La Cultura Nacional. Julieta Guevara Bautista.
"...la casta de los blancos es en la que se observan casi exclusivamente los progresos del entendimiento, es también casi sola ella la que posee grandes riquezas; las cuales por desgracia están repartidas aún con mayor desigualdad en México que en la Capitanía General de Caracas, en la Habana y el Perú"....observó Alexander von Humboldt en 1803. Desde entonces hemos pasado por un movimiento de Independencia, de Reforma, de Revolución; hemos transitado de la sociedad rural a la urbana, de la producción agrícola a la industrial, de la economía cerrada a la globalización. Para solucionar nuestros males, hemos formulado y promulgado Constituciones, emprendido programas de inmigración y de inversión extranjera, de reforma agraria, indigenistas, de marcha hacia el mar, de descentralización, de educación para todos, de combate a la pobreza extrema, de reforma política, de reforma del Estado... Y sin embargo, el logro de los propósitos que dieron origen al Estado Nación que es México parece hoy aun lejano.
En el presente ensayo, se trata de resaltar entre las múltiples causas de nuestra situación, a nuestra cultura nacional y política que parece haber permanecido al márgen de los cambios estructurales de la sociedad mexicana, detenida en su evolución quizás por lo que Meyer llama "adopción selectiva de los ingredientes de la modernización", que resulta de nuestra resistencia a asumir todas las consecuencias del cambio, sobre todo las que desaparecerían beneficios de grupo o clase que en realidad se fundan en el atraso general.
Del breve análisis de la cultura en México, se desprende la necesidad de luchar sistemáticamente contra formas de comportamiento, actitudes y valores que arraigados en el pasado colonial se refuerzan de diversas maneras desde dentro y desde fuera del país, y que hoy como ayer son causa de la dependencia y de la inmadurez nacional.
I. Comunidad, dominación e innovación: tres procesos de la cultura.
Desde la definición clásica de cultura de Taylor, como "complejo de conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos que el hombre adquiere como miembro de la sociedad", muchos otros autores se han esforzado por formular sus propios conceptos. Pero comúnmente se acepta que la cultura consiste en el lenguaje, las ideas, las creencias, las costumbres, los códigos, las instituciones, las herramientas, las técnicas, las obras de arte, los rituales, las ceremonias y en general, todo aquello que, como señala Béjar, integra "una forma de vida de una colectividad, un modo de vida o de lucha de un pueblo".
La cultura es un medio para dar seguridad y continuidad a la vida, por eso cada grupo autónomo y distinguible de seres humanos, desde una tribu hasta una nación, posee una cultura que determina la conducta, las actitudes, los valores, los ideales y las creencias de sus miembros, de manera tal, que "es casi imposible exagerar el poder e influencia de la cultura en el animal humano", pues "la cultura es más fuerte que la vida y más fuerte que la muerte".
Cada una de estas manifestaciones culturales expresan necesidades humanas universales que, de acuerdo a cada situación concreta, pueden ser satisfechas por medios culturalmente diversos. Surgen así modos de vida exclusivos de regiones, pueblos y grupos, cuyos elementos culturales peculiares van integrando subculturas dentro de cada uno de los países.
"Sólo cuando se desea comulgar con un conjunto de valores fundamentales, cuando se tiene la voluntad de actuar, pensar y sentir en común esos valores esenciales, se puede trascender lo secundario, la subcultura y formar la cultura común y nacional", concluye Béjar.
Así, el problema de la cultura y más particularmente de la cultura nacional, se puede abordar desde muchas perspectivas. En este ensayo se trata de enfocarlo desde el punto de vista de su relevancia para el Estado Nación que es México, y en consecuencia, como objeto de formulación de políticas públicas.
Con este propósito, y a manera de esquema ordenador, se utiliza el concepto de cultura de Salvador Giner, como universo humano de las significaciones cognocitivas, morales y estéticas del mundo, que se desdobla, a su vez, en tres procesos: la innovación, la comunión y la dominación, que son interdependientes e inseparables del proceso más general, la cultura, del que forman parte.
1) La innovación, mediante la cual resolvemos los problemas que presenta nuestra vida, y que arranca desde la tradición pura que nos suministra fórmulas para tratar con situaciones previsibles y repetitivas, hasta abarcar en el otro extremo a la pura innovación.
2) La comunión, por la cual los seres humanos se adhieren a los valores superiores que orientan sus vidas, se identifican unos hombres con otros en un "nosotros" cargado de emoción inefable, y que es la fuente original de la moralidad humana.
3) La dominación por medio de la cual los hombres se oponen, combaten y subordinan entre si a través de pugnas por apropiarse significados, mitos, valores, símbolos y conocimientos, y que se halla estrechamente ligada a la clase, al poder político y económico y a la autoridad.
Para Giner, " la cultura no es sólo comunión, o sólo dominio, o sólo innovación. Es un proceso incesante que a los tres engloba. Si bien requiere la coherencia y cohesión que le suministra la identidad de los hombres entre sí o con símbolos que les son comunes, también expresa ideologías, obediencias, jerarquías, poderes, así como el modo con que éstos ven el mundo y quieren que los otros lo vean. Finalmente, la cultura es además invención, creación, avance y exploración de soluciones a los problemas morales, económicos, estéticos y políticos que la vida y ella misma van planteando".
A partir de este modelo se intenta analizar en qué medida cada uno de estos procesos culturales, - comunión, dominación e innovación,- alientan, limitan u obstaculizan la cultura nacional que nuestro país requiere para sobrevivir y fortalecerse como nación, frente a la dicotomía paradójica de "estilos de vida globales y nacionalismo cultural", que parece caracterizar el mundo actual.
1.La cultura como dominación
La cultura como elemento de dominación fue menospreciada por las teorías que la concebían como una mera superestructura que reflejaba las estructuras económicas. Hasta que Gramsci propuso entender la estructura y la superestructura en su totalidad como un "bloque histórico", se ha revaluado la importancia de la superestructura social: política, derecho, cultura, religión, arte y ciencia, Mediante su concepto de "hegemonía" o supremacía moral o espiritual, Gramsci señaló que la ascendencia de una clase o grupo descansa, esencialmente, en su habilidad para traducir su propia visión del mundo en un ethos dominante y persuasivo que guíe los patrones de la vida diaria.
En el mismo sentido, Max Weber descubrió que los sistemas de creencias apoyan un orden social, es decir, existe un ajuste constante entre los sistemas de creencias y las estructuras sociales correspondientes.
Las teorías actuales reconocen que cada sistema sociocultural posee medios de autorregulación y control para funcionar y perdurar. Desde tradiciones, costumbres y etiquetas, hasta leyes y ética. Ningún régimen podría gobernar sin un sustento cultural; aun las más férreas dictaduras aprovechan rasgos culturales para ejercer el poder sin tener necesidad de hacer uso constante de la violencia. Dicho de otro modo: entre mayor sea la congruencia entre la cultura y la legitimación del poder político, existirá mayor "gobernabilidad", pues las relaciones gobierno-ciudadanos serán de cooperación y no de conflicto.
Esto es, la cultura es también un medio de dominación y en consecuencia, la cultura nacional expresa a la clase o clases sociales hegemónicas, en tanto que la cultura popular siempre es producto de las clases sojuzgadas.
a. La persistencia de la cultura colonial.
En México, el régimen colonial inició la conformación de nuestra cultura nacional con rasgos que, desde entonces, han sido un pesado lastre para la integración de la unidad, conciencia e identidad nacionales. Al respecto, Octavio Paz ha escrito que "la democracia nació con el mundo moderno, Hispanoamérica contra el mundo moderno...no para explorar lo desconocido sino...para defender lo conocido y lo establecido...las ideas son de hoy, las actitudes de ayer...adoptó, no adaptó las doctrinas y los programas de otros...las ideas no correspondieron a las clases sociales... (de lo que resultó) debilidad de las tradiciones democráticas".
Los primeros conquistadores aspiraron al enriquecimiento rápido y al regreso a sus lugares de origen convertidos en hombres ricos y afamados. Las siguientes generaciones de colonizadores no perdieron estos propósitos y, en tanto podían realizarlos, transplantaron su cultura para tratar de sentirse como en España en Nueva España. Ambos siempre fueron extranjeros en tránsito, más vinculados real o emocionalmente con el exterior que con la tierra que habitaban. Nació así nuestra alienación cultural.
