2019 Campañas y agitación y clubes electorales. Organización y movilización del voto en el largo siglo XIX mexicano. Fausta Gantús y Alicia Salmerón (Coord.)
INTRODUCCIÓN
Hacia un mapa de agentes de la movilización del voto y de estrategias para disputar los comicios.
Las elecciones en el México del siglo XIX, como lo ha demostrado la historiografía reciente, eran mucho más que mecanismo de legitimación de autoridades. Eran medios de creación de identidades y de construcción de ciudadanía; eran espacios de negociación política al interior de comunidades y entre fuerzas políticas locales, regionales y nacionales; eran instrumentos de integración y articulación de territorios y niveles de gobierno. Los comicios se realizaron con relativa regularidad en el México decimonónico —con interrupciones, sin duda, dada la accidentada vida política de la primera mitad del siglo, presa de guerras civiles e invasiones extranjeras. Y si bien la abstención campeó a lo largo del siglo XIX —como en muchos otros países del mundo occidental en aquella época—, las elecciones se llevaban a cabo efectivamente a todo lo largo y ancho del país, y convocaban a diversos sectores de votantes. Más aún, hubo momentos de auténtica movilización popular en torno a las urnas, como las elecciones presidenciales de 1828 y, de nueva cuenta, las que cerrarían el siglo XIX —a nivel local, en donde los comicios solían ser directos y en los que se jugaba de manera más inmediata la política cotidiana, las hubo incontables veces muy concurridas a lo largo de la centuria. Ahora bien, en general, quienes votaban, numerosos o no, acudían a las casillas de manera organizada. No sería siempre así, pero lo era con gran frecuencia, de ahí la importancia de estudiar a los actores intermedios que movilizaban el voto.
Desde la Constitución de Cádiz en adelante, las elecciones celebradas en la Nueva España y México partieron de un principio de sufragio amplio —con pocos momentos de restricción legal del mismo—, contexto en el cual la organización y movilización del voto constituía una exigencia ineludible. Efectivamente, un electorado extendido no establece, no puede hacerlo, una relación directa, personal, con quienes serán sus representantes. Por ello se requiere de un movimiento de opinión que dé a conocer a los candidatos y oriente el voto —incluso bajo un esquema de elecciones indirectas. Pero no sólo se impone un movimiento de opinión, sino también es necesaria la movilización de redes sociales y políticas y, conforme se van quebrando formas de control popular tradicional —cacicazgos, vínculos corporativos y clientelares—, también lo es la acción de asociaciones y círculos políticos que hagan posible que los ciudadanos convocados lleguen a las urnas y emitan su voto el día de la elección.
La llegada a las urnas supone, desde luego, un trabajo de socialización de normas políticas; de cumplimiento de tareas como la difusión de convocatorias, empadronamiento y distribución de boletas electorales. Pero exige también complejos procesos para definir candidaturas, campañas de prensa y agitación política, formación de asociaciones, intervención de agentes intermedios diversos y movilización de redes sociales de muy distinto tipo. Estos procesos, cada uno con sus propios tiempos, ritmos y espacios, se ponen en juego para generar un ambiente de percepción positiva hacia el candidato propuesto y llevar al ciudadano a las urnas con una intención de voto clara.
Las elecciones, como mecánica de selección de representantes, tienen una larga historia que se remonta mucho más atrás que la de la construcción del Estado moderno. Los comicios de corte liberal, diseñados para elegir mediante sufragio popular a los gobernantes en el México independiente, abrevaron directamente de una rica tradición electoral novohispana. De esa experiencia recuperaron prácticas, las adaptaron y las resignificaron para elegir autoridades en todos los niveles de gobierno. La formación de partidos, las negociaciones para definir candidatos, las actividades de agitación en favor de uno u otro, la labor para cautivar votantes e, incluso la violencia física, formaron parte de la experiencia electoral cotidiana al interior de las corporaciones novohispanas, representaron el punto de partida de los comicios gaditanos y de los primeros años tras la independencia de México. Fueron la base de la cultura político-electoral —o culturas, en plural, si consideramos las diferencias entre las actitudes frente a los comicios y los rituales electorales de los distintos grupos sociales, de elite o populares, rurales o urbanos, del norte o sur del país, del México decimonónico—, a partir de la cual los grupos políticos adquirieron legitimidad; también a partir de la cual, poco a poco, con avances y retrocesos, se construyó ciudadanía.
