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2021 Ago 14 Crítica al poder presidencial: 1982-2021. Enrique Krauze.

Prólogo
Limitar el poder, siempre
Los ensayos que integran este libro son representativos de mi crítica al poder presidencial a lo largo de ocho sexenios: de López Portillo a López Obrador. No tengo duda del episodio histórico que despertó esa vocación ni del escritor a quien la debo: nació en 1968 y la inspiró Daniel Cosío Villegas.

Mi generación intelectual encontró su bautizo de fuego en el movimiento estudiantil, pero no todos leímos aquellos hechos dramáticos con el mismo lente. Un sector quizá no mayoritario, pero apasionado y militante, vio en el 68 el embrión de una revolución social mucho más profunda que la vieja y desgastada Revolución mexicana, mucho más afín a la nueva y pujante Revolución cubana. Un sector quizá mayoritario, tan apasionado como aquél, pero más silencioso e invertebrado, vivió el 68 como una rebeldía contra el poder, un multitudinario NO a un gobierno autoritario, un régimen antidemocrático y un presidente cegado por el odio.

El primero buscaba superar al régimen e imaginaba un nuevo Estado revolucionario. El segundo buscaba limitar el poder del Estado mediante las leyes, instituciones, garantías y libertades plasmadas en la letra de la Constitución, pero incumplidas en la práctica. El primero era un sueño revolucionario inspirado en la obra social de Lázaro Cárdenas, pero también, de manera ecléctica, en las ideas de Marx, Lenin, Trotski, Mao, Castro y el Che Guevara. El segundo era un sueño liberal inspirado en los pensadores y estadistas de la Reforma y en el apostolado democrático de Madero. De esa doble lectura nacieron dos proyectos de nación. Muchos intelectuales que sostenían el primero consideraban superada a la Revolución mexicana pero no tenían empacho de vivir a expensas del Estado que decía representarla. Su ideario dominó los ámbitos universitarios por varias décadas y ha llegado hasta nuestros días. Quienes sostenían el segundo proyecto, al margen de sus opiniones diversas sobre la vigencia de la Revolución mexicana (de sus ideales y valores), vivían de manera independiente del Estado. El primero no tuvo un líder visible: lo integraron intelectuales de diversas generaciones. Al segundo lo encabezó un viejo y solitario profeta: Daniel Cosío Villegas.

Portador de varias “casacas” —sociólogo, economista, diplomático, fundador de empresas culturales, editor, historiador y ensayista—, Cosío Villegas (1898-1976) decía tener una ene de NO en la frente. Sobre todo de NO ante el poder. Por eso señaló siempre que la mayor “llaga política” de México era la entrega de todo el poder a la persona del presidente. Esa convicción que abrigó desde joven —y presente en sus libros, ensayos y artículos— determinó su rechazo al fascismo y al comunismo, y se reafirmó en el último tramo de su vida, que transcurrió al final del periodo de Díaz Ordaz y durante casi todo el de Echeverría.

A Díaz Ordaz, don Daniel lo condenó al infierno de la Historia por el crimen de Tlatelolco y dedicó el resto de aquel sexenio a criticar “el espacio infinito que ocupa en el escenario público nacional el presidente de la República y las malas consecuencias de esta situación anómala y antipática”. A Echeverría lo recibió con cierta esperanza por “la atmósfera de libertad que comenzaba a respirarse” en 1971, pero no tardó en decepcionarse de aquella engañosa “apertura democrática” y terminó por desnudar la entraña demagógica y autoritaria del presidente en un libro memorable: El estilo personal de gobernar (Joaquín Mortiz, 1974), segundo tomo de una tetralogía que fue muy leída. En ella razonó que la democratización del sistema tenía como condición necesaria el acotamiento del poder presidencial: “el problema político más importante y urgente del México actual es contener y aun reducir en alguna forma ese poder excesivo”. En ese contexto, citaba a Madison: “La gran dificultad de idear un gobierno que han de ejercer unos hombres sobre otros radica, primero, en capacitar al gobierno para dominar a los gobernados, y después, en obligar al gobierno a dominarse a sí mismo”. Y concluía: “Es indudable que México ha salvado de sobra la primera dificultad, pero no la segunda”.

