y mueren juntos, y por ello tiene sentido postular que el populismo es la frontera extrema de la democracia constitucional, después de la cual emergen los regímenes dictatoriales.
Sin importar la analogía que emplee un movimiento populista determinado, sus manifestaciones serán contextúales y dependerán de la cultura política, social y religiosa del país en cuestión. No obstante, el populismo es más que un fenómeno condicionado por la historia; es más bien un movimiento de divergencia. Corresponde a la transformación de la democracia representativa. Éste, creo yo, debe ser el punto de referencia para cualquier enfoque teórico en torno al populismo. Al mismo tiempo facilita las cosas pues, aunque “no tenemos nada parecido a una teoría del populismo”, nos podemos beneficiar de su vínculo endógeno con la representación y la democracia, cuyos cimientos y procedimientos normativos conocemos bien.
Distingo entre populismo como movimiento popular y populismo como fuerza gobernante. Esta distinción engloba el estilo retórico del populismo; su propaganda, tropos e ideología, y, por último, sus objetivos y logros. Esta distinción, muestra la relación con el carácter diárquico de la democracia que presenté anteriormente. Necesitamos entender el populismo como movimiento de opinión y divergencia, y como sistema de toma de decisiones. En un libro anterior, Democracy Disfigured [Democracia desfigurada], analicé el populismo desde el primer punto de vista y en este libro lo analizo desde el segundo punto de vista.
En lo que respecta a la autoridad de la opinión, en Democracy Disfigured planteé que es incorrecto valorar el populismo como si en esencia éste fuera idéntico a los movimientos populares o de protesta. Como unidad individual, los movimientos populares pueden incluir retórica populista, mas no un proyecto de poder populista. Entre los ejemplos recientes de dicha retórica están los movimientos de divergencia y protesta, horizontales y populares, que recurrieron al tropo dualista de “nosotros, el pueblo” en oposición a “ustedes, el sistema”: como los girotondi en Italia en 2002, Occupy Wall Street en Estados Unidos y los Indignados en España, ambos en 2011. Sin una narrativa estructuradora, sin la aspiración de ganar algunos escaños en el congreso o sin un liderazgo que asegure que su gente es la “verdadera” expresión del pueblo en general, los movimientos populares son lo que siempre han sido: sacrosantos movimientos de protesta contra alguna tendencia social que los ciudadanos organizados consideran que han traicionado los principios básicos de equidad —los cuales, a su parecer, la sociedad ha prometido respetar y cumplir—. Esto dista mucho de los enfoques populistas que buscan conquistar las instituciones representativas y ganar la mayoría en el gobierno para estructurar la sociedad a partir de sus ideas sobre qué es el pueblo. Ejemplos de esta clase de enfoque se ven en las mayorías que han surgido en Hungría (2012), Polonia (2014), Estados Unidos (2016), Austria (2017) e Italia (2018). Éstos, y casos anteriores en América Latina, demuestran que, incluso si un gobierno populista no modifica la Constitución, puede cambiar el tenor del discurso público y la política al implementar propaganda diaria que fomente la enemistad en la esfera pública, que se burle de toda oposición y de los principios fundamentales, como la independencia judicial. Un gobierno populista depende de un público tendencioso, pero también lo refuerza y lo intensifica, que exige que sus opiniones se traduzcan directamente en decisiones. Este público no tolera la discrepancia y desdeña el pluralismo, además de que reclama una legitimidad total en nombre de la transparencia, una “virtud” que se supone que elimina la “hipocresía” de la política más pragmática. Por lo tanto, la jugada del líder populista para ofender a sus adversarios y a las minorías en sus discursos políticos se interpreta como señal de sinceridad, a diferencia de la duplicidad de lo políticamente correcto. Éste también fue el estilo del fascismo, que tradujo esa franqueza en leyes punitivas y represivas. Tal es la diferencia entre el populismo en el poder y el fascismo en el poder, aunque el populismo respalde ideas y difunda puntos de vista igual de insufribles que los del fascismo. No obstante, para entender el carácter de una democracia populista no basta centrarnos en lo que dice el líder y lo que el público repite. También debemos analizar los métodos mediante los cuales el populismo en el poder transforma las instituciones y los procedimientos democráticos existentes.
CONTEXTOS, COMPARACIONES Y LA SOMBRA DEL FASCISMO
El populismo es un fenómeno global. Sin embargo, es casi una obviedad afirmar que cualquier “definición” de populismo será precaria. El fenómeno se resiste a las generalizaciones. Como resultado, los politólogos académicos que quieran estudiarlo deben ser comparativistas, puesto que el lenguaje y el contenido del populismo están impregnados con la cultura política de la sociedad en la que haya surgido tal o cual instancia específica. En algunos países, la representación populista adquiere rasgos religiosos y en otras, más seculares y nacionalistas. En algunos casos, emplea el lenguaje del patriotismo republicano y en algunos más adopta el vocabulario del nacionalismo, el indigenismo, el nativismo y el mito de los “primeros pobladores”. En otros, subraya la escisión entre el centro y la periferia, y en algunos más, la división entre la ciudad y el campo. En el pasado, algunas experiencias populistas se originaron en las tradiciones agrarias colectivas y en sus intentos por resistirse a la modernización, occidentalización e industrialización. Otras personalizaron una cultura popular devota de la figura del “hombre hecho a sí mismo”, que valoraba el emprendimiento a pequeña escala. Otros más reclamaban la intervención del Estado para controlar la modernización o para proteger el bienestar de la clase media. La variedad de populismos pasados y presentes es extraordinaria y lo que funciona en Latinoamérica no tiene por qué hacerlo en Europa o Estados Unidos. Del mismo modo, lo que es válido en Europa septentrional u occidental, puede no serlo en las zonas del sur y el este del viejo continente. Los comentarios de Isaiah Berlin sobre el romanticismo bien podrían aplicarse al populismo: “cada que alguien se embarca en una generalización” del fenómeno (incluso si es “inocua”), “siempre existirá alguien que produzca evidencia que la contrarreste”. Esto debería bastar para eludir toda hybris definitoria.
Sin embargo, la importancia del populismo no proviene de nuestra (in)capacidad de producir una definición clara y precisa. Su importancia se debe a que es un “movimiento” que, si bien elude toda generalización, es muy tangible y capaz de transformar la vida y las ideas de la gente y la sociedad que lo adoptan. Como demostraron los académicos en una conferencia de 1967 en la London School of Economics con su pionero análisis interdisciplinario sobre el populismo global, el populismo es un componente del mundo político que habitamos y señala una transformación del sistema político democrático. Tal vez los otros comentarios de Berlin sobre el romanticismo no se apliquen: que es “una transformación enorme y radical, después de la cual nada fue lo mismo”. Sin embargo, sí podemos afirmar con cierta seguridad que el populismo es parte del “enorme” fenómeno global llamado democratización. También, que las dos entidades que han alimentado su base ideológica, ethnos y demos —la nación y el pueblo—, han engrosado la soberanía política en la era de la democratización desde el inicio del siglo XVIII. El populismo “siempre es una posible respuesta a la crisis de la política democrática moderna” porque se fundamenta en “argumentos sobre” la interpretación de la soberanía popular. Lo que el populismo le hace a una sociedad democrática y las huellas que deja en la sociedad cambian tanto el estilo como el contenido del discurso público, incluso cuando el populismo no cambia la Constitución. Este potencial transformador es el horizonte de mi teoría política del populismo.
Debido a que no se puede interpretar el populismo como un concepto preciso, los académicos se muestran escépticos, y con razón, sobre si deba tratarse como un fenómeno catalogable o no, y no como una creación ideológica o sencillamente como “otra mayoría”. En muchos países, el populismo encaja bien con las actitudes críticas de los ciudadanos frente a las elecciones —que se originan en la creencia de que las elecciones no hacen más que reproducir el gobierno del “sistema”— y, por ello, los académicos se refieren al populismo como una “crisis de la democracia”. No recurro al lenguaje de la crisis y tampoco coqueteo con visiones apocalípticas. Elegir a un líder xenófobo no es “antidemocrático”, como tampoco lo es el surgimiento de partidos antisistema. No se puede decir que la democracia está en crisis debido a que tenemos una mayoría que no nos guste o sea despreciable.
Entonces, ¿por qué estudiar el populismo? Mi respuesta es ésta: el simple hecho de que el término populismo figure con tal persistencia, tanto en la política cotidiana como en las publicaciones académicas, es motivo suficiente para justificar nuestra atención analítica. Estudiamos el populismo porque está transformando nuestras democracias.
Para estudiar el populismo, es preciso prestarle atención al contexto sin que éste nos absorba. Cuando se empezó a estudiar, los académicos lo identificaron como una reacción contra los procesos de modernización (en las sociedades predemocráticas y poscoloniales), así como con la difícil transformación de los gobiernos representativos (en las sociedades democráticas). El término surgió en la segunda mitad del siglo XIX, primero en Rusia (narodnicestvo) y después en Estados Unidos (el People’s Party [Partido del Pueblo]). En el primer caso, calificaba una visión intelectual, en el segundo era lo opuesto: calificaba un movimiento político que idealizaba una sociedad agraria de aldeas comunitarias y productores individuales, por lo que se colocaba en contra de la industrialización y el capitalismo corporativo. También tenían otras diferencias. En Rusia, la voz populista fue, ante todo, la voz de los intelectuales urbanos, quienes imaginaban una comunidad ideal de campesinos puros. Por otra parte, en Estados Unidos, era la voz de los ciudadanos que discrepaban de las élites gobernantes en nombre de su propia Constitución.; Por lo tanto, el caso estadounidense, no el ruso, representa el primer ejemplo de populismo como movimiento político democrático que dijo ser el representante verdadero del pueblo dentro de un sistema partidista y de gobierno.
No obstante, es importante recordar que en Estados Unidos —y también en Canadá, cuando se instituyó el movimiento populista canadiense— el populismo no produjo un cambio de régimen, sino que más bien se desarrolló junto con una ola de democratización política y junto con los efectos de la construcción de una economía de mercado en una sociedad tradicional. Esta ola democratizadora planteó cómo incluir a más sectores de la población en una época en que la polis en realidad seguía siendo una oligarquía electa. En efecto, en el contexto de la democratización el populismo puede ser una estrategia para volver a equilibrar la distribución del poder político entre grupos sociales consolidados y emergentes.
En los países latinoamericanos surgieron otros importantes casos históricos de regímenes populistas. Ahí, el populismo fue capaz de llegar al poder tras la segunda Guerra Mundial. La reacción que suscitó fue distinta según las fases históricas y se le evaluaba al principio de su trayectoria o ya en la cúspide, como régimen consolidado o como régimen de cara a la sucesión del poder, como partido de oposición que protestaba contra un gobierno existente o como gobierno en sí mismo. Al igual que en Rusia y en Estados Unidos, en América Latina el populismo floreció en la era de la modernización socioeconómica, pero al igual que el fascismo en los países católicos europeos fomentó la Modernidad empleando el poder del Estado para proteger y empoderar a las clases populares y medias, acotar la divergencia política y reprimir la ideología liberal, al tiempo que instrumentó políticas sociales y protegió valores éticos tradicionales. Por último, en Europa occidental el populismo surgió a principios del siglo XX con los regímenes predemocráticos. Ahí coincidió con el expansionismo colonial, la militarización de la sociedad que se suscitó durante la primera Guerra Mundial y el auge del nacionalismo étnico, que a modo de respuesta frente a una depresión económica desenmarañó las divisiones ideológicas existentes bajo el mito de una nación incluyente. En la Europa predemocrática, la respuesta del populismo frente a la crisis del gobierno representativo liberal se manifestó, en última instancia, en el ascenso de los regímenes fascistas.
El término populismo comenzó a emplearse para nombrar un sistema de gobierno tras el colapso del fascismo, sobre todo en América Latina. Desde entonces, como modelo político que se ubica entre un gobierno constitucional y una dictadura, ha mostrado parecidos de familia con sistemas políticos que se ubican en el punto opuesto del espectro. Hoy en día, el populismo se desarrolla tanto en sociedades aún en proceso de democratización como en sociedades por completo democráticas. Y adopta su perfil más maduro y problemático en democracias representativas constitucionales. Si queremos identificar una tendencia general de estos contextos tan disímiles, podríamos decir que el populismo cuestiona el gobierno representativo desde dentro para después denunciarlo, reconfigurar la democracia de raíz y crear un nuevo régimen político. Sin embargo, a diferencia del fascismo, no suspende las elecciones libres y competitivas, y tampoco les niega un papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral es un factor definitorio en los regímenes populistas.
No obstante, resultan muy interesantes las usuales acusaciones que reciben los populistas en el poder por ser “fascistas”. Esto es frecuente sobre todo en la actualidad, dado que Salvini ha mostrado afinidad con los movimientos neonazis que infestan las calles de las ciudades italianas y golpean e intimidan a los migrantes africanos, y dado que los asesores políticos de Trump han admitido de manera explícita el haberse inspirado en los libros y las ideas de Julius Evola, filósofo fascista, esotérico y místico, que postuló que la ideología fascista oficial dependía mucho del principio de soberanía popular y del mito igualitario de la Ilustración para ser fascismo genuino. Otros líderes populistas europeos han hecho declaraciones igual de alarmantes sobre cómo las ideas islámicas han “contaminado” las raíces cristianas de sus naciones, o sobre cómo la migración contamina el núcleo étnico del pueblo. Estas afirmaciones resultan llamativas y alarmantes. Pero me sigo resistiendo a la idea de que el nuevo modelo de gobierno representativo que se inició con el populismo sea fascista. Como explicaré en el capítulo 3, en el que describo las similitudes y las diferencias entre el antipartidismo populista y el antipartidismo fascista, es cierto que el fascismo es una ideología y un régimen, muy parecido al populismo, y también es cierto que el fascismo surgió como “movimiento” y militó en contra de los partidos organizados, cosa muy parecida al populismo. Sin embargo, debemos mantener la diferencia conceptual porque un partido fascista nunca renunciaría a su plan de llegar al poder para construir una sociedad fascista: una sociedad muy adversa a los derechos fundamentales, la libertad
política y, de hecho, la democracia constitucional. Por esta precisa razón, Evola criticó la lectura del fascismo como una versión de la soberanía popular absoluta en la que el fascismo derivaba de la Revolución francesa (y, por lo tanto, popular y “populista”). Por el contrario, concibió el fascismo como una idea de la política y la sociedad radicalmente jerárquica y holística, opuesta por completo al liberalismo y la democracia debido a su negación radical de un punto de vista universalista de los seres humanos, para nada parasitaria de la democracia y más bien como un proyecto antidemocrático radical.
El fascismo en el poder no se conforma con hacer algunas enmiendas a la Constitución ni con ejercer su mayoría como si fuera el pueblo. El fascismo es un régimen por propio derecho que busca moldear la sociedad y la vida civil a partir de sus principios. El fascismo es la fusión del Estado y el pueblo. No se limita a ser parasitario del gobierno representativo, porque no acepta la idea de que la legitimidad surge libremente de la soberanía popular y las elecciones libres y competitivas. El fascismo es tiranía y su gobierno es una dictadura. El fascismo en el poder siempre es antidemocrático, no sólo en su discurso sino también de facto. No se conforma con limitar a la oposición por medio de propaganda diaria: recurre al poder del Estado y a la represión violenta para silenciar a la oposición. El fascismo busca el consenso, pero no correrá el riesgo de la discrepancia, por lo que proscribe la competencia electoral y reprime las libertades de expresión y de asociación, pilares de la política democrática. Mientras que el populismo es ambiguo, el fascismo no lo es, y al igual que la democracia el fascismo depende de un núcleo pequeño de ideas inequívocas gracias a las cuales es reconocible de inmediato. Raymond Aron ya aludía a esta interpretación a finales de los años cincuenta del siglo pasado, cuando intentó entender la idea de “regímenes sin partidos”, que “exigen una especie de despolitización de los gobernados” y que sin embargo no alcanzaron la omnipresencia y la intensidad de los regímenes fascistas.
