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1994 El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política. Sidney Tarrow.

INTRODUCCIÓN
Poder y movimiento son dos palabras que rara vez aparecen juntas en el discurso académico o popular. No obstante, a lo largo de la historia, la gente de a pie se ha echado una y otra vez a la calle y, aunque brevemente, ha ejercido un poder considerable. Sólo en los últimos quince años el movimiento estadounidense por los derechos civiles, los movimientos pacifista, ecologista y feminista, así como las sublevaciones contra el autoritarismo en todo el mundo, han movilizado a grandes multitudes que exigían el cambio. A menudo tenían éxito, pero, incluso cuando fracasaban, estos movimientos tenían efectos de gran alcance y ponían en marcha importantes cambios en la política y en la esfera internacional.

El poder de los movimientos se pone de manifiesto cuando los ciudadanos corrientes unen sus fuerzas para enfrentarse a las elites, a las autoridades y a sus antagonistas sociales. Crear, coordinar y mantener esta interacción es la contribución específica de los movimientos sociales, que surgen cuando se dan las oportunidades políticas para la intervención de agentes sociales que normalmente carecen de ellas. Estos movimientos atraen a la gente a la acción colectiva por medio de repertorios conocidos de enfrentamiento e introducen innovaciones en torno a sus márgenes. En su base se encuentran las redes sociales y los símbolos culturales a través de los cuales se estructuran las relaciones sociales. Cuanto más densas sean las primeras y más familiares los segundos, tanto más probable será que los movimientos se generalicen y perduren.

El mecanismo por el que los movimientos, desencadenados por los incentivos que crean las citadas oportunidades políticas, superan los obstáculos que se oponen a la acción colectiva y mantienen su interacción con sus antagonistas y con el estado consiste en una combinación de formas de enfrentamiento convencionales basadas en las redes sociales y el marco cultural. El modo en que lo hacen, y la dinámica y los resultados de los ciclos de protesta que generan, constituyen los ejes fundamentales de este libro.

Existen tres grandes interrogantes por lo que se refiere a las relaciones entre el poder y los movimientos sociales. En primer lugar, aunque el pueblo llano dispone en muchos periodos de la historia de los recursos necesarios para la acción colectiva, en general acepta su destino o se alza tímidamente, sólo para verse sometido de nuevo a través de la represión. ¿Cuáles son, pues, las circunstancias en las que surge el poder de los movimientos?

Una segunda cuestión está relacionada con la propia dinámica del movimiento. El poder popular surge con rapidez, alcanza su clímax y no tarda en desvanecerse o dar paso a la represión y la rutina. ¿Existe una dinámica común al desarrollo de los movimientos sociales que vincule sus entusiastas comienzos con el auge de su lucha y su desengañada extinción?

La tercera pregunta está relacionada con los resultados de los movimientos sociales. ¿Tienen algún impacto, más allá de las efímeras movilizaciones que ocupan los informativos de la noche? Los elementos disuasorios son considerables: los participantes se cansan y abandonan; las protestas que tienen éxito tempranamente crean el espacio necesario para otras protestas y para la aparición de movimientos antagónicos; las elites de poder controlan la disidencia por medio de las reformas o la represión, mientras que las elites antagonistas desvían el descontento en nuevas direcciones. ¿Es real el poder de los movimientos sociales si su impacto está tan mediatizado y es tan efímero?

 

Enfoque del estudio
Estas son las cuestiones que abordaré en la presente obra. No pretendo desarrollar una historia de los movimientos sociales y tampoco es mi propósito imponer al lector una perspectiva teórica en particular ni atacar otras, ya que esta práctica ha aportado más acaloramiento que luz a este campo de investigación. Por el contrario, mi intención es ofrecer un marco general para la comprensión de los movimientos sociales, los ciclos de protesta y las revoluciones que tuvieron su origen en Occidente y se extendieron a todo el planeta a lo largo de los dos últimos siglos.

Con demasiada frecuencia, los estudiosos se centran en determinadas teorías o aspectos puntuales de los movimientos sociales en detrimento de otros. Un ejemplo lo constituye el modo en que se ha abordado el tema de las revoluciones. Como señala Charles Tilly en un trabajo reciente, las «grandes» revoluciones suelen estudiarse como fenómenos sui generis (1993), lo que hace imposible decir en qué difieren de las menos grandes o de la agitación social, las rebeliones, los motines y los enfrentamientos cotidianos. El estudio sistemático de la «violencia», que comenzó a raíz de las algaradas de la década de los sesenta en Estados Unidos, ha sido segregado del análisis de las protestas pacíficas. Los investigadores han separado a menudo las organizaciones de los fenómenos de masas que, supuestamente, son la causa de su aparición, así como de las políticas institucionales que las rodean. Las huelgas y los conflictos laborales han generado su propia especialidad académica, que presta poca o ninguna atención a las intersecciones entre la lucha laboral y la política.

El acto irreductible que subyace a todos los movimientos sociales y revoluciones es la acción colectiva contenciosa. La acción colectiva adopta muchas formas: puede ser breve o mantenida, institucionalizada o disruptiva, monótona o dramática. En su mayor parte se produce en el marco de las instituciones por parte de grupos constituidos que actúan en nombre de objetivos que difícilmente harían levantar una ceja a nadie. Se convierte en contenciosa cuando es utilizada por gente que carece de acceso regular a las instituciones, que actúa en nombre de reivindicaciones nuevas o no aceptadas y que se conduce de un modo que constituye una amenaza fundamental para otros. Da lugar a movimientos sociales cuando los actores sociales conciertan sus acciones en torno a aspiraciones comunes en secuencias mantenidas de interacción con sus oponentes o las autoridades.

La acción colectiva contenciosa es la base de los movimientos sociales. Esto no obedece a que los movimientos sean siempre violentos o extremistas, sino a que la acción colectiva es el principal recurso, y con frecuencia el único, del que dispone la mayoría de la gente para enfrentarse a adversarios mejor equipados. Aunque las formas de la acción colectiva difieren tanto entre sí como las formas de represión y control social empleadas para combatirla, la acción colectiva contenciosa es el denominador común de todos los movimientos que examinaremos en este libro. Los organizadores saben esto y lo utilizan para explotar las oportunidades políticas, crear identidades colectivas, agrupar a la gente en organizaciones y movilizarla contra adversarios más poderosos.

La teoría de la acción colectiva será, por consiguiente, nuestro obligado punto de partida. Pero antes de nada unas palabras de advertencia: la acción colectiva no es una categoría abstracta que pueda situarse al margen de la historia y de la política en todo tipo de empeño colectivo, desde las relaciones de mercado a los grupos de interés, los movimientos de protesta, las rebeliones campesinas y las revoluciones 1 . Las formas contenciosas de acción colectiva asociadas a los movimientos sociales son histórica y sociológicamente distintivas. Tienen poder porque desafían a sus oponentes, despiertan solidaridad y cobran significado en el seno de determinados grupos de población, situaciones y culturas políticas.

Esto implica que, si bien empezaremos por la teoría de la acción colectiva, no tardaremos mucho en vernos obligados a relacionarla con las redes sociales, el discurso ideológico y la lucha política de los pueblos. A la formulación general de la teoría de la acción colectiva tendremos que añadir datos históricos concretos y contar con las aportaciones de la sociología y las ciencias políticas. En particular, agrupar a la gente en una acción colectiva coordinada en momentos estratégicos de la historia requiere una solución social, lo que llamaré la necesidad de solventar los costes sociales transaccionales de la acción colectiva. Esto supone la puesta en escena de desafíos colectivos, la concepción de objetivos comunes, la potenciación de la solidaridad y el mantenimiento de la acción colectiva; las propiedades básicas de los movimientos sociales.

