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1532 El príncipe. Nicolás Maquiavelo.
CAPÍTULO XXIII
De qué modo se ha de rehuir a los aduladores
No quiero pasar por alto un punto importante, un error contra el que apenas si toman precauciones los príncipes, a menos que sean sumamente prudentes o hagan una buena elección. Me refiero a los aduladores, que en las cortes pululan; porque los hombres se regalan tanto con lo propio, engañándose por tanto, que difícilmente se protegen contra peste así; y cuando lo quieren hacer, corren el riesgo de volverse despreciables. Y es que no hay otro modo de guardarse de las adulaciones, sino que los hombres sepan que no te ofenden diciéndote la verdad; mas cuando todos pueden decirte la verdad, se te falta al respeto. Por lo tanto, un príncipe prudente debe seguir una tercera manera, esto es, elegir en su Estado a hombres juiciosos, los únicos a los que debe concederles la libertad de decirle la verdad, y sólo sobre aquello que él pregunta y nada más; debe, no obstante, preguntarles acerca de todo y escuchar sus opiniones, para luego decidir por sí mismo. Frente a tales consejos y consejeros debe comportarse de modo que todos sepan que, cuanto más libremente hablen, mejor recibidos serán; aparte de ellos, no escuchará a nadie, ejecutará la decisión tomada y la mantendrá con energía. Quien obra diversamente, o se hunde debido a los aduladores o cambia a menudo de opinión ante la diversidad de pareceres, de donde proviene el que se le estime en poco.
Deseo al respecto aducir un ejemplo de hoy. El padre Lucca, hombre del actual emperador Maximiliano, hablando de su majestad dijo que nunca pedía consejo a nadie, y que nunca hacía nada como quería, modo ése de actuar contrario al recién descrito. El emperador es, en efecto, un hombre reservado, que no participa sus designios a nadie ni escucha opinión alguna; pero como al ponerlos en práctica empiezan a revelarse, rápidamente son puestos en cuestión por quienes están en torno, y él, vacilante, se desdice de los mismos. De ahí deriva que las cosas que hace un día las destruya al siguiente, por lo que jamás se entiende qué quiere o planea hacer ni puede nadie basarse en sus decisiones.
Así pues, un príncipe debe siempre tomar consejo, mas cuando quiere él y no cuando otros quieren; debe incluso disuadir a los demás de que le den consejo sobre algo si no lo pide, si bien él debe preguntar continuamente, escuchando luego con paciencia la verdad sobre cuanto preguntó, o mejor aún: enfadarse cuando observe que alguien, por el motivo que sea, no se la dice. Muchos consideran que un príncipe que transmite de sí la imagen de prudente no lo deba a su talante natural, sino a los buenos consejos de quienes se rodea, mas se engañan; hay una regla infalible, a saber, que un príncipe que por sí mismo no sea prudente no puede ser bien aconsejado, a menos que fortuitamente delegue el entero gobierno en un solo hombre de gran prudencia. Un caso así podría darse, pero duraría poco, ya que dicho gobernador le arrebataría el Estado en poco tiempo; pero si tiene más de un consejero, un príncipe que no sea prudente jamás tendrá consejos coherentes, ni sabrá nunca unificarlos: los consejeros actuarán cada uno pensando en su provecho, y él no sabrá ni rectificarlos ni reconocerlo. Y no caben más casos, pues los hombres siempre te saldrán malos, a no ser que una necesidad los vuelva buenos. La conclusión, por tanto, es que los buenos consejos, provengan de quien provengan, nacerán de la prudencia del príncipe, y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos.