2022 El Leviatán domesticado: las relaciones entre el capital financiero y el Estado. Pierre Matari.
Introducción
El Leviatán domesticado representa la forma de Estado correspondiente a la fase contemporánea del capitalismo, a regímenes de acumulación dominados por el capital financiero. La representación alude a una tendencia que rige las transformaciones del poder político en las cuatro últimas décadas: el ocaso de la pretensión a la independencia del Estado. Dicha pretensión —que no debe confundirse con la autonomía de la máquina estatal y que reposa sobre ésta— caracterizó (bajo modalidades propias a cada país) el periodo entre la salida de la Gran Depresión y la crisis de los años setenta. Mientras Keynes preconizaba en la década de los treinta del siglo pasado “la eutanasia del rentista y del poder de opresión del capitalista ocioso” (Keynes, 1936: 331), los rentistas contemporáneos consiguieron la eutanasia de todo tipo de regulaciones financieras.
Entre los factores que explican el ocaso de la pretensión a la independencia del Estado, la mundialización del capital ocupa un lugar privilegiado. Sin embargo, aun cuando el fenómeno es comúnmente admitido, los mecanismos por los que el Estado queda sometido al poder financiero no resultan obvios. El Leviatán domesticado es un estudio sobre la naturaleza y evolución de las relaciones que privan entre el Estado y el capital financiero. Sostiene que la evolución de tales relaciones conduce a la dominación de aquél por éste. No obstante, más que expresar unilateralmente el poder de opresión de oligarquías rentistas, el fenómeno indica un alto grado de socialización de los recursos productivos y distributivos, al tiempo que crea mecanismos para su apropiación y gestión colectivas.
Las relaciones entre el capital financiero y el Estado remiten a una variedad de fenómenos. Por ello, la delimitación de la problemática obliga a diferenciar los mecanismos exteriores y visibles de la dominación financiera en el Estado de sus engranajes más profundos.
Los mecanismos exteriores de dominación política del capital financiero
A primera vista, la dominación del capital financiero en el Estado se manifiesta en la determinación de las grandes orientaciones de la política económica, al margen de las contiendas electorales, río arriba del campo político.
Las declaraciones de un gurú de la especulación en ocasión de las elecciones presidenciales en Brasil en 2002, escandalizaron menos por su jactancia que por ilustrar cómo los mercados financieros definen el programa económico, y los electores eligen su encarnación política. Entre los ejemplos de las últimas décadas, se encuentran las negociaciones entre los acreedores del Estado venezolano y el gobierno de ese país, acuerdos cuya aplicación desencadenó el Caracazo de febrero de 1989, episodio dramático y preñado de antagonismos aún insondables. En un registro análogo, más recientemente, la anulación de la mayoría electoral que se pronunció en el referéndum de Grecia de 2015 en contra de un plan de acuerdo entre el gobierno y sus acreedores (representados por la troika: Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) ilustra de modo mucho más significativo el hecho. De manera general, la conversión de deudas bancarias en deudas públicas que marcó las gestiones de la crisis de 2008 en la Unión Europea actualizó prácticas comunes en el Tercer Mundo desde la década de los ochenta. Durante la crisis de la deuda externa latinoamericana de 1982, bajo presión de los acreedores, una parte de las deudas privadas fue convertida en deuda pública. En un orden análogo de hechos, México protagonizó —posteriormente al efecto tequila— uno de los mayores episodios de conversión de deudas bancarias en deuda pública de la era reciente, mediante los pasivos del Fondo Bancario de Protección del Ahorro (Fobaproa).
A espaldas de sus diferencias y extraídos de sus contextos respectivos, tales ejemplos ilustran cómo las exigencias de los acreedores del Estado actúan como factor decisivo en la determinación de los objetivos de la política. En específico, del programa económico, al margen de las contiendas electorales; o sea: río arriba del campo político.
La dominación del capital financiero remite, complementariamente, a transformaciones en la articulación de los mecanismos del poder estatal, a la sociología de sus altos funcionarios, así como a mutaciones del campo político.
El reforzamiento del Ejecutivo con respecto al Legislativo es una tendencia secular de la evolución de la articulación de los mecanismos del poder estatal. Sin embargo, dicho reforzamiento (o presidencialización de las democracias representativas) no obedece exclusivamente a una actualización de los modos de legitimación del poder, como establece Rosanvallon (2015: 155-158). Tampoco es reductible a una propensión autoritaria del capitalismo altamente desarrollado, como lo argumentaba Poulantzas (1978: 287 y ss.), sino que constituye el síntoma de un fenómeno más hondo: el empoderamiento de la alta administración (directores, consejeros, expertos, abogados, sherpas. . .), así como su capacidad de orientar las decisiones de los poderes públicos. El fenómeno está objetivamente determinado por la cada vez mayor división del trabajo, calificación y especialización que exige el tratamiento de los dossiers de cada esfera de la intervención del Estado. No considerar dicho fenómeno obstaculiza la comprensión del rol efectivo que desempeña el mecanismo de transmisión del poder estatal: el proceso legislativo. En los hechos, la alta administración y la tecnocracia reemplazan el parlamento como principal fuente de iniciativas de ley. La producción de leyes, y —con ella— la definición del interés general, tienen su centro en la alta administración. En tales circunstancias, la actividad efectiva del poder legislativo se reduce a aprobar o rechazar iniciativas de leyes procedentes del Ejecutivo. Recientemente, la tendencia al reforzamiento del Ejecutivo y de sus administraciones marca también un fraccionamiento de su acción en agencias gubernamentales y autoridades regulatorias que operan de manera relativamente autónoma en diferentes esferas de la vida social. Como partícipe de un movimiento que introduce procedimientos de gerencia empresarial en el Estado, este modus operandi encierra un cambio en el modo de producción de las leyes y de los reglamentos sectoriales. La noción misma de regulación —que tiende a sustituir el verbo legislar, de connotación más soberana— traduce estas modificaciones, marcadas por una participación directa de los agentes privados en la “coproducción” de las normas que rigen sus propios campos de actividad.
Sobre la base de esta articulación entre poderes Ejecutivo y Legislativo, la influencia del capital financiero en el Estado se manifiesta, sociológicamente, a través de una serie de mediaciones que enlazan a los representantes del primero con los altos funcionarios del segundo. Tanto por su origen social como por su formación escolar —por habitus—, los altos funcionarios enlazan la cima de la burocracia con los intereses de las clases pudientes. El cabildeo o lobbying (actividad que la imaginación popular ubica en los pasillos, restaurantes y hoteles próximos a los parlamentos) se ejerce primordialmente entre los miembros de la alta administración y de la tecnocracia de los ministerios, de las agencias a cargo de las políticas públicas, de las autoridades de regulación, y así por el estilo. Asimismo, en las últimas décadas se ha generalizado otro mecanismo de cooptación que Lenin ya vislumbraba a inicios del siglo pasado como rasgo de la vida estatal del capitalismo monopolista naciente: la gratificación de antiguos ministros, altos funcionarios, así como ex presidentes con sinecuras en los consejos de administración de sociedades anónimas.
Las últimas décadas acusan la aceleración del uso de la puerta giratoria entre el Estado y el mundo del Big Business, práctica que se concreta en interesantes resultados para las sociedades financieras y no financieras, tal como lo ejemplificó hasta la caricatura el affaire Barroso; la contratación por parte de Goldman Sachs del ex presidente de la Comisión Europea (2004-2014) como consejero en cuestiones ligadas al Brexit. No obstante, si la puerta giratoria es eficaz para los negocios y estrategias de las corporaciones, también resulta proporcionalmente embarazosa para los intereses del Estado. La mayoría de los escándalos de corrupción política en las últimas décadas se batieron girando por esa puerta. Si las revelaciones periodísticas de episodios escabrosos de esos maridajes permiten apreciar la panoplia de métodos de prostitución de servidores públicos, las formas rutinarias de esas connivencias —expresiones de una división del trabajo de representación de los intereses económicos— explican cómo los intereses del Big Business orientan cotidiana y legalmente los procesos de toma de decisión en las instituciones públicas. También permiten comprender otro proceso: la conversión de las ideas de las clases dominantes en ideas dominantes.
La vida política contemporánea se caracteriza por la omnipresencia de actores: agencias de marketing, de publicidad, de comunicación, calificadoras, de consultorías, de sondeos, spin doctors, think tanks…, que han invadido los diferentes espacios de los campos políticos y mediáticos. A menudo presentadas como coadyuvantes de la modernización de la vida política, las actividades que estos agentes despliegan encubren una complicidad con las clases dirigentes y las cámaras patronales. Así, la industria mediática y las redes sociales (dos sectores donde la centralización de la propiedad alcanza grados inéditos) desempeñan un papel decisivo en la producción y difusión de las formas culturales sobre las cuales se asienta la ideología dominante. Las actividades de dichos agentes alcanzan su clímax durante las campañas electorales, momentos cumbre del juego político de las democracias representativas, cuando reclaman para sí y con cierto éxito el monopolio del conocimiento de la “voluntad de la opinión pública”. Su protagonismo cada vez mayor desde la década de los ochenta ha acompañado la redefinición de la política económica acorde con los regímenes de acumulación dominados por el capital financiero. En 1999, The Wall Street Journal ya señalaba cómo “las campañas electorales en el extranjero se parecen cada vez más en estilo y en sustancia a las de Estados Unidos”. Si el estilo remite a una americanización de los campos políticos y de las prácticas electorales, la sustancia a la cual alude la gaceta de referencia del mundo de los negocios remite al sometimiento de la política económica a los intereses del capital financiero.
La explosión de los costos de campaña (anverso de la proliferación y profesionalización de agentes y parásitos en los diferentes segmentos de los campos político y mediático) trae consigo un incremento constante de la participación de las grandes fortunas en el financiamiento del proselitismo de las asociaciones y candidatos que se miden en las contiendas electorales. La evolución del financiamiento de la democracia y de los gastos electorales en el mundo (observable mediante la mutación cualitativa de los “sistemas de regulación del financiamiento de la vida política”, la evolución de las modalidades y el aumento de los montos de los financiamientos privados en las democracias representativas occidentales en las últimas décadas) encubre para algunos observadores las premisas de un “nuevo régimen censitario” (Cagé, 2018; Carnes, 2013). El fenómeno exacerba tensiones entre los modos de financiación de las asociaciones políticas y las legislaciones que rigen la financiación de las actividades electorales: arsenales jurídicos cuya actualización evidencia un punto ciego de la sociología de la democracia representativa en condiciones capitalistas.
La capacidad de una clase dominante para imponer a toda la sociedad un orden económico y político determinado como el único posible, es el criterio último del éxito de una forma de Estado. De aquí que cada fase de la historia económica y social del capitalismo (de la dinámica de clases correspondiente a un régimen de acumulación determinado), reclama una actualización de la máquina estatal. Estos retoques sintetizan conflictos sociales pretéritos, así como medidas tomadas para afrontar las crisis del régimen anterior. En ese sentido, los fenómenos antes mencionados (el rol de los acreedores del Estado en la definición de los objetivos de la política económica, la adaptación del lobbying al agenciamiento de los poderes públicos, la generalización de la puerta giratoria, la americanización del campo electoral y la actualización de los mecanismos de producción de las ideas políticas dominantes, así como los modos de financiación de las asociaciones que compiten en las elecciones) son indicadores de la estabilidad de las formas económicas y políticas vinculadas con la supremacía del capital financiero desde finales de la década de 1970.
Ahora bien, si las llamadas “grandes crisis” desnudan la composición de las clases poseedoras y la naturaleza de sus vínculos con el poder político, entonces las crisis de 2001 y 2008 desnudaron el grado de compenetración entre el Estado y los intereses financieros. En los Estados Unidos, el seguimiento del crac de septiembre de 2008 mediante el diario de Henry Paulson Jr. (a la sazón secretario del Tesoro del gobierno federal y anteriormente Chairman y Chief Executive Officer [ceo] de Goldman Sachs) ofrece uno de los testimonios más fehacientes de dicha compenetración (Paulson, 2010). No obstante, si las crisis de 2001 y (con mayor fuerza) la de 2008 revelaron las contradicciones del régimen de acumulación dominado por el capital financiero, las dos últimas décadas registran una consolidación de la supremacía de sus intereses en el Estado. En efecto, la crisis de 2008 invalida la hipótesis (ampliamente aceptada) según la cual las grandes crisis acarrean como consecuencia una modificación del régimen de acumulación. A diferencia de 1929 y 1974 (dos crisis que aceleraron la mutación de los regímenes de acumulación, reunificando a la burguesía en torno al capital industrial en la primera y al capital financiero en la segunda), las crisis de 2001 y 2008 sólo remendaron las condiciones de acumulación existentes, aun cuando exacerbaron los antagonismos de clase y cimbraron la capacidad de liderazgo de los financieros. Ausencia de unidad de clase de la burguesía, y multiplicación de las divisiones entre los trabajadores. De ahí un rasgo paradójico de la dominación del capital financiero en lo que va del siglo XXI: una dominación sin hegemonía. La paradoja se declina de manera distinta si la consideramos desde el punto de vista de los gobernantes y de la clase trabajadora.
Entre los gobernantes, la dominación sin hegemonía se manifiesta en el abismo existente entre los discursos voluntaristas pronunciados durante y después de la crisis y las políticas económicas aplicadas. Así, a espaldas de declaraciones de estadistas y altos funcionarios tras la crisis de 2008 (presidentes de bancos centrales, ministros de Hacienda, jefes de Estado, dirigentes de organismos internacionales, . . .) sobre la necesidad de regular la globalización financiera, de luchar contra la especulación, etcétera, se reforzó el imperio del capital financiero sobre los poderes públicos. Subyacente a las explicaciones de tales veleidades, encontramos fuerzas económicas y financieras que operan como cancerberos a las puertas de los campos político y electoral de las orientaciones de la política económica. La noción de gobierno técnico (oxímoron nacido al calor de las crisis ministeriales de la Italia de la década de los noventa y vulgarizado durante la Gran Recesión) expresa —bajo una forma travesti— esta dominación sin hegemonía del capital financiero entre los gobernantes. Al mismo tiempo, las discrepancias en torno de la regulación de los flujos y actividades financieras develan divisiones en el seno mismo de los intereses de las instituciones del capital financiero; fisuras a menudo señaladas entre los factores explicativos de las tendencias políticas encontradas de la última década.
Entre los trabajadores, la dominación sin hegemonía del capital financiero reviste expresiones contradictorias según la categoría socioprofesional. Más que redescubrir la tendencia al incremento de las desigualdades en condiciones capitalistas, la crítica post 2008, vincula la tendencia a la regresión de la parte de los ingresos del trabajo en los productos internos brutos (PIB), con el aumento de los ingresos financieros (dividendos, intereses, etcétera) entendidos como partes de las ganancias del capital. Mundial aun cuando desigual, la regresión de la parte de los trabajadores en los PIB desde la década de los ochenta resulta todavía más importante si consideramos únicamente los salarios netos: la distribución del valor agregado entre asalariados y capitalistas antes del pago de impuestos. Asimismo, el aumento de los ingresos financieros como parte de las ganancias aparece con mayor claridad en las estadísticas sobre la composición de los ingresos de los poseedores de fortunas superiores a 30 millones de dólares: los llamados “ultras ricos” (Ultra High Net Worth Individual o UHNW) que censa anualmente el banco suizo UBS, o de categorías estadísticas análogas (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, 2012; y Godechot, 2015). Ahora bien, la explosión de las desigualdades entre las dos clases fundamentales y su aumento dentro de la clase trabajadora (diferencias de remuneración entre categorías de asalariados), no agota la cuestión de las relaciones del capital financiero para con los trabajadores.
Puerta de entrada a la vida asalariada, el aumento del endeudamiento estudiantil despierta protestas cada vez más fuertes entre las categorías de activos calificados, al grado de convertirse en un tema electoralmente relevante en las últimas campañas presidenciales en Estados Unidos. Puerta de salida, los sistemas de pensión por capitalización (su extensión y condiciones de prestaciones) no suscitan un menor cuestionamiento entre segmentos cada vez más extensos de trabajadores. Ambos fenómenos resultan sintomáticos del influjo que ejercen los mercados financieros (o financiarización) en diferentes momentos de la vida económicamente activa. La difusión acelerada del neologismo “financiarización” desde la crisis de 2008 también resulta sintomática de cierta manera de tomar conciencia de los antagonismos y alienaciones que trae consigo la subsunción de una cantidad cada vez mayor de actividades profesionales a la lógica y temporalidad financieras. Muy recientemente, la pandemia sacó a la luz las consecuencias deletéreas de décadas de gestión de sistemas de salud y hospitales públicos a partir de los principios de gestión por los números (Management by the Numbers o MBTN), consistente en maximizar el rendimiento de los insumos y de los recursos humanos en tiempos acortados, cual activos de carteras de operadores bursátiles.
De manera general, el mérito de la apropiación de la noción de financiarización por la crítica post 2008, consiste en señalar el proceso de abstracción de todas las relaciones sociales y su sometimiento al principio del cálculo individual y a la consigna de convertirse en emprendedor o autoemprendedor de su propia actividad o profesión. Sin embargo, al hipostasiar la dominación financiera, al considerar el capital financiero como un fetiche que impone —desde el exterior— su lógica y ritmo a las actividades sociales —de la misma manera que vampiriza a los agentes de la producción, el comercio, así como el consumo de bienes y servicios—, la crítica a estos antagonismos no interroga forzosamente las raíces del fenómeno ni discute su significado. De ahí que la concomitancia entre una crítica que tiende tanto a demonizar lo financiero como a indignarse, al igual que la proliferación de iconoclastas movimientos antiplutocráticos —en una era marcada por el desdibujamiento de las organizaciones de trabajadores, de desorientación ideológica y vaciamiento programático de la izquierda, así como de crecimiento de fuerzas de extrema derecha— sea la forma de subjetivación política más notoria de las contradicciones del capitalismo de inicios del siglo XXI.
En suma, si la crítica devela el carácter multiforme de la dominación política del capital financiero —así como sus contradicciones más ruidosas—, se preocupa menos por analizar los arquitrabes de las relaciones entre el capital financiero y el Estado, los hechos que imprimen a estas relaciones sus tendencias fundamentales. Tal predilección por las efemérides y los aspectos más palmarios del afianzamiento de los intereses financieros sobre el Estado, alienta la veleidad —diversamente formulada, de la izquierda a algunas corrientes de la derecha— de separar el poder financiero del poder político, de resucitar la pretensión a la independencia que caracterizó el Estado de la posguerra, actualizándola a las condiciones de acumulación del siglo xxi. En el momento cuando se consolida la heteronomía del Estado para con el campo económico, resurge —bajo la pluma de críticos obnubilados por los mecanismos exteriores de dominación política del capital financiero— la quimera de un poder estatal trascendente, ubicado por encima de los intereses de las clases dominantes.
Superar los límites de la crítica a lo que hemos llamado “los mecanismos externos de dominación del capital financiero sobre el Estado”, obliga —por consiguiente— a redefinir la problemática.
La deuda pública, piedra angular de las relaciones entre el capital financiero y el Estado
Las relaciones entre el capital financiero y el Estado son opacas. Aclararlas reclama un enfoque que permite recorrer la historia de tales relaciones y mostrar cómo su evolución entraña la dominación del primero sobre el segundo. La deuda pública constituye la piedra angular de las relaciones entre el capital financiero y el Estado; es el hilo rojo invisible que ata la clase detentora de la riqueza mobiliaria con el Estado moderno. El lugar del Estado en la génesis y desarrollo del sistema de crédito estructura el tratamiento de la problemática del presente libro.
Los empréstitos públicos motorizaron la formación de los sistemas de crédito (o sistemas financieros), al impulsar la creación de la banca, de la bolsa de valores, así como de los instrumentos y prácticas en ambas instituciones. Asimismo, la gestión de la deuda pública reclamó la implementación de un modo preciso de recaudación de impuestos, la racionalización del aparato administrativo, al igual que relaciones determinadas entre la Hacienda (o Tesoro Público) y el Banco Central. De aquí la importancia de la deuda pública como elemento de la monopolización de recursos financieros, que marca el nacimiento del Estado moderno. La deuda pública condiciona la objetivación de este último como aparato de poder público e impersonal, al tiempo que sirve de palanca para su control: media la autonomía y heteronomía del Estado para con el campo económico, al igual que condiciona la correlación de fuerzas entre las facciones financieras y no financieras de la burguesía.
Ahora bien, tanto en la deuda pública como en el Estado, el conjunto de los movimientos de la sociedad encuentra una síntesis. De ahí la dificultad para identificar los mecanismos de producción de la deuda que proceden directamente de la dinámica del sistema económico.
En el presente trabajo, definimos el carácter endógeno de tales mecanismos a partir de la dualidad del impuesto: gravamen de la producción, por un lado; y modo de financiamiento de los gastos públicos, por el otro. Se trata de una dualidad contradictoria si se admite la hipótesis estándar —como lo hacemos aquí— de que la clase empresarial desea maximizar sus ganancias con la menor imposición posible, al tiempo que debe asegurar el financiamiento de una máquina estatal cada vez más importante y sofisticada. Lo anterior permite definir diferentes mecanismos de producción endógenos de la deuda pública. Al margen de los gastos extraordinarios (guerras, catástrofes naturales o pandemias, como la reciente) que generalmente captan la atención de los estudiosos, distinguimos tres mecanismos ordinarios y consustanciales al sistema económico. Un primer tipo procede del papel que desempeña el Estado en la creación y reproducción de las condiciones del trabajo asalariado. Aunado a éste, un segundo mecanismo proviene de lo que llamamos la “lucha fiscal de clases”, fenómeno que se refleja y actualiza en los fundamentos y herramientas de los sistemas tributarios. La exacerbación de la lucha fiscal de clases puede observarse de manera indirecta mediante el reforzamiento de la regresividad de los sistemas tributarios. Un tercer tipo de mecanismo, finalmente, remite al financiamiento de las infraestructuras indispensables a la producción y circulación de bienes y servicios o condiciones generales de la acumulación.
Si bien la deuda pública funciona políticamente como palanca de control del Estado, económicamente es el modo de acumulación rentista por excelencia. La relación entre el servicio de la deuda y la recaudación tributaria constituye un buen indicador, aunque aproximativo, de este fenómeno. En los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), entre la quinta y la cuarta parte de la recaudación tributaria anual es adjudicada al pago de la deuda pública. Así, más que “la alimentación de la República”, como Hobbes define a secas el impuesto (1651: 283-284), una parte proporcional de la imposición alimenta las capas más rentistas de las clases dominantes, mediante la transferencia puntual de una parte de la recaudación anual.
En definitiva, los fundamentos del crédito público y los mecanismos de producción de la deuda ponen de manifiesto las palancas de control del capital financiero sobre el Estado y, recíprocamente, la manera como este último participa en la reproducción del sistema de crédito.
El presente libro analiza el proceso de formación de tal Estado-axioma del capital financiero. Partiendo de la génesis y estructuración del sistema de crédito, ponemos de relieve dos niveles del alineamiento de las prácticas estatales sobre los intereses del capital financiero. Dicho alineamiento concierne la intervención del Estado en la economía y la organización interna de la máquina estatal. Mientras la primera remite por lo esencial a las relaciones entre el Banco Central y la Hacienda, la segunda remite a la homologación entre los principios de funcionamiento de las administraciones y de los órganos de ejecución del poder estatal con los principios de la gerencia corporativa financiarizada.
Ahora bien, nuestro uso de los conceptos capital financiero y Estado obedece a una selección metodológica que precisamos a continuación.
Génesis y estructura del capital financiero
La presencia del comercio de dinero en sociedades asentadas en diferentes modos de producción, plantea las principales dificultades en la definición del capital financiero. El comercio de dinero designa un sinfín de actividades: la mala crematística de la antigüedad griega, la ribā de las sociedades mahometanas, la enfiteusis eclesiástica de la Europa medieval y de la América colonial, la usura de los Montes de Piedad, las operaciones de transferencia de remesas de trabajadores inmigrantes, la especulación cambiaria de Georges Soros, los créditos de Citigroup, los microcréditos microleoninos de Muhammad Yunus a proletarias del Bangladesh, etcétera. Todos esos agentes y prácticas pertenecientes a sociedades y épocas diferentes, aparecen aquí bajo el mismo prisma.
El capital financiero no se distingue formalmente de otras formas históricas de comercio de dinero y del “capital que devenga interés”, como designa Marx a la forma genérica de esta actividad.
La práctica del comercio de dinero y la usura han surgido en épocas y bajo modos de producción diversos, siempre y cuando registren intercambios mercantiles. No obstante, en ninguna sociedad precapitalista las actividades del comercio de dinero se habían convertido en fuerzas autónomas que escaparan del control de la sociedad y dominaran las actividades de sus agentes, sus deliberaciones políticas y la dirección de sus Estados, como es representada con frecuencia la globalización financiera. Más bien, en las sociedades precapitalistas: “la usura parece vivir en los poros de la producción, así como en Epicuro los dioses viven en los intermundos” (Marx, 1867: 771).
Ahora bien, el capitalismo es un tipo particular de economía monetaria, un modo de producción mercantil en el cual el trabajo asalariado es la forma de existencia predominante de la mano de obra: la relación de explotación por antonomasia. Por capital financiero (o finanzas), designo toda actividad que reviste el comercio de dinero en una economía dominada por el trabajo asalariado. El capital financiero nace con la transformación de la usura precapitalista en un sistema de crédito. Esta transformación constituye un capítulo en la génesis del capitalismo. Entre los factores que participan en la emergencia de dicho sistema económico, la usura opera —bajo ciertas circunstancias— como disolvente de formas de producción pretéritas, precipitando la ruina de terratenientes derrochadores y proletarizando tanto a artesanos como a campesinos independientes, al tiempo que centraliza las fortunas.
La metamorfosis de la usura precapitalista en sistema de crédito se expresa en el cambio de significado de la categoría interés. En las sociedades precapitalistas, el prestamista se apropia de una parte variable de la producción. El interés puede exceder la parte correspondiente a lo necesario a la subsistencia del productor. De ahí el vocablo “usura”, cuya connotación odiosa se conserva hasta nuestros días. Sin embargo, en el capitalismo los productores directos no recurren a préstamos para producir.
Dentro de la esfera de la producción, el prestamista afronta directamente al capitalista y no al trabajador asalariado. Si este último recurre a instituciones financieras, lo hace en calidad de consumidor o por apremios de carácter privado. Dentro del capitalismo, el interés corresponde a una parte variable de las ganancias del patrón. En suma, la modificación de las condiciones de producción establece la diferencia de significado de la categoría interés considerada en los sistemas precapitalistas y capitalista.
Bajo la forma de interés, el usurero puede devorar aquí todos los excedentes por encima de los medios de subsistencia más estrictos (del monto de lo que será después el salario) de los productores (esto es, devorar lo que más tarde aparece como la ganancia y la renta de la tierra), y por ello es en extremo absurdo comparar el nivel de este interés, en el cual el prestamista se apropia de todo el plusvalor [= excedente] con el nivel de la tasa de interés moderna, en la cual el interés sólo constituye una parte de ese plusvalor (Marx, 1894: 768) [cursivas en el original].
De tal modo, las polémicas sobre la definición del interés y la determinación de la tasa de interés —entre los siglos XVI y XVIII— expresaron los cambios correspondientes a la organización del comercio de dinero bajo las condiciones del modo capitalista de producción. Así y todo, la modificación de los puntos de vista sobre el interés no inició en el terreno del pensamiento económico, sino en el de la religión. En contraste con la revolución que introdujo en la relación subjetiva al trabajo, la Reforma protestante no reconcilió la ética cristiana con la mala crematística, sino que actualizó la tesis de Aristóteles sobre la esterilidad del dinero —justificación última de la condena a la usura o préstamo a interés en las tres religiones monoteístas—, a las condiciones de la vida económica moderna. Para ello, la hermenéutica calvinista recurrió a un análisis historicista del comercio del dinero. En vez de partir de la actividad de préstamo de dinero en general como lo hizo todavía Lutero en sus prédicas contra la usura y “los servidores de Mammón”, Calvino distinguió los préstamos a los pobres de los efectuados a los ricos comerciantes y manufactureros. Mientras los primeros (resultantes de la necesidad de consumo de gente de condiciones modestas) constituyen el objeto de condena por excelencia, los segundos —relativamente desconocidos en la época de la Sagrada Escritura— deben tolerarse. Ético, el argumento de Calvino desborda empero la esfera de la religión: el teólogo corrobora cómo el pago del interés proviene de las ganancias de las actividades efectuadas por el prestatario rico. De manera que —si bien no contradice el pecunia non parit pecuniam pagano-cristiano— el análisis de Calvino abre paso a una distinción hasta entonces inédita: la distinción entre usura e interés (Böhm-Bawerk, 1884: 52-55; Biéler, 1959). Más globalmente, la ambivalencia del contenido del análisis del comercio de dinero que proponen los reformadores de la Iglesia, subraya dos facetas del sistema de crédito naciente: catalizador de la producción de riqueza y de los ingresos rentistas.
La Reforma fue la antesala para las investigaciones propiamente económicas que definieron las categorías capital, ganancias, interés y tasas de interés, independientemente de sus expresiones nominales en dinero. Desde la segunda mitad del siglo xvii y de manera resuelta a partir de Hume, los economistas clásicos definen sistemáticamente el interés como una fracción de la ganancia del capital. Si bien esta última emana de la explotación de los asalariados, la tasa de interés expresa las relaciones cambiantes entre dos facciones de la burguesía: los industriales y los financieros. Así, las evoluciones de la tasa de interés para con la tasa de ganancia expresan las relaciones de fuerza cambiantes en torno de la apropiación del excedente. El sistema de crédito que reemplaza la usura precapitalista, surge de estas relaciones entre facciones de clase. Recíprocamente, la división del excedente en interés y ganancia contiene todas las formas posibles de la relación entre capital industrial y capital financiero.
Resultado de la modificación del modo de producción, la metamorfosis de la categoría interés reclama la abrogación de las legislaciones sobre la usura. El enfrentamiento entre Smith y Bentham a finales del siglo XVIII marca el apogeo de esta polémica. La cautela del primero (el deseo de conservar las leyes contra la usura para coartar los riesgos y la especulación inherentes a los proyectos de los emprendedores y a la “imprudencia” de los banqueros) es criticada por el segundo, para quien esas leyes entorpecen las innovaciones de los “pioneros” o “proyectistas” (emprendedores). Para Bentham, la supresión de toda limitación a la tasa de interés permite a los banqueros distinguir entre buenos y malos proyectos de inversión. Abunda en el mismo sentido Ricardo, quien —a solicitud de una Comisión parlamentaria encargada de “estudiar los efectos de las leyes que regulan o restringen el interés del dinero”— denuncia en 1818, todavía, el carácter anacrónico de las leyes contra la usura y sus efectos perniciosos sobre el comercio. La aplicación de la legislación —enfatiza— afecta el mercado del capital-dinero, restringiendo la variación de la tasa de descuento, la tasa a la cual el Banco compra instrumentos de crédito no vencidos (Bentham, 1787; Ricardo, 1818: 217-223; Mill, 1848: 792-795). En Inglaterra, la revocación de las leyes contra la usura concluyó tan sólo en 1854. En suma, entre los siglos XVII y XIX, la génesis del capital financiero —entendido como esfera determinada, objetivada mediante un sistema de crédito cuyos establecimientos animan un mercado de capital-dinero— antecede y acompaña la formación de la moderna producción industrial.
El capital financiero se desarrolló a medida que el crédito envolvió el comercio, la producción y el consumo. Si la vieja usura se desenvolvía en los límites de los poros mercantiles de la sociedad precapitalista, la extensión de los modernos instrumentos crediticios intervino con la intensificación de la circulación de mercancías. Posteriormente, el crédito se inmiscuyó en la producción y se convirtió en la base de su financiamiento. En ese sentido, el desarrollo pleno del sistema de crédito reclamó un desenvolvimiento industrial considerable y —sobre todo— la dominación de la empresa correspondiente al capitalismo avanzado: la empresa por acciones o corporación. Mecanismo de concentración y distribución de los recursos productivos, así como catalizador de la acumulación y de las crisis, el sistema de crédito se diferencia en dos niveles: la banca y la bolsa de valores. La primera se asienta en la circulación de dinero, en tanto que la segunda descansa sobre el sistema bancario. Mientras, en los albores del capitalismo, las primeras bolsas registran todo tipo de transacciones (cambiarias, sobre seguros, títulos estatales, etcétera), la diferenciación del sistema de crédito interviene como fenómeno relevante sólo sobre la base de una producción capitalista altamente desarrollada. Es decir, dominada por corporaciones.
La reunión de sumas de dinero y su transformación en capital-dinero —el alfa y omega de los financieros— incita una división del trabajo en el interior del campo financiero. La diferenciación de este campo registra el surgimiento de agentes especializados en diversas operaciones y prácticas. Por ejemplo, el cálculo de probabilidades y seguimiento de los riesgos de crédito alienta la creación de departamentos o instituciones especializadas en la evaluación de la “dignidad crediticia” (creditworthiness) de las diferentes categorías de prestatarios (comerciantes, empresarios, consumidores, Estados, etcétera). Mientras la composición y gestión de carteras exigen una creciente matematización de las operaciones, los procedimientos, trámites y litigios que traen consigo esas operaciones, estimulan la creación de tribunales privados de arbitraje y conciliación, de instituciones especializadas en la gestión y reventa de créditos morosos, etcétera. La importancia y formas de tal división del trabajo financiero se encuentran condicionadas por factores internos y externos a este campo. Entre los segundos, los cambios periódicos en las técnicas de transporte, comunicación e información desempeñan un papel fundamental para los modos de circulación del dinero y de los instrumentos de crédito. Dichos cambios afectan simultáneamente la estructura técnica y material del sistema de pagos de la economía, como el negocio de los establecimientos financieros, en cuanto empresas específicas. Así, la informatización de las actividades financieras a partir de las décadas de los setenta y los ochenta marcó un paso decisivo tanto para la organización de las transacciones de las inversiones internacionales de las corporaciones, como para la sofisticación de los modelos matemáticos de cálculo de riesgo sobre los cuales se apoya la especulación. De igual manera, desde la década de 2010, la emergencia de criptomonedas trae consigo la multiplicación de plataformas financieras cuyas virtualidades son aún insospechadas. El desarrollo del conjunto de estas prácticas —en volumen y en grado de especialización— ha convertido los momentos de las diferentes cadenas de operaciones en profesiones por derecho propio, como ocurre con el consulting financiero, o las agencias de notación (credit rating agency).
En definitiva, a partir del principio rector del capital financiero —hallar fuentes reales y potenciales de dinero, reunirlas y convertirlas en capital dinero— nace y se configura un entramado de prácticas y agentes que designo “instituciones orgánicas del capital financiero”. Éstas comprenden el conjunto de los establecimientos bancarios, compañías de seguro, fondos de inversión, fondos de cobertura (hedge funds), casas de cambio, montes de piedad, transferencia de remesas, agencias calificadoras, fondos soberanos, fondos de pensión, plataformas financieras, los llamados “gestores de grandes fortunas” (family offices), y una larga lista de instituciones —más o menos parasitarias— que captan grandes sumas por concepto de comisiones, agios, honorarios, etcétera. Las actividades de dichas instituciones se distribuyen entre los dos niveles del sistema de crédito (la banca y la Bolsa) aunque algunas intervienen en ambos, y sus prácticas responden a una misma lógica: convertir en capital-dinero las sumas monetarias “durmientes” de la sociedad.
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La separación de la organización de las operaciones de la circulación monetaria, así como la racionalización de los canales de la circulación que permite, abren simultáneamente la posibilidad de antagonismos entre financieros, industriales y comerciantes en torno de la apropiación de un excedente que sólo producen y realizan las dos últimas. Lejos de constituir una oposición entre dos funcionamientos del sistema financiero (uno, sometido a las necesidades productivas; otro, volcado a la especulación: uno, “bueno”; otro, “patológico”) —como se complace en hacerlo cierta crítica—, financiamiento de la producción y rentismo son dos caras de un mismo fenómeno. Los argumentos de esa crítica abrevan —como veremos en los Capítulos primero y cuarto— de las controversias en torno a la definición del crédito, su diferencia específica con el dinero y la naturaleza de los vínculos entre ambos. A su vez, el arreglo del sistema de crédito y el entrelazamiento entre sus dos facetas, se actualizan con los cambios en la producción y el comercio. En ese sentido, al consumar la separación entre propiedad y gestión de empresa, la corporación exacerba las tensiones entre las dos facetas del sistema de crédito.
La transformación de la usura precapitalista en sistema de crédito reclama sincrónicamente la intervención del Estado. Las modalidades de dicha intervención dependen —entre otros factores— del modo de conformación del trabajo asalariado. En los países donde las relaciones productivas capitalistas en ciernes son embridadas por la usura y formas precapitalistas —donde la burguesía no se ha subordinado por completo a los demás grupos de la clase dominante—, la fuerza estatal puede intervenir “disminuyendo autoritariamente la tasa de interés, de manera que [la usura] no pueda dictar sus condiciones al capital industrial” (Marx, 1905b: 415). Es el caso, por ejemplo, cuando el Estado crea establecimientos bancarios para financiar inversiones de una industria naciente. Los bancos de fomento que nuclearon circuitos estatales de financiamiento de la acumulación de capital en América Latina operaron en ese sentido como motores del desarrollo de los jóvenes sistemas de crédito entre las décadas de 1930-1940 y 1970-1980. En el mismo orden de ideas, el Estado participa de la formación del sistema de crédito acelerando la concentración del dinero en los bancos mediante la legislación sobre el modo de pago de los impuestos, de las facturas, pero también de los salarios. Pongamos por caso, obligando a patronos y trabajadores a detentar cuentas bancarias para desembolsar y recibir los sueldos y/o definiendo la periodicidad de pago de los salarios: al día, a la semana, a la quincena, al mes (el alargamiento del plazo de pago favorece, ceteris paribus, la concentración de estas sumas en los bancos). La contribución del Estado al desarrollo del sistema de crédito concierne también la transformación en capital de las sumas correspondientes a ahorros para gastos de educación, salud y —sobre todo— sistemas de jubilación —si los hay— de los trabajadores. Lo anterior se manifiesta mediante la autorización de sistemas individuales de pensión por capitalización, en los cuales las cotizaciones para retiro son transformadas en capital-dinero y gestionadas por operadores bursátiles. El Estado, finalmente, contribuye a la formación del capital financiero incidiendo en las pugnas por la apropiación del excedente entre las facciones financieras y no financieras de la burguesía. Tal interposición se manifiesta por medio de la tributación, así como —desde luego— mediante la intervención de la Hacienda y del Banco Central en los dos grandes segmentos del mercado del capital-dinero (mercado interbancario y mercado financiero), especialmente en periodos de crisis. Así, en su repaso de la vieja controversia sobre las leyes contra la usura, Keynes toma partido en favor de Smith y en contra de Bentham (Keynes, 1936: 311). A la inversa, en la década de 1970, los argumentos de Bentham son reciclados por Milton Friedman en su embestida contra el keynesianismo y las regulaciones de los sistemas de crédito de la posguerra.
Ahora bien, por encima de los procedimientos mencionados, el rol del Estado en la formación y desarrollo del sistema de crédito remite a los empréstitos públicos.
Aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos así creada y de la riqueza improvista de los financistas que desempeñan el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación [la deuda pública, escribe Marx] ha dado impulso a las sociedades por acciones, al comercio de toda suerte de papeles negociables, al agio; en una palabra, al juego de la Bolsa y a la moderna bancocracia (Marx, 1867: 944).
Arquitrabe de las relaciones entre Estado y capital financiero, el análisis de la deuda pública: su papel, sus mecanismos de producción y sus implicaciones políticas, vertebra el presente trabajo. De ahí la necesidad de aclarar la concepción del Estado y de sus funciones implícita en este libro.
El Estado y la dualidad de sus funciones
La formación del Estado moderno ocurre sobre la base de relaciones de soberanía variadas; pero siempre a partir de la generalización de intercambios mercantiles. La solidaridad entre estos dos procesos (político y económico) es un denominador común de las explicaciones clásicas del nacimiento del Estado moderno. Éstas afrontan una misma dificultad: esclarecer dos funciones distintas (aunque entrelazadas) del Estado: el cumplimiento de tareas comunes que proceden de la existencia de una colectividad, por una parte; y la reproducción de la estructura de las clases sociales, por otra. Las interpretaciones de la formación del Estado moderno que se inspiran en Hegel y/o Weber, ponen de relieve dicha dificultad. En ellas, el proceso de objetivación del Estado acontece a través de la disolución de los vínculos de obediencia personal y de sujeción directa, de la posesión personal de los cargos públicos, así como de las relaciones de subordinación a un poder particular. De origen hegeliano, esta objetivación encuentra su expresión clásica en “el Estado racional” de Weber (Colliot-Thélène, 1992). De manera que la ley y la existencia de un cuerpo permanente de funcionarios conforman, respectivamente, el revestimiento exterior y la constitución interna del Estado, entendido como “aparato de poder público e impersonal, separado de la sociedad” (Pašukanis, 1924: 142). La representación de la ecuanimidad y racionalidad de la acción estatal reviste formas radicales en Durkheim. Instancia propia de sociedades complejas basadas en la división mercantil del trabajo, “órgano de reflexión” cuya función consiste en determinar “la conciencia colectiva” de una sociedad política atravesada por tendencias encontradas, el Estado es independiente de los conflictos de clase, al servicio de la realización del interés general y caracterizado por el apartidismo de sus funcionarios (Durkheim, 1905: 172-174). Por ello, desde un punto de vista normativo, Durkheim aboga por la prohibición de los derechos de sindicalización y de huelga para preservar y garantizar los deberes del funcionario, y para proteger su estatuto.
Al hacer del Estado una superestructura a cargo de la gerencia de los asuntos colectivos de la burguesía, aunque dotada de una autonomía relativa, el marxismo arraigó el estudio de la acción estatal en las condiciones materiales y sociales; pero tropezó a la hora de exponer la dualidad de sus funciones. Lo anterior queda comprobado en fórmulas que —en la historia del pensamiento marxista— buscaron conciliar el principio de autonomía del Estado con una concepción instrumentalista del mismo. El aforismo que define el Estado como un “capitalista colectivo en ideas” (Engels, 1877) delata esta aporía. Lo mismo para la fórmula de Kautsky: “la clase capitalista reina, pero no gobierna. Se contenta con comandar el gobierno” (1902: 17). Para los marxistas, el enigma específico del Estado moderno consiste en que remite a una superestructura en la cual la dominación política de clase en el interior de sus instituciones brilla por su ausencia (Poulantzas, 1968: 128). La discusión de esta paradoja animó una famosa controversia sobre las causas de la “naturaleza de clase del Estado” entre Poulantzas y Miliband. Mientras el segundo localizó —empíricamente— la naturaleza de clase del Estado en la extracción social del personal gobernante y de los altos funcionarios, Poulantzas sostuvo que aun gobernado por obreros, no dejaría de ser un Estado capitalista. Así y todo, la tensión entre una tendencia instrumentalista y otra objetivista recorre también el análisis marxista del Estado. Mientras la primera subraya el carácter político de sus funciones (en provecho de las clases dominantes), la segunda se enfoca en la administración de las instituciones encargadas de tareas indispensables a la reproducción de la comunidad; aunque dichas instituciones estén subsumidas en la forma política del Estado.