Propiedades básicas de los movimientos sociales
Con la emergencia del movimiento social nacional en el siglo XVIII, los primeros teóricos se centraron en las tres facetas de éste que más temibles les parecían: el extremismo, la privación y la violencia. La industrialización del siglo XIX y los horrores del periodo de entreguerras reforzaron este enfoque. Muchos movimientos del último periodo —fascismo, nazismo, estalinismo— encajan en la imagen de violencia y extremismo creada al comienzo de las revoluciones francesa e industrial. En la actualidad se aprecia una vuelta a esta teoría motivada por el agravamiento de las tensiones étnicas y nacionalistas a raíz de la caída del comunismo.

No obstante, éstas son expresiones extremas de otras características más fundamentales de los movimientos. El extremismo es una forma exagerada de los marcos de significado que existen en todos los movimientos sociales; la privación es una fuente particular de los objetivos comunes que todos los movimientos sociales reflejan; y la violencia es una manifestación exacerbada de los desafíos colectivos, y rara vez perdura sin respaldo oficial. Mi intención es argumentar aquí que el mejor modo de definir a los movimientos es como desafíos colectivos planteados por personas que comparten objetivos comunes y solidaridad en una interacción mantenida con las elites, los oponentes y las autoridades [2]. Esta definición tiene cuatro propiedades empíricas: desafío colectivo, objetivos comunes, solidaridad e interacción mantenida. Examinemos brevemente cada una de ellas.

El desafío colectivo
Hay muchos tipos de acción colectiva, desde las votaciones y la afiliación a grupos de interés a los torneos de bingo y los partidos de fútbol. Pero no son éstas las formas de acción más características de los movimientos sociales. Los movimientos plantean sus desafíos a través de una acción directa disruptiva contra las elites, las autoridades u otros grupos o códigos culturales. Aunque lo más habitual es que esta disrupción sea pública, también puede adoptar la forma de resistencia personal coordinada o de reafirmación colectiva de nuevos valores.

Los desafíos colectivos suelen caracterizarse por la interrupción, la obstrucción o la introducción de incertidumbre en las actividades de otros. A veces, especialmente en el seno de los sistemas represivos, se traducen en consignas, formas de vestir, tipos de música o en el cambio de nombre de objetos familiares, asignándoles símbolos nuevos o diferentes. Incluso en los estados liberales, la gente puede identificarse con los movimientos por medio de palabras, formas de dirigirse a los demás y pautas privadas de conducta que representan su objetivo colectivo y se ven reforzadas por el mismo. Tales movimientos han sido caracterizados como «comunidades de discurso» [3].

El desafío colectivo no es la única clase de acción que vemos en el movimiento social. Los movimientos —especialmente los organizados— recurren a diversos tipos de acciones. Estas van desde la aportación de «incentivos selectivos» a los miembros hasta la consecución de un consenso entre los seguidores reales o potenciales, la formación de grupos de presión, la negociación con las autoridades y el cuestionamiento de los códigos culturales a través de nuevas prácticas religiosas o personales. No obstante, lo más característico de los movimientos sociales es el desafío colectivo. Esto no obedece a que los líderes de los movimientos sean psicológicamente proclives a la violencia, sino a que, en su intento de atraer nuevas adhesiones y hacer valer sus exigencias, carecen de los recursos estables —dinero, organización, acceso al Estado— que controlan los grupos de interés y los partidos políticos. Sin tales recursos, y dado que representan a grupos nuevos o carentes de representación, los movimientos recurren al desafío colectivo para convertirse en el punto focal de sus seguidores y atraer la atención de sus oponentes y de terceras partes.

El objetivo común
Se han propuesto muchas razones para explicar por qué la gente se adhiere a los movimientos sociales, que van desde el deseo juvenil de desafiar a la autoridad hasta los instintos asesinos de una masa amotinada. Si bien es cierto que algunos movimientos están marcados por un espíritu lúdico y festivo, mientras que otros reflejan el sombrío frenesí de la turba, existe un motivo más habitual, aunque más prosaico, por el que la gente se aglutina: plantear exigencias comunes a sus adversarios, a los gobernantes o a las elites. Sin embargo, esto no nos obliga a asumir que todos los conflictos surgen de intereses de clase o que el liderazgo carece de autonomía; sólo que en la base de las acciones colectivas se encuentran intereses y valores comunes o solapados entre sí.

