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2019 Como perder un país. Los siete pasos de la democracia a la dictadura. Temelkuran Ece.
Cómo y por qué la democracia turca fue finalmente eliminada por un despiadado populista y su creciente grupo de partidarios la noche del 15 de julio de 2016 es una historia larga y complicada. Pero el propósito de este libro no es contar cómo perdimos nuestra democracia, sino intentar extraer lecciones de ese proceso en beneficio del resto del mundo. Obviamente, cada país tiene su propio conjunto de condiciones peculiares, y algunos de ellos deciden creer que la madurez de su democracia y sus sólidas instituciones estatales los protegerán de tales «complicaciones». Sin embargo, las sorprendentes semejanzas existentes entre lo que ocurrió en Turquía y lo que el mundo occidental ha empezado a experimentar poco después son demasiado numerosas para descartarlas. Hay algo similar a un patrón en esa locura política que hemos dado en llamar «el auge del populismo» y que todos estamos presenciando en mayor o menor medida. Y aunque muchos todavía no sean capaces de expresarlo en palabras, un creciente número de personas en Occidente sienten que también pueden acabar viviendo amaneceres parecidamente sombríos.
INTRODUCCIÓN
¿Qué puedo hace por ustedes?
Los aviones de combate rompen el cielo nocturno en gigantescos trozos geométricos como si el aire fuera un objeto sólido. Es el 15 de julio de 2016, la noche del intento de golpe de Estado en Turquía. Yo estoy apilando almohadas contra los temblorosos cristales de las ventanas. Me parece que acaban de lanzar una bomba en el puente, pero no veo fuego alguno. En las redes sociales la gente habla del bombardeo del Parlamento. «¿Entonces es eso?», me pregunto.
«¿Esta noche vendrá a ser como el incendio del Reichstag para lo que queda de la democracia turca y de mi país?»
En la televisión, varias decenas de soldados levantan barricadas en el puente del Bósforo, mientras gritan a los atemorizados civiles:
–¡Váyanse a casa! ¡Esto es un golpe militar!
Pese a sus enormes cañones, algunos de los soldados están claramente aterrados, y todos parecen perdidos. La televisión afirma que se trata de un golpe militar, pero este no es el característico golpe de Estado. Normalmente los golpes de Estado tienen cara de póquer: no hay regateo ni negociación, y, desde luego, no se duda en absoluto a la hora de utilizar la artillería pesada. Lo absurdo de la situación provoca sarcasmo en las redes sociales. Esta clase de humor no pretende necesariamente provocar risas; es más bien un concurso de amarga ironía, que solo parece normal a quienes participan en él. Los chistes hacen referencia principalmente a la idea de que se trata de un acto orquestado para legitimar el sistema presidencial –como alternativa al parlamentario– que el presidente Recep Tayyip Erdogan lleva tiempo reclamando; un cambio que le otorgaría aún más poder del que ya tiene como único gobernante de facto del país.
El humor negro desaparece a medida que los cielos de Estambul y de Ankara se convierten en bulliciosas colmenas de aviones de combate. Estamos aprendiendo el lenguaje de la guerra en tiempo real. Lo que yo había creído una bomba era en realidad un estampido sónico: el estruendo, similar a una explosión, que producen los aviones de combate cuando rompen la barrera del sonido. Esa es la terminología adecuada para explicar que el aire se rompe en gigantescos pedazos y se precipita sobre nosotros en forma de temor: temor a darnos cuenta de que antes de que salga el sol podríamos perder nuestro país.
En la capital, Ankara, la gente intenta diferenciar entre los estampidos sónicos y el auténtico sonido de las bombas que caen sobre el Parlamento y el cuartel general del servicio de inteligencia. La catástrofe que se desarrolla ante nuestros ojos se ve constantemente desdibujada por lo absurdo de las noticias que aparecen en nuestras pantallas. La televisión transmite en directo cómo los diputados corren por el Parlamento tratando de encontrar el refugio antiaéreo, olvidado desde hace largo tiempo, y cuando por fin lo localizan nadie encuentra las llaves, mientras fuera, en las calles, la gente, en pijama y con el cigarrillo en la boca, da patadas a los tanques y grita improperios a los aviones.