¿Cómo habíamos llegado a ese extremo? A las facultades legales y extralegales que explicaban la concentración de poder en la presidencia, se sumaban razones históricas, sociales, geográficas, políticas, morales, psicológicas que don Daniel exploró en detalle. En una sociedad tan poco diferenciada como la mexicana, el poder seguía fascinando a los jóvenes, plantando en ellos ambiciones que no eran comunes en otros países. La posición geográfica de la capital favorecía también el fortalecimiento del Ejecutivo, lo mismo que la estructura burocrática. El Poder Legislativo se plegaba al presidente por ambición trepadora, pero el Judicial, teniendo buenos soportes formales y materiales para fincar su independencia, era cautivo por simple y llano temor. En ambos casos, sentenció, “la sujeción es más lucrativa que la independencia”. Hasta la convicción muy común de que el presidente de México lo podía todo contribuía a aumentar su poder. La suerte de los mexicanos no dependía de un acuerdo institucional sino de una voluntad personal, del arbitrio de un hombre de carne y hueso:

[…] la creencia de que el presidente de la República puede resolver cualquier problema con sólo querer o proponérselo es general entre todos los mexicanos, de cualquier clase social que sean, si bien todavía más, como es natural, entre las clases bajas y en particular entre los […] campesinos. Éstos, en realidad, le dan al presidente una proyección divina, convirtiéndolo en el Señor del Gran Poder, como muy significativamente llaman los sevillanos a Jesucristo.

Este elemento religioso le parecía lamentable, porque bloqueaba la maduración ciudadana y la construcción institucional. El presidente era el “Iluminado Dispensador de Dádivas y Favores”. Por eso México no era una república, sino una “Monarquía Absoluta Sexenal y Hereditaria en Línea Transversal”.

Estas ideas se convirtieron en mis ejes rectores por la razón sencilla de que entre 1970 y 1976 frecuenté mucho a don Daniel con el objeto de escribir su biografía. No sólo grabé con él una veintena de entrevistas que atesoro, sino que leí semana a semana sus artículos combativos en el Excélsior de Julio Scherer y fui testigo cercano de su gallarda actitud frente a Echeverría, cuyo gobierno lo acosó, insultó y difamó. Finalmente, tras consultar su archivo personal, entrevistar a allegados y malquerientes, y leer su obra completa, a principios de 1980 publiqué Daniel Cosío Villegas: una biografía intelectual. En ese momento sentí que debía volverme un escritor político liberal, estafeta que desde muy atrás habían tomado de Cosío Villegas mis otros dos grandes maestros, compañeros en la revista Vuelta: Octavio Paz y Gabriel Zaid.

Aunque “El timón y la tormenta” (Vuelta, octubre de 1982) no fue, estrictamente, mi primer texto contra el poder presidencial (en agosto de 1971, después de presenciar directamente la matanza del 10 de junio, hice público mi repudio a Echeverría), sí fue mi primer ensayo político y mi primer testimonio sobre la necesidad histórica de convertir a México en una democracia. Lo provocó un acto autoritario y desesperado del presidente López Portillo: el discurso del 1 de septiembre de 1982 en el que nacionalizó la banca privada. “Soy responsable del timón, no de la tormenta”, había dicho. Pero la realidad era distinta: sus golpes de timón habían provocado la tormenta. Días después de aquel infausto informe, el historiador Luis González, otro maestro inolvidable, me dijo: “Bueno, ahora sí al país ya no le queda otra opción más que la democracia, dejar que la gente tome el destino en sus manos y decida”. Para mí, esa frase fue una revelación. La incluí como remate de “El timón y la tormenta”. Comenzaba postulando la existencia de un “agravio profundo” en el pueblo mexicano (provocado por la pésima administración de los recursos petroleros, las promesas incumplidas, la corrupción, el desencanto, la quiebra) y terminaba con una frase programática: “[…] nuestra única opción histórica [es] respetar y ejercer la libertad política, el derecho y, sobre todas las cosas, la democracia”.