Desde sus inicios, el gobierno colonial prohibió la plena incorporación cultural de los indígenas para mantener una clara distinción entre colonizadores y colonizados, segregación y diferencia que tenía su base en la superioridad del peninsular. A los conquistados no sólo se les creó conciencia de su inferioridad sino del pecado en que habían vivido. Dada la distancia establecida entre gobernantes y gobernados, se inició la "participación por abstención" o mediante padrinos o contactos, palancas e intermediarios, como un mecanismo de exclusión y discriminación.
El autoritarismo se implantó de la cúspide a la base del sistema de castas como ejercicio arbitrario del poder colonial. El caciquismo se convirtió en la expresión más acabada de un liderazgo político autoritario que no sólo comprendió la toma de decisiones y las estructuras políticas, sino las actitudes y conductas. Como contraparte, surgió en la población una actitud de cinismo hacia la confianza interpersonal, el gobierno y sus funcionarios, así como la acción cooperativa y colectiva. Generó también la cultura de la sumisión del joven al viejo, de la mujer al hombre, del pobre al rico, del indio al mestizo, y del mestizo al extranjero.
El centralismo fue tanto un medio para mantener el carácter excluyente y autoritario de la sociedad colonial, como el resultado del patrón que siguió la explotación económica de yacimientos de oro y plata, y de la distribución de la población indígena previa a la conquista. Este centralismo estimuló los regionalismos culturales.
En suma, se constituyó una sociedad fundada en privilegios de clase no en el mérito personal, compuesta de unos cuantos centros urbanos occidentalizados y multitud de pequeñas comunidades mestizas e indígenas, y cuyas élites peninsulares y criollas servían de intermediarias entre el poder extranjero español y las castas más relevantes de la colonia.
Durante los siguientes cien años, la nueva república mantuvo la exclusión: grupos minoritarios de conservadores y liberales lucharon con violencia por imponer sus intereses y sus modelos europeos o norteamericanos de modernización a una gran masa de indígenas que prácticamente permaneció al margen de las luchas y de los beneficios obtenidos mediante las mismas. El autoritarismo tampoco desapareció, sino alcanzó nuevas cumbres en las dictaduras de Santana y Díaz. El centralismo continuó, pese a haber propiciado la pérdida de más de la mitad del territorio nacional. Y la alienación cultural culminó en la afrancesada sociedad porfiriana.
La gran transformación de la sociedad mexicana generada por la Revolución no fue suficiente para abatir estos elementos culturales.
Hoy la alienación cultural debilita nuestra cultura e identidad nacionales. El autoritarismo está lo mismo en la familia que en el ideal de gobierno fuerte, duro y centralista, que hoy todavía se argumenta contra el "desorden e inestabilidad" que se supone traerá la democracia, a la vez que impide la maduración de la conciencia e identidad nacionales. La exclusión de grandes sectores ha permitido hacer de los derechos favores, al mismo tiempo que ha limitado la integración de grandes sectores en una conciencia y cultura nacionales. Y el centralismo sigue alimentando regionalismos culturales y el surgimiento de nuevas identidades y subculturas que diversifican aun más nuestra cultura nacional en ciernes.
¿Esta enorme herencia cultural que refuerza el dominio de las élites sobre los grandes conglomerados, sigue siendo sustento importante del orden social del país? ¿Será funcional al proyecto actual de modernización en que se encuentran empeñadas las élites?
b. El sustento cultural de la Revolución.
Como todos los gobiernos, los emanados de la Revolución intentaron forjar las bases culturales que dieran nueva legitimidad al régimen: Se concebió la historia nacional como una larga lucha del pueblo por su libertad que arrancaba desde la prehistoria, reconocía el pasado indígena, consideraba a la colonia el crisol de la nacionalidad mestiza y exaltaba a la Independencia , a la Reforma y a la Revolución como las etapas culminantes de este proceso histórico que se dirigía a la democracia, a la justicia social y a la integración de todos los mexicanos; la élite gobernante se presentó como resultado de una revolución triunfante que reclamaba la unidad de las clases en un gran frente nacional para lograr un desarrollo nacionalista, independiente y antiimperialista.
El culto a los héroes cobró gran auge y lo mexicano se manifestó en la filosofía, en la literatura, en el cine, en el arte, en el folclor, en la música, en la arquitectura....
En este sentido, para Roger Bartra la ideología de "lo mexicano" es parte de los procesos culturales de legitimación política del Estado, es una forma de legitimar la explotación de las masas, y que la definición del carácter nacional es una necesidad política de primer orden, pues contribuye tanto a sentar las bases de la unidad nacional a la que debe corresponder la soberanía monolítica del Estado mexicano, como a legitimar las profundas desigualdades e injusticias por medio de la uniformación de la cultura política. "La cultura nacional se identifica con el poder político, de tal manera que quien quiera romper las reglas del autoritarismo será inmediatamente acusado de querer renunciar, o peor, de traicionar a la cultura nacional".
Sin embargo, ante la urbanización e industrialización este proyecto cultural perdió impulso y no fue capaz de incorporar a las nuevas generaciones, a las cuales la Revolución parece ya no decirles nada.
De cualquier forma, ¿la pérdida de legitimidad con base en el origen revolucionario, no hace urgente para los gobiernos la búsqueda de otras fuentes de legitimidad, como el voto mediante elecciones democráticas?
c. El imperialismo cultural.
A partir del descubrimiento de América, el etnocentrismo de occidente, es decir, la tendencia a interpretar y evaluar otras culturas en términos de la cultura occidental, ha convertido a las manifestaciones culturales indígenas en atrasadas, inmorales, ilógicas, raras y hasta perversas.
Por eso, desde la colonización, sucesivamente se ha tratado de convencer al pueblo mexicano de la superioridad cultural y hasta racial española, francesa y norteamericana y de estimularlo a adoptar sus modos de vida. Así se ha pretendido legitimar, en lo externo, la dominación o influencia que las grandes potencias han ejercido sobre el país; y en lo interno, el poder de una minoría extranjera, de origen extranjero o ligada a intereses internacionales, sobre toda la población.
Hoy, el desarrollo de los medios masivos electrónicos ha puesto en manos del imperialismo cultural un instrumento poderoso para llevar al país a la sociedad de consumo, a la pasividad, a ingerir una cultura fabricada. "No pienses, no sientas, no actúes, no decidas, porque habemos otros más capaces para pensar, sentir, actuar y decidir por tí", parece ser el lema de esta concepción de la cultura como un universo ilimitado de bienes a consumir, escribió Granados Chapa.
Estos esfuerzos de conquista cultural, han fructificado en las tendencias "malinchistas", discriminatorias y aun racistas que se observan en muchos de los estratos sociales, y han sido factor relevante en la conformación, permanencia y extensión de una cultura alienada y renegada.
Frente a este problema, ¿será el destino de los Estado nacionales asistir al proceso de su propia desnacionalización ante el embate de fuerzas transnacionales que los superan?
d. La creciente contracultura.
En la actualidad, las nuevas identidades culturales emergentes, resultado de la emigración, de la urbanización y de la masificación, como los movimientos religiosos y mexicanistas, o los chicos banda, tienen un contenido disidente y hasta subversivo respecto a la cultura dominante, son justamente contracultura, en tanto rechazan los valores considerados como esenciales por las clases dominantes.
En los últimos años estas tendencias contraculturales parecen fortalecerse sobre todo en la prensa escrita, en donde se han rebasado los límites antes permitidos y se ha abandonado la autocensura tradicional características de las últimas décadas. Esta misma tendencia es creciente en los movimientos urbanos populares, sobre todo en la Ciudad de México y en la zona metropolitana que la circunda.
De este modo, según Bartra la cultura actual ya es disfuncional a la nueva situación y cada vez más un mayor número de mexicanos rechaza los valores y prácticas de esta cultura, "fiel compañera del autoritarismo", como lo demuestran los movimientos de 1958, 1968, 1971, y demás disidencias que desde entonces se han expresado en la política, en el arte, en la música. Muchos mexicanos han perdido su identidad al rechazar el paradigma del estoicismo nacionalista uniformador, pero no lo deploran; "su nuevo mundo es una manzana de discordias y contradicciones,,, sin haber sido modernos...ahora son desmodernos..."
