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2009 Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Javier Fernández Sebastián (Dir.)

Hacia una historia atlántica de los conceptos políticos.

  1. Presentación y bases metodológicas
    El volumen que el lector tiene en sus manos es fruto de un proyecto internacional de investigación en curso titulado «El mundo atlántico como laboratorio conceptual (1750-1850). Bases para un Diccionario histórico del lenguaje político y social en Iberoamérica». En esta primera fase del proyecto ―conocido de manera abreviada por Iberconceptos― hemos colaborado 75 investigadores pertenecientes a nueve equipos nacionales, correspondientes a los siguientes países: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Perú, Portugal y Venezuela. El principal objetivo, compartido por todos los integrantes de esta aventura intelectual, es desarrollar un estudio sistemático comparado de la transformación de los conceptos políticos básicos en los países de habla española y portuguesa a ambos lados del Atlántico entre, aproximadamente, 1750 y 1850. Es decir, desde las reformas borbónicas y pombalinas hasta la clausura de la primera oleada de revoluciones liberales y la cristalización de los nuevos Estados independientes.

Sin menospreciar la novedad metodológica de la aproximación propuesta, la relevancia de un proyecto de estas características estriba sobre todo en su dimensión transnacional. En efecto: aunque en esta etapa inicial, por razones de eficacia en la investigación, los primeros resultados se ciñen a los contextos «nacionales» (y las comillas aquí son obligadas, puesto que en la América hispano-lusa los marcos de referencia políticos durante el periodo anterior a las independencias ―pueblos, ciudades, provincias, virreinatos, capitanías generales, audiencias, etc.― en modo alguno pueden calificarse de naciones), nuestro objetivo es ir más allá de los lindes del Estado nacional, para ensayar una verdadera historia atlántica de los conceptos políticos. Una historia que tome en cuenta el utillaje conceptual de los agentes ―individuales y colectivos― para lograr así una mejor comprensión de sus motivaciones y del sentido de su acción política, con vistas a un acercamiento más satisfactorio a la dinámica de los procesos históricos.

En la medida en que este libro recoge y explica una serie de voces ordenadas alfabéticamente, podemos decir que se trata de un diccionario. Hay que reconocer, sin embargo, que estamos ante un diccionario bastante atípico. Su propósito no es coleccionar un repertorio de definiciones unívocas ―como en los diccionarios lexicográficos―, ni tampoco reunir un conjunto de informaciones acerca de acontecimientos, instituciones, personas, etc. ―como en las enciclopedias―, sino más bien trazar un mapa semántico que, partiendo del vocabulario, recoja algunas de las más sobresalientes experiencias históricas vividas por los iberoamericanos, en este caso a lo largo de ese periodo crucial que suele denominarse la «era de las revoluciones». El glosario es aquí sobre todo una vía de entrada para entender mejor a los actores.

La doble premisa metodológica que subyace a esta aproximación ―inspirada en gran medida en la «historia de conceptos» (Begriffsgeschichte) de Reinhart Koselleck― es que dichas experiencias han ido dejando su huella en el lenguaje, huella que el historiador puede rastrear y tratar de interpretar; y, en segundo lugar, pero no menos importante, que la posibilidad de vivir tales experiencias presupone que los actores tuvieron que disponer necesariamente de ciertas nociones y categorías, pues la realidad social está lingüísticamente constituida, y sólo lo que ha sido previamente conceptualizado es visible e inteligible para los actores. Es justamente esa dialéctica entre nociones y experiencias la que la historia conceptual se esfuerza por sacar a la luz, mostrando las complejas relaciones de ida y vuelta que algunos centenares de palabras cardinales guardan con las cambiantes circunstancias históricas.

Es sabido que las palabras, al menos ciertas palabras clave usadas estratégicamente por los agentes/hablantes, constituyen armas formidables en el combate político. Pero no se trata sólo de palabras, sino de conceptos. Y de conceptos fundamentales. Quizá sea oportuno en este punto recordar brevemente la distinción clásica que establece R. Koselleck entre unas y otros. Aunque tanto las palabras como los conceptos, por ser realidades históricas, «poseen una pluralidad de significados», este autor distingue a efectos analíticos entre la palabra, que «contiene posibilidades significativas» que se aplican pragmáticamente en cada caso, de manera particularizada y tendencialmente unívoca, al objeto referido ―por muy abstracto que pueda ser ese objeto―, y el concepto, que «unifica en sí el conjunto de significados», y por tanto es necesariamente polisémico. De modo que un concepto es más que una palabra. Desde el punto de vista koselleckiano, «una palabra [sólo] se convierte en concepto cuando el conjunto de un contexto sociopolítico en el cual y para el cual se utiliza dicha palabra entra íntegramente a formar parte de ella». Los conceptos vendrían a ser algo así como «concentrados de experiencia histórica» y, al mismo tiempo, dispositivos de anticipación de las experiencias posibles. De ahí que su análisis histórico, y más si este análisis es comparativo, nos permita acceder a la cristalización semántica diferencial ―e internamente conflictiva― de tales experiencias/expectativas desplegadas en el espacio y en el tiempo.

Al adjetivar de «fundamentales» a los conceptos aquí reunidos, queremos dar a entender que todos ellos ―con la posible excepción tal vez del concepto de América, como plantea João Feres Jr. en su introducción al capítulo correspondiente― constituyen elementos básicos en el lenguaje político de la época considerada, independientemente de las ideologías en las que aparecen integrados de manera más o menos habitual. O, dicho de otro modo, que si alguno de esos conceptos fuese eliminado súbitamente de las argumentaciones y controversias ―o de los textos que las contienen―, toda la arquitectura argumentativa podría verse afectada al desaparecer algunos pilares básicos de sustentación, y sería muy difícil reconstruir el sentido de los discursos.

Hay que tener en cuenta, además, que la perspectiva histórico-conceptual facilita un estudio más integrado del pensamiento y de la política práctica, rompiendo con los viejos planteamientos dicotómicos de la historia social y de la historia tradicional de las ideas. Precisamente el énfasis en el estudio del lenguaje por parte de los cultivadores de la nueva historia intelectual ―también de la llamada «historia post-social»― permite observar que los discursos de los agentes históricos aparecen normalmente entretejidos con sus acciones ―ya sea para justificar, legitimar o disimular sus actos, ya para deslegitimar o «desenmascarar» los propósitos de sus adversarios―, y que resulta por eso poco acertado establecer una separación demasiado rígida entre palabra y acción, prácticas y discursos, «realidades» y lenguajes. Sabemos, por otra parte, que es muy reduccionista entender el lenguaje simplemente como un instrumento: los discursos son una parte esencial de la acción política. Lejos de verse como dos entidades contrapuestas, lenguaje y realidad son pues dos caras inescindibles de la misma moneda: el lenguaje es parte ―y parte sustancial― de «la realidad», y «la realidad» sólo puede ser construida, aprehendida y articulada a través del lenguaje.

  1. Hipótesis de partida
    No entraremos aquí en la narración pormenorizada de la gestación del proyecto, ni tampoco en detalles metodológicos como el cuestionario utilizado por los investigadores para el análisis de fuentes y otros asuntos que hemos abordado con mayor detenimiento en otras ocasiones. Nos parece inexcusable, sin embargo, proceder a una sucinta presentación de las principales hipótesis que sirven de base a la investigación, y que se han visto corroboradas en gran medida por el trabajo realizado hasta el momento.

Dichas hipótesis de partida son en esencia las siguientes:

  1. En las últimas décadas del siglo XVIII y en las primeras del XIX, coincidiendo con las reformas ilustradas y, sobre todo, con las llamadas revoluciones liberales y de independencia, se produjo en el Atlántico hispano-luso una mutación profunda en el universo léxico-semántico que vertebraba las instituciones y las prácticas políticas. Gran parte del entramado simbólico que daba sentido a las costumbres, normas e instituciones que ordenaban la vida colectiva se vio sometida a una renovación extensa y profunda. El advenimiento de un cierto número de neologismos cruciales es buena muestra de esa renovación. También lo es la proliferación de controversias sobre el «verdadero sentido» de las palabras, controversias acompañadas muchas veces de quejas sobre la manipulación a que algunos ―generalmente los adversarios políticos― estarían sometiendo al lenguaje, o incluso sobre la supuesta incapacidad de la lengua para seguir cumpliendo de manera satisfactoria su función de puente o medio de comunicación para el entendimiento entre los hablantes.
    Ese gran terremoto político-conceptual, un vasto seísmo con varios epicentros que alcanzó a buena parte del mundo occidental, fue acompañado en muchos lugares de un cambio en la vivencia del tiempo y de una conciencia más aguda de la historicidad de las sociedades. El cambio es claramente perceptible en los dos países ibéricos y en sus dominios de ultramar a comienzos del ochocientos, en un momento en que la dinámica política y el devenir histórico parecieron acelerarse a los ojos de los coetáneos, abriéndose ante ellos nuevas perspectivas de futuro. De hecho, diversos protagonistas de la vida política han dejado numerosos testimonios de haber experimentado un sentimiento desconocido de disponibilidad de la historia, que empezaba a ser concebida como un concepto-guía de la modernidad.
  2. Para calibrar adecuadamente tales cambios políticos y lingüísticos, y la interrelación entre ambos tipos de cambios, es necesario en primer lugar que el historiador intente acercarse todo lo posible a la manera de ver el mundo de los protagonistas del pasado. Se trataría de comprender la ineludible dimensión retórica de la política ―que se construye día a día pragmáticamente, en contextos socioculturales concretos, y para dar respuesta a los desafíos más acuciantes de la vida colectiva―, pero sin desdeñar la profundidad temporal interna de las nociones usadas por los agentes ―esto es, dicho en términos koselleckianos, sus estratos semánticos y el variable balance que los usuarios de la lengua establecían entre la experiencia acumulada y el horizonte de expectativa asociado a cada concepto―.
    Esta triple aproximación ―cultural, pragmática y semántica― nos parece especialmente adecuada en el caso de las revoluciones iberoamericanas. En efecto, a diferencia del caso francés (un caso límite, ciertamente singular, donde la revolución fue acompañada de una insólita voluntad de ruptura con el pasado y de sustitución radical de un universo simbólico por otro), en las revoluciones hispánicas parece haberse dado un alto grado de pervivencia y readaptación de diversos elementos culturales, discursivos e institucionales del llamado «Antiguo Régimen», produciéndose así una mayor continuidad ―que puede apreciarse incluso en el léxico jurídico e institucional― entre el viejo orden y las nuevas sociedades posrevolucionarias.
  3. Esa honda transformación conceptual, que el análisis de los discursos permite claramente detectar, fue acompañada de importantes cambios en el terreno de las identidades, conformándose así nuevos agentes colectivos. Determinados conceptos con una faceta eminentemente identitaria, referidos en especial a la pertenencia territorial o social, y a la adscripción política o ideológica de los sujetos ―americano, criollo, individuo, ciudadano, insurgente, liberal, patriota, afrancesado, republicano, argentino, mexicano, brasileño, colombiano, etc.― estarían de hecho en la base de la emergencia de los nuevos actores que iban a protagonizar la política moderna durante las siguientes décadas en los distintos espacios iberoamericanos.
    De manera que la cristalización de un nuevo lenguaje va de la mano con el surgimiento de nuevos sujetos sociales, colectivos que se construyen discursivamente a sí mismos en buena medida a través de la acción, que es casi siempre acción simbólica, mediada por el lenguaje.
  4. Aunque somos conscientes de que el modelo teórico y metodológico que R. Koselleck explicó en su citada Introducción al Geschichtliche Grundbegriffe (1972), y sobre el cual se construyó el gran lexicón histórico de conceptos fundamentales en lengua alemana, ha sido objeto de numerosas críticas ―algunas de ellas bastante atinadas―, pensamos que algunas de sus premisas pueden ser útiles para nuestro proyecto. Así, la tan discutida noción de una época umbral Schwellenzeit o, más usualmente, Sattelzeit― en la cual todo el universo semántico se habría visto sometido a un proceso de renovación acelerado pudiera ser una herramienta heurística adecuada y fructífera para nuestro análisis histórico-conceptual (vide supra, la hipótesis número uno).
    También los cuatro grandes «teoremas koselleckianos» alusivos a las transformaciones que habrían sufrido muchos conceptos socio-políticos en ese tránsito del ancien régime al mundo contemporáneo ―democratización, temporalización, ideologización y politización― serían grosso modo de aplicación al área iberoamericana. La sustancial extensión del ámbito de usuarios del lenguaje político ―antaño muy restringido a pequeños núcleos de las élites― hasta abarcar a grupos sociales relativamente amplios; la inscripción de una parte importante de dicho vocabulario en diferentes filosofías de la historia; en fin, la politización y la manipulación partidista de los conceptos básicos; todos esos rasgos, decimos, pueden ser fácilmente observados en el caso iberoamericano.
    Muchos conceptos, además, se hicieron más y más abstractos, hasta convertirse en «singulares colectivos», esto es, en nombres socio-políticos que empezaron a usarse preferentemente en singular y que, precisamente a causa de su amplitud semántica y generalidad, se prestan a una gran variedad de usos e interpretaciones en situaciones dadas y por actores determinados y, por tanto, a una fuerte ideologización. La lista de estos nombres «singulares colectivos», frecuentemente escritos con mayúscula, sería larga. Nos limitaremos, pues, a sugerir algunas de estas transformaciones. De muchas historias concretas y particulares se pasó a un concepto universal y englobante de Historia (la historia por antonomasia, entendida como totalidad de la experiencia humana en el tiempo)6; de los progresos en diferentes ámbitos, se pasó al progreso en general; de la multiplicidad de futuros posibles, al futuro, nuevo espacio mental unificado, abarcador de todo lo que en cada momento está por venir; de las libertades, a la libertad; de las opiniones a la opinión (pública); de las constituciones y leyes fundamentales, a la Constitución; de los pueblos, naciones, patrias y repúblicas, al Pueblo, la Nación, la Patria y la República; incluso de las Américas a América, si bien este último cambio político-semántico parece haber seguido más bien un camino de ida y vuelta.
  5. Además de los cuatro procesos de transformación que acabamos de enumerar en el apartado anterior―democratización, temporalización, ideologización y politización―, observamos una intensa «emocionalización» y también una suerte de «internacionalización» del léxico político.
    La emocionalización estaría ligada, por una parte, al radical aumento de las expectativas depositadas en algunos conceptos-guía sobre los cuales se pretendió diseñar el futuro, aumento relacionado a su vez con la ya mencionada temporalización, y, por otra parte, con el aspecto movilizador, militante e integrador que los conceptos ―sometidos a procesos intensivos de comunicación y persuasión política― adoptaron al cargarse de normatividad, politizarse e insertarse así en los nacientes -ismos políticos del mundo contemporáneo. Y conviene añadir que los adeptos de varios de estos -ismos, y los contraconceptos agonales sobre los cuales muy a menudo aquéllos se construyen y dan sustento a su acción, empezaron a ser percibidos colectivamente como partidos (por ejemplo, «liberales» contra «serviles», «patriotas» frente a «realistas», «monárquicos» frente a «republicanos», y así sucesivamente). En efecto, algunas de estas facciones, entendidas desde el punto de vista doctrinal como «escuelas» ―o, recurriendo a ciertas metáforas muy frecuentes entonces, como «colores» o «banderas políticas»―, fueron intensamente vividas por sus seguidores como identidades ideológicas, en el sentido indicado en nuestra hipótesis número tres, hasta el punto de constituirse en incipientes unidades de acción colectiva más o menos eficaces y vigorosas, enfrentadas entre sí.
    Otra nota característica en la evolución del vocabulario político iberoamericano en esas últimas décadas del XVIII y primeras del XIX parece haber sido su internacionalización. Queremos decir que, sin desdeñar los rasgos comunes al conjunto de los países ibéricos e iberoamericanos, ni tampoco los elementos diferenciales presentes específicamente en un país o área geopolítica concreta, pensamos que los grandes ejes de conceptualización política comunes al mundo occidental ―emanados en gran medida de potentes centros de irradiación ideológica como Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, sobre todo a partir de las revoluciones en estos dos últimos países― estimularon una progresiva estandarización del vocabulario político, proceso que va bastante más allá de la región y del marco cronológico fijados en este proyecto.
  6. Esta convergencia o tránsito del léxico político contemporáneo hacia una creciente «transnacionalización» ―que se concreta en la acuñación y difusión en ambos hemisferios de una amplia base de vocablos comunes, a los que podríamos llamar globalmente «euroamericanismos» u «occidentalismos»― parece haber coexistido, sin embargo, con un movimiento inverso de repliegue «nacionalizador» de una parte del vocabulario (movimiento que, según todos los indicios, se habría agudizado en algunos países europeos a finales del siglo XIX).
    En el caso que nos ocupa, el reflujo hacia la «nacionalización» en los significados de algunos conceptos ―compatible, insistimos, con una tendencia opuesta de transnacionalización creciente del léxico sociopolítico― parece haberse iniciado ya en la primera mitad del ochocientos. Nuestra última hipótesis apunta, en este sentido, a la necesidad de tomar en consideración para un estudio comparado de los conceptos en el mundo iberoamericano tanto el sustrato común de una cultura política en buena medida compartida durante siglos, como las diferencias contextúales, a veces muy marcadas, que explican la creciente diversificación de los usos y significados sociales que se atribuyeron a conceptos, que no por designarse frecuentemente con una misma palabra ―nación, pueblo, constitución, federación, representación, opinión pública, etc.― recubrían idénticas realidades ni suscitaban las mismas emociones y expectativas entre las élites políticas e intelectuales de todos los territorios.
    Sobre el telón de fondo de esa compleja dialéctica entre cultura común y tradiciones locales y regionales, entre unidad y diversidad ―sin descartar, por supuesto, las influencias foráneas―, parece probable que la diversificación conceptual aumentase con los procesos de emancipación y la creación de las nuevas repúblicas y Estados independientes en los territorios de lo que fueron las Américas española y portuguesa. Diversificación que, por una parte, implicó una brecha creciente entre las dos orillas del Atlántico ―brecha que, en lo que a España y a los países hispanoamericanos respecta, se agigantó como consecuencia de las guerras de independencia―, pero por otra parte comportó una divergencia y un alejamiento creciente entre los nuevos países resultantes de la disgregación del hemisferio occidental de los imperios ibéricos.

 

  1. Contenido, fuentes y estructura interna del Diccionario
    Un vistazo al índice general bastará para que el lector pueda hacerse una idea de la arquitectura interna del volumen, en la que hemos tratado de combinar el orden alfabético con la aproximación territorial y comparativa.

Ya advertimos que se trataba de un Diccionario sui generis. El lexicón se ha dividido en diez grandes secciones, correspondiendo cada una de ellas a uno de los diez conceptos estudiados en la primera fase de Iberconceptos, a saber:

―América/americano
―ciudadano/vecino
―constitución
―federación/federal/federalismo
―historia
liberal/liberalismo
―nación
―opinión pública
―pueblo/pueblos
―república/republicano

Cada una de esas diez secciones, que aparecen ordenadas alfabéticamente, consta a su vez de diez textos, lo que eleva el número de ensayos o textos independientes contenidos en el volumen exactamente a un centenar.

Dentro de cada sección, encontramos en primer lugar un estudio introductorio de carácter comparativo, redactado por el coordinador de la voz en cuestión, seguido de los nueve artículos que abordan ese mismo concepto en contextos «nacionales» específicos. Dicho estudio introductorio ―que seguramente convendría leer tras examinar los nueve estudios de caso de los cuales se nutre― es una reflexión global o «síntesis transversal» de los nueve artículos que le siguen, correspondiente cada uno de ellos al análisis de la evolución del concepto en cuestión en cada uno de los nueve espacios o países (Argentina-Río de la Plata, Brasil, Chile, Colombia-Nueva Granada, España, México-Nueva España, Perú, Portugal y Venezuela).

Así pues, este primer tomo de nuestro Diccionario consta de diez grandes capítulos, ordenados por conceptos. Y cada uno de ellos se subdivide en diez apartados de segundo orden: una síntesis transversal de carácter interpretativo relativa a todo el ámbito iberoamericano, seguida de nueve artículos monográficos ordenados por países.

Los diez conceptos fundamentales estudiados en esta primera fase de Iberconceptos fueron seleccionados por los coordinadores reunidos al efecto en el Primer Seminario de Historia Conceptual Comparada del Mundo Iberoamericano. La selección no resultó fácil. El debate sobre esa primera selección de conceptos sacó a la luz algunas de las dificultades que tendría que afrontar el proyecto, al poner de manifiesto que la importancia relativa de tal o cual concepto en unas y otras sociedades ―digamos, por ejemplo, entre los virreinatos del Perú, Nueva España o el Río de la Plata, y las repúblicas que les sucedieron―, incluso en el mismo periodo histórico, no era en absoluto la misma. Tales dificultades, o para ser más precisos, las diferencias de significación y de cronología en lo que respecta a algunas nociones básicas de unos a otros espacios nacionales, resultan sin embargo intelectualmente estimulantes, puesto que suponen un desafío para la búsqueda de explicaciones satisfactorias a los desajustes observados.

Teniendo en cuenta que la vocación de este Diccionario es constituirse en una obra de consulta en todo el ámbito iberoamericano, hemos incluido al final una cronología por cada país. El lector no especializado encontrará en ese apéndice cronológico una orientación en el bosque de datos, fechas y personajes que inevitablemente entraña la historia de una región tan vasta durante todo un siglo.

 

* * *

 

Los artículos de este Diccionario constituyen otros tantos intentos de ofrecer un panorama general del surgimiento de algunos conceptos centrales de la modernidad política en el mundo iberoamericano. Aunque es obvio que ese lenguaje no surge de la nada ―de hecho, algunos de esos conceptos se remontan al mundo grecolatino, y sufrieron no pocas vicisitudes a lo largo de los siglos, en particular durante el proceso de «vernacularización», desde finales del Medievo hasta la época de la Ilustración―, tanto por razones prácticas como sustantivas, nuestros ensayos raramente desbordan el lapso cronológico de referencia, 1750-1850. Sin duda, sería muy interesarse efectuar una investigación de este tipo que cubriera la temprana Edad Moderna ―y también el periodo posterior a 1850―, y hacemos votos para que otros investigadores se atrevan a acometer esas tareas en el futuro. Nuestra opción por centrar esta primera fase de la investigación en el lapso temporal indicado obedece a la convicción de que fue precisamente durante esas décadas, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, especialmente durante la primera mitad del ochocientos, cuando ―como se ha indicado más arriba― tuvieron lugar los debates más encarnizados y las mutaciones semánticas más importantes.

Un artículo típico de este lexicón, correspondiente a una voz en una sociedad dada, efectúa un recorrido cronológico por la evolución del concepto en cuestión, esto es, por los sucesivos ―pero también simultáneos o paralelos― usos y significaciones que se atribuyeron a esa palabra dentro del periodo y de la sociedad bajo escrutinio. Tales usos lingüísticos por parte de los hablantes/actores políticos son abordados al hilo de los cambiantes contextos o situaciones sociohistóricas que se sucedieron en los diversos ámbitos del mundo iberoamericano durante un periodo particularmente convulso como lo fue la era de las revoluciones. Ahora bien, teniendo en cuenta la ambigüedad inherente a los conceptos políticos y su carácter histórico, no se trata en ningún caso de definirlos ―tarea por lo demás imposible, como hizo notar Nietzsche―, sino de restituir una amplia muestra de sus significados flotantes y controvertidos e intentar hacerlos inteligibles al lector actual. Conviene tener en cuenta, además, que, puesto que lo que aquí interesa son los usos de tal o cual concepto en el tejido discursivo de una época, esto es, cómo los diversos agentes se servían de dicho concepto para construir sus argumentaciones y sus relatos de legitimación y deslegitimación, no es posible «aislar» una noción de las otras nociones ―adyacentes, complementarias u opuestas― con las cuales aquélla aparece relacionada con mayor frecuencia en los discursos de la época. Así, cada entrada, en cierta manera, delimita un área de investigación que trata de recuperar los principales cambios en la configuración de una red conceptual, sinonímica y antonímica, centrada en la palabra en cuestión. Desde esta perspectiva, preferentemente semasiológica ―aunque sin descartar algunas aportaciones de carácter onomasiológico―, cada concepto podría ser visto como un punto de acceso a una red histórico-semántica de geometría variable y perfiles proteicos, más bien que como un ítem exento, dotado de un sentido autónomo o de un haz de significados propio.

El corpus de fuentes en que los autores se han basado para redactar las entradas es muy variado: diccionarios y enciclopedias, ensayos y tratados, periódicos, folletos y catecismos políticos, manifiestos y proclamas, constituciones y actas parlamentarias o de cabildos, memorias y epistolarios, material de archivo... Obviamente no todos esos tipos de fuentes reflejan un estado de la lengua igualmente autorizado, ni tienen el mismo valor a la hora de documentar los usos sociales más característicos del vocabulario político y jurídico. Al contrario, cada tipo de fuente nos permite asomarnos a diferentes estratos y grados de consolidación semántica y a modalidades de uso muy diversas, correspondientes a distintos sectores ―ideológicos, socio-profesionales, etc.―, así como acceder a un abanico de usos pragmáticos de este o aquel término por parte, generalmente, de las élites y de los grupos que protagonizaron los debates políticos e intelectuales ―aunque, en ocasiones, pueden también entreverse algunos usos habituales entre los sectores subalternos―

Por lo demás, antes de la crisis de las metrópolis y de las independencias de los nuevos Estados americanos, muchas de esas fuentes son comunes a todos los territorios pertenecientes a cada uno de los dos ámbitos, español y portugués (a fortiori en este último caso: piénsese que Brasil carecía de imprenta hasta 1808). De hecho, por lo que sabemos, los textos circulaban ampliamente en ambos lados del Atlántico, aunque no por ello dejan de observarse diferencias significativas en la edición y difusión de ciertos libros, folletos o periódicos en determinadas ciudades o regiones, que no llegaban al conjunto. En este punto resultan de enorme utilidad los estudios de historia cultural; por desgracia, todavía sabemos bastante poco sobre la circulación de los textos de carácter político en la región, incluyendo las traducciones, que todo parece indicar jugaron un papel muy importante.

Más tarde, con la consolidación de las nuevas repúblicas, dentro de cada Estado se desarrollan diferentes líneas discursivas, adaptadas a una política propia y una literatura peculiarmente nacional, procesos que lógicamente tienden a incrementar las diferencias en la conceptualización de la política entre los distintos territorios, sobre todo cuando, como sucede con las relaciones de los países hispanoamericanos con la antigua metrópoli, se advierte una voluntad de ruptura (aunque no por eso desaparecen los vínculos culturales «externos», especialmente entre aquellos países que comparten el español o el portugués como lengua oficial).

  1. Las Revoluciones iberoamericanas, doscientos años después.
    El desafío de la modernidad
    A nadie se le oculta que este Diccionario ve la luz coincidiendo con las conmemoraciones del Bicentenario de las Revoluciones hispánicas. Lo que se conmemora es un largo ciclo de sucesos políticos encadenados, de una intensidad insólita, que a partir de 1808 y en apenas dos o tres décadas, cambiaron profundamente la faz de nuestros países y supusieron para sus habitantes la entrada en ese nuevo marco histórico y político al que solemos aludir abreviadamente con la palabra modernidad.

Hablar de modernidad, en historia política e intelectual, supone entrar en un terreno resbaladizo. Sabemos que se trata de un concepto polisémico y altamente controvertido, que últimamente ha dado pie a múltiples debates entre historiadores, filósofos y teóricos sociales. Naturalmente, éste no es el lugar idóneo para entablar una discusión a fondo sobre esta cuestión. Bastará decir que la modernidad, o la política moderna, puede ser vista como un tipo ideal perfilado por contraste con una cierta «política antigua», premoderna, figura antagónica que no deja de ser una construcción intelectual de signo opuesto.

Más que de realidades empíricas, estaríamos hablando de dos tipos ideales contrapuestos, o al menos de dos conceptos genéricos de muy elevado nivel de abstracción construidos cada uno de ellos como la imagen invertida del otro, con vistas a alcanzar un efecto teórico de simetría casi especular. El par de conceptos resultante de esa operación nos permitiría mirar simultáneamente aguas arriba y aguas abajo de la revolución, esto es, asomarnos alternativamente a un lado y a otro de la gran cesura temporal que habría dado paso a la llamada edad contemporánea. Conceptos que, por otra parte, arrastran una gran carga de normatividad, en la medida en que vocablos tales como modernidad o Antiguo Régimen tienen tras de sí un largo recorrido polémico marcado por las luchas ideológicas de los dos últimos siglos antes de su reconversión en herramientas analíticas para su uso en historia y en ciencias sociales.

La «asepsia» de dichos instrumentos intelectuales para la comprensión de las realidades sociales pasadas es muy problemática, sobre todo si tenemos en cuenta que esos tipos ideales, elaborados sobre la base de experiencias históricas en gran medida ajenas al mundo ibérico ―en el caso del ancien régime se trata obviamente de un concepto importado de Francia; en otros casos, categorías semejantes nos han llegado de Inglaterra y de los Estados Unidos―, se han venido utilizando como piedra de toque para evaluar el «éxito» o el «fracaso» de las experiencias políticas iberoamericanas. En esas condiciones, las palabras «éxito» o «fracaso» significan principalmente ajuste o desviación del arquetipo o modelo primario, y el dictamen por tanto está dado de antemano. La aplicación del esquema cognitivo centro/periferia en historia política e intelectual deja, en este sentido, escaso margen para la sorpresa: a partir de tales premisas, la modernidad iberoamericana habrá de ser por fuerza, como mínimo, una modernidad tardía, frustrada e insuficiente.

A despecho de tan sombrío diagnóstico, está claro que entre 1750 y 1850 los modos de legitimación y representación del poder público en nuestras sociedades se transformaron profundamente. Hubo innovación, e innovación sustancial, con respecto al orden de cosas previo a las revoluciones. Eso no quiere decir desde luego que, por debajo de los deslizamientos simbólicos y mutaciones conceptuales en ocasiones muy rápidos, no se detecten elementos de continuidad, a veces muy importantes. En este sentido, como sucede siempre en los procesos de transición, no es difícil encontrar en las sociedades postradicionales pervivencias del anterior imaginario. En conjunto, parece evidente que la variante iberoamericana de modernidad no es idéntica a la modalidad francesa ni a la angloamericana. A estas alturas, lo menos que puede decirse es que nos encontramos ante una pluralidad de modernidades ―y también ante una pluralidad de transiciones a la modernidad.

Acaso deberíamos esforzarnos por construir un marco historiográfico alternativo, a partir de categorías menos sesgadas por la impregnación subrepticia de un ideal valorativo y sobre todo más eficaces a la hora de comprender esa gran crisis del Atlántico ibérico que abrió paso a las revoluciones liberales y de independencia. Entretanto, con todos los matices antedichos, a mi juicio podemos seguir usando cautelosamente la palabra modernidad para referirnos de manera abreviada y estilizada a los efectos de tan complejos como innegables procesos de transformación.

Sabedores de que el viejo lenguaje no servía para encarar la crisis que se alzaba desafiante ante ellos, a partir de 1808 las élites iberoamericanas echaron mano de los conceptos y lenguajes disponibles, improvisando un nuevo «idioma de la libertad»; o mejor, una variedad de «dialectos» que, desde nuestra perspectiva, pueden parecemos incoherentes, confusos y vacilantes. Ahora bien, por las mismas razones que aducíamos hace un momento para criticar la aplicación mecánica a nuestras sociedades de «la modernidad», como tipo ideal de cuño franco-angloamericano, esos lenguajes no tienen que limitarse ni que ajustarse necesariamente al estrecho menú de lenguajes canónicos consagrados por las historiografías dominantes en las últimas décadas a la hora de abordar ese mismo periodo en otras latitudes (me refiero, claro está, al habitual repertorio dicotómico de republicanismo/humanismo cívico contra liberalismo; libertad de los antiguos contra libertad de los modernos; lenguaje fisiocrático de la razón frente a lenguaje rousseauniano de la voluntad general; cultura política de la generalidad frente a cultura política de la particularidad, etcétera); menos todavía ceñirse al burdo corsé de ciertas polarizaciones esencialmente ahistóricas ―del tipo «organicismo vs. individualismo», por ejemplo― a que aludíamos hace un momento.

Por el contrario, en el tiempo que media entre la formación de las primeras juntas y los procesos constituyentes de las nuevas Repúblicas, los publicistas iberoamericanos construyeron sus propuestas valiéndose de todos los mimbres culturales que tenían a su alcance. Lenguaje de la jurisprudencia y lenguaje de la administración; lenguaje de la virtud y lenguaje del comercio; cultura católica, neoescolástica y derecho de gentes; republicanismo antiguo e Ilustración; constitucionalismo historicista y contractualismo rousseauniano; jacobinismo francés y federalismo norteamericano... los discursos de liberales y serviles, lealistas y patriotas, monárquicos y republicanos, de ambas orillas del Atlántico hispano-luso comportan generalmente una plétora de combinaciones conceptuales y recursos argumentativos procedentes de una amplia panoplia de fuentes, doctrinas y estilos de pensamiento. Y probablemente sería un error empeñarnos en hacer encajar esos lenguajes mestizos en el lecho de Procusto de clasificaciones estereotipadas, con frecuencia poco sensibles a la riqueza de matices y a la variedad de los razonamientos desplegados en multitud de textos, escenarios y situaciones concretas.

Desde esta perspectiva es posible que, contra lo que suele suponerse, tomar los conceptos como unidad de análisis, tal y como hacemos en este Diccionario ―en lugar de optar por el estudio de los lenguajes―, pueda resultar una vía metodológica más apropiada para evitar las trampas derivadas de la transposición mecánica de unos esquemas procedentes de la historiografía del mundo anglófono, con su característica insistencia en la oposición entre lenguajes liberales y lenguajes republicanos. No en vano el mismo concepto puede ser usado, asociado a valores y a constelaciones conceptuales muy diversas, en unos u otros lenguajes, como también puede serlo en diferentes ideologías. Por una vez ―a salvo siempre de la necesidad inexcusable de tener en cuenta las redes semánticas en que cada concepto se integra―, la vía del glosario quizá pueda resultar heurísticamente más provechosa que el método, en ocasiones demasiado esquemático, de los «lenguajes políticos».

* * *

Las conmemoraciones de las revoluciones de independencia que ahora se inician en México, Argentina, Chile, Venezuela, Ecuador, etc., constituyen sin duda una excelente oportunidad para repensar los orígenes nacionales, y para que cada país fije una agenda propia de proyectos en distintas áreas ―economía, cultura, etc.―. No deberíamos olvidar, sin embargo, que fue paradójicamente la crisis global de las monarquías ibéricas y las revoluciones subsiguientes las que hicieron posible no sólo la construcción de tales naciones, sino la aparición ulterior de una comunidad iberoamericana (de hecho, el propósito de mantener algún tipo de vinculación entre las nuevas naciones, incluidas las antiguas metrópolis, empezó ya a insinuarse en los círculos de liberales exiliados, tanto americanos como peninsulares, de la segunda y tercera década del ochocientos).

Y, más allá de las reflexiones, celebraciones y programas a escala nacional, sería conveniente también mirar juntos al futuro como tal comunidad supranacional. En lo que a nuestro gremio de historiadores respecta, si algo nos ha enseñado la historiografía reciente es que tiene muy poco sentido estudiar, por una parte, las revoluciones liberales en España y Portugal, y, por otro lado, las revoluciones americanas, como si se tratara de dos fenómenos independientes, puesto que, de hecho, estamos ante un único proceso revolucionario desencadenado por la crisis de 1808 y sus secuelas.

El bicentenario de las Revoluciones iberoamericanas, que en conjunto conformaron una auténtica Revolución atlántica, nos ofrece una magnífica ocasión para avanzar en el conocimiento histórico de aquellos extraordinarios sucesos, a menudo malinterpretados desde diversas visiones teleológicas ―nacionalistas y liberales―, que suelen retroproyectar anacrónicamente los resultados del proceso, como si éstos estuvieran ya implícitos en su punto de partida.

Ese ciclo de conmemoraciones debiera servir para poner de manifiesto la trascendencia histórica difícil de exagerar de aquellos acontecimientos que alcanzaron a millones de seres humanos diseminados por enormes espacios a ambos lados del Atlántico. Un imprescindible enfoque de conjunto que no debería ocultar las diferencias muy marcadas entre las trayectorias de ambos imperios, español y portugués, como se deja ver en muchos de los artículos contenidos en este volumen. Sabemos, en efecto, que la crisis afectó de un modo muy distinto al bloque hispano y al luso-brasileño. El traslado de la corte de Juan VI de Portugal a Río de Janeiro a finales de 1807, y la proclamación de don Pedro I como emperador del Brasil independiente, en 1822, dan la medida de esa diferencia sustancial con los traumáticos procesos de independencia hispanoamericanos.

Es sorprendente, por otra parte, el espacio tan limitado que el ciclo de las revoluciones iberoamericanas representa en la historiografía occidental ―incluso en los manuales escolares y universitarios de nuestros países― referente a esa gran época de transición a caballo entre el setecientos y el ochocientos. Ahora bien, si aspiramos a que el estudio de las Revoluciones iberoamericanas ocupe el lugar que merece en los curricula académicos y quede incorporado en los próximos años al canon internacional de las llamadas «revoluciones atlánticas» ―junto a las revoluciones norteamericana y francesa―, nuestra comunidad de historiadores ha de esforzarse por escapar del confinamiento exclusivo de su trabajo dentro de los marcos nacionales y producir así más obras de conjunto. Entendemos que sólo la renovación metodológica de nuestra historiografía, unida a una sustancial ampliación de horizontes que le permita superar viejos esquemas nacionalistas, y a la creciente presencia de los académicos iberoamericanos en todos los foros internacionales podrían dar un decisivo impulso al cumplimiento de ese objetivo irrenunciable.

Es de esperar, en este sentido, que la publicación de estudios históricos de calidad en la región al socaire de los fastos del Bicentenario contribuya a situar ante los ojos de nuestros colegas de todo el mundo a las Revoluciones iberoamericanas como la tercera gran oleada revolucionaria que impulsó el tránsito del mundo tradicional al nuevo régimen político en el Occidente euroamericano.

Sin descartar ni mucho menos otras publicaciones significativas a lo largo de estos años por parte de varios de los autores que colaboran en esta obra, nuestra particular aportación como colectivo Iberconceptos al Bicentenario es la publicación de este Diccionario histórico. A este primer volumen le seguirán otros ―así al menos lo esperamos―, con vistas a ir completando una obra de referencia que proporcione al lector interesado en la historia de nuestras sociedades algunas claves del sustrato semántico ―en parte común, en parte idiosincrásico― de su evolución política, intelectual y cultural.

  1. Las Revoluciones iberoamericanas como laboratorio político.
    Historia conceptual y comparatismo
    Aun cuando, como ha quedado dicho, la mayoría de los conceptos que abordamos en las páginas que siguen tenían ya una larga historia desde sus raíces remotas en el mundo clásico grecorromano, entendemos que la fase crucial de la transformación semántica que cambió profundamente los lenguajes políticos y sociales en nuestro ámbito cultural se abrió con la súbita crisis dinástica, bélica y constitucional de 1807-1808 que afectó de lleno a ambas monarquías ibéricas, hasta el punto de hacerlas entrar en un súbito proceso de disolución. Ese momento crucial dio paso a un periodo de inestabilidad e incertidumbre que se prolongaría durante décadas.

Teniendo en cuenta la multitud de ensayos constitucionales a lo largo y ancho de la región, la dificultad de fijar límites y fronteras entre los pueblos, ciudades y unidades políticas que se atribuían ―y disputaban entre sí― la soberanía, el variable balance, en fin, de la transición entre el mundo tradicional y las nuevas prácticas y categorías políticas en aquella etapa crítica, no es exagerado caracterizar dicho periodo como un gigantesco laboratorio abierto a la experimentación política.

El foco de nuestro análisis histórico se centrará pues preferentemente en ese inmenso, variopinto y muchas veces trágico, laboratorio político que precipitó el rápido advenimiento de una versión de la modernidad liberal y republicana en una dilatada región cultural extendida por dos continentes. No es casual, en este sentido, que en la mayoría de las voces y de los artículos contenidos en el Diccionario los autores hayan prestado una atención muy especial a esas dos décadas decisivas.

El enfoque historiográfico que hemos elegido para intentar aproximarnos a ese escenario de excepción puede considerarse no menos experimental. O, dicho de otra manera, el experimento político y constitucional de nuestro objeto de estudio se dobla en este caso por un experimento historiográfico añadido. En este Diccionario, en efecto, hemos optado por una vía metodológica poco o nada transitada. La nueva vía que hemos tratado de desbrozar con este volumen podría etiquetarse de historia conceptual comparada o, de un modo un poco más preciso, de semántica histórica del mundo iberoamericano. En suma, se trata de un nuevo tipo de historia político-intelectual atlántica que aspira a trascender los marcos nacionales dentro de los cuales nos hemos venido moviendo los historiadores desde hace tiempo.

Conscientes de que estamos ante un desafío historiográfico, y que lo que pretendemos en este proyecto es emprender un camino alternativo que nos permita componer una nueva narrativa histórica, con todo lo que eso conlleva de experimentalismo, no sería razonable esperar que este primer intento se viera exento de problemas, ni coronado por un éxito rotundo. Antes bien, no tenemos ningún empacho en reconocer el carácter tentativo de los cien ensayos aquí reunidos, muy en especial de las diez síntesis transversales sobre cada uno de los conceptos. Estos textos de síntesis pueden ser vistos como ejercicios pioneros de esa historia conceptual comparada, o historia transnacional de los lenguajes políticos, disciplinas ambas para las cuales hoy por hoy contamos con muy escasa literatura, tanto en lo que se refiere a sus bases metodológicas como en lo que respecta a estudios de caso y monografías sustantivas. De ahí que varios de los ensayos que sirven de pórtico a cada una de las diez secciones incluyan reflexiones metodológicas de mayor o menor enjundia, y que algunas de las cuestiones más controvertidas abordadas durante los debates del Congreso Internacional que está en el origen de este Diccionario disten mucho de haber quedado completamente elucidadas.

Pese a todo, estimamos que el enorme interés de esta nueva singladura historiográfica, que, sin desdeñar nuestras propias tradiciones académicas relativas al estudio histórico de la política, la lengua y la cultura, se sirve también en diversa medida de instrumentos de navegación forjados en otras tradiciones de historia intelectual (Begriffsgeschichte, Cambridge school, histoire conceptuelle du politique, histoire linguistique des usages conceptuéis, etc.), reside en la capacidad demostrada de esta aproximación para suscitar nuevas cuestiones que desafían las preconcepciones y los marcos nacionales en que los historiadores hemos estado encerrados durante décadas. De ahí también el interés por una línea historiográfica emergente que entendemos debería ir más allá de los círculos de historiadores especializados. El cambio de paradigma que en las últimas décadas ha supuesto el giro cultural en las ciencias históricas y el giro histórico en las ciencias sociales nos ha dotado, por fortuna, de una cartografía de base y de algunos instrumentos y puntos de referencia cognitivos para afrontar esta navegación con ciertas garantías. Abandonada la ilusión positivista que durante un tiempo hizo creer a historiadores y científicos sociales que era posible establecer explicaciones «objetivas» y más o menos definitivas de la realidad, hoy para muchos resulta evidente que no existen hechos sin interpretaciones, y que, por su propia naturaleza, éstas dependen en alto grado de la perspectiva del intérprete. Una reflexión aplicable no sólo a los agentes del pasado, sino también a los estudiosos del presente y a los historiadores del futuro.

Además de los historiadores, también los especialistas en ciencia política, juristas, filósofos, sociólogos, lingüistas, etc., debieran ser sensibles a una hermenéutica histórica que nos vacuna contra la tentación esencialista de una supuestamente neutra y atemporal «perspectiva caballera» sobre el pasado, para recobrar las conceptualidades cambiantes de esos mundos pretéritos ―de hace dos, tres o más siglos― significados muchas veces discordantes y semienterrados, ajenos en gran parte a nuestros actuales patrones de comprensión de la realidad, por mucho que la persistencia de las mismas palabras, unida a ciertas inercias académicas y a la simple pereza intelectual generen a menudo la ilusión de una dudosa continuidad. En lugar de dar por sentada la transparencia y la equivalencia de los significados que manejamos todos los días para dar sentido al mundo con las tramas conceptuales de nuestros predecesores, la toma de conciencia de esa distancia, de esa conflictividad sincrónica y de esa alteridad semántica, nos hace más sabios y más escépticos. Seguramente también menos proclives a utilizar interesadamente el pasado ―o más bien los pasados― para librar batallas político-ideológicas del presente.

Tampoco sería razonable caer en una especie de intelectualismo que atribuyera abusivamente a los conceptos políticos abstractos una capacidad ilimitada y casi mágica para encarnarse en instituciones, prácticas y comportamientos. Hay razones para pensar que algunos excesos del experimentalismo político en la región en la era de las revoluciones tuvieron precisamente ese origen. A ese respecto, Andrés Bello alertaba muy juiciosamente a sus contemporáneos contra la ingenuidad de suponer que «nuestras definiciones» constitucionales iban a transmutarse de inmediato en realidades políticas estables: «Discurrimos acerca de las ventajas y los inconvenientes de la monarquía, la aristocracia y la democracia, como si hubiese instituciones políticas que correspondiesen exactamente a nuestras definiciones». «De aquí», añadía Bello, «la duración borrascosa y efímera de algunas instituciones improvisadas, cuyos artículos son otras tantas deducciones demostrativas de principios abstractos, pero sólo calculadas para un pueblo en abstracto».

Las páginas de esta primera entrega de nuestro Diccionario deben ser leídas simplemente como una muestra de los resultados del pequeño laboratorio historiográfico que desde Iberconceptos hemos puesto en marcha para avanzar en el análisis histórico de los lenguajes y conceptos vividos en ese otro vasto laboratorio político y constitucional que, a lo largo de varias décadas de convulsiones, sobre las ruinas de los viejos imperios ibéricos, fue edificando en ambas orillas del océano un nuevo mundo político. Un mundo político nuevo cuya legitimidad se apoyaba ya fundamentalmente en un puñado de nociones ―constitución, derechos, separación de poderes, representación nacional, opinión pública, soberanía popular...―, ciertamente cambiantes y polisémicas, que han servido de soporte a las instituciones políticas laboriosamente erigidas en nuestras sociedades, no sin sobresaltos, durante los últimos dos siglos.

Lo que pretendemos, en suma, es entender mejor cómo los sujetos, en sus respectivos contextos, hacían uso del lenguaje para incidir sobre las realidades políticas que les rodeaban y moldearlas de la manera más favorable a sus propósitos, o responder a los sucesivos retos que la agitada vida política y el debate intelectual no dejaban de plantearles. Analizar, en resumidas cuentas, cómo un vocabulario en buena medida común al mundo atlántico presenta históricamente, en función de las circunstancias políticas y sociales peculiares de cada área y de cada país, modalidades a veces fuertemente contrastadas de concebir las prácticas, categorías e instituciones de la vida política.

Cuando logremos recomponer al menos las piezas maestras del complicado puzle de nuestra historia político―conceptual iberoamericana tal vez sea el momento de abordar otras historias más complejas que ya se insinúan en recientes encuentros entre los estudiosos de la disciplina, como una historia conceptual europea comparada de carácter ineludiblemente plurilingüe. Cabría pensar incluso en otras tareas aún más ambiciosas, como la elaboración de una historia conceptual propiamente euroamericana que, dejando a un lado la metáfora epistemológica centro/periferia ―cuyo rendimiento en términos cognitivos parece casi agotado―, podría comenzar por una semántica histórica comparada de las modernidades políticas, cuyos resultados pudieran luego cotejarse con una ―¿o varias?― historia(s) conceptual(es) asiática(s), y así sucesivamente.