No era ésa la convicción de los representantes intelectuales del proyecto revolucionario que, integrados de diversas formas al régimen, apoyaron a López Portillo como habían apoyado a Echeverría (el cómplice de Tlatelolco) y como apoyaron a Miguel de la Madrid y a Carlos Salinas de Gortari, aunque estos dos se apartaron ostensiblemente, en lo económico, de todo proyecto revolucionario. Frente a ese bloque, desde una posición independiente, los liberales ejercimos la crítica a cada gestión presidencial. Nadie, en esta tarea, superó a Gabriel Zaid. Él fue siempre, y lo es hasta ahora, el mejor discípulo de don Daniel por la constancia, coherencia, amplitud, profundidad y continuidad de su crítica al poder, que en su caso abarca 10 sexenios de irreductible independencia.

Trece años menor que Zaid, a pesar de haber formado parte del movimiento estudiantil y de ser consejero universitario por la Facultad de Ingeniería en los tiempos aciagos que siguieron a Tlatelolco, no tuve edad para publicar contra Díaz Ordaz y apenas contra Echeverría, pero tras “El timón y la tormenta” me propuse defender la alternativa liberal postergada desde tiempos de Madero y con ese propósito escribí “Por una democracia sin adjetivos” (Vuelta, enero de 1984). Un Estado y un presidente con el poder acotado, un sistema electoral que permitiera la pluralidad de partidos, una prensa y unos medios que verdaderamente encarnaran “el cuarto poder” no parecían fines imposibles, aunque el gobierno y los militantes de izquierda atacaran la idea como una nueva versión de la democracia “formal” y “burguesa”. Por fortuna, un sector de la izquierda dentro del PRI y cercano a Cuauhtémoc Cárdenas tomó la idea con toda seriedad. Cerca de ellos, como un puntal, estaba el ingeniero Heberto Castillo, maestro de ingeniería, socialista intachable y demócrata sin adjetivos. No olvidaré que, en 1986, un respetado intelectual de izquierda, el historiador trotskista Adolfo Gilly, escribió un texto aprobatorio de mi ensayo titulado “Una modesta utopía” (La Jornada, 9 de agosto).

A ese mismo impulso obedece “Chihuahua, ida y vuelta” (Vuelta, junio de 1986), ensayo-reportaje que quiso contribuir a la democracia en aquel bravo estado norteño donde la libertad parecía despertar tras un letargo de 70 años. Un lustro después, en plena euforia del presidencialismo salinista, publiqué en La Jornada y Proceso varios artículos y ensayos críticos que reuní en mi libro Textos heréticos (Grijalbo, 1992). Entre todos ellos he elegido “Y el prinosaurio sigue ahí” (La Jornada, 27 de agosto de 1991). Los aciertos de aquel gobierno en política comercial no paliaban la ceguera histórica ante la necesidad de un cambio democrático y la obstinación en impedirlo. El régimen pagó muy cara su soberbia y una de las consecuencias fue el asesinato de Luis Donaldo Colosio, que abordé en varios textos de aquel momento, pero traté con mayor detenimiento en “Los idus de marzo” (Letras Libres, marzo de 1999).

El sexenio de Ernesto Zedillo representó el puente entre el pasado autoritario que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta” y la “democracia sin adjetivos”. Aunque publiqué críticas puntuales sobre su gestión, reconocí en sus actos la voluntad de dar inicio a la construcción de un Estado de derecho que llevara a la práctica las leyes, instituciones, garantías y libertades plasmadas en la letra de la Constitución. En ese contexto de cambio, subrayé la necesidad de que el intelectual marcara siempre su distancia del príncipe, como había prescrito Octavio Paz. Con ese tema, y en alusión a los intelectuales exrevolucionarios que nos habían confrontado, escribí “La engañosa fascinación del poder” (Proceso, 5 de febrero de 1996).

En el año 1997, y claramente desde 2000, los mexicanos comenzamos la ardua, difícil, larga tarea de construir un régimen distinto al que había dominado al país por 71 años y cuya historia tracé en La presidencia imperial (Tusquets, 1997). Además de una historia, ese libro quiso ser un epitafio. Lo que seguía era señalar los resabios del antiguo régimen en el presente y, sobre todo, ejercer la crítica a la gestión concreta de los presidentes electos ya en democracia.

