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2017 Feb 16 Krauze en 1847. Por Luis Fernando Granados.

Confieso que no suelo leer la columna de Enrique Krauze. La verdad es que me fatiga un poco la ostentación de su liberalismo. Pero fue un error no hacerlo el domingo pasado, cuando preparaba la nota que apareció el lunes en este espacio. Hace rato, azuzado por Gerardo López Luna, finalmente la leí, y me ruboricé dos veces. Primero por mí, pues su apología de la unidad nacional es tan transparente que me hubiera ayudado a escribir un mejor texto. Y luego por el propio Krauze, pues en el artículo hace gala de toda su ignorancia acerca de la guerra entre México y Estados Unidos —y al mismo tiempo revela el anquilosamiento de su oficio como historiador.

En el artículo de Krauze el héroe es José Fernando Ramírez, quien —nos dice— “ocupaba el cargo de ministro de Relaciones, Gobernación y Policía” durante la invasión estadounidense. “Su veredicto fue terrible” y constituye la “lección de 1847”: las “facciones políticas y las elites rectoras” le “fallaron” al pueblo porque sus “representantes” estaban “absortos en sus diferencias políticas” (aquí está el texto completo). La sintaxis de Krauze no tiene desperdicio: sugiere que Ramírez fue ministro casi por casualidad, que escribió con la ecuanimidad de un juez, que la historia es maestra de la vida, que nada puede el “pueblo” sin sus dirigentes y, en fin, que las ideas y las prácticas políticas distraen de los verdaderos problemas —que son los problemas de la nación, por supuesto.

José Fernando Enrique Ramírez Krauze

Lo que Krauze no quiere decirnos es que Ramírez no pasaba por ahí cuando se percató de que la iglesia promovía la guerra civil y que el gobierno de Gómez Farías —glosa Krauze— era “corrupto e ineficaz”. Lejos de ser un parsimonioso observador de la realidad, Ramírez era un político con intereses y convicciones relativamente bien definidos —su trayectoria antes, durante y después de la guerra de 1846-1848 permite vislumbrar algunos de ellos—, que lo ubican en el campo del liberalismo de derechas de mediados del siglo XIX. Aunque a principios de los años cuarenta había participado en la junta que elaboró la segunda constitución centralista, en el verano de 1846 se sumó al movimiento de soldados, radicales y moderados que restableció el federalismo y poco después restituyó en el poder ejecutivo a la parejita de 1833: Antonio López de Santa Anna y Valentín Gómez Farías.

No debe haber sido un participante menor, pues el vicepresidente encargado del despacho lo nombró secretario de Relaciones Interiores y Exteriores el mismo día en que tomó posesión, a fines de diciembre de 1846. En la introducción a unas Adiciones y correcciones que a su fallecimiento dejó manuscritas el señor licenciado don José Fernando Ramírez […], comp. Victoriano Agüeros y Nicolás León (México: Imprenta de El Tiempo, 1898), Luis González Obregón escribió que durante ese empleo Ramírez “trabajó empeñosamente para que se admitiera la mediación de Inglaterra en el conflicto de México con Estados Unidos” (X). Eso quiere decir que Ramírez debe haber estado en desacuerdo con la actitud de Gómez Farías y los liberales puros, quienes desde agosto del año anterior habían hecho de la continuación de la guerra a toda costa su principal bandera política. Bien pronto el conflicto entre vicepresidente y secretario se expresaría con claridad: el 11 de enero, 1847, el congreso —controlado por los puros— autorizó al gobierno para intervenir los bienes (eclesiásticos) de manos muertas hasta por 15 millones de pesos y así financiar la guerra; dos semanas más tarde, el 26 de enero, Ramírez renunció a la secretaría.

Si se involucró directamente en el conspiración y luego el alzamiento de los moderados, la jerarquía católica y una parte del ejército —la célebre rebelión de los polkos, iniciada el 27 de febrero, 1847— es algo que no puedo precisar en este momento. Pero es evidente que se alineó con los enemigos del gobierno, no obstante la neutralidad de la que hizo gala retrospectivamente (en una carta de la que hablaré más abajo). A fines de marzo, cuando Santa Anna volvió a la ciudad de México y destituyó a su vicepresidente, Ramírez fue nombrado embajador en el Reino Unido, pero —de acuerdo con González Obregón, quien afirmaba estar siguiendo una autobiografía inédita del alter ego de Krauze— el congreso lo vetó (X). Y a fines de mayo, “por dimisión del señor Baranda, el señor Ramírez fue llamado de nuevo a la Secretaría de Relaciones; pero no estando conforme con la política del presidente [,] rehusó la cartera” (XI). Esa política no era otra que la de continuar la guerra a toda costa. (En efecto: Santa Anna se deshizo de Gómez Farías pero no adoptó la política pacifista de los moderados.)

Poco menos de un año más tarde —vencido Santa Anna en el valle de México, instalado un nuevo gobierno (moderado) en Querétaro—, el senador José Fernando Ramírez fue parte de la comisión encargada de aprobar el Tratado de Paz, Amistad, Límites y Arreglo Definitivo entre los Estados Unidos Mexicanos y los Estados Unidos de América.

¿Qué resulta de todo esto? (Una obviedad para los estudiantes de historia, pero en fin.) Que la fuente de Krauze —el pivote de su argumento nacionalista— no puede entenderse si no se comprende que no es un “diagnóstico” del país vencido sino el alegato de un actor político con intereses y opiniones particulares. Pero no sólo. Hay algo todavía más tramposo. Tal como lo presenta Krauze, el “veredicto” de Ramírez sólo pudo ser escrito al final de la guerra; parece ser efectivamente un juicio producido por la sacrosanta “pérdida” de la mitad del territorio nacional. Resulta sin embargo que la mayoría de los pasajes citados por Krauze provienen de una carta de Ramírez a Francisco Elorriaga, escrita del 2 al 3 de abril, 1847 —tal como aparece en México al tiempo de su guerra con Estados Unidos (México: Librería de la Viuda de Ch. Bouret, 1905), 197-226—, o sea casi medio año antes de la caída de la ciudad de México y diez meses antes de la firma del tratado de paz; en una palabra, cuando no había modo de saber cómo iba a terminar el conflicto.

Tergiversado su sentido por esta grosera manipulación hermenéutica, las palabras de Ramírez no pueden ser, no deberían ser admitidas, como el fundamento historiográfico y axiológico que Krauze quiso endilgarnos para justificar su patriotismo.

Si la historia ha sido fuente habitual de las peores formas del nacionalismo mexicano, ¿qué cabe esperar de la mala historia?

 

Tomado de: El Presente del Pasado 2.0