Lo mismo la teoría de la contestación como «forma de diversión» que la del frenesí de la turba soslayan los considerables riesgos y costes que representa actuar colectivamente contra autoridades bien armadas. Los esclavos rebeldes que desafiaron al Imperio romano se arriesgaban a morir si eran derrotados; los disidentes que pusieron en marcha la Reforma contra la Iglesia católica corrieron riesgos similares. Tampoco los estudiantes negros que participaban en sentadas en locales segregacionistas del sur de Estados Unidos lo pasaban particularmente bien en manos de los matones que les recibían con insultos y bates de béisbol. La gente no arriesga el pellejo ni sacrifica el tiempo en las actividades de los movimientos sociales a menos que crea tener una buena razón para hacerlo. Un objetivo común es esa buena razón.

La solidaridad
El denominador común de los movimientos sociales es, por tanto, el interés; aunque dicho interés no es más que una categoría objetiva impuesta por el observador. Es el reconocimiento de una comunidad de intereses lo que traduce el movimiento potencial en una acción colectiva. Los responsables de la movilización del consenso desempeñan un importante papel en la estimulación del mismo. No obstante, los líderes sólo pueden crear un movimiento social cuando explotan sentimientos más enraizados y profundos de solidaridad o identidad. Casi con seguridad, ésta es la razón por la que en el pasado el nacionalismo y las etnias (basados en vínculos reales o «imaginados») o la religión (basada en una devoción común) han sido bases más fiables, de cara a la organización de los movimientos, que la clase social [4].

¿Son movimientos sociales una rebelión o una algarada? Normalmente no, porque la gente que participa en ellos adolece típicamente de una solidaridad pasajera. Con todo, a veces incluso los disturbios revelan un objetivo común o solidario. Los que estallaron en los guetos de Estados Unidos en los años sesenta o en Los Ángeles en 1992 no fueron movimientos en sí mismos, pero el hecho de que su detonante fueran los abusos policiales indica que surgieron de una sensación muy generalizada de injusticia. Los ataques de los asaltantes contra otras personas —contra los católicos en la Gran Bretaña del siglo XVIII, contra los judíos en la Alemania de la década de 1930, contra los asiático-americanos en Los Ángeles en 1992— muestran que las muchedumbres y las manifestaciones espontáneas adquieren identidad a través del ataque al «otro». Las multitudes amotinadas, los disturbios y las concentraciones espontáneas son más indicadores del proceso de gestación de un movimiento que movimientos en sí mismos.

El mantenimiento de la acción colectiva
Mucho antes de que existieran movimientos organizados había desórdenes, rebeliones y algaradas en general. Un episodio de confrontación sólo se convierte en un movimiento social merced al mantenimiento de la actividad colectiva frente a los antagonistas. Los objetivos comunes, la identidad colectiva y un desafío identificable contribuyen a ello, pero a menos que consiga mantener dicho desafío contra su oponente, el movimiento social se desvanecerá en ese tipo de resentimiento individualista que James Scott llama «resistencia» [5], se estabilizará en oposición intelectual o retrocederá hasta el aislamiento. Los movimientos sociales que han dejado una impronta más profunda en la historia lo han logrado porque consiguieron mantener con éxito la acción colectiva frente a oponentes mejor equipados.

Los movimientos rara vez se encuentran bajo el control de un líder o una organización únicos. ¿Cómo pueden, pues, mantener desafíos colectivos frente al egoísmo personal, la desorganización y la represión del Estado? Éste es el dilema que viene ocupando a los teóricos de la acción colectiva y a los estudiosos del movimiento social a lo largo de las últimas décadas. Será el primer problema que abordaremos en el capítulo teórico que viene a continuación. El razonamiento básico es que los cambios en la estructura de las oportunidades políticas crean incentivos para las acciones colectivas. La magnitud y duración de las mismas dependen de la movilización de la gente a través de las redes sociales y en tomo a símbolos identificables extraídos de marcos culturales de significado.