¿Cuál será el sentido de la contracultura, la democracia, la racionalidad y la tolerancia, o el autoritarismo, la violencia y el fanatismo?
2. La cultura como comunión: la cultura e identidad nacionales
Todas las sociedades contemporáneas son sociedades estratificadas, en las que cada uno de sus estratos tiene sus propias manifestaciones culturales; pero estas manifestaciones no pueden ser tan diferentes que impidan la convivencia y el actuar como una colectividad. Por el contrario, para mantenerse como una sociedad, requieren la existencia de un denominador común, de una cultura general o nacional que les proporcione cohesión, aunque no elimine sus diferencias y contradicciones internas. Entre mayor cohesión alcancen las sociedades, más fácil será la convivencia entre sus miembros y la búsqueda de objetivos comunes.
En consecuencia, los Estados aspiran a conformar una cultura nacional que dé unidad cultural a la heterogeneidad de formas culturales resultado de su propia estratificación, porque en esta medida atenuarán sus contradicciones y serán más fuertes en lo interno y frente a los demás, y mayores posibilidades tendrán de plantear y realizar objetivos comunes.
En este contexto, puede consolidarse una identidad nacional que, como señalan Béjar y Capello, "es la forma en que los integrantes de una nación sienten como propios el conjunto de instituciones que dan valor y significado a los componentes de su cultura, de su sociedad y de su historia".
En contraste, un Estado sin una cohesión social fruto de su cultura nacional, es débil porque sus contradicciones internas dificultan la convivencia y por lo mismo, no es capaz de movilizar a su población hacia la consecución de un proyecto colectivo, y porque se encuentra inerme ante la penetración extranjera que no halla resistencia en la lealtad de sus ciudadanos hacia su propio gobierno y país.
La importancia de la cultura y de la identidad nacionales quedó manifiesta en Europa durante la I Guerra Mundial. Relata Galbraith que los trabajadores de varias nacionalidades integrados en la Segunda Internacional que se sustentaba en el internacionalismo proletario, habían decidido la huelga general en caso de guerra entre sus países; al estallar el conflicto, una tercera parte de los socialdemócratas acudieron al llamado a filas de la Patria en Alemania, otro tanto hicieron sus correligionarios franceses, y los británicos, también acudieron en tropel a las oficinas de reclutamiento....Los planes gubernamentales para obligarlos a enrolarse se archivaron; nunca se necesitaron...
a. México: una cultura nacional en ciernes.
Fruto de la dominación colonial, somos una sociedad multiétnica y pluricultural, compuesta por un conjunto de subculturas distintas, resultado primero del enfrentamiento de dos civilizaciones, mesoamericana india y cristiana occidental, y después, de la penetración desigual del capitalismo industrial, que dan origen al actual mosaico cultural complejo, heterogéneo, y asimétrico que hoy es México.
El sinfín de elementos, identidades y lealtades culturales, a veces en oposición irreconciliable, producto de una abigarrada estratificación, hacen de México muchos Méxicos étnica y culturalmente, los cuales difícilmente tienen algo en común y por el contrario, difieren en sus concepciones, valores, actitudes y aspiraciones fundamentales sobre el mundo, la naturaleza, la sociedad y el hombre mismo.
El grado de divergencia cultural varía tanto de acuerdo con las localidades, como con las clases sociales, los niveles culturales y las formas de vida, No es un contínuum de una misma cultura básica que se extienda de la cúspide a la base de la sociedad, sino una coexistencia de culturas interpenetradas que se aglomeran sin fusionarse, que conviven en tiempos sociales diferentes y se mantienen en oposición abierta o latente.
En consecuencia, la llamada cultura nacional no incluye a todos los mexicanos ni a todas las aspiraciones y formas de vida. . Es en esa aglomeración de subculturas reprimidas y dominadas que chocan o se mezclan en donde, según Capello, está el proceso inicial de la formación de una posible nacionalidad futura. Pero hasta ahora, en México no ha existido una cultura nacional. No es que se aspire a una cultura única o uniforme, pues todas las naciones tienen algún grado de diversidad, sino que como una cuestión de grado, algunos valores fundamentales deben ser compartidos para lograr un mínimo de unidad dentro de la diversidad.
¿Es esta carencia de unidad fundamental la que hace que los diversos estratos de mexicanos no se reconozcan como iguales y aun propongan el sometimiento y exterminio de los sectores más débiles? ¿Es la falta de esta unidad esencial la que provoca la proliferación de proyectos de nación tan diferentes que hacen de la política una lucha a muerte entre enemigos irreconciliables, capaz de desgarrar al país, y no una competencia entre adversarios que supeditan sus diferencias al interés de la nación?
b. Una conciencia nacional que no logra madurar.
Señalan Béjar y Capello que sentir como propias las instituciones del Estado y participar libremente en ellas, produce en la ciudadanía una creciente responsabilidad hacia las mismas. Está responsabilidad es la definición de la conciencia nacional, que nace de "una justa y equitativa reciprocidad entre las demandas que el Estado impone a la ciudadanía y los satisfactores y respeto a los derechos que le proporciona". Obviamente la democracia genera una conciencia nacional madura.
En nuestro país, tras trescientos años de dominación colonial y cerca de doscientos de agitada y amenazada vida independiente, sólo las generaciones que actualmente viven, según su edad, sexo, clase social y localidad, han tenido alguna experiencia democrática, nunca suficiente para adquirir una conciencia nacional plena.
Nuestra cultura permanece autoritaria y excluyente, o al menos conserva muchas manifestaciones no democráticas en la burocracia y en los partidos, por ejemplo, que en buena medida representan la experiencia cotidiana de la mayoría de la población y que la hace sentir ajena a las instituciones nacionales y por lo tanto, sin ninguna significado para ella, ni tampoco responsabilidad respecto a las mismas.
En estas condiciones, la falta de consenso y participación determina que nuestras instituciones carezcan de auténtica representatividad y consecuente capacidad de convocatoria y movilización.
¿Explica lo anterior, la inexistencia de un proyecto nacional capaz de movilizar a los principales grupos hacia su consecución? ¿Las relaciones recalcitrantes entre el gobierno y la ciudadanía, que hace cada vez más costoso para el gobierno hacer cumplir las leyes, reglamentos, políticas y programas por la indiferencia y resistencia de la población? ¿Es causa de la incredulidad y desconfianza ciudadana en el actuar de las autoridades? ¿Contribuye a fomentar la indiferencia hacia las elecciones y el permanente abstencionismo de los electores?
Así, se genera la marginación de importantes sectores y el carácter nacional se desdibuja y tiende a ser inestable. En consecuencia, la inmadurez se vuelve una característica constante de la conciencia nacional.
c. La malograda identidad nacional.
En una encuesta realizada en varias ciudades, regiones y distintos estratos, por Raúl Béjar y Héctor Capello, se concluye: "Podemos asumir que la identidad y el carácter nacionales se encuentran extraordinariamente deprimidos, con excepción de las variables que tienen que ver con las instituciones más vernáculas de nuestra cultura... siendo las instituciones políticas las que debiesen ser las más importantes en la conformación de la identidad y el carácter nacionales, obtienen los porcentajes más bajos... "
La conclusión es lógica, dada la marginación, la existencia de los grupos indígenas, las discontinuidades educativas y la desigualdad en el grado de urbanización, no ha podido hacerse general la identidad nacional , definida como conciencia de que se pertenece a una nación. Los intentos de la Revolución Mexicana fueron superados por la industrialización, por una crisis de casi dos décadas, y sobre todo, por medios de comunicación transnacionalizados. Hoy, según Béjar, no se da "una identidad nacional que sirva de vínculo entre el sujeto y el sistema político nacional", ni tampoco los individuos se identifican como miembros del mismo sistema político.
Esto significa una falta de compromiso con la nación. Nuestra alienación cultural, originada en la colonia, explica la actitud de algunos sectores de considerarse de paso por el país y por lo tanto, no decidirse a permanecer definitivamente arraigados y dispuestos a construir aquí su futuro. Tampoco es extraña la actitud de otros sectores identificados con otras culturas diferentes a la nacional aunque carezcan de todo vínculo personal o familiar ancestral. La debilidad de nuestra identidad nacional en situaciones de crisis puede llegar a tener visos de problema de seguridad nacional.
