Inicio
Marco Tulio Cicerón. Sobre la República.
Este tratado, publicado en el año 51 a. C., se conserva hoy en sus tres primeros libros, de los seis originales, y en algunos fragmentos ulteriores, entre ellos su conclusión, «El sueño de Escipión» (del que Macrobio escribió un célebre comentario, aparecido en esta misma colección). «De re publica» trata de ciencia política, en un diálogo entre Escipión Emiliano y Lelio. Escipión pasa revista (como lo hicieron los griegos desde la República de Platón) a las tres formas típicas de gobierno —monarquía, aristocracia y democracia— y describe como forma de gobierno ideal (a semejanza de Polibio) la combinación de las tres, tal como se manifestó en la República romana. La evolución de ésta es analizada en el libro segundo, desde sus primeros tiempos hasta el logro de su equilibrio, «optima re publica», en el siglo II. En el libro tercero se sostiene que el estado no puede mantenerse sin justicia. En los fragmentos conservados de los restantes tres libros se trata de la educación (moral, física e intelectual), sobre el político ideal y su recompensa y se describe una visión de la vida celeste de las almas de los grades estadistas, en el referido «Sueño de Escipión», la parte más interesante de la obra desde el punto de vista literario. «Sobre la República» posee un gran interés para los historiadores. En él las ideas griegas del Estado ideal se encuentran con la sabiduría práctica romana. Aunque se trata de una obra filosófica, Cicerón no se abstiene de tratar problemas políticos que Roma afrontaba en aquel momento (con lo cual pone en práctica su precepto de acción necesaria). Hablaba a su tiempo al insistir en que todos los hombres tienen el deber de servir a su patria y que la moralidad privada se aplicaba a los asuntos públicos.
[…]
4. El tema: la «res publica»
Nuestro diálogo trata expresamente de teoría política, pero el uso de la palabra «política» falsea ya el genuino pensamiento romano, y también el de Cicerón, precisamente porque «política» es un término griego, que presupone la polis, en tanto que la realidad de la «ciudad» de Roma (ciuitas) es cosa muy distinta, incluso del todo contraria, ya que la ciuitas romana no es lo primero de donde se deduce la condición de los que a ella pertenecen, sino, al revés, secundaria, pues es el conjunto de las personas (ciues) que componen el «pueblo» (populus): la ciudad presupone el pueblo, conjunto de personas con un nomen Romanum. Cicerón trata precisamente de esa base humana personal, el pueblo, y concretamente de la gestión de lo que afecta a ese conjunto humano: la res publica, y no directamente de la ciuitas.
El título de nuestro diálogo —De re publica— ha sido traducido frecuentemente por El Estado (o Sobre el Estado), pero hemos preferido conservar el término más próximo al original de «república». Es verdad que, en el lenguaje de hoy, la palabra «república» se refiere a una concreta forma de gobierno, en contraposición a la «monarquía», siendo así que Cicerón no trata exclusivamente esa determinada forma de gobierno, sino todas las formas políticas en general. Esto es cierto, pero no lo es menos que Cicerón toma en consideración esas distintas formas desde el punto de vista de la actual en Roma, que es republicana en el sentido moderno: se ocupa de la república romana realmente existente y, a propósito de ella, discurre sobre otras formas posibles, conocidas por la misma Roma en otros tiempos —la antigua monarquía de Rómulo y sus sucesores— o por otros pueblos en distintos momentos históricos.
Pero hay una razón, en nuestra opinión muy poderosa, para no hablar aquí de «Estado», y es el anacronismo que tal uso supone. Porque una forma de organización es necesaria en todo tipo de convivencia social, pero eso no es necesariamente un «Estado». El «Estado» propiamente dicho es algo que sólo existe desde el siglo XVI y que presenta una teoría y una realidad práctica muy concretas y diferenciadas. Aunque el término mismo fue introducido ya por Maquiavelo —«lo Stato»—, en realidad, sólo hay verdadero Estado a partir de la teorización por Bodino de la soberanía como sumo poder organizado e institucionalizado. Aunque ese nuevo Estado de la época moderna viniera a cumplir las funciones de las antiguas monarquías o de otras formas de gobierno social, esa analogía no justifica el anacronismo de hablar, por ejemplo, de «Estado romano», «Estado faraónico» o «Estado medieval». También los modernos automóviles han venido a hacer las funciones de los antiguos coches de caballos, y la palabra «coche» puede servir genéricamente para uno y otro tipo de vehículo, pero sería del todo inadmisible que llamáramos «automóviles» a las antiguas «carrozas», que, vistas en su conjunto, es decir, incluyendo la fuerza de tracción animal, eran tan «semovientes» como los modernos automóviles, en los que incluimos también el aparejo de tracción mecánica.
