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2020 Octubre 14 ¿Quitar estatuas de su pedestal? Claudio Lomnitz

Todavía no ha habido una discusión abierta y democrática sobre la relación entre historia, memoria y espacio público en México. Si la hubiera habido, no estaríamos buscando maneras de borrar o de museificar la historia. No estaríamos pensando tanto en quitar estatuas, como en la mejor manera de cambiarlas o de agregar otras, o de cambiar alguna de lugar. Estaríamos pensando quizás en cómo poner al Colón de las guerras religiosas al lado del Colón almirante, y buscando formas de pensar y representar la historia y actualidad de la esclavitud en nuestro país.

La bajada de Colón del pedestal del otro día fue otra cosa. Una escultura –querida por habitantes que han admirado su efecto estético en la ciudad (y, ojo, eso también importa)– fue removida sin discusión, previniendo un posible movimiento de protesta para el horriblemente llamado Día de la Raza. Así, el gobierno se adelanta a los movimientos sociales y se reclama a la vez su representante, sin verse obligado a escucharlos.

El Presidente manda una emisaria enmantillada a exigirle perdones al Papa por el maltrato de sus antecesores a los indígenas de América, mientras el mismo Presidente les impone proyectos de desarrollo que él inventó, en lugar de invitar a las comunidades indígenas a que propusieran los suyos. Esa forma de apropiarse de las banderas contestatarias para ganar márgenes de maniobra hace recordar los gobiernos de tiempos del viejo PRI: ¿Quieres hacer una manifestación en contra nuestra? ¡Gran idea! Nosotros te la pagamos.

 


Este gobierno sólo puede identificarse parcialmente con las demandas indígenas, porque sus proyectos más emblemáticos no son ambientalistas, y los pueblos indios requieren una garantía de control y cuidado territorial, lo cual incluye el cuidado ambiental. No es casual que haya habido unos 30 asesinatos de líderes ambientales indígenas en lo que va del sexenio, como recién hizo notar mi colega Luis Hernández Navarro. La protección territorial que exigen las comunidades tampoco es compatible con el naufragio de la política de seguridad del actual gobierno, porque la llamada cartelización es, en primer lugar, un movimiento de privatización de bienes comunitarios. El crimen organizado se dedica a adueñarse de bienes comunales para someterlos a una lógica extractivista. De modo que la ineficacia del secretario de Seguridad bien podrá ser premiada con la gubernatura de Sonora, pero mientras las comunidades indígenas se las seguirán viendo con organizaciones armadas que buscan expulsarlas de sus territorios a sangre y fuego.

Si la bajada de la estatua de Colón respondiera a un movimiento social indígena, algo de esto se tendría que estar escuchando.

La apropiación de la voz de los movimientos sociales por el gobierno es también un tema que tiene aristas históricas que rebasan la cuestión indígena: el gobierno se reclama paladín de la justicia para los 43 y usa esa legitimidad para restar autonomía a los movimientos de los familiares, no de los 43, sino de decenas de miles de desaparecidos. Y lo hace porque esas organizaciones le están resultando incómodas. Porque tienen sus propias demandas. Asimismo, el gobierno enarbola la bandera feminista de la paridad (que, ciertamente, no es poca cosa), pero acalla las demandas de los movimientos feministas cuando las cree inoportunas o incómodas para sus alianzas políticas.

Más allá de tanta politiquería, valdría la pena pensar y discutir los monumentos públicos del país. Valdría la pena pensar juntos nuestros valores históricos. Todavía no ha habido una discusión histórica abierta, respetuosa y democrática en México. Es verdad que el ejercicio puede parecer estéril: ¿a quién le importa la historia hoy? ¿Acaso sus personajes no forman parte de un imaginario mitológico y caricatural? Sin duda es así, pero también es cierto que la incorporación mesoamericana a la economía mundial, a través de su sujeción a España, marcó el principio de la historia moderna de México, y nuestra sociedad –con sus mitologías– no se explica sin esa historia.

Quizá ya no exista un afuera mexicano respecto de la llamada conquista. Es por eso que si quitas la estatua de Colón (como se quitó), el Paseo de la Reforma sigue estando ahí, con todos sus autos y edificios, sus Dianas, Cuitláhuacs, y Niños Héroes. Y la gente que circula por esas calles sigue atesorando billetes impresos, y no cacao. Y casi siempre habla español, y frecuentemente se siente cristiana. Y los que hablan lenguas indígenas también saben moverse en ese mundo, que adquirió sus acentos a partir de eso que a veces se resume con la imagen y el mito de Colón.

Remover una estatua así podría entonces tener algún sentido, pero sólo como resultado de una discusión amplia, tendiente a redimir las injusticias que se montan sobre la estructura que, para resumirla mal y pronto, llamamos colonial. Pero no está claro si existe una disposición real para que haya una discusión colectiva de la historia –tolerante, abierta, incluyente–, para tratar con ella de construir juntos una sociedad más justa, o si lo que hay son ganas de repatriar el penacho de Moctezuma, y rodearse de los elotes y cempasúchiles que hagan falta para declarar inaugurada la edad del Sexto Sol.

 

TOMADO DE LA JORNADA