¿Esta débil identidad nacional será capaz de enfrentar un mundo globalizado, en el cual, por ejemplo, el dinero logra movilidad y es capaz en cuestión de segundos de trasladarse de un lugar a otro? ¿Volverá algún Presidente a señalar que "los rentistas mexicanos en los últimos años han hecho mayores inversiones en Estados Unidos que toda la inversión extranjera en México en toda la historia, y que estos inversionistas "simplemente no demostraron solidaridad"?
d. Los cambiantes rostros de México
El cambio caracteriza a las culturas; por distintos motivos hay elementos que se pierden, otros que se transforman y algunos más que se añaden o combinan.
En esta dinámica, la uniformidad se produce cuando existen factores que contribuyen a promover una cultura general o nacional : la escuela, los medios masivos y la movilidad social son elementos de uniformidad nacional, así como la acción intencional del gobierno y de los grupos sociales, políticos, económicos y religiosos que con algún propósito se esfuerzan por eliminar la diversidad cultural.
Por el contrario, se da un proceso de diversificación cuando estos cambios se cristalizan en conjuntos de rasgos culturales que permiten a los grupos identificarse entre sí, a asumir nuevas identidades culturales, que van formando subculturas y contraculturas.
En un país como México, multiétnico y pluricultural, esta tensión entre las tendencias a la diversidad y a la uniformidad es más profunda y dinámica, de modo que el cambio permanente de sus elementos culturales y étnicos provoca la manifestación cultural de México mediante muchos rostros, variados y cambiantes, a lo largo del tiempo.
e. La educación: factor de diferenciación no de integración cultural.
El ser humano arriba al mundo sin una cultura, debe aprender una gran variedad de relaciones, desarrollar reflejos condicionados y hábitos para vivir, y adquirir ideales y valores, esto es, una imagen de lo bueno y de lo malo. Este es el proceso de socialización, que comprende la educación informal y formal.
En lo que corresponde a la cultura nacional, mediante el sistema educativo se inculcan los ideales nacionales y se consolidan los patrones y valores culturales comunes. De este modo, la educación sigue siendo el medio más importante de integración cultural, de la cual resultará la cultura, unidad e identidad nacionales.
Para Béjar la formación del individuo mediante la educación formal es fundamental en una cultura que aspira a ser nacional porque puede promover la lealtad hacia el sistema político y los valores nacionales. "El objetivo de la educación institucionalizada es hacer de la generación futura ciudadanos que compartan el sistema que sostiene al Estado, meta que se plantean las diferentes naciones, con independencia del sistema económico-político que sustenten".
Lamentablemente, hoy más que nunca, la asistencia de niños y jóvenes a las instituciones educativas está condicionada por las clases sociales a las que pertenecen. Este mismo factor determina sus posibilidades de avanzar en los niveles educativos o de dejar inconclusa, como la mayoría de la población, su educación escolar. Como consecuencia, la educación se ha convertido en un medio de diferenciación cultural, que refuerza la desigualdad social, más que la integración nacional.
Con el auge de la educación privada en todos los niveles escolares, la cual por estar sujeta a la lógica del mercado fomenta la diferenciación social, las nuevas generaciones estarán cada vez más escindidas en mundos distintos, distantes y separados entre sí, con muy poco que compartir, con casi ningún elemento que los haga reconocerse miembros de una misma comunidad nacional.
Por otra parte, la educación informal en la que estamos inmersos constantemente, sobre todo mediante los medios masivos que hoy constituyen la influencia principal sobre la cultura de las masas, contribuye muy poco a la difusión y refuerzo de actitudes y valores que promuevan una cultura nacional. Por el contrario, estos medios estimulan valores tradicionales disgregadores, o se constituyen en vehículo del imperialismo cultural.
¿Podrá convivir en paz y colaboración una sociedad tan profundamente fragmentada? ¿Si no se compartió un pasado, ni se participa en una sola realidad presente, podrá trabajarse en pos de un futuro común, de un solo proyecto nacional, capaz de integrar el esfuerzo de la mayoría de los mexicanos?
3. La cultura como innovación: el México profundo frente a la globalización.
La importancia de los factores culturales en el desarrollo de las sociedades quedó demostrada desde los estudios de Max Weber. No existe acuerdo acerca de cómo funciona la cultura en una sociedad, qué factores la gobiernan y cuál es el grado de influencia que ejerce en la conducta y en la manera de pensar y percibir al mundo, pero si en que los rasgos culturales explican otros rasgos de la sociedad, entre ellos su capacidad de innovación.
A pesar que las culturas modernas tienden a ser heterogéneas, alcanzan una relativa coherencia mediante algunos valores generales, los cuales pueden facilitar o estorbar los cambios evolutivos de una sociedad. Aun las tradiciones pueden alentar la innovación o el misoneismo. Así, las sociedades más innovadoras pueden ser también intensamente tradicionalistas.
Se han tratado de determinar los rasgos culturales que permiten la innovación en las sociedades, desde su orientación hacia la racionalidad, la ciencia y el futuro, frente a la tradición y el pasado, hasta las variables de Parsons: logro contra adscripción, universalismo contra particularismo, y especificidad contra difusividad.
De este modo, las sociedades más abiertas al cambio muestran mayor tendencia a racionalizar todos los aspectos de la vida social, a utilizar la ciencia para enfrentar sus problemas, y a vislumbrar el futuro como resultado de sus acciones; en contraste, en las sociedades con menor propensión al cambio, la tradición, como conducta repetitiva para resolver situaciones previsibles, tiene mayor importancia, y por lo tanto, se venera el pasado creador de esas tradiciones.
De igual manera, en las sociedades más cerradas, el status social, el rango, la casta, son el punto de partida para la distribución de los roles sociales y en consecuencia domina una visión particularista de clan, tribu o estamento y la multidimensionalidad en el comportamiento social; al contrario, en las sociedades más innovadoras, predomina el logro, mérito o capacidad individual para la asignación de roles y por lo tanto, una mentalidad universalista y mayor especificidad en los papeles sociales.
Para Riggs, en las sociedades en transición, "prismáticas", como la nuestra, los valores tradicionales y modernos se aglomeran sin que los últimos sustituyan a los primeros. Se da valor al mérito, pero más si se respalda con un blasón familiar, status social, o pertenencia a un grupo o comunidad relevante; se tiene una visión universalista, pero si se refiere a la familia, al grupo o comunidad y hasta localidad propias, es particularista; se valora la especialización, pero muchos de los roles permanecen mezclados y difusos; se aprecia la ciencia, pero subyace una mentalidad mágica; y se anhela un futuro diferente, pero sin perder las ventajas ancladas en el pasado. En suma, la cultura ideal es muy diferente a la cultura real; formalmente se es moderno, más en la práctica, tradicional.
¿Explica esto nuestra contradicción de aspirar a la modernidad y de temer erradicar valores tradicionales que refuerzan el status quo, a pesar de que a la luz de la globalización hacen parecer a México sumido en un atraso similar a países que siempre consideramos primitivos?
De cualquier manera y al menos en igual medida que otros factores, la cultura explica el desarrollo o el atraso económico, el orden político, la desigualdad social y, hasta la misma condición humana en las sociedades.
En el caso de México, el cambio necesario para acceder a una cultura verdaderamente nacional tiene que partir del reconocimiento de la situación paradójica de nuestra cultura actual considerada nacional: la existencia de elementos culturales no occidentales que se están manifestando con vigor y las tendencias internacionales resultado de la globalización que desdibujan justamente lo que nos ha dado peculiaridad.
a. La omnipresencia del México profundo.
En México los cambios en la tecnología y la cultura material han sido más rápidos que los cambios en los valores y creencias por un lado, y por otro, el cambio de las estructuras políticas y sociales no ha producido una nueva cultura, sino una aglomeración de culturas.
Pero mientras la herencia cultural de la colonia permanece viva, abierta y manifiesta, como en el idioma, el legado indígena parece liquidado pero está omnipresente en los toponímicos, en la piel de la mayoría, en las costumbres y hasta en los gustos culinarios.
Es la presencia del México profundo que según Bonfil forman "una gran diversidad de pueblos, comunidades y sectores que juntos representan a la mayoría del país, y que son portadores de maneras de entender el mundo y organizar la vida originadas en una civilización negada, la mesoamericana, y forjadas en un largo y complejo proceso histórico".