Compendio del libro
Durante los últimos veinte años, fuertemente influidos por el pensamiento económico, los politólogos y sociólogos han centrado sus análisis de los movimientos sociales en lo que parece una paradoja: que la acción colectiva tiene lugar a pesar de lo difícil que es conseguir que se produzca. No obstante, esa paradoja es sólo una complicación —y no una ley sociológica— porque, en muchas situaciones y con pocas posibilidades de triunfar, la acción colectiva a menudo es protagonizada por personas con pocos recursos y escaso poder.

La primera tarea que se plantea el Capítulo 1 es examinar los parámetros del problema de la acción colectiva, junto con una pro- puesta sobre cómo los movimientos sociales «resuelven» ese problema. El capítulo aborda otros dos elementos teóricos que son igualmente importantes. En primer lugar, la dinámica de los movimientos sociales una vez que se han puesto en marcha; en segundo, las razones por las que sus resultados son tan variopintos. Aunque el primer capítulo bosqueja estas teorías de un modo general, la evidencia que las respalda deriva de los movimientos específicos analizados a lo largo de la presente obra.

En la Parte I mostraré cómo y dónde se desarrolló el movimiento social en Occidente durante el siglo XVIII, cuando se hizo posible reunir los recursos necesarios para transformar la acción colectiva en movimientos sociales. Nos centraremos primero en lo que, con Charles Tilly, he denominado el «repertorio» moderno de la acción colectiva (1978) y seguidamente en los cambios experimentados por el Estado y la sociedad que favorecieron esa transformación. Sólo cuando a través de la letra impresa, las asociaciones y la construcción del Estado se difundieron formas flexibles, adaptables e indirectas de acción colectiva —lo que llamaré el repertorio modular—, se desarrollaron movimientos sociales nacionales. Estos aglutinaron a amplias coaliciones de seguidores en torno a exigencias genéricas, haciendo buen uso de las oportunidades políticas creadas por la expansión del Estado nacional. Según mi razonamiento, el Estado no sólo sirvió de blanco de las reclamaciones colectivas, sino, cada vez más, de punto de apoyo de las exigencias planteadas a otros.

Incluso las demandas más profundamente arraigadas permanecen inertes hasta que son activadas. En mi opinión, el principal factor de activación lo constituyen los cambios en las oportunidades políticas, que originan nuevas oleadas de movimiento y dan forma a su despliegue. Aunque existen interlocutores particulares que interaccionan regularmente con sus oponentes en estructuras de división estables, el auge y la desaparición de los movimientos sociales es excesivamente irregular para ser explicado por medio de tales estructuras. Las oportunidades políticas son a la vez explotadas y expandidas por los movimientos sociales, transformados en acción colectiva y mantenidos por medio de estructuras de movilización y marcos culturales.

Éstos no son procesos aleatorios. La reiteración de las confrontaciones vincula a determinados actores sociales con formas de acción colectiva que se convierten en rutinas recurrentes: la huelga de los obreros contra sus empresarios; la manifestación de protesta y sus antagonistas; la insurrección frente al Estado. El movimiento social nacional surgió en forma de un desafío colectivo y sostenido contra las elites, las autoridades o los oponentes, formulado por personas impulsadas por la solidaridad y por objetivos comunes, o por quienes decían representarlas. En el Capítulo 6 se analizarán las principales formas de desafío colectivo que otorgan poder a los participantes en los movimientos de todo el mundo hoy en día.