Tanto si se conserva «república» como si se introduce «Estado», puede caber la duda de conservar o no la preposición «de», o la equivalente «sobre», más llana quizá para el lector español. Aunque no haya para ello razones decisivas, hemos preferido traducir Sobre la república, y precisamente con minúscula «república», para mayor aproximación al concepto ciceroniano de res publica.
Qué deba entenderse primariamente por res publica nos lo dice escuetamente Cicerón, por boca de Escipión (I 39): «la res publica es la res que pertenece al populus». La dificultad puede estar en entender qué quiso decir con res, «cosa»: «la cosa que pertenece al pueblo». Parece evidente que no se trata de las cosas patrimoniales de uso público, que los juristas suelen llamar también «cosas públicas» (res publicae), sino mejor, en nuestra opinión, la «gestión pública», pues la palabra «cosa», en su amplio campo semántico, comprende también ese sentido de actuación o gestión: «la cosa o negocio de que se trata» (res de qua agitur). Así, pues, la «república» se refiere al gobierno público, y lo que viene a decir Cicerón, aunque parezca tautológico, es que la república consiste en el gobierno que afecta al pueblo. No debemos entender que Cicerón piensa en un democrático «gobierno del pueblo» con genitivo subjetivo, es decir, ejercido por el pueblo, sino en un genitivo objetivo: gobierno del pueblo como objeto, éste, de tal gobierno.
Y ¿qué es el «pueblo»? Nos lo dice Cicerón inmediatamente (I 39): el pueblo no debe entenderse como simple agregado humano, sino como sociedad que se sirve de un derecho común.
Los hombres, conforme a la idea aristotélica, se agrupan por su propio instinto natural, y no, como decían algunos filósofos, por una indigencia que les obliga a pactar una recíproca sujeción y ayuda. Pero este agregado natural —unión de hombres o de muchedumbre— no es todavía propiamente un «pueblo», sino que éste existe —y, en consecuencia, se puede hablar de «república»— tan sólo cuando existe un derecho común del que todos pueden servirse. Cicerón habla aquí de iuris consensus y de communio utilitatis. En la primera expresión, como ha señalado rectamente Cancelli, en su mencionada edición, el genitivo iuris no es objetivo, sino subjetivo: no se trata de que los hombres se pongan de acuerdo en un derecho —pues esta idea consensualista o pactista es precisamente la que critica Cicerón—, sino de que se dé un derecho común: un derecho «consentiente» para todo el pueblo, y del que éste puede servirse comúnmente, y esta disponibilidad del derecho es precisamente la utilitas —el prestarse a ser «usado»— cuya «comunión» exige Cicerón para que se pueda hablar de populus. Así, pues, el derecho común al servicio de todos es lo que hace que un agregado humano natural se convierta en «pueblo» y se pueda hablar de «gobierno público» o «república». En VI 13, 13 habla Cicerón de las ciudades como grupos humanos unidos por el derecho (n. 363).
Es la comunidad del derecho la que constituye una ciudad, encontramos en los conocidos versos de Rutilio Namaciano (VV. 65 s.): «al ofrecer a tus vencidos el consorcio de tu propio derecho, hiciste una Urbe de lo que era antes un Orbe».
Pero el gobierno del pueblo no es siempre igual, y no debe decirse que sólo hay verdadera «república» cuando el gobierno es perfecto. Porque son posibles distintas formas de gobierno, cuya perfección no es absoluta, sino relativa de cada pueblo y cada momento histórico. Y aquí reproduce Cicerón la teoría común de los tipos de república en sus formas puras — monarquía, aristocracia y democracia— y degeneradas —tiranía, oligarquía y anarquía—, con el tópico de la inevitable degeneración cíclica — anacíclosis— de las formas puras en las correspondientes degeneradas, sea directamente, sea por mutación del tipo; una idea ésta que, de todos modos, no se presenta en Cicerón con mayor claridad que en sus predecesores.