En nuestras pantallas se está produciendo una explosión de comunicaciones, y muchos de nosotros sabemos que eso no es demasiado normal. La historia reciente de Turquía nos ha enseñado que un auténtico golpe de Estado empieza cuando el ejército arresta a los políticos y cierra las fuentes de información. Además, los golpes suelen producirse en las primeras horas de la mañana, no durante el horario de máxima audiencia televisiva. En este golpe, meticulosamente televisado, durante toda la noche aparecen representantes del gobierno en distintos canales de televisión, pidiendo a la gente que ocupe las calles y se oponga al intento de usurpación del ejército. Internet no se ralentiza como suele hacerlo cuando ocurre algo que desafía al gobierno; por el contrario, va más deprisa que nunca. Aun así, la velocidad e intensidad de los acontecimientos de la noche no permiten a los escépticos procesar correctamente estos extraños detalles.
Erdogan se comunica por FaceTime, y sus mensajes se emiten en CNN Türk. Llama a todo el mundo a ocupar los centros de las ciudades. Como la mayoría de la gente, no imagino a los partidarios del gobierno saliendo a la calle para enfrentarse al ejército. Desde la fundación de la moderna República Turca en 1923, bajo el liderazgo de Kemal Atatürk, tradicionalmente el ejército ha sido la institución más respetada del país, cuando no la más temida. Pero al parecer han cambiado muchas cosas desde el último golpe militar, producido en 1980, cuando fueron los izquierdistas quienes se resistieron, y fueron encarcelados y torturados por ello: el llamamiento del presidente halla eco en miles de personas.
Las pantallas de televisión no muestran en ningún momento a los jóvenes y aterrorizados soldados que mueren golpeados y estrangulados por la multitud. Es entonces cuando en todos los minaretes del país se inicia una interminable sela. La sela es una oración especial que se recita tras la muerte de alguien. Tiene un tono tan estremecedor que incluso quienes no están familiarizados con las costumbres musulmanas perciben que habla de lo irreversible, del final. Esta noche, a la sela le siguen ruidosos llamamientos desde los minaretes invitando a la gente a salir a la calle en nombre de Dios para salvar al presidente, la democracia, a la nación... Ahora la salmodia de la muerte comparte el cielo con los aviones, el delirante Allahu akbar de los partidarios de Erdogan y los gritos de socorro de los soldados. Recuerdo el poema que lo empezó todo:
Los minaretes son nuestras bayonetas.
Las cúpulas, nuestros cascos.
Las mezquitas, nuestros cuarteles.
Y los fieles, nuestros soldados.
Fue Erdogan quien recitó el poema en un evento público en 1999, lo que le llevó a ser encarcelado durante cuatro meses por «incitar al odio religioso», y le convirtió primero en un mártir de la democracia y luego en un despiadado líder. Y ahora, diecisiete años después, la noche del golpe, el poema parece una de esas profecías que entrañan su propia realización, una promesa que se ha mantenido a costa de todo un país.
Con el tiempo hemos aprendido que en Turquía los golpes de Estado siempre terminan igual, independientemente de quién los haya iniciado. Es como en aquella lastimera frase del exfutbolista inglés reconvertido en experto televisivo Gary Lineker, que decía que el fútbol es un sencillo deporte en el que se juega durante ciento veinte minutos y al final los alemanes ganan en los penaltis. En Turquía los golpes de Estado se llevan a cabo durante toques de queda de cuarenta y ocho horas, y al final se encarcela a los izquierdistas. Después, obviamente, se extirpa a otra generación de progresistas, dejando el alma del país aún más estéril de lo que era.
Viendo los informativos progubernamentales a lo largo de la noche, me resulta cada vez más evidente que no ha cambiado nada. Aparecen imágenes y vídeos de soldados arrestados yaciendo desnudos en las calles bajo las botas de civiles –como yacían los izquierdistas bajo las botas de los militares tras el golpe de 1980–, mientras los medios informativos y los troles del gobierno en las redes sociales, en absoluto paralizados como el resto de nosotros, nos presentan la perspectiva que juzgan más apropiada: «Gracias al llamamiento de Erdogan, la gente ha salvado nuestra democracia.»