Esta cultura, continúa Bonfil, exaltada como el mundo muerto que dio la semilla del México actual, es relegada, ignorada o negada como cultura viva por las élites. Muchos se sienten orgullosos de los "treinta siglos de cultura", pero muy pocos de sus ancestros indígenas. Se vive una esquizofrenia cultural en la cual, "la cultura tradicional.... no tiene cabida explícitamente; permanece soterrada y aflora de vez en cuando, imprevista, como un detalle que cuestiona a fondo el todo aparente".
Dentro de la innovación cultural, el México profundo se ha resistido a la occidentalización. Se manifestó en los movimientos separatistas de los indígenas, que entre los años de 1821 a 1910 registraron revueltas todos los años, cuyo objetivo más frecuente era que se les dejara en paz, no luchar porque se les incorporara a la sociedad considerada nacional.
Hace acto de presencia en los crecientes movimientos indígenas que, integrados por varias etnias, ahora apuntan sus esfuerzos a lograr cambios a escala nacional e internacional que les sean favorables, sin restringirse, como antes, a sus propias comunidades. Además de que hoy tratan de vincularse a otros movimientos sociales y políticos que pueden permitirles una mayor eficacia.
Quedó también manifiesto en el actual levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que percibió al TLC como el "acta de defunción de las etnias indígenas".
Sigue participando en la innovación cultural de los estratos sociales pobres, marginados e indígenas que constituyen la mayoría de la población, que se resisten a identificarse con los valores dominantes, y como una respuesta a este afán de occidentalización impuesta, reafirman sus valores tradicionales, crean sus propias identidades, sus organizaciones informales y en general, sus propias subculturas urbanas y rurales, como describe Béjar.
¿Si una sociedad se define como un grupo de personas que comparten una cultura común, dada la marginación del México profundo podemos considerarnos una sociedad nacional? ¿Constituimos más bien una sociedad dual con colonialismo interno, como lo ha concebido González Casanova?
b. Las tendencias resultado de la globalización.
El cambio cultural del país siempre ha venido de fuera. Sin embargo, hoy la internacionalización de la economía, la integración de bloques comerciales, la proliferación de empresas transnacionales y la revolución de las comunicaciones son algunos de los factores que han subordinado el proceso de las identidades nacionales a la aparición de nuevas lealtades políticas, ideológicas, culturales y económicas que erosionan sus costumbres, idiosincrasias y valores históricos. Esta influencia tiene mayores repercusiones en los países cuya conciencia nacional aun no ha podido alcanzar una madurez adecuada.
Dentro de este proceso general de globalización, pueden destacarse algunas tendencias:
i. El Estado adelgazado.
Dice Béjar que el Estado ha sido y es, salvo excepciones como Israel, el medio integrador dentro de la heterogeneidad de un país.
No obstante, aun en los grandes países industrializados el Estado está perdiendo capacidades de gestión y ámbitos de decisión, además de que el mundo se rige crecientemente por los intereses de grandes bloques transnacionales. En una sociedad internacional que avanza hacia una interrelación cada vez mayor, parece disminuir el margen de autonomía necesaria para la sobrevivencia del Estado Nación.
Por otra parte, como resultado de la tendencia casi mundial a la privatización, el Estado se ha replegado de todos los ámbitos en que había venido actuando, entre ellos campos antes considerados de importancia estratégica en la conformación de las culturas nacionales, entre ellos la educación y los medios masivos de comunicación.
ii. La transnacionalización de las culturas periféricas.
La revolución de las comunicaciones y de la informática permite hoy la incorporación de circuitos culturales, que hasta hace unos años eran completamente nacionales, a circuitos culturales transnacionales. Así, por ejemplo, es creciente la proporción de la juventud que se forma y certifica su competencia en universidades de la metrópoli, que posee medios de comunicación internacionalizados pero controlados por el centro y constituye una comunidad de "pares" esparcida mundialmente, pero concentrada en las grandes capitales de los países desarrollados.
De continuar esta tendencia, las posibilidades de control de estos circuitos desde los países periféricos parecen prácticamente imposible, por lo que difícilmente podrán ser incluidos en las políticas culturales nacionales de nuestros países.
iii. La industrialización de la cultura.
La cultura de masas que caracteriza a la sociedad actual ha estimulado el crecimiento de las industrias culturales de publicaciones, discos, televisión, videos, fotografía, espectáculos, arte, programas de computación, etc., cada una de las cuales acciona circuitos diversos y entrecruzados que se organizan de acuerdo con los requerimientos del mercado no sólo nacional, sino regional y mundial. Lo anterior ha provocado un fenómeno de concentración de grupos poderosos nacionales y transnacionales que controlan vastos sectores de estos mercados.
Esta tendencia puede dejar inermes a los gobiernos nacionales para impedir que estas grandes industrias de la cultura den contenido y sentido al proceso de sus culturas nacionales, así como evitar, mismo tiempo, que adquieran gran poder de manipulación de la opinión pública y ejerzan una influencia política desmedida sobre sus poblaciones.
IV. La homogenización de los estilos de vida.
La expansión de la economía mundial, las telecomunicaciones globales y el tráfico incesante de viajeros han provocado el surgimiento de estilos de vida internacionales homogéneos, basados en patrones de consumo, hábitos de diversión, costumbres, gustos, uso de máquinas y artefactos similares, y un lenguaje: el inglés. Es obvio que estos nuevos modos de vida rebasan las fronteras culturales y tienden a reforzar la tendencia hacia una cultura universal, la cual obviamente se constituye en obstáculo para la formación o preservación de las identidades culturales.
Aunque según Naisbitt, en la medida que crece esta homogenización, aparece un mayor interés por mantener las identidades, sean religiosas, culturales, nacionales, lingüísticas, o raciales. Como una especie de reacción contra la uniformidad, surge un deseo de afirmar la unicidad de la cultura y el lenguaje propios, y de repudiar la influencia extranjera.
v. La privatización de las instituciones culturales.
Es evidente la tendencia a privatizar circuitos culturales que en países como México, fueron pensados originalmente como públicos. Así las grandes universidades se transforman en empresas con una gran capacidad para definir por sí mismas sus políticas culturales, a pesar del esfuerzo de los gobiernos por enmarcar sus actividades dentro de los propósitos más generales del desarrollo nacional.
v. La cultura del yo.
La sociedad moderna es hedonista: "cree que la felicidad y la libertad se encuentran en la esfera privada; está constituyendo una cultura individualista que ignora los asuntos públicos y se recluye en el ámbito íntimo de la familia, la pareja, los pares...que induce al ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos, a formar una pequeña sociedad para su uso particular y a abandonar la grande", dice Helena Béjar.
Aunque esta manifestación cultural no es general, está llegando a los sectores de mayor influencia ideológica, cuyos usos y costumbres tienden a convertirse en norma de la existencia colectiva, en estilos de vida a seguir para diferenciarse socialmente.
Esta tendencia de individualismo acendrado que se observa en naciones desarrolladas, adoptada por las élites de los países pobres, como el nuestro, constituye un elemento más de dificultad para llegar a una cultura nacional y un factor adicional de separación de las élites respecto a los sectores mayoritarios de una sociedad urgida de integración, de solidaridad y de conciencia nacional.
¿Si estas tendencias expresan la convergencia en una cultura universal, la cultura e identidad nacionales están a contrapelo de la historia?
4. La cultura nacional y la democracia: la cultura política.
Desde que Platón señaló que "los gobiernos varían tanto como las disposiciones de los hombres varían", se ha tenido conciencia de la importancia de la cultura en la política. Hace más de doscientos Herder acuñó el término cultura política para referirse a este hecho; y fué Tocqueville quien por primera vez realizó un estudio sistemático de la relación entre cultura y democracia.
A mediados del presente siglo, la cultura política adquirió importancia dentro de las teorías del desarrollo, y hoy en el análisis de los rasgos culturales de un sistema político, es fundamental la idea de cultura política, que según Verba es "el sistema de creencias empíricas, símbolos expresivos, y valores, que definen la situación en la cual la acción política tiene lugar." Estas creencias, sentimientos y valores influyen significativamente en el comportamiento político y son producto de la socialización experimentada sobre todo en la edad adulta.
La cultura política comprende principalmente actitudes hacia la comunidad nacional (identidad nacional), el régimen (legitimidad) y las autoridades (legitimidad y efectividad); así como hacia la misma política (participación subjetiva, parroquial); hacia otros actores políticos (confianza, cooperación, hostilidad); y hacia las políticas gubernamentales (bienestar, seguridad y libertad).
Dentro del contexto cultural de México, la cultura política no puede más que expresar las tendencias a la exclusión, al autoritarismo y al centralismo que la hacen poco afín con la democracia.
Así, la exclusión histórica de grandes sectores convierte a la política en una cuestión que sólo atañe a la cúspide de la sociedad, como lo expresó el Virrey de Croix en su momento, y a la gran mayoría en sujeto de manipulación. De aquí se ha derivado, como lo ha señalado Corneluis, una escasa identidad nacional y débil legitimidad de las instituciones; que nuestra cultura no aliente la participación directa, plena, igualitaria y democrática; y que buena parte de los ciudadanos no se sienten capaces de influir en las leyes y políticas gubernamentales y sólo un poco en aquellas que directamente afectan su situación particular.
El autoritarismo como ejercicio arbitrario del poder por un líder único o un pequeño grupo ha tenido su máxima expresión en el caciquismo, rural primero, urbano después. Desconfianza e individualismo han sido sus respuestas, y aun el cinismo hacia la política que según Corneluis caracteriza a nuestra cultura. De cualquier manera el autoritarismo que subyace en muchas de nuestras instituciones sociales, legitima la "mano dura", presiona hacia la sumisión, y condena como traición toda disidencia. Asimismo, estimula una baja estima de la eficacia personal en la acción política y un gran sentido de dependencia del gobierno para mejorar las condiciones de vida. En pocas palabras: nuestra cultura tampoco en este aspecto es propicia a la democracia.
La tendencia al centralismo refuerza la exclusión y el autoritarismo, y provoca un afán de informar aunque sea formalmente un país caracterizado por su diversidad social, cultural y geográfica. Se constituye así un obstáculo más a vencer por la democracia.
Así, existe incongruencia entre la cultura política dominante y el sistema político. Concluye Corneluis: Existen dos culturas: la oficial en la que todos están de acuerdo con la democracia y la real, no democrática.
En contraste, puede decirse que la cultura democrática se sustenta en la dignidad e igualdad humanas, en la conciencia de que el hombre tiene necesidad de la cooperación social para poder alcanzar su plenitud, y en la confianza en la razón como el mejor medio para resolver los conflictos. A partir de estos valores fundamentales se deriva la democracia como una forma de convivencia, que otorga el mismo valor a todos, y por lo tanto, igual respeto y oportunidades para buscar su propio desarrollo. Por eso, para algunos pensadores, como Octavio Paz, la democracia es esencialmente una cuestión de cultura, un estado de la mente, una actitud ante la vida, un comportamiento en relación con los demás.
En suma, estamos lejos de alcanzar una cultura que acepte, promueva y preserve la democracia, y más lejos aún de llegar al modelo ideado por Verba de democracia estable: la cultura cívica, "en la cual hay un consenso sustancial en la legitimidad de las instituciones políticas y en la dirección y contenido de la política gubernamental, una amplia tolerancia de la pluralidad de intereses y creencia en la posibilidad de su reconciliación, así como un sentido compartido de competencia política y de confianza mutua entre la ciudadanía".
5. Necesidad de una cultura funcional a la nueva situación.
De acuerdo a los aspectos que se han tratado de analizar, parece ser que no hemos podido conformar una cultura nacional que contribuya a mantener el orden social y a reforzar el "estabishment"; tampoco nuestras culturas y subculturas se han integrado lo suficiente como para producir valores fundamentales compartidos que a pesar de nuestra diversidad nos hagan sentir a todos ser miembros de una sola nación; menos podemos decir que nuestras características culturales nos permiten abrirnos a la modernidad , sin temer y hasta rechazar las consecuencias prácticas de la racionalización, competencia, libertad e igualdad social, responsabilidad y democratización, entre otras, que la modernidad implica.
Según Béjar, la estructura política disfuncional e inadecuada a la actual conformación de la sociedad mexicana, la economía endeble y monopolizada por pequeños grupos tradicionales, la organización social que se apoya en los privilegios de clase y de grupo más que en los méritos personales, la cultura disgregada y divorciada de la ciencia y la tecnología modernas, muestran que el impulso de la revolución por construir una cultura e identidad nacional se echó por la borda, y por qué miles de mexicanos abandonan el país para buscar un nuevo modo de vida y reencontrar su identidad cultural y el respeto político.
Para Capello "existe la franca necesidad de constituir un nuevo pacto social; uno que sea producto de una profunda, clara y honrada concertación entre todos los sectores y capas sociopolíticas de la población. Si esto es posible y ocurre, por fín podremos consolidar nuestra identidad y carácter nacionales para que siquiera, en los albores del siglo XXI, experimentemos el inicio de una conciencia nacional madura."
Más radical y sarcástico, Bartra advierte que la actual cultura política ya no corresponde a las necesidades de expansión del propio sistema de explotación: "Aun el avance de un capitalismo brioso e imperialista choca abiertamente con la estela de tristezas rurales, de barbaries domesticadas por caciques, de obrerismo alburero y cantinflesco, de ineficiencia y corrupción en nombre de los pelados".
En suma, nuestra cultura e identidad nacionales parecen abortadas ante la dinámica interna de la sociedad mexicana y su articulación son el exterior. El sólo cambio de las estructuras políticas y sociales no produce una nueva cultura, esta es la experiencia histórica de México. La globalización no nos ha hecho iguales, hará más evidentes nuestras diferencias culturales, de lo que sobrevendrá su reforzamiento o desaparición.
No se trata de encerrarnos: "un hombre y su cultura perecen en el asilamiento y nacen o renacen en compañía de los hombres y mujeres de otra cultura, de otro credo, de otra raza..." como señala Carlos Fuentes.
Se trata de insertarnos en la cultura universal con el rostro propio a que hemos aspirado desde que nos constituimos como nación.
¿Por qué no retomar el camino andado en los esfuerzos por construir una nacionalidad que nos permita enfrentar solidariamente los cambios provocados por el actual predominio global de la economía internacional?
II. Las políticas culturales: Un debate irresoluto sobre la cultura nacional.
Desde el surgimiento mismo de la idea de crear una Nación, se inició el debate sobre la cultura nacional. Con el reconocimiento desde entonces de la inexistencia de esta cultura nacional, mucho se ha discutido acerca de cómo podría irse forjando y con base en qué elementos de los acervos culturales disponibles. En este intento de definir el rumbo de nuestra cultura nacional, pueden identificarse las siguientes ideas:
a. La occidentalización: el México imaginario.
El régimen colonial en su afán de cristianización implícitamente señalaba que el único camino hacia la salvación del alma era la occidentalización,
El turbulento siglo XIX del México independiente no planteó propósitos culturales diferentes. La nueva nación fue concebida por la minoría occidentalizada como culturalmente homogénea, pues la creencia dominante era de que cada Estado debía ser la expresión de un pueblo producto de una misma historia, que compartía una misma cultura y una misma lengua, y que buscaba forjarse un futuro común. Las facciones coincidieron en el propósito de incorporar a las grandes mayorías al modelo occidental, aunque difirieron en los medios para alcanzarlo y en los modelos nacionales adoptados.
Asimismo, durante el siglo pasado, los pensadores europeos más relevantes participaron de la idea del progreso, que concebía el desarrollo de la humanidad como un proceso de evolución universal integrado por etapas sucesivas y ascendentes hacia niveles civilizatorios superiores que, lógicamente correspondían a su cultura, la occidental. Esta filosofía de la historia, en su expresión positivista culminó en el Porfiriato y fue derrotada por la Revolución.
Hacia mediados del presente siglo, con el inicio de la industrialización, el camino de la cultura nacional volvió a plantearse en términos semejantes, ahora con el apoyo de las ciencias sociales anglosajonas que consideraban inevitable el tránsito de lo rural a lo urbano y la homogenización cultural como resultado necesario y universal de los procesos de modernización, a la cual consideraron sinónimo de occidentalización.
Hoy, la idea de que la globalización es la tendencia dominante y única que define el futuro del país, parece significar la occidentalización definitiva.
De este modo, los distintos proyectos de unificación cultural han pretendido la occidentalización de todas las demás culturas, y en consecuencia, su desaparición. Siempre han concebido el futuro dentro del ámbito de la civilización occidental y a la multiplicidad de las culturas indígenas como obstáculo para alcanzarlo.
Por eso Bonfil señaló que "la historia mexicana puede entenderse como una aspiración permanente por dejar de ser lo que somos....y la tarea de construir una cultura nacional consiste en imponer un modelo ajeno, distante, que por sí mismo elimine la diversidad cultural y logre la unidad a partir de la supresión de lo existente...nunca a partir de lo que realmente somos...por eso, la mayoría de los mexicanos sólo tiene futuro a condición de que dejen de ser ellos mismos... para ser ciudadano mexicano no basta haber nacido en este suelo, para los muchos es condición adicional aprender una cultura ajena..." Como inmigrantes en nuestro propio suelo.
Surge así, el "México imaginario", un país minoritario que se organiza según normas, aspiraciones y propósitos de la civilización occidental que no son compartidos, o lo son pero desde otra perspectiva, por el resto de la población nacional.
b. La nación homogénea: proyecto de la Revolución.
Los gobiernos revolucionarios asumieron la tarea de construir una nueva cultura nacional que fuera homogénea y que a pesar de que fuera creada por la élite gobernante llegará a ser el patrimonio cultural de todos los mexicanos. Una cultura mestiza que amalgamara lo mejor de las dos culturas asentadas en el territorio del país.
Se marcó así, para Béjar y Capello, un rumbo prometedor a la construcción de una identidad y un carácter genuinamente nacionales: " la Revolución descubrió un país de masas, variado, complejo, rico en tradiciones, plural en sus concepciones sobre la vida, el trabajo, el poder y la solidaridad. Inmerso en sus virtudes y sus vicios; esperanzado en su búsqueda de libertad y ansioso de construir un futuro de democracia, bienestar y libertad; de encontrar una nueva dimensión de las relaciones sociales fundamentales; una nueva ecuación de reciprocidad entre el Estado y la sociedad civil... es el primer movimiento social de masas que tiene posibilidad de crear las bases de una nueva nación y los símbolos sobre los cuales surge el inicio de unos profundos identidad y carácter nacionales de honda raigambre popular".
El proyecto no alcanzó sus propósitos porque creó un conflicto histórico entre la pluralidad de nuestra sociedad y el proyecto de imponer una cultura única a la cual se le atribuía la condición de nacional, dice Bonfil. Además en la práctica chocaba su ofrecimiento de ser patrimonio de todos, con la realidad de sólo estar al alcance de una minoría privilegiada.
Por otra parte, "uno a uno los símbolos de la Revolución fueron suplantados por el desarrollo vertiginoso de los medios de comunicación masiva y de transporte, hecho al que se sumó el crecimiento de las ciudades y la reinstalación de una ideología de gobierno que buscó nuevamente en los modelos externos su concepto de futuro," concluye Béjar.
d. La vuelta a la realidad: la diversidad cultural.
Para Bonfil, un proyecto cultural nacional debe sustentarse en la diversidad real, histórica y actual de México, ya que esta diversidad ni es un obstáculo para la unidad nacional, ni para el desarrollo y el avance de la sociedad en su conjunto, ni para cada una de las subculturas particulares, puesto que sabemos que los proceso culturales son más complejos y no obedecen a tendencias unilineales ni unidireccionales como se creyó todavía a mediados del presente siglo. Por el contrario, la cultura es creación, recreación e innovación de la herencia cultural que cada pueblo recibe; "el hombre es creador y portador de cultura, no mero consumidor pasivo de bienes culturales ajenos".
De este modo, se busca la unidad de lo diverso, como un espacio de diálogo y de intercambio de experiencias culturales distintas, en la que cada una "tenga el lugar que le corresponde y nos permita ver a occidente desde México, es decir, entenderlo y aprovechar sus logros desde una perspectiva civilizatoria que nos es propia porque ha sido forjada en este suelo, paso a paso, desde la más remota antigüedad......querer ser lo que realmente somos y podemos ser....afirmar nuestra herencia y negar radicalmente la pretendida hegemonía de occidente que descansa en el supuesto de que diferencia equivale a desigualdad y lo diferente es, por definición, inferior."
El Estado y la sociedad deben organizarse de modo que la diversidad tenga cauces legítimos para expresarse y florecer. Al efecto hay que transformar nuestros valores y la manera de concebir nuestra realidad; en suma, superar la mentalidad de colonizado que nos fue impuesta durante tres siglos y aun persiste como un residuo en todas nuestras manifestaciones culturales. Sólo así podremos conformar un nuevo proyecto civilizatorio a partir de la presencia de nuestras dos matrices civilizatorias.
Por su lado, Béjar argumenta que "el concepto moderno de cultura es la variedad y diferenciación... que el gobierno debe propiciar el desarrollo y consolidación de esas diferencias, de esa variedad, ya que parecen constituir un depósito verdadero y cercano de cambio e identificación".
En el mismo sentido se expresa Capello: "En resúmen: nuestra historia habrá de pasar por tres necesarias instancias. La primera: el reconocimiento de todos los derechos sociales, culturales y económicos de las comunidades indígenas para estructurar nuestra base multicomunitaria; la segunda: integrarnos en una comunidad cultural más amplia de naciones iberoamericanas para la consolidación de nuestro desarrollo, modernizando así nuestras estructuras sociales y políticas, no en el discurso sino en la obra, y reconvirtiendo nuestras estructuras económicas y tecnológicas para darles respuesta contemporánea civilizadora; y la tercera: desarrollar nuestro papel como civilización que renueva la occidentalidad en sus tradiciones y valores".
Concluye Carlos Fuentes:"...los indígenas de las Américas, de Alaska y Arizona, de Guatemala y Bolivia, nos piden a nosotros los hombres y mujeres de las ciudades que respetemos sus valores, no condenándolos al olvido, sino salvándolos de la injusticia; nos están diciendo que son parte de nuestra comunidad cultural; nos advierten que si los olvidamos a ellos, nos olvidamos a nosotros mismos..."
III. La responsabilidad ineludible del Estado en la conformación de la
cultura nacional y democrática.
a. La desigualdad: base de la cultura prevaleciente.
A lo largo de esta breve reflexión sobre la cultura nacional se ha puesto de manifiesto una constante que ha marcado el desarrollo de nuestra existencia como país en todos los ámbitos, no sólo en lo cultural: la desigualdad.
Con base en la desigualdad se fincó la cultura colonial que aun mueve muchas de nuestras percepciones, valoraciones, actitudes y comportamientos.
La desigualdad también ha sido la barrera infranqueable que ha impedido que todos los mexicanos podamos encontrarnos para construir juntos una nación y una democracia.
Desigualdad e identidad son términos opuestos. En la desigualdad no puede prosperar la cohesión social que facilite la convivencia social, ni definirse un proyecto nacional que anime el esfuerzo de todos, mucho menos esperarse lealtad de quienes nada o muy poco beneficio obtienen del sistema y de su pertenencia al país en que viven.
Toda desigualdad en sus diversas manifestaciones: étnica, educativa, socioeconómica, de la mujer, informativa, de las minorías, es incompatible con la democracia, que siempre aspira a la participación plena, en igualdad de oportunidades, de todos los ciudadanos de una sociedad.
Luchar contra la desigualdad, en consecuencia, parece ser la propuesta lógica que se desprende de este trabajo.
Luchar contra la desigualdad para que toda la riqueza de nuestra variedad cultural pueda establecer entre sí vínculos nacionales que nos hagan participar de unos mismos valores fundamentales que nos hagan sentir mexicanos.
Luchar contra la desigualdad para que nuestras instituciones, nuestro sistema y nuestros gobiernos adquieran toda la legitimidad y la fortaleza que hoy sólo puede brindar una amplia participación democrática en la vida política nacional.
Sin embargo, si bien el cambio de estructuras políticas, económicas y sociales no produce directamente una cultural nacional y democrática, tampoco el cambio cultural puede inducirse sin estos cambios estructurales. La cultura es causa y efecto de nuestro modo de vida.