En los capítulos 7 y 8 examinaré los dos tipos de recursos que permiten a los movimientos sociales resolver su problema de coordinación: el uso de marcos culturales e ideológicos para activar el consenso y las estructuras de movilización. En la literatura sobre los movimientos sociales se han considerado a menudo —en forma de «ideología» frente a «organización»— paradigmas que compiten entre sí. Aquí serán considerados soluciones complementarias a los problemas que han de resolver los movimientos: esto es, cómo crear, coordinar y mantener la acción colectiva entre participantes que carecen de recursos más convencionales y de objetivos programáticos más explícitos.

En la sección final del libro dejaré los aspectos analíticos de los movimientos para ocuparme de su dinámica y resultados. Desde finales del siglo XVIII en adelante, una vez que los recursos necesarios para la acción colectiva mantenida quedaron al alcance de la gente de a pie y de aquellos que decían representarla, los movimientos se extendieron a sociedades enteras, produciendo los ciclos de conflicto y realineación que he dado en llamar «ciclos de protesta». Como muestro en el Capítulo 9, la importancia de este cambio es que, una vez iniciado un ciclo, el coste de las acciones colectivas disminuye para otros actores. Los nuevos movimientos que surgen en tales contextos no dependen tanto de los recursos internos como de las oportunidades genéricas propias de los ciclos de protesta.

La importancia teórica de este cambio es que, cíclicamente, se desarrollan todo tipo de movimientos y que la conexión causal entre las grandes tendencias macrosociales y la aparición del movimiento es mucho más débil de lo que muchos estudiosos han dado por supuesto. Cuando se producen estos periodos de turbulencia general, hasta los pobres y desorganizados pueden aprovechar las oportunidades creadas por los «madrugadores» que desencadenan el ciclo y sacar partido de los influyentes aliados que dan un paso adelante para ponerse a la cabeza. Pero debido a la velocidad con que cambian las estructuras de oportunidad, estos éxitos suelen ser breves y sus consecuencias, a veces, trágicas. Ésta es la línea argumental del Capítulo 10.

Tales periodos de movimiento a menudo tienen como resultado una represión inmediata, a veces la reforma y, con frecuencia, ambas cosas. En términos políticos/institucionales y personales/culturales, los efectos de los ciclos de protesta van mucho más allá de las acciones visibles de un movimiento, tanto por lo que se refiere a los cambios que ponen en marcha los gobiernos como en lo relativo a los periodos de desmovilización que les siguen. Dejan como legado una expansión en la participación, la cultura y la ideología populares, como expondré en el Capítulo 10.

Esto nos lleva a los movimientos sociales del periodo actual y a aquellos que puedan darse en el futuro. En las últimas décadas se ha extendido por todo el globo una oleada de democratización, que alcanzó su punto culminante en los espectaculares cambios producidos en Centroeuropa y Europa del Este en 1989. En la década de 1990 se inició una nueva oleada de movimientos, basados en exigencias étnicas y nacionalistas, que han conducido al mundo a un nivel de turbulencia y violencia desconocido desde hacía muchos años. La cuestión central que plantean estos movimientos es si finalmente serán absorbidos e institucionalizados por la política convencional, como lo fueron las huelgas y manifestaciones en el siglo XIX, o si han roto los diques de la convención, la acción colectiva y la política popular, sentando las bases de una sociedad del movimiento en la que los conflictos disruptivos, incluso catastróficos, pasarán a ser algo cotidiano para buena parte de la población del mundo.

En el capítulo de conclusiones propondré una síntesis de estas alternativas. No cabe duda de que ha habido conflictos disruptivos en la década de 1990, como siempre ocurre al finalizar las guerras y durante el declive de los imperios. Pero del mismo modo que la campaña electoral y la huelga fueron absorbidas por la política institucional a lo largo del siglo XIX —lo que cambió irrevocablemente su naturaleza—, las nuevas formas de participación que han surgido a partir de los años sesenta podrían quedar domesticadas de aquí a finales del siglo. El futuro próximo dependerá no de lo violenta o generalizada que pueda llegar a ser la acción colectiva, sino de cómo sea incorporada al Estado nacional y de cómo lo transforme. Dado que éste podría estar disolviéndose en organismos nacionales y supranacionales más amplios, cabe dentro de lo posible que el movimiento social siga sus pasos. El mundo podría estar experimentando en nuestros días un nuevo poder del movimiento, de gran alcance.