En mi calle se multiplica el grito de Allahu akbar, acompañado de disparos de ametralladora desde vehículos en marcha. Después de tantos años bajo el gobierno del AKP, aparentemente la devoción al ejército se ha visto reemplazada por el compromiso religioso con Erdogan. Estamos presenciando cómo su rostro y su nombre se convierten en los símbolos de la nueva Turquía en la que vamos a despertar. Bajo la locura y el ruido, una maquinaria propagandística cuidadosamente elaborada funciona a pleno rendimiento, preparando ya el nuevo reino político que cobrará vida por la mañana. Y, después de haber criticado durante mucho tiempo el régimen de Erdogan, al romper el alba ya está claro –con la cristalina claridad de la noche de los cristales rotos– que en esta nueva democracia no habrá sitio para las personas como yo.
Ver producirse un desastre ejerce un efecto sedante; como millones de personas en todo el país, estoy adormecida. A medida que nuestra sensación de impotencia crece junto con la desgracia, la cacofonía se transforma en una única sirena, un estribillo constante:
«Ya no puedes hacer nada; es el fin.» Los informativos globales se suben al carro. Para el resto del mundo, los acontecimientos de la noche son como la escena inicial de un thriller político, pero en realidad constituyen el clímax, el desenlace. Ha sido una película larguísima y agotadora, insoportablemente dolorosa para aquellos de nosotros que nos hemos visto obligados a presenciarla o a participar en ella. Y recuerdo cómo empezó: con la llegada de un populista. De ahí que, mientras en la televisión los presentadores británicos y estadounidenses formulan apresuradas preguntas a los analistas presentes en los estudios, a mí me entren ganas de decir: «Cuando nuestra historia termina, la vuestra apenas está empezando.» Amanece un sombrío día.
Recuerdo el día exacto en el que vi amanecer por primera vez. Una mañana temprano me despertó el ruido de la radio a todo volumen en la sala de estar, y encontré a mis padres fumando un cigarrillo tras otro mientras escuchaban la proclamación de un golpe de Estado. Conforme el día clareaba, sus rostros se ensombrecían. Era el 12 de septiembre de 1980. Miré al cielo azul y me dije:
«¡Vaya!, eso debe de ser lo que llaman el alba.» Tenía ocho años, y justo en aquel momento estallaba uno de los golpes militares más cruentos de la historia moderna. Mi madre lloraba en silencio, como haría con frecuencia durante varios años después de aquel amanecer.
A partir de aquel día, como millones de hijos de padres que querían una Turquía justa, igualitaria y libre, crecí en el bando derrotado; en el de los que siempre debían tener cuidado, y de los que –como me decía mi madre cada vez que mi rendimiento en la escuela no era perfecto– estaban «obligados a ser más inteligentes que los que están en el poder, porque tenemos que hacerles frente». La noche del 15 de julio de 2016, «nosotros», como siempre, fuimos más inteligentes que «ellos», puesto que supimos combinar el análisis perspicaz con el brillante sarcasmo. Pero en cada plaza de cada ciudad del país eran las multitudes enfervorizadas las que jugaban el final de la partida, quizá no tan inteligentemente, pero con efectos devastadores.
El 15 de julio de 2016, mi sobrino Max Ali tenía la misma edad que tenía yo el 12 de septiembre de 1980. Es un año y medio mayor que su hermano, Can Luka. Son mitad turcos, mitad americanos, y viven en Estados Unidos. Se suponía que deberían haber vuelto allí el 16 de julio, tras pasar unas vacaciones con su babaanne –«abuela» en turco–, es decir, mi madre. Max Ali es un auténtico devoto de los desayunos de babaanne. Es uno de los pocos afortunados del planeta que conocen los épicos desayunos turcos, y cree que solo babaanne sabe prepararlos. En nuestra familia nos sentimos orgullosos de que prefiera los tomates y el queso turco a los Cheerios, que mi padre denomina «comida para animales». De no haber visto amanecer durante el golpe, sus recuerdos de babaanne se habrían limitado a sus copiosos desayunos. Pero, en lugar de dirigirse al aeropuerto durante la mañana, al romper el alba vieron a su babaanne llorando y fumando un cigarrillo tras otro frente al televisor. Mi madre me dijo que Max Ali le hizo la misma pregunta que le había hecho yo treinta y seis años antes: «¿Le ha pasado algo malo a Turquía?» Babaanne estaba demasiado exhausta para decirle que en este país cada generación tiene su propio recuerdo sombrío de un amanecer; y le dio la misma respuesta que me había dado a mí treinta y seis años antes: «Es complicado, cariño.»
Cómo y por qué la democracia turca fue finalmente eliminada por un despiadado populista y su creciente grupo de partidarios la noche del 15 de julio de 2016 es una historia larga y complicada. Pero el propósito de este libro no es contar cómo perdimos nuestra democracia, sino intentar extraer lecciones de ese proceso en beneficio del resto del mundo. Obviamente, cada país tiene su propio conjunto de condiciones peculiares, y algunos de ellos deciden creer que la madurez de su democracia y sus sólidas instituciones estatales los protegerán de tales «complicaciones». Sin embargo, las sorprendentes semejanzas existentes entre lo que ocurrió en Turquía y lo que el mundo occidental ha empezado a experimentar poco después son demasiado numerosas para descartarlas. Hay algo similar a un patrón en esa locura política que hemos dado en llamar «el auge del populismo» y que todos estamos presenciando en mayor o menor medida. Y aunque muchos todavía no sean capaces de expresarlo en palabras, un creciente número de personas en Occidente sienten que también pueden acabar viviendo amaneceres parecidamente sombríos.
«Esta noche los turcos deben de estar observándonos y
partiéndose de risa», rezaba un tuit de un estadounidense la noche de la victoria electoral de Donald Trump, menos de cinco meses después del fallido intento de golpe en Turquía. No, no hacíamos tal cosa. ¡Bueno!, puede que se nos escapara alguna que otra sonrisa burlona. Pero tras esas sonrisas se ocultaba la exasperación por tener que volver a ver la misma tediosa película, y esta vez en la pantalla gigante de la política estadounidense. Teníamos la misma expresión de dolor después del referéndum del Brexit británico, durante las elecciones holandesas y alemanas, y cada vez que en algún lugar de Europa aparecía un líder populista de derechas exhibiendo esa sonrisa sardónica y engreída que constituye la firma característica del movimiento.
La noche de las elecciones presidenciales estadounidenses, el día en que se hizo público el resultado del referéndum del Brexit, o cuando algún populista local enardece a una multitud sorprendentemente numerosa con un discurso que parece un absoluto sinsentido, muchos se han hecho la misma pregunta en sus diferentes idiomas: «¿Es este mi país? ¿Es este mi pueblo?» El pueblo turco, después de plantearse esas preguntas durante casi dos décadas y presenciar el gradual desmoronamiento político y moral de su patria, ha involucionado hasta el punto de plantearse otra peligrosa duda: «¿Son los seres humanos malos por naturaleza?» Esta pregunta representa la derrota final de la mente humana, y se tarda un tiempo tan prolongado como doloroso en comprender que en realidad es una pregunta errónea. El objetivo de este libro es convencer a sus lectores de que se ahorren ese tiempo y esa tortura haciendo avanzar rápidamente la película de terror que recientemente les haya tocado vivir y mostrándoles cómo detectar las pautas recurrentes del populismo, con el fin de que tal vez así puedan estar más preparados para afrontarlo de lo que lo estábamos nosotros en Turquía.
Daría igual que Trump o Erdogan fueran derrocados mañana, o que Nigel Farage nunca se hubiera convertido en un líder de opinión. Los millones de personas enardecidas por su mensaje seguirían estando ahí, y seguirían dispuestas a actuar bajo las órdenes de un personaje similar. Y desafortunadamente, como pudimos experimentar en Turquía de una manera especialmente destructiva, aunque estés decidido a mantenerte apartado del mundo de la política, los lacayos te encontrarán, incluso en tu propio espacio personal, armados con su propio conjunto de valores y listos para lanzarse a la caza de cualquiera que no se parezca a ellos. Es mejor reconocer –más pronto que tarde– que no se trata meramente de algo impuesto a las sociedades por unos líderes a menudo absurdos o limitado a una serie de operaciones digitales encubiertas del Kremlin: surge también de las bases. La enfermedad de nuestro tiempo no se quedará en los pasillos del poder de Washington o Westminster. La horrenda ética que se ha elevado hasta los niveles más altos de la política se filtrará y se multiplicará, llegará a todas las ciudades e incluso penetrará en las urbanizaciones valladas. Es un nuevo zeitgeist en ciernes. Es una tendencia histórica, y está convirtiendo la banalidad del mal en el mal de la banalidad. Y ello porque, por más que se presente de manera distinta en cada país, es hora de reconocer que lo que está ocurriendo nos afecta a todos.
«Entonces, ¿qué podemos hacer por usted?»
La mujer del público junta las manos en un gesto compasivo mientras me formula la pregunta; sus cejas levantadas permanecen en un delicado equilibrio entre la piedad y la auténtica preocupación. Corre el mes de septiembre de 2016, han pasado solo dos desde el fallido intento de golpe de Estado en Turquía, y yo me hallo en Londres, en un evento de presentación de mi libro Turkey: The Insane and the Melancholy (Turquía: los locos y la melancolía). Bajo la luz de los focos del escenario, me detengo un segundo a deshacer el invisible equipaje que acarrea la pregunta: el hecho de que ella me vea como una víctima necesitada; su confianza en la inmunidad de su país frente al malestar político que arruinó el mío; pero sobre todo, aun después de la votación del Brexit, su inquebrantable creencia de que el Reino Unido todavía está en condiciones de ayudar a alguien. Su incapacidad de reconocer que todos nos estamos sumiendo en la misma locura política me irrita. Finalmente logro reajustar esta combinación de pensamientos en una respuesta no demasiado intimidante: «¡Bueno, ahora me siento como un bebé panda esperando a ser adoptado a través de un sitio web!»
En ese momento todavía hay muchos que creen que Donald Trump no puede salir elegido, algunos confían sinceramente en que el referéndum del Brexit no significará que Gran Bretaña tenga que abandonar la Unión Europea, y la mayoría de los europeos dan por supuesto que los nuevos líderes del odio son solo un capricho pasajero. De modo que mi acerba broma no provoca ni una sola sonrisa entre el público.
Ya he cruzado el Rubicón, así que ¿por qué no seguir avanzando?
«Lo crean o no, lo que sea que le haya pasado a Turquía también les amenaza a ustedes. Esta locura política es un fenómeno global. Así que, en realidad, ¿qué puedo hacer yo por ustedes?»
Lo que decidí que podía hacer era agrupar las similitudes políticas y sociales de diferentes países a fin de detectar la pauta común del auge del populismo de derechas. Para ello he utilizado historias, que creo que no solo son los transmisores más potentes de la experiencia humana, sino que asimismo constituyen la penicilina natural para las enfermedades del alma humana. He identificado los siete pasos que tiene que dar un líder populista para pasar de ser un personaje ridículo a convertirse en un autócrata seriamente aterrador, mientras corrompe hasta la médula a toda la sociedad de su país. Estos pasos son fáciles de seguir para cualquier aspirante a dictador, y, por lo tanto, resultan igualmente fáciles de ignorar para quienes pretendan oponerse a él, a menos que aprendamos a leer las señales de advertencia. No podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo centrándonos en las condiciones peculiares de cada uno de nuestros países: debemos ser capaces de reconocer estos pasos cuando se dan, definir una pauta común y encontrar una forma de romperla; juntos. Para ello, tendremos que combinar la experiencia de aquellos países que ya han sido víctimas de esta locura con la de los países occidentales cuya capacidad de resistencia aún no se ha agotado. Se requiere una urgente colaboración, y para ello es necesaria la conversación global. Este libro pretende humildemente iniciar una.