Estaríamos entonces en mejores condiciones para responder a los problemas y desafíos derivados del diálogo y la comparación intercultural. Un camino sin duda muy largo, pero también estimulante, hacia la construcción de una historia global, que algún día podría enriquecer considerablemente nuestro conocimiento del mundo. No en vano hace tiempo que hemos entrado en la «edad de la comparación» ―la expresión de Nietzsche Zeitalter der Vergleichung data de 1876―, esto es, en una era en la que estamos obligados a hacernos cargo de la pluralidad de culturas y de modos de vida. Al fin y a la postre, como escribió una vez Mijail Bajtin hablando de la comparabilidad y traducibilidad entre culturas, «una significación sólo revela su verdadera profundidad a través del contacto con otra significación extraña y distinta: entre ellas se entabla una suerte de diálogo... Nosotros buscamos respuestas a nuestros interrogantes en esa cultura extranjera, y ella nos responde revelándonos nuevos aspectos y mostrándonos sus propios interrogantes y profundidades semánticas. Un diálogo como ese entre dos culturas no desemboca en una mezcla o en una fusión entre ambas. Por el contrario, cada cultura conserva su propia unidad y su totalidad abierta, pero como consecuencia de ese proceso de diálogo intercultural ambas culturas se han enriquecido mutuamente».

Es posible que, en términos hermenéuticos, estas palabras de Bajtin sean demasiado esquemáticas, incluso ligeramente idílicas. Me ha parecido, sin embargo, que su reflexión resulta útil y alentadora para nuestro trabajo, al sugerir que merece la pena el esfuerzo de aproximarnos a los significados «extranjeros» desde los «propios» ―y viceversa―, por muy relativos y porosos que puedan ser los límites de las realidades que se esconden detrás de esos dos adjetivos ―que no en vano hemos escrito entrecomillados― Sobre todo si tenemos en cuenta que la calidad de «extranjero» puede atribuirse a un significado o cultura tanto desde la perspectiva espacial como desde la temporal.

Nos gustaría pensar que la lectura de estas páginas pudiera hacernos a todos, especialmente a los lectores pertenecientes a la comunidad iberoamericana, un poco menos extraños y un poco menos extranjeros entre nosotros. Y también, al aguzar nuestra conciencia de la historicidad del mundo en que vivimos, un poco menos ajenos a los lenguajes y a las experiencias políticas de esos otros «extranjeros» de un tiempo fugitivo: nuestros antepasados.

 

ÍNDICE

Relación de autores

11

Cuadro sinóptico de voces y autores

17

Siglas y abreviaturas

19

 

 

1. Presentación y bases metodológicas

25

2. Hipótesis de partida

27

3. Contenido, fuentes y estructura interna del Diccionario

32

4. Las Revoluciones iberoamericanas, doscientos años después. El desafío de la modernidad

35

5. Las Revoluciones iberoamericanas como laboratorio político. Historia conceptual y comparatismo

40

Agradecimientos

47

1. América/Americano

49

El concepto de América en el mundo atlántico (1750-1850): Perspectivas teóricas y reflexiones sustantivas a partir de una comparación de múltiples casos, por João Feres Júnior

51

Argentina - Río de la Plata

68

Brasil

80

Chile

91

Colombia - Nueva Granada

101

España

116

México - Nueva España

130

Perú

142

Portugal

153

Venezuela

166

2. Ciudadano/Vecino

177

Ciudadano y vecino en Iberoamérica, 1750-1850: Monarquía o Repú­blica, por Cristóbal Aljovin de Fosada

179

Argentina - Río de la Plata

199

Brasil

211

Chile

223

 

Colombia - Nueva Granada

234

España

247

México - Nueva España

259

Perú

271

Portugal

282

Venezuela

293

3. Constitución

305

Ex unum, pluribus: revoluciones constitucionales y disgregación de las monarquías iberoamericanas, por José M. Portillo Valdés

307

Argentina - Río de la Plata

325

Brasil

337

Chile

352

Colombia - Nueva Granada

364

España

374

México - Nueva España

383

Perú

392

Portugal

401

Venezuela

413

4. Federación/Federalismo

423

De los muchos, uno: El federalismo en el espacio iberoamericano, por Carole Leal Curiel

425

Argentina - Río de la Plata

451

Brasil

462

Chile

473

Colombia - Nueva Granada

486

España

498

México - Nueva España

506

Perú

517

Portugal

525

Venezuela

536

5. Historia

549

Historia, experiencia y modernidad en Iberoamérica, 1750-1850, por Guillermo Zermeño Padilla

551

Argentina - Río de la Plata

580

Brasil

593

Chile

605

Colombia - Nueva Granada

616

España

628

 

México - Nueva España

642

Perú

654

Portugal

666

Venezuela

681

6. Liberal/Liberalismo

693

Liberalismos nacientes en el Atlántico iberoamericano. «Liberal» como concepto y como identidad política, 1750-1850, por Javier Fernández Sebastián

695

Argentina - Río de la Plata.

732

Brasil

744

Chile

756

Colombia - Nueva Granada

770

España

783

México - Nueva España

797

Perú

808

Portugal

824

Venezuela

836

7. Nación

849

El concepto de nación y las transformaciones del orden político en Iberoamérica (1750-1850), por Fabio Wasserman

851

Argentina - Río de la Plata

870

Brasil

882

Chile

894

Colombia - Nueva Granada.

906

España

919

México - Nueva España

929

Perú

941

Portugal

953

Venezuela

967

8. Opinión pública

979

Legitimidad y deliberación. El concepto de opinión pública en Iberoamérica, 1750-1850, por Noemí Goldman

981

Argentina - Río de la Plata

999

Brasil

1011

Chile

1024

Colombia - Nueva Granada

1037

España

1050

México - Nueva España

1065

 

Perú

1077

Portugal

1091

Venezuela

1104

9. PUEBLO/PUEBLOS

1115

Entre viejos y nuevos sentidos: «Pueblo» y «pueblos» en el mundo iberoamericano, 1750-1850, por Fátima Sá e Meló Ferreira

1117

Argentina - Río de la Plata

1139

Brasil

1151

Chile

1163

Colombia - Nueva Granada

1176

España

1190

México - Nueva España

1202

Perú

1218

Portugal

1228

Venezuela

1241

10. República/Republicano

1251

De la República y otras repúblicas: La regeneración de un concepto, por Georges Lomné

1253

Argentina - Río de la Plata

1270

Brasil

1282

Chile

1293

Colombia - Nueva Granada

1306

España

1321

México - Nueva España

1332

Perú

1345

Portugal

1357

Venezuela

1369

Apéndice cronológico

1381

Argentina - Río de la Plata

1383

Brasil

1387

Chile

1390

Colombia - Nueva Granada.

1394

España

1400

México - Nueva España

1404

Perú

1408

Portugal

1414

Venezuela

1419

 

 

 

 

 

 

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