 

Notas:

1 En otras palabras, no puedo estar de acuerdo con Russell Hardin cuando escribe en su libro Collective Action que «no existe razón alguna para parcelar la teoría [de la acción colectiva] en función de los límites de problemas independientes». Generalizar la explicación de la participación sólo conduciría a una mayor capacidad teórica si, como afirma Hardin, los recursos y problemas de coordinación de los actores fueran comparables en todos los ámbitos (pp. xiii-xiv), un planteamiento insostenible. Las aportaciones teóricas de Hardin ofrecen pistas clave acerca de cómo los movimientos sociales «solucionan» su problema de acción colectiva; pero no tardamos en vernos obligados a recurrir a la economía y la sociología, la política y la historia, para averiguar cómo funcionan estas «soluciones».

2 Charles Tilly escribe: «Las autoridades y ciertos historiadores imprudentes describen a menudo la agitación popular como desorden.... Pero cuanto más de cerca examinamos la confrontación, más orden descubrimos. Descubrimos un orden creado por el arraigo de la acción colectiva en las rutinas y la organización de la vida social cotidiana, y por su implicación en un proceso continuo de señalización, negociación y lucha con otras partes cuyos intereses se ven afectados por la acción colectiva» (The Contentious French, p. 4).

3 Un movimiento así es el que describe la politóloga Jane Mansbridge en su artículo «What is the Feminist Movement?». Véase también el punto de vista de Mary F. Katzenstein, que considera tales acciones discretas una entre varias formas alternativas en su «Feminism Within American Institutions: Unobstrusive Mobilization in the 1980s». Volveré sobre estas cuestiones en el Capítulo 7.

4 Algunos estudiosos de los movimientos sociales llevan el criterio de conciencia común demasiado lejos. Rudolf Heberle, por ejemplo, cree que un movimiento debe tener una ideología consistente. Véase su Social Movements: An Introduction to Political Sociology. Otros, como Alberto Melucci, piensan que los movimientos «construyen» identidades colectivas a propio intento. Véase «Getting Involved: Identity and Mobilization in Social Movements», de Melucci.

5 Véase Weapons of the Weak, de Scott, sobre el fenómeno de los subterfugios y el remoloneo típicos de las comunidades agrarias. El resentimiento que Scott describe puede convertirse en una fuente de valores positivos, como observó tiempo atrás Max Scheler en su clásico Ressentiment, y como muestran los vívidos estudios etnográficos de Scott. Pero al aplicarle el término «resistencia», Scott corre el riesgo de desdibujar su diferencia respecto a las formas de interacción sostenida con los oponentes que se dan en los movimientos sociales. Scott sólo estira el concepto de «resistencia»: pero esto ha llevado a una confusión conceptual, como en algunos de los trabajos publicados en Everyday Forms of Peasant Resistance, de Forrest Colburn et al., donde se borra un tanto la diferencia entre resentimiento, remoloneo y subterfugio por una parte, y el movimiento social sostenido.

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE

Índice de figuras y tablas              11

Prólogo y agradecimientos          13

Introducción      17

Parte I
EL NACIMIENTO DEL MOVIMIENTO SOCIAL NACIONAL
l.  La acción colectiva y los movimientos sociales           33
La acción colectiva modular   65
La letra impresa, la asociación y la difusión del movimiento     93
Los estados y los movimientos              117

Parte II
LOS PODERES DEL MOVIMIENTO
Explotación y creación de oportunidades         147
La acción colectiva      179
La creación de marcos para la acción colectiva               207
Las estructuras de movilización            235

Parte III
LA DINÁMICA DEL MOVIMIENTO
Ciclos de protesta       263
La lucha por la reforma            287
¿Una sociedad movilizada?    313

Bibliografía         331

Índice analítico  359

 

 

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