A esa crítica pertenece “Un llamado al presidente Fox” (Reforma, 27 de julio de 2003), cuya gestión irresponsable y frívola estuvo a años luz de su gesta como candidato. A ese género corresponde también una mirada escéptica sobre “Calderón a medio camino” (Reforma, 6 de septiembre de 2009); dos ensayos sobre la errada y errática política de seguridad de ese periodo: “Nueva cavilación sobre la paz” (Reforma, 19 de diciembre de 2010) y “La tormenta perfecta” (Letras Libres, noviembre de 2012); y finalmente un texto en el que repudié la corrupción tolerada en aquel sexenio y propuse la refundación del PAN a partir, no de sus antiguas y lamentables simpatías fascistas, sino de la hazaña cívica y democrática encarnada en Manuel Gómez Morin: “El alma por el poder” (Proceso, 30 de junio de 2013).

El electorado dio al PRI una segunda y última oportunidad para encarar eficazmente los viejos y nuevos problemas del país y dejar atrás su pasado, sobre todo su ADN: la corrupción. Enrique Peña Nieto echó por la borda esa oportunidad. Mi recuento y explicación de ese malhadado sexenio al que critiqué repetidamente en medios mexicanos y del extranjero está en “Desaliento de México”, que apareció paralelamente en The Nation y Letras Libres (abril y mayo de 2016, respectivamente).

En julio de 2018 llegó al poder Andrés Manuel López Obrador. Ningún mandatario de la historia moderna de México ha acumulado el poder que tiene y ejerce. Desde el primer año de gobierno, las consecuencias de sus acciones en la economía, la salud, la seguridad y la concordia básica de los mexicanos distaban de ser alentadoras. A partir de la pandemia, se volvieron trágicas. En julio de 2020 hice un recuento preliminar de su gestión en “Un gobierno destructor” (Letras Libres y The New York Review of Books). [1]

En 1997 pensé que México había dejado atrás la antigua condena de que la figura presidencial —su biografía, su carácter, sus traumas y obsesiones, sus ideas— siguiera siendo determinante en la historia, al extremo de convertirla en una “biografía del poder”. Creí que los mexicanos habíamos comenzado a abrir un nuevo capítulo en el que la historia la hacemos y escribimos todos. No ha sido así, y hemos vuelto al pasado, no sólo en lo que concierne a la concentración de poder en el presidente, sino a la anacrónica y confusa puesta en escena de aquellos libretos ideológicos que los liberales enfrentamos desde los años setenta. Y así, la disputa sobre el futuro de la nación que surgió de las dos lecturas de 1968 continúa. Por fortuna, ante la irrupción populista (que es, en muchos sentidos, una caricatura de cualquier ideal revolucionario además de una adulteración de la democracia) un sector sustancial de los intelectuales que proponían entonces esa alternativa revolucionaria (no pocos de ellos marxistas serios) se ha convencido de la bondad de la “modesta utopía” que defendimos frente a ellos: la democracia liberal.

¿Qué tarea espera a los intelectuales liberales de hoy y de mañana? La misma que Cosío Villegas delineó a mediados de los sesenta en su obra Ensayos y notas:

[…] (el intelectual) debiera rehusarse a participar en un juego político cuya primera “regla de caballeros” es renunciar [...] a pensar por sí mismo, heterodoxamente si es necesario. Así tiene por delante la más hermosa tarea que pueda ofrecérsele a un intelectual: transformar el medio en que por ahora está condenado a vivir para hacerlo propicio a una acción política verdaderamente inteligente.

Los 13 ensayos de este libro están inspirados en esa filosofía y ese propósito. ¿Qué depara el futuro? No sé cuánto durará la nueva presidencia imperial, no sé cuándo lograremos consolidar una presidencia institucional, pero en todos los casos habrá que seguir diciendo NO al poder, en particular al poder absoluto en manos del presidente en turno.

 

14 de agosto de 2021

 

Nota:

[1] El lector interesado en ahondar en mi crítica al poder presidencial en estos 40 años puede consultar varios libros: Por una democracia sin adjetivos (1986), Textos heréticos (1992), Tiempo contado (1996) y Tarea política (2000). En 2016 apareció una colección amplia de textos bajo el título de Ensayista Liberal en tres tomos: Por una democracia sin adjetivos (1982-1996), Del desencanto al mesianismo (1996-2006) y Democracia en construcción (2006-2016). Finalmente, en El pueblo soy yo (2018) ofrecí una anatomía del poder en América Latina, con especial atención al caso mexicano.

 

Krauze, Enrique. Crítica al poder presidencial: 1982-2021. México. DEBATE. 2021. 256 págs.