Entre las formas puras, la monarquía parece la más perfecta, pues el buen rey es como un padre que ama a su pueblo, pero su proclividad a convertirse en tiranía la hace siempre sospechosa. De este modo, Cicerón conjuga una preferencia puramente teórica por la monarquía con la tradición radicalmente antimonárquica del pueblo a que pertenece, y de la que él sinceramente participa.
Entre las formas degeneradas, la peor es la anarquía que suele derivar de la democracia, y por eso tampoco la misma democracia resulta segura.
La aristocracia suele presentarse como una forma de tránsito entre la monarquía (pura o ya degenerada) y la democracia.
Ninguna de las formas puras puede, pues, resultar perfecta, y por eso Cicerón se adhiere a la teoría que ve la mayor perfección en una forma mixta y armónica en la que exista un gobierno fuerte, como el de la monarquía, pero se respete la libertad de los mejores, como en la aristocracia, y se atienda los intereses de todo el pueblo, como debería ocurrir en la buena democracia. De todos modos, Cicerón parece consciente de que, sobre todo a partir de la revolución gracana —un momento de especial gravedad para él—, esa misma constitución mixta tradicional parece haberse frustrado, y de ahí que, de aquel monarquismo puramente teórico, emerja todavía como un impulso para buscar la salvación de la república en la erección de un poder personal fuerte capaz de defenderla: un princeps ciuitatis. En esta medida, no es del todo injusto ver en el mismo Cicerón, como decíamos, un precedente para la teoría del Principado que se realizará con Augusto. No cabe hablar aquí de «responsabilidades» por un posterior cambio político cuyo alcance no podía ser previsible, sino de una especie de anhelo de solución que pudo predisponer para la comprensión y aceptación de tal cambio.
Así, pues, Cicerón parte de la naturalidad de un agregado humano, no pactado sino espontáneo, pero considera que tal agregado sólo constituye un «pueblo» propiamente dicho cuando dispone de un orden común, de un iuris consensus, y que, por lo tanto, sólo entonces se puede hablar de que existe un gobierno común, una res publica, propia de ese populus. Cuando el gobierno es tal que esa comunidad del derecho desaparece, como ocurre en las formas de gobierno degeneradas, la república también desaparece, pero no ocurre así cuando hay un mínimo de comunidad jurídica, aunque no exista una perfecta armonía de los distintos elementos que constituyen el «pueblo»: los mejores, los que actualmente gobiernan, y el común de los ciudadanos. Así, cualquiera de las tres formas puras de gobierno — monarquía, aristocracia y democracia— pueden valer para una «república», pero el riesgo de degeneración de cada una de ellas —en despotismo las dos primeras, en anarquía la última— hace que una forma más estable y perfecta de gobierno tenga que ser mixta, de suerte que contenga —como contenido y como contención— algo de las tres formas, de manera que el equilibrio de las tres fuerzas pueda impedir la irrupción de una de las formas degeneradas.
Que la parte conservada de este diálogo sea aquella primera que trata principalmente del tópico tradicional de las formas de gobierno, y haya desaparecido casi totalmente la posterior, mucho más extensa, sobre las virtudes del político, ha venido a oscurecer quizá lo que era la idea principal de Cicerón, su ultima ratio, y que explicaría esa singularidad de ser complemento histórico-pragmático de una tradición especulativa griega, y sobre todo platónica: la idea de que, en último término, lo que realmente importa, cuando de re publica se trata, no es la forma de gobierno, la estructura política, sino la virtud de los hombres que se dedican a gobernar efectivamente. Esta idea aparece ya en el primer preámbulo, al defender Cicerón la superioridad del hombre de acción sobre el teórico, y culmina apoteósicamente, a modo de los compases finales de una gran sinfonía, con ese «Sueño» en el que se lleva a la gloria celestial, no al gran filósofo, sino al virtuoso gobernante. De este modo podemos considerar como leitmotiv de toda la obra aquel verso de Ennio recordado por Cicerón: «La república romana se funda en la moralidad tradicional de sus hombres».