El presente volumen responde a una inquietud por acercarnos a quiénes y cómo organizaban las campañas electorales y movilizaban a los votantes durante el largo siglo XIX mexicano, así como al significado de dichas prácticas. Hemos buscado este acercamiento a partir de un conjunto de estudios de caso que atienden a realidades estatales, algunos, y a la nacional, otros, y recuperan las peculiaridades de cada uno. Este conjunto de casos nos ha permitido identificar acciones y conductas sociales y políticas en torno al ejercicio del sufragio. Por ese camino hemos podido esbozar un mapa de los agentes —individuales y colectivos— que participaban de la vida político-electoral, así como de las estrategias puestas en juego para disputar los comicios.
Hemos optado por un arco temporal amplio, desde antes de la monarquía constitucional hasta el momento del inicio revolucionario de 1910-1920. Lo hicimos convencidas, por un lado, de que las prácticas electorales decimonónicas no pueden ser entendidas al margen de la herencia novohispana —de la herencia electoral de las corporaciones, de las repúblicas de indios y de formas de movilización religiosa o política propias de aquellos tiempos. Por otro, convencidas también de que la irrupción de las masas en la política que caracteriza a la revolución de 1910 representa una ruptura importante con las prácticas político-electorales previas, aprovechamos la oportunidad que nos da para hacer un corte y balance de lo construido y de lo legado al siglo XX en materia de cultura electoral —de manera más específica, en lo que se refiere a las prácticas de organización y movilización del voto. La historia es un proceso continuo, con coyunturas que son principio y fin; confesamos que en este volumen hemos querido recuperar de manera especial las continuidades y acercarnos a las rupturas como momentos de transición. Así reencontramos en las primeras elecciones gaditanas mucho de las prácticas de agitación y movilización electoral de las corporaciones de antiguo régimen; también vemos en las elecciones de 1911 partidos formalmente organizados, de carácter permanente y con identidad propia, giras electorales y medios de propaganda que constituían ya prácticas regulares desde años anteriores.
Las prácticas de organización y movilización del voto se transformaron ellas mismas de manera muy importante a lo largo del siglo XIX. Conocieron la acción de logias, gremios, asociaciones mutualistas, facciones y partidos que participaban de la definición de candidaturas, trabajos de agitación electoral y organización de los votantes; la década de 1820, y sobre todo la de 1850, vieron aparecer además clubes electorales, cuya creación se generalizó para la década de 1870 —clubes de coyuntura que afinaron su funcionamiento, años más tarde, con redes de clubes, convenciones regionales y nacionales. Estas organizaciones —formales unas, informales otras, no siempre de carácter político de entrada, pero que se convirtieron en espacios de sociabilidad política a fin de cuentas, como los gremios y asociaciones mutualistas— fueron, de la mano de una prensa periódica protagónica, las instancias más próximas al activismo político en las coyunturas electorales del México del XIX. ¿Cómo movían sus hilos y sus fuerzas para incidir en la formación de listas de candidatos? ¿Qué fibras buscaban tocar con sus campañas y de qué medios se servían para ello? ¿En qué consistían los rituales propios de las campañas electorales y cómo se fueron transformando a lo largo del siglo? ¿Qué lugar ocupaban los candidatos en las campañas electorales? ¿Cómo se movilizaba a los votantes? ¿Qué lugar tuvieron los clubes políticos como agentes movilizadores del voto a lo largo del siglo y cómo se fueron transformando? Son algunas preguntas a las que buscamos dar respuestas a lo largo de los 12 capítulos que integran este volumen. Y puestas todas las respuestas juntas, tratar de identificar continuidades, transiciones y sentidos. Por este camino podremos invitar a pensar cuestiones como la de la construcción día a día de la ciudadanía, a pesar de su inevitable convivencia con prácticas dictadas por lazos tradicionales. En ese sentido podremos lanzar preguntas tales como si la prevalencia de prácticas clientelares en la movilización del voto detuvo la adopción del voto directo a nivel federal en el Constituyente de 1856-1857; también si la lucha en contra del abstencionismo, fenómeno que parecía negar la existencia de ciudadanos, no constituía ella misma no sólo parte del proceso de construcción ciudadana, sino manifestación de la fuerza que iba ganando. Todo parece apuntar al hecho de que logias, facciones, gremios, asociaciones mutualistas, clubes y partidos, aun si recurrían a prácticas clientelares en sus acciones cotidianas, participaban también en la edificación de una ciudadanía entendida cada vez más como ejercicio individual y autónomo de derechos políticos.