Recurrí a la metáfora del parasitismo para describir situaciones en las cuales el populismo crece desde el interior de la democracia representativa. Para representar la naturaleza ambigua del populismo, y su relación con el fascismo y la democracia, propongo emplear también la metáfora de Wittgenstein del “parecido de familia” Esta metáfora captura la identidad límite del populismo. “En vez de centrarse en los rasgos más evidentes que encontró en las fotografías” de los miembros de una familia, “Wittgenstein tomó en cuenta la presencia de los bordes borrosos, vinculados con rasgos fuera de lo común o excepcionales. Este cambio le permitió reformular ‘parecidos de familia’ en términos del complejo entrecruzado de similitudes entre miembros de una clase determinada.” La evolución del método compuesto de los retratos “contribuyó a articular una nueva noción del individuo: flexible, borroso, no concluyente”: el resultado de un trabajo de análisis comparativo que revela los bordes borrosos que ocasionan que los contornos parezcan fuera de foco. La noción de un parecido de familia, que se materializa mediante los bordes borrosos que el populismo comparte con la democracia y con el fascismo, es una metáfora útil en este estudio para colocar el fenómeno del populismo en relación con los regímenes populares modernos. Para dar sólo un ejemplo: en la Argentina de 1951, Perón afirmaba con orgullo que su régimen era una alternativa al comunismo y al capitalismo. Pocos años después, enfatizaba los vínculos con la dictadura española de Francisco Franco y se propuso representar su tercer nombramiento como una nueva resistencia, supranacional, ante el demoliberalismo. El populismo de Perón era similar al fascismo, mas nunca idéntico, porque no eliminó las elecciones ni les negó su papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral fue una dimensión definitoria de la soberanía populista de Perón, a pesar de que las elecciones se asemejaban a un plebiscito de los miembros de su partido, no a un cálculo de preferencias individuales producto de la competencia abierta entre una pluralidad de partidos. En suma, el fascismo destruye la democracia después de haber aprovechado sus recursos para fortalecerse. El populismo desfigura la democracia al transformarla sin destruirla.
Como implica la metáfora del parecido de familia, el fascismo y el populismo comparten rasgos importantes, bien reconocibles. “El fascismo se ha presentado como el antipartido, ha abierto la puerta a todos los candidatos, con su promesa de impunidad ha permitido a una multitud informe cubrir con un barniz de idealismos políticos vagos y nebulosos el desbordamiento salvaje [selvaggio] de las pasiones, de los odios, de los deseos.”. Si omitimos la alusión a la violencia (selvaggio), se puede emplear esta descripción del fascismo italiano que esbozó Antonio Gramsci en 1921 para describir el fenómeno populista de la actualidad. El populismo contemporáneo también tiene un enfoque “negativista” que precisaré en el capítulo 1. El populismo antagoniza con el sistema no sólo para oponerse a sus líderes, sino también para dar a las pasiones organizadas la oportunidad de gobernar y velar por sus intereses. En el capítulo 2 exploro cómo ocurre esto. Los gobiernos populistas pueden —y lo hacen a menudo— trazar políticas cuya retórica es violenta, que atacan a sus adversarios y que excluyen a extranjeros y migrantes. Los populistas en el poder pueden —y con frecuencia lo hacen— intimidar y rechazar a quienes no son ciudadanos: vemos que sucede esto en casi todos los países en los que gobiernan. Sin embargo, en cuanto el gobierno empieza a ejercer violencia (inconstitucional) contra sus propios ciudadanos, en el momento en que comienza a reprimir la discrepancia política, a impedir la libertad de asociación y expresión, su llamado gobierno populista se ha convertido en un régimen fascista.
Incluso a pesar de reconocer esta importante distinción, el descenso al fascismo siempre se vislumbra en el horizonte. En el siglo pasado, la historia de la democracia se ha caracterizado por intentos constantes de separarse del fascismo y materializarse como alternativa del fascismo. Este divorcio se concretó de manera permanente cuando los gobiernos democráticos adoptaron la idea de que, en los hechos, a la democracia no le corresponde ninguna representación holística del pueblo y de que ningún partido individual puede representar las distintas exigencias de los ciudadanos. En este sentido, la división de “el pueblo” en grupos parciales fue la escisión más poderosa de la democracia respecto del fascismo. Con esta división se infería que “el pueblo” es tanto un criterio de legitimación como la seña de una generalidad incluyente que no coincide con ningún grupo social en particular ni con una mayoría electa. Sin duda, la democracia posfascista valora la libre acción política, la competencia plural entre partidos y la alternancia en el gobierno. Renuncia a la mezcla del poder con la posesión (por ejemplo, de las masas o de la mayoría) y mantiene sus procedimientos al margen de los actores políticos que los emplean. Por otra parte, cuando en el fascismo el líder apela a la gente, ésta no puede refutarlo ni confrontarlo con apelaciones en sentido contrario. Esto es una realidad incluso si el gobierno apoya su legitimidad en algún tipo de consentimiento orquestado. (Ni siquiera la dictadura más violenta puede sobrevivir si su poder depende de forma exclusiva de la represión.) El verdadero legado del divorcio entre la democracia y el fascismo es la dialéctica entre la mayoría y la oposición, no en la celebración de la unidad colectiva de las masas.
A la inversa, el fascismo evidencia el problema más complicado de la democracia: no el problema de cómo decidir en un colectivo sino qué hacer con la disidencia y con los disidentes. Como explico en los capítulos 1 y 2, el proceso democrático no excluye la posibilidad de un espacio para el liderazgo, pero el liderazgo que gesta está fragmentado. Por ello, las elecciones son ese espacio en el que se produce una diferencia radical entre la democracia y el populismo. La unión del pueblo bajo el mando de un líder es una verdadera violación del espíritu democrático, incluso si el método que se emplee para llegar a dicha unión (las elecciones) es democrático. Por último, esto sugiere que la representación por sí sola no es una condición suficiente para que se suscite la democracia. (Como la historia lo demuestra de forma rotunda, los líderes autocráticos pueden recurrir a ella.) Como describo en el capítulo 3, para comprender la transformación populista de la democracia debemos contemplar cómo se practica la representación.
También es preciso analizar la misma ambigüedad con respecto al principio de la mayoría, cosa que hago en el capítulo 3. Es bien sabido que el Gran Consejo Fascista, o sea el gobierno fascista, era un órgano colegiado que adoptó la mayoría absoluta para tomar decisiones. Pero el principio democrático de la mayoría no se limita a regular la toma de decisiones en un colectivo compuesto por más de tres personas. Lo más importante es que está diseñado para garantizar que la toma de decisiones se haga de manera abierta, que los disidentes siempre formen parte del proceso, que no se les silencie ni se les someta, que no se les oculte a la vista del público. Sin duda, a los líderes y a los partidos populistas les interesa lograr la mayoría absoluta, pero, siempre que mantengan viva la posibilidad de celebrar elecciones y se abstengan de suspender o limitar la libertad de opinión o de asociación, sus intentos de conseguir esa mayoría absoluta seguirán siendo una ambición frustrada. Por eso el populismo está a medio camino entre la democracia y el fascismo.
Para resumir, si consideramos los dos sistemas de poder corruptos que caen dentro del fascismo —la demagogia y la tiranía—, queda claro que el populismo tiene que ver con el primero, mas no con el segundo. El populismo es un sistema democrático siempre y cuando su fascismo latente permanezca en las sombras, frustrado. El fascismo también solía legitimarse a partir del apoyo entusiasta de las masas. Pero sería un error absoluto clasificar el fascismo como modelo democrático porque, si bien busca cautivar a las masas mediante la demagogia, también rechaza radicalmente todo tipo de consentimiento que implique que los ciudadanos individuales puedan expresarse con autonomía, asociarse y exigir con libertad, y disentir si quieren. La democracia asume una mayoría que es sólo una posible mayoría, la cual actúa en todo momento junto a una oposición que con toda legitimidad aspira, y que sabe que bien podría lograrlo, a desplazar a la mayoría actual.
Por lo tanto, en vez de usar el fascismo como punto de partida, los lineamientos que sigo para descifrar la dinámica del populismo en el poder se inspiran en el recuento de Bernard Manin, de las etapas históricas del gobierno representativo. Manin identifica tres etapas en la evolución del gobierno representativo:
- gobierno de notables: sufragio restringido, limitados derechos individuales, constitucionalismo, partido y política parlamentarias, centralidad del Ejecutivo.
- democracia partidista: sufragio universal, partidos dentro y fuera del parlamento como organizaciones de opinión y participación, sistema de medios y comunicación vinculado a las afiliaciones partidistas, constitucionalismo, centralidad del parlamento o congreso.
- democracia de audiencias: involucra a la ciudadanía como un público indistinto y desorganizado, opiniones horizontales y cambiantes que actúan como tribunales autorizados en un juicio, declive de los partidos y las lealtades partidistas, medios autónomos de afiliaciones partidistas, ciudadanos que no se involucran en la elaboración de la agenda política ni en la vida del partido, personalización de la competencia política, centralidad del Ejecutivo, declive del papel del congreso o parlamento.
La fase tres de Manin contiene las condiciones en las que el populismo puede florecer y llegar al poder. Como explico en el capítulo 4, el uso masivo de internet —una vía asequible y revolucionaria de interactuar y compartir información en manos de los ciudadanos comunes— ha supuesto la drástica transformación horizontal del público y lo ha convertido en el único actor político existente fuera de las instituciones surgidas de la sociedad civil. Este público se opone a ultranza a la organización partidista o a cualquier “organización heredada” que dependa de la estructura de toma de decisiones no directa. Denomino a este fenómeno de desintermediación como una “revuelta contra los cuerpos intermediarios” y planteo que facilita la representación directa en manos del líder, quien interpreta y encarna las múltiples exigencias de su gente. Aunque la democracia de audiencias se presenta como un avance respecto de la participación directa, ésta es el modelo de gobierno representativo en el que el populismo puede encontrar oxígeno y muchas veces recurre a ella. Un gobierno populista es una democracia antipartidista pero no necesariamente se reconfigura para ser una democracia más directa y participativa.
Los procesos diárquicos de la democracia —como el gobierno representativo— no son estáticos ni están inmóviles en el tiempo, sino que pasan por distintas etapas. Asimismo, el populismo ha pasado por distintas etapas y sus diferentes manifestaciones en el transcurso de la historia parecen reflejar las transformaciones del gobierno representativo. Con Manin podemos decir que el gobierno representativo ha experimentado varias metamorfosis desde su creación en el siglo XVIII y que las respuestas y las manifestaciones populistas se suscitaron sobre todo en tiempos de transición de una etapa de gobierno representativo a otra. Mi intención no es proponer una grandilocuente “filosofía de la historia del gobierno representativo” (y del populismo). Tampoco esbozar un resumen histórico de varios modelos populistas que se manifestaron durante las transiciones ocurridas en la historia del gobierno representativo. Me preocupa y me interesa el populismo del siglo XXI.
Propongo que situemos el éxito contemporáneo del populismo en la transición de la “democracia partidista” a la “democracia de audiencias” (o “democracia del público”). El resquebrajamiento de las lealtades y las membresías partidistas ha beneficiado a la política de la personalización y a los candidatos que cortejan al público en forma directa a partir de vínculos personales. Como explico en los capítulos 3 y 4, la representación como encarnación (del pueblo y del líder) se resiste a confiar en actores colectivos intermediarios, como los partidos políticos. Por lo tanto, una democracia populista contemporánea parece una democracia que gira en torno de sus líderes, más que en torno de partidos estructurados, y parece una democracia en la que los partidos son más escurridizos y a la vez más capaces de expandir su fuerza de atracción porque dependen menos de argumentos partidistas y más de una identificación emocional con el líder y sus mensajes. Como explico en el capítulo 3, los partidos populistas son movimientos holísticos con poca organización. Como tales, son capaces de reunir muchas atribuciones en un solo líder representativo. Un público indiferenciado —la audiencia— es el humus en el cual se enraíza el modelo populista de la democracia. En la democracia partidista ya están surgiendo modelos partidistas nuevos o cambiados, como han documentado las ciencias políticas. Estos nuevos modelos utilizan polos de atracción capaces de acrecentar el consenso, gracias a un líder popular que ya no está del todo enganchado a la estructura del partido y a quien las instituciones del partido han desinhibido y predispuesto a emplear la maquinaria partidaria para cortejar a una audiencia (y un electorado) que, no sólo es más amplia que los miembros del partido (como ocurre en la democracia electoral), sino que también es, de algún modo, apartidista, en el sentido de que es capaz de catalizar diversos intereses e ideas bajo la figura del líder popular.
En las últimas páginas de su libro, Manin sugiere que el tipo de democracia representativa que surgiría cuando la esfera pública ya no esté compuesta por partidos políticos y por periódicos partidistas estará más en armonía con la metáfora del teatro (la representación escenificada) que con la metáfora del parlamento (la asamblea discursiva). En esta nueva esfera pública, las propuestas de ley ya no serán resultado del arte de la coalición, el sacrificio, el regateo y la oposición entre los representantes de la mayoría y la minoría. Manin confiesa que no sabe cómo denominar este “nuevo modelo de representación”, que, en sus palabras, se centra en personalidades representativas, ya no en partidos colectivos que representan las líneas partidistas. A su parecer, esto involucra a representantes que “ya no son voceros” de ideas, clases o programas políticos, sino “actores que buscan y exponen escisiones” fuera de los partidos y las líneas partidistas. Yo propongo que denominemos populismo a este nuevo modelo de representación.
INTERPRETACIONES
¿De qué forma mi interpretación del populismo como nuevo modelo de gobierno representativo se relaciona con la bibliografía académica que aborda este fenómeno? La cantidad y la calidad de la bibliografía que se ha producido últimamente en torno al populismo es intimidante para cualquiera que decida embarcarse en escribir un libro al respecto. Las cosas se complican aún más por el contexto específico de los movimientos y los gobiernos populistas, así como por la variedad de populismos presentes y pasados, que es extraordinaria y que rebasa la capacidad de cualquier individuo de incluirlas en una teoría general. Con la excepción de dos proyectos de investigación globales fundamentales que se remontan a finales de los años sesenta y los años noventa, y a algunas monografías posteriores, en términos generales el populismo se ha estudiado a partir de sus contextos específicos. Las variaciones contextúales entre países y dentro de ellos, así como los usos polémicos del término en la política cotidiana, han entorpecido los intentos de la academia por generar definiciones conceptuales. No obstante, se ha llegado a un acuerdo básico con respecto al carácter ideológico y retórico del populismo, sobre su relación con la democracia y su estrategia para llegar al poder.
Recurro a este nutrido conjunto de obras en este libro, pero mis exploraciones serán en esencia teóricas. Mencionaré movimientos y regímenes populistas concretos sólo con fin ilustrativo.
La bibliografía contemporánea en torno al populismo se puede dividir en dos grandes bloques. El primero se inscribe en el campo de la historia política y las ciencias sociales comparativas; el segundo en el campo la teoría política y la historia conceptual. Las obras en el primer campo se centran en las circunstancias o las condiciones sociales y económicas del populismo. Se ocupan del entorno histórico y los desarrollos puntuales del populismo y se muestran escépticos al momento de teorizar a partir de esos casos empíricos. Por el contrario, las obras en el segundo bloque se centran en el populismo en sí: su naturaleza política y sus características. Al igual que el primer campo, acepta que la experiencia sociohistórica es esencial para entender las distintas manifestaciones del populismo, tal como lo es para entender las distintas manifestaciones de la democracia. Sin embargo, a diferencia de los estudios en torno a ésta, en las obras del primer bloque no hay consenso sobre la categoría a la que pertenece el populismo porque, como he señalado, éste es un concepto ambiguo que no corresponde a ningún régimen político específico. Esto quiere decir que las subcategorías del populismo, producto del análisis histórico, conllevan el riesgo de atrapar a los académicos en el contexto específico que están estudiando y el riesgo de hacer de cada subcategoría un caso individual. El resultado final son muchos populismos, pero no un populismo. Todo lo que el análisis sociohistórico gana al estudiar en profundidad algunas experiencias específicas lo pierde en generalización y en los criterios normativos para juzgar dichas experiencias. Esto quiere decir que necesitamos un marco teórico en el cual podamos incorporar esos análisis contextúales. De lo contrario, nos quedamos con análisis contextúales que concluyen con “tibias alusiones” a la idea de un concepto exportable de populismo.
Uno de los primeros intentos por combinar el análisis contextual con la generalización conceptual surge en la taxonomía de las variantes de tipos y subtipos de populismo en relación con las condiciones culturales, religiosas, sociales, económicas y políticas, producto de autores como Ghija, Ionescu y Ernest Gellner, o Margaret Canovan, verdadera pionera en el estudio del populismo. Ella recurrió a un amplio espectro de análisis sociológicos inspirados en Gino Germani y Torcuato di Tella, dos académicos argentinos (el último exiliado del fascismo italiano) cuyo objetivo era trazar una categoría descriptiva del populismo. Los sociólogos políticos Germani y di Tella postularon que en las sociedades carentes de un núcleo nacionalista, consistentes en grupos étnicos heterogéneos, surge la necesidad de “construir el pueblo”. Desde su punto de vista, gracias a esta labor el populismo es un proyecto funcional de construcción de un Estado nación y es lo que lo hace un espacio de la “política paradójica”: el desafío de constituir al sujeto de la democracia —el pueblo— mediante medios democráticos, o de forma más sucinta, el desafío de “resolver quién constituye al pueblo”. Para Canovan, estos dos factores —la relación con los regímenes políticos y la concepción del pueblo— son los puntos de referencia básicos que necesitan los académicos que quieran interpretar las condiciones y las circunstancias de los populismos concretos. Canovan importó la bibliografía sociohistórica en torno al populismo a un campo exquisitamente teórico y normativo, y lo vinculó con temas de legitimidad política.
Las teorías del populismo que dominan la bibliografía en la actualidad pertenecen a dos categorías generales: teorías minimalistas y teorías maximalistas. Las minimalistas buscan afilar las herramientas interpretativas que nos permitirán reconocer el fenómeno cuando lo vemos. Buscan extraer, para fines analíticos, las condiciones mínimas de varios casos de populismo. Por el contrario, las maximalistas quieren desarrollar una teoría del populismo como construcción representativa con algo más que una función analítica. Dichas teorías pretenden brindar a los ciudadanos un formato que éstos pueden seguir para armar un sujeto colectivo capaz de conquistar la mayoría y llegar a gobernar. El proyecto maximalista, sobre todo en épocas de crisis institucional y decadencia de la legitimidad entre los partidos tradicionales, puede tener un papel político y ayudar a reestructurar el orden democrático existente.
En la categoría minimalista incluyo todas aquellas interpretaciones del populismo que analizan sus tropos ideológicos (Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser) y su estilo de hacer política en relación con el aparato retórico y la cultura nacional (Michael Kazin y Benjamin Moffitt), así como las estrategias que trazan sus líderes para llegar al poder (Kurt Weyland y Alan Knight). El objetivo de estos estudios es eludir los juicios normativos en beneficio de un análisis sin prejuicios y ser lo más incluyentes posibles de todas las experiencias de populismo. Dentro de este minimalismo no normativo, Mudde ha formulado el marco ideológico más característico. Plantea que una concepción maniquea y “moral” del mundo da pie a los dos campos opuestos del populismo: el pueblo, asociado con una entidad indivisible y moral, y las élites, a quienes se les concibe como una entidad corrupta sin remedio. El populismo parece “una ideología débil que identifica en la sociedad una división fundamental entre dos grupos homogéneos y antagónicos [...] y que postula que la política debe expresar la voluntad general del pueblo”. Los movimientos populistas tienen la capacidad de sortear la división izquierda-derecha y son populistas porque hacen una valoración moral que ensalza la volonté genérale y degrada el respeto liberal por los derechos civiles en general y los derechos de las minorías en particular. No obstante, más allá de la presencia de esta ideología que distingue a los muchos “honestos” de los pocos “corruptos”, el populismo tiene pocos aspectos definitorios. Para Mudde y Rovira Kaltwasser, los partidos populistas ni siquiera necesitan liderazgo específico: “Parece haber una afinidad electiva entre el populismo y los líderes fuertes. Sin embargo, el primero puede existir sin los últimos.” Más aún, ni la representación ni la radicalización de la mayoría figura en su representación minimalista del populismo. El primer paso del enfoque que adopto en este estudio consiste en una reflexión crítica de esta interpretación minimalista. Desarrollo tres observaciones críticas sobre este enfoque: dos corresponden a su incapacidad de distinguir el populismo de otros sistemas políticos y otra, a sus implicaciones normativas.
Para empezar, la contraposición ideológica entre la mayoría “honesta” y la minoría “corrupta” no es exclusiva de los partidos populistas y su retórica. Se deriva de una tradición influyente que se remonta a la antigua República romana, cuya estructura se fundamenta en el dualismo entre “los pocos” y “los muchos”, los “patricios” y los “plebeyos”. La proverbial desconfianza en las élites gobernantes alentaba esta tradición, en la que el pueblo asumía el papel de quien las vigila de manera permanente. La misma contraposición ideológica se volvió un tema central en el republicanismo e identificamos ciertos rasgos en la obra de Maquiavelo y otros humanistas. No obstante, la lectura minimalista del populismo no es útil para entender por qué éste no es sencillamente una subespecie de la política republicana, incluso a pesar de que se estructura a partir de la misma lógica binaria.
En segundo lugar, el dualismo “nosotros somos buenos”/“ellos son malos” es el motor de todas las manifestaciones de grupos partidistas, aunque con distintas intensidades y estilos. Pero no podemos registrar a todos los grupos partidistas como subespecies del populismo a menos que queramos postular que toda la política es populista. Como explicaré en el capítulo i, desconfiar de y criticar a los gobernantes es un componente esencial de la democracia. En contextos democráticos, la mayoría absoluta y los cambios regulares en la dirigencia implican que los partidos de la oposición pueden —y a eso se dedican— tildar a los partidos en el poder de élites corruptas, desfasadas y no representativas. Describir el populismo como “estilo político”, como hacen Kazin y Moffitt, no resuelve el problema. Incluso si este enfoque nos permite transitar por “una variedad de contextos políticos y culturales”, no ayuda a detectar las peculiaridades del populismo frente a la democracia. Las limitaciones esenciales de estos enfoques ideológicos y estilísticos radican en que no se centran lo suficiente en los aspectos institucionales y procedimentales que describen la democracia, a partir de los cuales el populismo surge y funciona. Estos planteamientos diagnostican el surgimiento de la polarización entre la mayoría y la minoría, pero no explican cómo se diferencia, por un lado, el enfoque antisistema propio del populismo y, por otro, el paradigma republicano o la política opositora tradicional, incluso el partidismo democrático.
La tercera objeción que planteo se refiere a los argumentos no dichos (normativos) que sostienen este enfoque en apariencia no normativo. Estos supuestos pertenecen a la interpretación de la democracia misma. El marco ideológico minimalista evita ser normativo —esto es, no define el populismo en términos positivos o negativos— para ser receptivo a todas las instancias empíricas de este fenómeno. Para “llegar a una postura no normativa sobre la relación entre el populismo y la democracia” y para “postular que el populismo puede ser tanto un correctivo como una amenaza para la democracia”, Mudde y Rovira Kaltwasser basan su descriptivismo en el argumento de que existe una diferencia entre la democracia y la democracia liberal. Esto les permite concluir que el populismo sostiene una relación ambigua con la democracia liberal, mas no con la democracia en general. “En nuestra opinión, la democracia (sin adjetivos) se refiere a la combinación de soberanía popular y la regla de la mayoría; nada menos y nada más. Por lo tanto, la democracia puede ser directa o indirecta, liberal o iliberal.” Para mí, esta definición no evita los sesgos, pues sugiere que, de no ser por el liberalismo, la democracia correría todos los riesgos que le atribuimos al populismo. Se plantea esta premisa en interés de respaldar un enfoque estrictamente descriptivo, pero su efecto es por fuerza normativo, pues el concepto liberal, que atribuye al cuerpo de la democracia, tiene el objetivo de velar por que la democracia proteja y fomente el bien de la libertad (la libertad individual y los derechos fundamentales), y se entiende que es una función propia del liberalismo, no de la democracia. La decisión de atribuir el valor de la libertad al liberalismo, en lugar de a la democracia en sí, no explica el proceso democrático como tal. Más aún, la teoría minimalista del populismo implica una perspectiva de la democracia que incluye una división entre la libertad y el poder. Afirma que la democracia no es una teoría de la libertad, sino una teoría del poder: el poder que ejerce la mayoría en nombre de la soberanía popular, cuyo control y contención provienen de afuera, es decir, del liberalismo (que es una teoría de la libertad). En este sentido, la democracia es un sistema sin restricciones del poder del pueblo, muy similar al populismo, y las verdaderas diferencia y tensión son entre el populismo y el liberalismo.