Por lo tanto, la acción del Estado Mexicano contra la desigualdad tiene que correr paralela a todo un conjunto de políticas culturales que den un nuevo sentido a los cambios que experimente la gente en su vida diaria.
b. La cultura: parte insoslayable de la agenda política actual.
El liberalismo ha tenido múltiples expresiones desde sus orígenes congruentemente con su naturaleza racional y libertaria. Pero en la actualidad, parece predominar en muchos países liberales, lo que se ha denominado el neoliberalismo que puede resumirse en el predominio de la racionalidad económica del mercado sobre cualquier otro tipo de racionalidad.
Como consecuencia, aspectos importantes de la vida humana, como la cultura que le da sentido, se han dejado a "la mano invisible", en realidad a las fuerzas de grandes corporaciones transnacionales, bajo la justificación de que cualquier intervención estatal significaría una amenaza a la libertad, a la expresión de la sociedad civil, de los artistas, del pueblo en general.
Es cierto que el liberalismo, como señala Celso Lafer, planteó una separación nítida entre Estado y no Estado, entre lo político y lo social, en la que la sociedad se convirtió en el todo y el Estado en parte. Es cierto también, que al reconocer los derechos a la libertad religiosa, a la libertad de opinión y a la libertad de pensamiento, el Estado perdió el monopolio del poder ideológico, y se dio paso a una sociedad abierta a la diversidad basada en la tolerancia mutua.
Pero esto no significa que el liberalismo adopte una actitud de indiferencia ante la cultura. Por el contrario, el liberalismo tutela la cultura para que no sea "trabada por obstáculos materiales que dificulten la libre circulación e intercambio de ideas, o por obstáculos psíquicos y morales derivados de la presión de varios tipos sobre conciencias y mentes de la ciudadanía"; de este modo, se asegura al individuo, considerado como un todo en sí mismo, la libertad para crear y disfrutar.
Por otro parte, el liberalismo procura la "ampliación de las oportunidades de participación colectiva de la ciudadanía en la creación y divulgación de bienes culturales".
Y en tercer lugar, el liberalismo tutela "la individualidad en cuanto diversidad, viendo en el pluralismo uno de los elementos del bienestar del mundo".
Por lo tanto, los Estados no pueden renunciar a su responsabilidad de integrador de la heterogeneidad para dar unidad a la diversidad de manifestaciones culturales, que es otra manera de propiciar la integración social, nacional y democrática que sigue siendo la más importante de las razones de su existencia. Por eso las corrientes más liberales, lo mismo que los países que fundamentan sus sistemas políticos en esta ideología, no han sido ni son indiferentes al problema de la cultura nacional.
No obstante lo anterior, señala Brunner, ha existido cierta resistencia a hacer de la cultura un objeto de políticas gubernamentales, ya porque se restringe su concepto a sus expresiones más exquisitas y elitarias, en las cuales la política se toma como intromisión, ya porque considerada la cultura un epifenómeno o superestructura, cuya lógica propia se encuentra en las relaciones económicas, es en este campo en el cual las políticas se consideran más efectivas. Además de que ha privado una visión instrumental del poder que no ha tomado en serio a la cultura y sólo se preocupa en algunos aspectos de los medios de la cultura, como la propiedad de los mismos, la organización escolar, los subsidios para el arte, etc.
Sin embargo, otros factores ha puesto a la cultura en la agenda política de muchas naciones:
En los países latinoamericanos que han experimentado el autoritarismo, se ha redescubierto su importancia: las sociedades resistieron e iniciaron la oposición mediante organizaciones civiles, académicas, religiosas, artísticas y de defensa de los derechos humanos; como contraparte, las dictaduras se esforzaron por transformar pautas de comportamiento y valoración, de borrar y sustituir tradiciones, mediante el uso eficaz de símbolos: miedo, fantasías de consumo, etc.
Por otra parte, el acceso generalizado a las escuelas y a los medios electrónicos, así como la masificación de las universidades y la proliferación de empresas culturales nacionales y transnacionales que han multiplicado el consumo cultural han generado procesos culturales que el Estado no puede ignorar sobre todo en los países cuya cultura e identidad no han podido consolidarse.
Así, los Estados tienen, necesariamente, que proteger y estimular los valores, actitudes y formas de comportamiento que amortigüen sus diferencias y contradicciones, que hagan prevalecer el interés del todo sobre las partes y que les permitan actuar en el mundo como una nación.
En consecuencia, si como aquí ha quedado asentado, la creciente desigualdad y una cultura colonial que no acaba de desaparecer desgarran el ser nacional, el Estado Mexicano tiene que crear un clima de tolerancia y de deslegitimación de las manifestaciones culturales que reafirmen la desigualdad en todos sus aspectos: políticos, económicos, sociales, culturales, étnicos, sexistas y similares. Al mismo tiempo que apoyar y difundir las expresiones que refuercen los valores democráticos, en especial los señalados en el Artículo Tercero Constitucional.
c. La cultura: objeto elusivo de políticas públicas.
.Además del obstáculo ideológico, es frecuente que la definición y ejecución de políticas culturales se evite porque se enfrentan serios problemas para su formulación y operación eficaces, entre otros;
La proliferación de agentes culturales, que van desde industrias nacionales o transnacionales regidas por el mercado, asociaciones civiles o religiosas, organizaciones de profesionales o artistas, hasta instituciones como universidades y fundaciones públicas y privadas, determina una creciente dificultad para formular y poner en práctica políticas culturales eficazmente, pues no se trata de incidir en un objeto físico, sino en una "constelación movible de circuitos culturales que se engarzan unos con otros y que entreveran desde dentro a la sociedad", compuesta de productores, medios, formas de comunicación y públicos. En una sociedad heterogénea y abigarrada como la mexicana, estos circuitos se multiplican y hacen aún más difícil aun la formulación de políticas culturales.
En consecuencia, las políticas culturales si pretenden alguna eficacia tienen que formularse y operarse con base en estos circuitos, comprender todos sus componentes, y enfocarse principalmente a los circuitos más grandes, complejos y masivos, los cuales son más susceptibles de intervención por agentes externos.
El largo plazo que requieren mantenerse para obtener resultados perceptibles y que parece incompatible con los periodos gubernamentales y el cambio de funcionarios responsables de las mismas. Al efecto, las políticas culturales a mediano y largo plazo, han de buscar medios para internalizarse en los propios agentes de los circuitos en que pretenden incidir, mediante el consenso y la persuasión, para mantenerlas a salvo de la rotación de funcionarios y de la lucha entre partidos y facciones.
De cualquier manera, la propuesta no sugiere nuevos organismos burocráticos ni reformas administrativas, sino políticas públicas, es decir, uso estratégico de recursos jurídicos y reglamentarios, de aliento y desaliento mediante impuestos, subsidios, etc.,, y que con una perspectiva nacional, incidan en el ambiente cultural para movilizar, no sustituir, a los productores, recursos y medios involucrados en el sentido ya indicado.
d. "Mas fuerte que la vida y que la muerte"
El problema de la cultura nacional frente a otros de nuestros grandes problemas parece no existir para grandes sectores. Generalmente se lucha por cambios estructurales, pero no por cambios en la cultura que determinará el funcionamiento real de los cambios estructurales que se logren.
Quizás porque nuestra cultura es tan unida a nosotros mismos, bajo la propia piel, que sólo adquirimos conciencia de la misma en contactos con otras culturas y subculturas.
Leslie A. White señala que la gente puede morir de hambre a pesar de tener nutrientes a su disposición, y que puede asesinar o suicidarse para borrar una mancha de deshonor; ambas situaciones expresan la poderosa influencia de la cultura en la vida y en la muerte del hombre.
Permanecer impasibles ante el proceso cultural cada vez más controlado por intereses comerciales, crecientemente transnacionales, cuyo éxito depende de su capacidad de estimular valores frecuentemente contrarios a la democracia y a la identidad nacional, o muy poco afines a ambas, pero que son congruentes con la cultura colonial subyacente en México, es ignorar que la cultura es "más fuerte que la vida y más fuerte que la muerte".
(Tomado de LA DEMOCRACIA MEXICANA. ECONOMÍA, POLÍTICA, SOCIEDAD. Instituto de Investigaciones Legislativas. Cámara de Diputados. SEP/CONACYT)