El léxico político del siglo XIX mexicano comprende una gran variedad de términos para comunicar el tipo de acciones que resultaban en lo que las y los autores de este libro reconocemos como organización y movilización del voto. La prensa periódica de la época utilizó, al menos desde 1840, la expresión campaña electoral. A partir de entonces, comenzaron a aparecer también las expresiones de luchas electorales y trabajos electorales. Asimismo, a finales de la década de 1840 se hablaba ya de agitación y movimiento electorales. Todas las expresiones continuaron apareciendo hasta 1911, sin perderse ninguna y prácticamente como sinónimos. Antes de 1840, se hablaba solamente de elecciones y comicios —y de logias, facciones y partidos, desde luego—, pero no parecen haberse usado las expresiones de campaña, lucha ni trabajos electorales; tampoco de agitación ni movimiento electoral. Tampoco en la década de 1840 se usaba con regularidad ninguna de ellas, aunque aparecían ya todas. Su uso habitual fue aumentando con los años, pero en distintos momentos había alguna preferida. Por ejemplo, destaca el uso de la expresión campaña electoral en la década de 1900 —que es una expresión que hemos conservado hasta el día de hoy. Sin embargo, la expresión más usada en todo el periodo —a partir de la década de 1840 y hasta 1911— era notablemente la de lucha electoral —en singular—, seguida de la de trabajos electorales —en plural— y luego de la de movimiento electoral. La menos usada fue, a final de cuentas, la de agitación electoral.
¿Qué podría significar, en primer lugar, este uso tardío —década de 1840— de expresiones para designar los trabajos para captar votos realizados de manera previa a la elección? La explicación podría ser que, antes de esa década, la movilización electoral se apoyaba en redes tradicionales y que las logias, organizadas de manera secretas, no requerían de tanta propaganda ni de exhibiciones públicas —las grandes manifestaciones de 1828 tuvieron lugar más bien después de la elección que, de manera previa, no representaban en sentido estricto movilizaciones para ganar votos, sino para defenderlos. Porque experiencia de manifestaciones callejeras para ganar votos sí las había habido en las elecciones novohispanas. Se pudo haber tenido noticia de ellas al iniciar el siglo, pero no habrán parecido funcionales. Pero puede haber otra explicación, no excluyente, pero también de gran peso: las restricciones al sufragio impuestas en la década de 1830 y cuarenta, que restaban interés a campañas de agitación electoral dirigidas a un electorado amplio. Por otra parte, ¿por qué la preferencia notable de una expresión como la de lucha electoral por sobre la de trabajos, movimiento o campaña electorales? No hemos encontrado ninguna discusión sobre el tema en la época, pero sin duda que la palabra “lucha” traducía bien actividades que se desarrollaban en el contexto de elecciones competitivas, como fueron las de 1850, algunas de las décadas de 1870 y 1880, y sin duda las de 1910.