La última variante del enfoque minimalista entiende el populismo, ante todo, como un movimiento estratégico: el populismo no es más que un capítulo en la estrategia en curso para sustituir a las élites y por ello el contenido político se vuelve mucho menos relevante. Entendido de esta forma, el populismo tiene la capacidad de cambiar entre neoliberal y proteccionista, por lo que atrae ideologías de izquierda y derecha en la misma medida, por lo menos en teoría. No obstante, en su influyente artículo “Neoliberal Populism in Latin America and Eastern Europe” [Populismo neoliberal en América Latina y Europa del Este], Weyland muestra que lo que en teoría se sostiene puede no sostenerse en la práctica. En efecto, las políticas populistas varían según las circunstancias, de modo que en ocasiones los líderes populistas (como Alberto Fujimori y Carlos Menem en América Latina o Lech Walesa en Europa) se aprovechan de su apoyo popular para promulgar reformas neoliberales perniciosas. El problema es que el populismo puede ser inadecuado para consolidar el neoliberalismo porque, como observa Knight, no es común que los líderes populistas, que se esmeran por mantenerse en el poder, deleguen en las instituciones que permitirían que el neoliberalismo perdurara.
En este sentido, Weyland propone que el populismo es “mejor definirlo como una estrategia política mediante la cual un líder personalista busca o ejerce el poder en el gobierno a partir del apoyo directo, sin mediación y no institucionalizado, de masas de seguidores, en su mayoría no organizados”. Pese a su discurso de política comunitaria, para Weyland el populismo se reduce a la manipulación de las masas por parte de las élites. Más todavía, pese a que se presenta como un golpe contra la corrupción de la mayoría vigente, puede incluso acelerar la corrupción en vez de curarla, pues una vez llegado al poder necesita repartir favores y emplear los recursos del Estado para proteger a su coalición o a su mayoría a lo largo del tiempo. A partir de esta lectura, el populismo en el poder resulta ser una maquinaría de corrupción y favores nepotistas que recurre a la propaganda para demostrar lo difícil que resulta cumplir sus promesas debido a la conspiración en curso (tanto exterior como interior) de una cleptocracia todopoderosa y global. El aspecto más importante de esta lectura estratégica consiste en que observa que la política personalista imita a los partidos populistas, que por lo tanto funcionan más como movimientos que como partidos organizados a la usanza tradicional. Gracias a este rasgo están más dispuestos a ser manipulados según la voluntad del líder, quien “es un vehículo personal con poca institucionalización”. Esta caracterización da un paso significativo en la dirección que tomaré en este libro. Recalca el papel de la organización estratégica, la cual, sobre todas las cosas, sirve para satisfacer el deseo de poder de una nueva élite y, al hacerlo, transforma las instituciones y los procedimientos democráticos en instrumentos como si fueran propiedades en manos de la mayoría o del ganador. Las obras clásicas de Gaetano Mosca, Robert Michels, Vilfredo Pareto y C. Wright Mills nos brindan algunas revelaciones sobre cómo funciona el populismo, cuál es su objetivo y cuáles son sus resultados una vez que llega al poder. En resumen, ofrecen revelaciones sobre el efecto que tiene en la democracia constitucional representativa.
La representación estratégica puede ser persuasiva y amplia, pero no relaciona el populismo directamente con una transformación de la propia democracia. Según el populismo, su peculiaridad para tener éxito es su capacidad de cumplir lo que propone, pero el argumento estratégico no revela mucho sobre cómo su posible éxito afectará las instituciones y los procedimientos democráticos. Más todavía, en vista de que el éxito electoral es un componente integral de la democracia, y en vista de que todos los partidos aspiran a una mayoría amplia y duradera, la interpretación estratégica no aclara por qué el populismo se aparta tanto de la democracia y es tan peligroso para ella, en un sentido más general. Como ya he sugerido y reiteraré a lo largo del libro, para entender el populismo, debemos reconocer que el procedimentalismo democrático no es tan sólo un conjunto de reglas que define los recursos y los canales para hacerse con cierta clase de poder. Tampoco se limita a ser una guía formalista para lograr la victoria (cualquier tipo de victoria). En cuanto reconocemos este hecho, somos capaces de identificar el enfoque posesivo con el que el populismo llega al poder y al Estado, y de evaluar si el populismo es compatible con los fundamentos normativos de los procedimientos y las instituciones democráticas: los fundamentos que hacen que estos procedimientos y estas instituciones funcionen con legitimidad en el transcurso del tiempo y con igualdad para todos los ciudadanos.
Volviendo a la teoría maximalista del populismo, vemos que está impulsada por la acción que vincula populismo y democracia. Como ya mencioné, la teoría maximalista ofrece un concepto teórico del populismo, así como un formato práctico para guiar a los movimientos y los gobiernos populistas. Propone un concepto discursivo y constructivista del pueblo. Esta teoría se superpone con el concepto ideológico en tanto que recalca el momento retórico, pero, a diferencia del concepto ideológico, no contempla que el populismo se base en el dualismo moral maniqueo entre pueblo y élites. Para Ernesto Laclau, fundador de la teoría maximalista, el populismo es nada menos que la política y la democracia. Desde su perspectiva, es un proceso mediante el cual una comunidad de ciudadanos se construye con libertad y en público como sujeto colectivo (“el pueblo”) que se resiste a otro colectivo (no popular) y se opone a una hegemonía existente para llegar al poder. Para Laclau, el populismo es la mejor versión de la democracia porque representa una situación en la que la gente constituye su voluntad mediante la movilización y el consentimiento directos. También es la mejor versión de la política porque —como demuestra a partir del voluntarismo de George Sorel— está basado en mitos que pueden cautivar al público y con ello unir a muchos ciudadanos y grupos (y sus exigencias) con tan sólo el arte de la persuasión. El voluntarismo es la audacia de la movilización y un factor recurrente en momentos de transformación política, y puede ser tanto anárquico como oposicionista y con ambición de poder. Influidos por Laclau, teóricos de la democracia radical fundamentan su aprecio por el populismo en la fuerza de la voluntad popular; para ellos, el populismo es una respuesta al concepto formal de la democracia, con su interpretación universalista de los derechos y la libertad, y como un rejuvenecedor de la democracia desde adentro, capaz de crear un nuevo bloque político y una nueva fuerza imperante de gobierno democrático. El objetivo del voluntarismo político (de un líder y su movimiento) es la victoria y el gobierno es la medida de su recompensa, una vez que la acción política no esté sujeta al concepto formal de la democracia. De cierta forma, el narodnicestvo de Lenin es el modelo subyacente en la interpretación de Laclau del populismo moderno como voluntarismo político. Sirve como evidencia de que “el pueblo” es una entidad por completo artificial. (Lenin acuñó la primera definición de populismo, que se convertiría en paradigmática; por ejemplo, hay rastros de su interpretación ideológica en los estudios de Isaiah Berlin del romanticismo, el nacionalismo y el populismo.)112 “El pueblo”, escribe Laclau, es un “significante vacío”, sin fundamento en ninguna estructura social, y está basado exclusivamente en la capacidad del o la líder (y en la capacidad de sus intelectuales) de explotar la insatisfacción de muchos grupos diversos y movilizar la voluntad de las masas, la cuales creen que carecen de la representación adecuada porque los partidos políticos existentes ignoran sus reclamos. De modo que el populismo no se reduce al acto de oponerse a los métodos que la minoría emplea para gobernar en un momento particular; más bien, es la búsqueda voluntarista del poder soberano por parte de quienes las élites tratan como si fueran “desvalidos”, quienes quieren tomar decisiones por sí mismos que influyan en el orden social y político. Estos desvalidos quieren excluir a las élites y, en última instancia, quieren ganar la mayoría para usar el Estado para reprimir, explotar o contener a sus adversarios, y aprobar sus propios planes de redistribución. El populismo expresa dos cosas a la vez: por una parte, denuncia la exclusión y, por otra, construye una estrategia de inclusión por medio de la exclusión (del sistema). De este modo supone un desafío mayúsculo para la democracia constitucional, dadas las inevitables promesas de redistribución que ésta hace cuando se declara como un gobierno fundado en el poder igualitario de los ciudadanos. El dominio de generalidad como criterio de legitimidad desaparece en la lectura constructivista del pueblo. La política se reduce entonces a aspirar al poder para luego modificarlo: fenómeno para el que la legitimidad consiste únicamente en salir triunfante en la disputa política y disfrutar de la aprobación del público. Laclau afirma que el populismo demuestra el poder formativo de la ideología y la naturaleza contingente de la política. En su lectura, el populismo se vuelve el equivalente de una versión radical de la democracia: uno que obliga al modelo liberal-democrático a retroceder, pues considera que este último estimula a los partidos convencionales y debilita la participación electoral.
Esta visión radicalmente realista y oportunista de la política, combinada con la confianza en el poder de la movilización colectiva y el voluntarismo político, nos permite darnos cuenta de que el populismo es artificial y contingente por naturaleza. También nos permite observar cómo se construye el concepto difuso de “el pueblo”, lo mucho que depende del o la líder y de su conocimiento del contexto sociohistórico. No es posible ignorar este último factor: el conocimiento del líder (o la falta de ese conocimiento) y sus habilidades estratégicas (o su falta de ellas) son los únicos límites en su capacidad para “inventar” “el pueblo” representativo. El líder desempeña un papel demiúrgico. Al resaltar este potencial de apertura total del populismo, Laclau lo describe como el auténtico campo democrático, en el que el sujeto colectivo puede encontrar su unidad representativa mediante la interacción de cultura y mito, de análisis sociológico y retórica.
No obstante, el problema con el giro lingüístico (o narrativo) en la teoría de la hegemonía es que la estructura del populismo por sí misma no favorece la clase de políticas de emancipación que quisieran fomentar los pensadores de izquierda como Laclau. Como el populismo es tan maleable y carece de fundamento, es un vehículo igual de eficaz para partidos tanto de derecha como de izquierda. Como está desligado de referentes socioeconómicos, “en principio, cualquier agente con capacidad de acción se lo puede apropiar para cualquier constructo político”. Frente a la ausencia de premisas ideológicas específicas sobre las condiciones sociales, y frente a la ausencia de cualquier concepto normativo de democracia, el populismo se reduce a una táctica mediante la que cualquier líder puede aglutinar a diversos grupos para hacerse de una especie de poder cuyo valor es contingente y relativo. La victoria es la prueba de su veracidad.
Si definimos la democracia como una estrategia que, en esencia, depende del consentimiento para alcanzar el poder, entonces la descripción de Laclau —disputa entre coaliciones unidas por un líder poderoso y que compiten por el control hegemónico— termina incluyendo la política democrática en general. Sin embargo, en el juego de suma cero de la hegemonía política todo puede pasar. Al asumir una estrategia sin límites sociales, procedimentales o institucionales —porque lo único que cuenta es la victoria—, terminamos en una situación en la que todos los resultados son igualmente posibles y por lo tanto igualmente aceptables. Si asumimos que la democracia y la política consisten, en esencia, en construir al pueblo mediante una narrativa y en ganar la mayoría de votos, desestimamos las herramientas críticas que nos permitirían juzgar mejor a un líder. En efecto, lo que hace un líder exitoso cuando llega al poder es correcto y legítimo en la medida en que el público esté de su lado.
Como veremos en este libro, una visión agonística de la política —que asuma que ésta se reduce a una relación conflictiva entre adversarios— no revela mucho sobre el conflicto que causa ni de qué sucede cuando el conflicto se supera y una mayoría populista llega al poder. Laclau y Mouffe trazaron esta definición de antagonismo en uno de sus primeros estudios en torno a la hegemonía (que constituye el formato para su posterior teoría del populismo):
En todo caso, y sin importar la orientación política por medio de la cual el antagonismo se cristalice (dependerá de las cadenas de equivalencia que lo construyan), la forma del antagonismo como tal es idéntica en todos los casos. Esto es, siempre consiste en la construcción de una identidad social —de una posición sobredeterminada de sujeto—, de acuerdo con la equivalencia entre un conjunto de elementos o valores que expulsan o exteriorizan aquellos a los que se oponen. De nuevo, nos encontramos confrontando la división del espacio social.
Esta postura equivale a un recuento realista no normativo de la política y la democracia. Sin embargo, no responde algunas preguntas intimidantes. ¿Exactamente qué significa “expulsar” y “exteriorizar” al adversario? La frase “hacerle frente a la división del espacio social” no revela qué pasará con quienes terminen fuera de la configuración política victoriosa. A partir de aquí surgen más preguntas. ¿Cómo vincula un régimen populista la condición legal con la condición social? ¿Acaso las Constituciones populistas de la democracia no cambian? Y más importante, ¿incluyen factores como los derechos civiles y la separación de poderes?
¿La victoria de la constelación populista diferirá de, digamos, una constelación centralista en lo que se refiere a garantías constitucionales? De ser así, cuando “expulsen” a las élites del sistema del colectivo que resulte hegemónico y vencedor, ¿a dónde irán? Si sencillamente “se van a la banca” pero conservan la libertad de reorganizarse y recuperan la mayoría, ¿entonces en qué se diferencia el populismo de una democracia schumpeteriana? Si en las democracias constitucionales veremos movimientos o partidos populistas conquistar la mayoría, ¿también veremos cambios en las reglas del juego, diseñadas para que la mayoría populista conserve el poder el máximo tiempo posible? Una teoría de la política y la democracia como la de Laclau y Mouffe deben responder estas preguntas relevantes si esperan que creamos y garanticemos que el populismo es la mejor versión de la política.
UN MAPA DE LOS CAPITULOS DE ESTE LIBRO
Como ya he mencionado, en este libro distingo entre el populismo como movimiento de opinión o protesta y el populismo como movimiento que aspira a hacerse del poder y lo consigue. Me interesa la última instancia, y la estudio comparándola directamente con la democracia representativa. Planteo que, una vez en el poder, el populismo es, de hecho, un nuevo modelo de gobierno mixto mediante el que una porción de la población adquiere poder preeminente sobre la(s) otra(s). En ese sentido, el populismo compite con (y, de ser posible, modifica) la democracia constitucional al proponer una representación específica y característica del pueblo y su soberanía. Lo hace mediante lo que denomino representación directa: la relación directa entre el líder y el pueblo. La presencia directa, aquí, no se refiere a que la gente se gobierne sola —pues el populismo sigue siendo un modelo de gobierno representativo—, sino a una relación sin mediación entre el pueblo y el líder representativo. La “mezcla” populista depende de dos condiciones: la identidad del sujeto colectivo y los rasgos específicos del líder que encarna dicho sujeto y lo visibiliza. Estas dos condiciones refutan el concepto electoral de la representación, entendida como una combinación dinámica y abierta de pluralismo y unificación. Resulta que esta mezcla populista es muy inestable porque debilita las funciones conjuntivas y reguladoras del poder de los actores intermediarios (como los partidos políticos y las instituciones) y los hace depender de la voluntad y la exigencia del líder.
En conjunto, los cuatro capítulos de este libro trazan cómo el populismo en el poder transforma y, en efecto, desfigura la democracia representativa. En el capítulo i analizo la categoría de “antisistema” como el “espíritu” de la retórica y el objetivo populistas. Planteo la transformación de una postura antisistema a una antipolítica. Expongo que éste sigue siendo el contenido central del populismo, sin importar si su orientación es de izquierda o de derecha. Recurro a la oportuna terminología de Pierre Rosanvallon para demostrar que el populismo aprovecha los mecanismos de “la política negativa” o “la contrademocracia” que están garantizados por la democracia constitucional. Propongo que la retórica y el movimiento populistas se desenvuelven ante todo en la vía negativa. Su contenido incluye diversos “antis”, integrados por la categoría de “anti-sistemismo”, que el populismo representa y emplea de forma distinto a la democracia (aunque la democracia también incluye un impulso antisistema). El populismo acumula estos rasgos negativos no sólo para cuestionar a un gobierno existente o a una élite corrupta y alcanzar una mayoría, sino para un fin más radical: expulsar a la parte “mala” por completo e instaurar a la parte “buena”. Desde esta perspectiva, el populismo en realidad es un capítulo en el problema más amplio de la formación y la sustitución de una élite política.
En el capítulo 2 analizo cómo el populismo en el poder está preparado para transformar los dos fundamentos de la democracia: el pueblo y la mayoría. Para el populismo, el significado del pueblo difiere del significado general, indeterminado, que tiene en la democracia constitucional. El significado democrático incluye a todos los ciudadanos; no se identifica con ningún sector de la sociedad en particular. El significado de mayoría en el populismo también difiere del significado democrático. Para el populismo, la mayoría no es un método para detectar al sector victorioso en una contienda para llegar al gobierno ni para medir a la oposición. En cambio, la usa como una fuerza que afirma ser la expresión del pueblo bueno, que tiene legitimidad para dominar y humillar a la oposición. Esto quiere decir que los cambios en el poder se dificultan, situación que es, de hecho, un objetivo central del populismo en el poder. Argumento que el populismo identifica al pueblo con “un sector” de la sociedad y que la mayoría es la fuerza gobernante de ese sector contra los otros sectores. Sin duda, se trata de una desfiguración radical de la democracia representativa, porque viola la sinécdoque de pars pro toto, enfrenta a una parte (que se asume como la mejor) con otra(s). De hecho, la lógica del populismo es la glorificación de una parte o merelatria (del griego meros, “parte”, y latreía, “culto”) y no aspira a ser universal ni general. Controla las instituciones para promover los intereses de una parte que no actúa “para” ni en nombre del todo, sino que borra el todo y practica una política parcial. En esencia, el populismo es un gobierno faccioso, un gobierno de un sector de la sociedad que sólo ve por su bien, sus necesidades y sus intereses. Por lo tanto, el populismo en el poder se opone por completo al gobierno partidista y al mandato de la representación: es decir, se opone a la democracia representativa en cuanto que democracia partidista. Le atribuye una postura por completo relativista a la política, la cual justifica (mediante el consentimiento de la mayoría) el reductio ad unum del populismo con la política y en última instancia, con la democracia en general. Esta identificación se materializa cuando se celebra el poder creativo total de la retórica (de los “buenos”), a quienes se considera el recurso esencial para construir un sujeto colectivo bajo la bandera de un líder representante que afirma ser el vocero de “la voluntad del pueblo”.
En el capítulo 3, examino cómo el populismo desfigura la concepción procedimental de “el pueblo” y la convierte en una concepción posesiva de dicho pueblo. Analizo cómo se constituye un sistema populista por medio del líder, las elecciones y el partido, categorías que transforma tanto que la “representación” desempeña un papel muy distinto en el populismo que el que tiene en la democracia. En el populismo, la representación une al colectivo bajo la figura del líder. A diferencia del mandato de la representación usual en la democracia electoral, no busca apoyo (de intereses, ideas o preferencias) y no le interesa la rendición de cuentas. Al representar al pueblo en el cuerpo del líder, el populismo busca unificar grupos y múltiples exigencias para llegar a un consenso numeroso, sólido, tanto en el Estado como en la sociedad. No quiere sólo darle voz a diversos grupos y a sus exigencias, sino que más bien quiere que sus problemas sean los que la voz del líder encarna. El populismo es una especie de antipartidismo. Transforma la representación en una estrategia para crear una autoridad centralizada que afirma hablar en nombre de un pueblo holístico, mientras es incluyente con algunos y excluyente (y en ocasiones represivo) con quienes están en los márgenes (ya sea porque no lo aceptan o porque pertenecen a una cultura, clase o grupo étnico que no es parte del que representan el gobierno populista y su mayoría).
El capítulo 4 conjunta los argumentos principales de este estudio para llegar a una conclusión. Define e ilustra la representación directa que el populismo fomenta en sus intentos por trascender las oposiciones partidistas y reafirmar una representación unitaria del pueblo. Este capítulo explora dos casos contemporáneos de movimientos populistas: ambos dicen ser movimientos antipartidistas —nacieron como tales— y ambos dicen existir fuera de la tradicional distinción entre izquierda y derecha: el Movimento 5 Stelle [Movimiento 5 Estrellas] (M5S), de Italia, y Podemos, de España. Se trata de grupos políticos muy distintos, con proyectos y narrativas casi opuestas, así como con trayectorias políticas divergentes. No obstante, me interesa examinar sus momentos fundacionales: cuando ambos se concibieron para existir más allá de la división izquierda-derecha y se imaginaron algo que consideraron democracia pospartidista. Estos casos sirven para demostrar la ambición populista de confirmar y resolver la desilusión de Michel con la democracia partidista. Los movimientos populistas practican una política antagonista para formar un gobierno que promete administrar los verdaderos intereses de la gente, más allá de las divisiones partidistas. El populismo en el poder parece un gobierno pospartidista, que afirma atender los intereses de una mayoría ordinaria y promete nunca producir un sistema de políticos profesionales. Su ambigüedad yace precisamente en esta ambición. Los movimientos populistas se manifiestan en un partidismo intenso durante la carrera electoral contra los partidos existentes, pero su ambición central es captar la mayor cantidad posible de individuos para convertirse en el único partido de la gente y así disminuir las afiliaciones y las oposiciones partidistas. El capítulo 4 explora el hecho de que, a pesar incluso de que debilitan la organización de este modo, la gente no tiene ninguna garantía de que podrá controlar a su líder.
Soy escéptica ante las promesas palingenésicas del populismo, así como lo soy ante las profecías apocalípticas sobre el destino de la democracia. En el epílogo aclaro los motivos políticos de mi investigación y mi escepticismo, los cuales se relacionan con una ola reciente de interés empático en el populismo, por la que el populismo es visto no sólo como una señal de los problemas que enfrentan las democracias, sino como una oportunidad de mejorar la democracia, de regenerarla. Lo analizo como una “trinchera de avanzada” en las batallas de los ciudadanos para reapropiarse de su poder, tener influencia sobre la distribución de la riqueza y corregir la desigualdad. En síntesis, lo estudio como un intento de rediseñar la democracia representativa para detener su caída, más o menos inexorable, hacia la oligarquía electa. Tomo con seriedad estas aspiraciones populistas y examino sus objetivos: priorizar a la mayoría para limitar el poder de los partidos y las minorías económicas. Sin embargo, concluyo que, si entendemos de esta forma la batalla entre los muchos y los pocos, corremos el riesgo de terminar en el punto que Aristóteles señaló a sus contemporáneos: con la creación de un gobierno de facciones que no es más que una expresión arbitraria de la voluntad de poder de la fuerza gobernante (sin importar si esa fuerza la controlan los muchos o los pocos). Resulta paradójico que la ambición populista de trascender la división entre izquierda y derecha es un indicador de este proceso de faccionalismo, no una corrección de éste. Tras analizar el populismo en el poder, concluyo que de ningún modo el populismo es una estrategia neutra. Como tal, no puede ser una herramienta cuyo uso pueda controlarse al antojo, hacia el reformismo o el conservadurismo, la izquierda o la derecha. Tampoco se trata de “un estilo de hacer política”, porque, para tener éxito, el populismo debe transmutar los principios y las reglas democráticas básicas. Al hacerlo, conduce la política y el Estado a resultados que los ciudadanos no pueden controlar. Es inevitable: el camino del populismo es un camino hacia la exaltación y el afianzamiento del líder y su mayoría, por la sencilla razón de que su éxito depende de la autoridad del líder sobre el pueblo y sus partes. Esto podría ocasionar un choque entre el populismo y la democracia constitucional, incluso si sus principios fundamentales permanecen integrados en el universo de significados y en el lenguaje de la democracia.
Nadia Urbinati. Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma a la democracias. México, INE/Grano de Sal. 2020. 445 págs.