Ahora bien, el uso de expresiones similares a lo largo de más de medio siglo nos habla de continuidades, pero es poco útil para seguir el proceso de transformación de las prácticas de organización y movilización del voto en el periodo. Para esto es necesario, que es lo que intentamos con este libro, analizar a fondo experiencias en ciertos momentos de la vida política del país o de algunas regiones, en particular de sus formas de organización y movilización del voto. Reconstruimos el marco institucional de cada uno de ellos, clave para entender formas y lógicas de organización y movilización electoral; identificamos agentes de estas acciones —cofradías, conventos, ayuntamientos y múltiples corporaciones novohispana, periódicos, comunidades indígenas, caciques, milicia, ejército, iglesias, autoridades políticas, cuerpos legislativos, grupos políticos, facciones, partidos, círculos políticos, clubes…—; rastreamos algunas de sus estrategias para organizar y movilizar/desmovilizar votantes —invitaciones, recolección de firmas, convocatorias, campañas contra el abstencionismo, instrucción electoral, plebiscito, reformas legales, organización de votantes (círculos y clubes, partidos), construcción de imagen de los candidatos, vacío de información, amenaza, cohecho, manipulación, excomunión, rumor… También identificamos los recursos utilizados como parte de estas estrategias, a saber, discursos, notas periodísticas y folletos, correspondencia, cartas de adhesión, caricaturas, carteles y hojas sueltas, pancartas y botones con fotos de los candidatos, manifiestos, consignas, música… Finalmente, dimos con algunos rituales y elementos simbólicos ligados a la movilización del voto que tuvieron peso en los años considerados, entre ellos misas, banquetes, peregrinaciones cívicas, mítines, reuniones públicas serenatas, espacios de ritualización de la elección…
El análisis de estos elementos nos permite acercarnos, en cada capítulo, a una experiencia compleja e iluminadora acerca de cómo se lograba —o no— que los ciudadanos participaran en los comicios y lo que esa participación, y la manera en que se organizaba, representaba para la política del lugar y para su relación con otros niveles de gobierno. También permite pensar en la forma en que se resignificaron viejas prácticas y surgieron nuevas en el camino de la organización y movilización del voto.
Efectivamente, a lo largo del siglo XIX mexicano se fueron construyendo los procesos de organización de la nación surgida de la revolución liberal. Se definieron entonces ciudadanía y modos de participación política, con los comicios como una de las formas centrales de hacer política. Ejercicio del voto, prensa electoral, circulación de hojas sueltas, asociacionismo, reuniones públicas y peregrinaciones cívicas fueron perfilando campañas electorales con múltiples elementos y construyendo mecanismos de movilización del voto cada vez más elaborados. A lo largo del siglo identificamos una tendencia expansiva en este sentido, si bien en algunos momentos circunstancias particularmente difíciles llevaron a una contracción importante de las formas de organización y movilización político-electoral. Fue el caso, por ejemplo, de los últimos momentos del centralismo, cuando tomaba forma una conspiración monárquica que pretendía traer a México a un príncipe heredero de la corona española y una guerra con Estados Unidos estaba en puerta; fue también el caso de la guerra civil desatada ante las Leyes de Reforma y la promulgación de la Constitución de 1857. Las elecciones en esos momentos no necesariamente se suspendieron, pero la participación político-electoral adoptó formas distintas.
Los comicios durante el centralismo (1835-1846) se habían llevado a cabo a partir de una forma de organización electoral que seguía, a grandes rasgos, la misma lógica de los años precedentes. Si bien la estructura de gobierno difería de la del periodo federalista y los cargos electivos eran menos, se partía de un sufragio masculino relativamente amplio, voto indirecto y lugar central de la autoridad municipal en la organización de la elección primaria. Sin embargo, la elección para diputados al Congreso Extraordinario Constituyente de 1846 fue distinta. Convocada a raíz del movimiento encabezado por el general Mariano Paredes Arrillaga en diciembre de 1845, constituyó un intento por organizar la participación política sobre otras bases: por clases y contribuciones, con distinciones de peso entre las distintas regiones del país. De acuerdo con estas bases se integró el Congreso y también de acuerdo con ellas se definió el universo de votantes y electores secundarios. Más aún, según revelan las investigaciones en curso de Cecilia Noriega, los comicios mismos se organizaron a partir de la acción directa de las corporaciones tradicionales más fuertes —la Iglesia y el Ejército— y de instancias político-administrativas del gobierno central. La organización y movilización del voto de las elecciones de 1846 se hizo sobre la base de padrones de contribuyentes directos levantados por las oficinas de Hacienda del gobierno nacional y a partir de una acción corporativa impulsada desde las Direcciones Generales de gobierno. En este sentido, los trabajos de agitación electoral en torno a la convocatoria de 1846 tuvieron un carácter muy distinto de las prácticas de años precedentes, si bien no prosperarían en regímenes posteriores.
Asimismo, las elecciones presidenciales de 1857 representaron otro momento de inflexión en esa tendencia expansiva de las campañas electorales. Regina Tapia, en una investigación en curso, muestra cómo el conflicto entre el Estado y la Iglesia ocultó y silenció del todo el proceso electoral que llevó a la elección de Ignacio Comonfort como primer mandatario tras la promulgación de la Constitución de ese año. Ni prensa ni correspondencia parecen haber legado registro de cómo se llevó a cabo esa campaña, en donde el temor a una eventual excomunión, la intensidad del debate en torno a los privilegios de la Iglesia y la angustia que esa ruptura provocaba tejió una cortina que nos impide ver, a la fecha, cómo se desarrolló el proceso electoral. Ciertamente aquel no fue un momento de expansión de los trabajos electorales.
Con todo, sin negar que debió haber habido otros momentos similares de contracción en los trabajos electorales, las investigaciones reunidas en este libro muestran que hubo prácticas de organización y movilización del voto que prevalecieron y que, de alguna manera, es posible advertir un proceso acumulativo: surgieron nuevos agentes, estrategias, recursos y rituales que se fueron sumando a la manera de hacer campañas electorales —no tanto desplazando a las formas desarrolladas antes, pero sí produciendo cambios cualitativos por acumulación cuantitativa. Frente a las prácticas heredadas de los años novohispanos —de gran variedad, porque respondían a las exigencias de cada corporación, que eran distintas para cada una— encontramos una cierta simplificación del proceso electoral y, por tanto y en principio, de los trabajos por movilizar el voto. Sin embargo, las formas de movilización de una sociedad política cada vez más amplia y más compleja, se fueron complicando hasta diseñar movimientos electorales que anuncian, en verdad, la vida político-electoral del siglo XX en México.
Entre los cambios cualitativos más destacados que se desprenden de los 12 estudios de caso aquí reunidos se cuentan, por ejemplo, el lugar que el candidato fue cobrando al interior de la campaña que promovía su candidatura: de haberse mantenido al margen de los trabajos electorales durante gran parte del siglo, hacia el final va tomando un lugar central y convirtiéndose el candidato mismo en protagonista de sus campañas: pronuncia discursos, lleva a cabo giras, conversa sobre sus proyectos con los votantes y somete a discusión su agenda política.
Otro de las transformaciones notables del siglo en materia de organización y movilización del voto es el crecimiento del asociacionismo político-electoral, particularmente de los clubes y redes de clubes, que terminarían por dar como resultado, en fecha tan temprana para México como 1885 —en otros países de América Latina hubo experiencias mucho más tempranas, pero por mucho tiempo se creyó que México llegaría a la era de los partidos modernos tan tarde como 1900—, con el primer partido político estructurado y permanente del país, un partido regional: el Gran Círculo Unión y Progreso de Nuevo León. Clubes y redes de clubes, conforme avanzaban en la organización de convenciones electorales, fueron convirtiendo la campaña en ejercicios habituales de representación para designar candidatos, en acciones que afirmaban ciudadanía.
De manera paralela, conviene destacar la labor de pedagogía electoral que se llevó a cabo en el país desde muy temprano, vía catecismos políticos, por ejemplo, y traducción de constituciones a lenguas indígenas. Asimismo, el lugar que fue ganando el individuo en las campañas y prácticas de movilización, proceso ejemplificado con el referendo de 1899-1900, momento particularmente significativo en ese sentido. Podrían enumerarse otras, pero quizás la que convenga destacar antes de cerrar este punto es el lugar que los avances tecnológicos y los medios de comunicación tuvieron en la transformación de los mecanismos de movilización del voto (imprentas, ferrocarril, telégrafo, fotografía…).
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Alicia Salmerón
Ciudad de México a 10 de enero de 2019