El riesgo de la primera tendencia es reducir el Estado a una emanación del capital. Es el riesgo en el cual incurre la escuela alemana de la derivación. Para ella, la idea del Estado como encarnación particularizada de la comunidad, procede de una contradicción de sus fundamentos materiales: aquella entre la libertad formal que caracteriza las relaciones interindividuales, y la dependencia objetiva de estas relaciones para con el capital (Hirsch, 1975: 445). El mérito de esta escuela, empero, fue haber sistematizado la distinción entre forma y funciones del Estado, siguiendo una hipótesis esbozada por Marx. “Sin la forma estatal, [recalca un autor derivacionista] el análisis del sentido de las acciones del aparato de Estado puede derivar en la indeterminación o en el voluntarismo” (Tischler, 1998: 8-9). Tentativa de sobrepasar los razonamientos circulares sobre las acciones recíprocas entre infraestructura económica y superestructura política del marxismo clásico, la distinción entre forma y funciones del Estado permite preguntar directamente: ¿Por qué predomina esta o aquella orientación en la acción del Estado —en materia de reforma tributaria, de regulación del sistema de crédito, de política monetaria, de política fiscal, de política social, etcétera— en un periodo dado? La perspectiva derivacionista permite estudiar la evolución de las funciones del Estado y de los modos de regulación aparentados en concordancia con la modificación de las condiciones de acumulación y de la dinámica de clases correspondientes. De la misma manera, la derivación fecundó hipótesis sobre la organización y evolución internas de la administración pública (Holloway, 1982). Sin embargo, al definir el Estado como particularización de las relaciones sociales de producción capitalistas, la escuela de la derivación quedó desarmada para explicar la formación de un aparato de gestión de las instituciones comunes y consustanciales a la vida colectiva. El mismo riesgo —reducir el Estado a una emanación del capital— reaparece a la hora de considerar el ordenamiento jurídico que acoraza los poderes públicos y la legalidad que respalda sus acciones. Utilizando una metáfora sugestiva, Perry Anderson compara la relación entre fuerza y consenso en el Estado con la relación entre las reservas de los bancos centrales y la circulación fiduciaria en un sistema de crédito (Anderson, 1977). Las primeras sirven de respaldo a la segunda. La fórmula de Anderson actualiza la alegoría del centauro (mezzo bestia mezzo uomo) de Maquiavelo para describir el Estado moderno. No obstante, para soldarse fuerza y consenso, deben revestir la indumentaria y hablar el lenguaje propiamente estatal: el parlamentarismo y el derecho. Por medio de la producción de circulares administrativas, decretos, leyes, y mediante un modo de funcionamiento de la burocracia ajustado a leyes, el Estado aparece separado de la sociedad y por encima de ésta. El análisis marxista del Estado de Derecho opone al carácter formalista del ordenamiento jurídico una definición sociológica del Estado, como producto y manifestación de las contradicciones de clase. Desde dicha perspectiva, el ordenamiento jurídico opera la transustanciación de los antagonismos de clase en dominación legal, absorbe el poder de facto de la clase que domina la contienda y lo transforma en poder de jure (Sartre, 1960: 723). Al respecto, mucho antes de que Marx exigiera aprehender las relaciones jurídicas y las formas de Estado a partir de las condiciones materiales de existencia, Adam Smith ya reducía la génesis de las funciones domésticas del Estado y el “establecimiento de una recta administración de la justicia” al surgimiento de la propiedad privada y sus correlatos económicos y sociales: el crecimiento ineluctable de las desigualdades de fortuna y de los antagonismos correspondientes (Smith, 1776: 628-631). Lo cierto es que esta aproximación al Estado de Derecho subleva una aporía similar a la de la escuela de la derivación: el Estado aparece en último análisis como emanación del capital. En definitiva, la proliferación de fórmulas que previenen explicar los movimientos de la superestructura política a partir de la mano invisible de la infraestructura económica sólo indicaría —como resume Zavaleta— que en el marxismo la autonomía relativa del Estado es una petición de principio (2006), pues detrás de todas esas formulaciones, el Estado figura en última instancia como brazo del capital.
A la inversa, una segunda tradición del marxismo pondera la determinación de clase de la forma Estado, para considerarla como una máquina objeto de la lucha política, pero neutra en sí. Rudolf Hilferding (padre del análisis del sistema de crédito en una economía dominada por corporaciones oligopolistas) es también el representante clásico de dicha tradición. En ella, el carácter común y colectivo de las funciones estatales prevalece sobre el de clase. Aquí el carácter de clase del Estado emana de quien detenta sus riendas, y no de alguna cualidad de la máquina estatal. Tal punto de vista caracteriza también los primeros estudios sociológicos sobre la emergencia del capitalismo. Ellos tienden a considerar el Estado como una suerte de espectador semipasivo, aunque al alcance del más fuerte. Sombart (el sociólogo que acuñó la noción de capitalismo) resalta por ejemplo cómo el Estado “se muestra débil ante la lucha de intereses, [aunque] tienden a inclinarse ante los más fuertes grupos de intereses y a poner en las manos de sus representantes la dirección del Estado, o por lo menos, la influencia decisiva en la dirección del mismo” (1902: 65). Nótese que tales caracterizaciones no implican en modo alguno hacer del Estado una encarnación del interés general —como en Hegel y sus primeros comentaristas—,15 pero sí obligan a distinguir su forma de su contenido social, como lo exige Kelsen:
Hay que estar de acuerdo plenamente con la teoría marxista en el hecho de que toda determinación conceptual que presente al Estado esencialmente como organización de un interés global o de una voluntad global, en una palabra, en cierto modo como expresión de una solidaridad de todos los individuos unidos a través de la organización, es una ficción (1923: 194).
Si bien rechazan toda distinción entre la forma Estado y su contenido social, para Hilferding y otros marxistas, orientación de la acción del Estado y antagonismos de clase no están fatalmente vinculados. Previo a la dilucidación de sus vínculos con la clase dominante, el Estado debe definirse como “la organización superior consciente de una sociedad productora de mercancías” (Hilferding, 1910: 25). Las implicaciones de esta concepción aparecen nítidamente en el análisis pionero que hace Hilferding de las funciones del Estado en un “capitalismo organizado” (un sistema dominado por grandes corporaciones asociadas con grandes bancos e imbricado con un Estado dotado de funciones lo bastante extendidas en materia de política monetaria para suprimir la “anarquía” de la producción mercantil) que anticipó las teorías de la regulación de la dinámica y crisis del capitalismo monopolista formuladas a partir del periodo de entre guerras (Pierre, 2021). Sus herederos después de 1945 perciben el Estado como una concha vacía susceptible de ser ocupada y puesta al servicio de los intereses de una minoría (= oligarquía) detentora del poder económico (grandes corporaciones) o al servicio de la colectividad (= el pueblo). Un tiempo explícito entre los partidos comunistas adeptos de la teoría del capitalismo monopolista de Estado (CME), el enfoque alienta tácitamente el voluntarismo de la crítica populista de izquierda al neoliberalismo.16 Combinada con el historicismo de Gramsci —para quien la vida estatal es una formación y superación continua de equilibrios inestables entre los intereses de las clases en pugna—, esta segunda tradición del marxismo considera las décadas de la posguerra como una integración por parte del Estado de los intereses económicos de las clases dominadas, a costa de ciertos intereses económicos a corto plazo de las clases dominantes, sin que ello afecte los intereses políticos de estas últimas. La concisa definición del Estado de Poulantzas —“condensación material” de una relación de fuerza entre clases y fracciones de clase—, expresa las tensiones propias a esta segunda tendencia del pensamiento político marxista (Poulantzas, 1978; Jessop, 1985). No por casualidad los trabajos más importantes de esta segunda tradición fueron elaborados en las décadas de la posguerra, el periodo de auge y apogeo de la pretensión de independencia del Estado.
El keynesianismo, la elaboración de diversas tipologías de Welfare State, la “programación económica” de la CEPAL (Comisión Económica Para América Latina) de Celso Furtado, o el “desarrollo dependiente asociado” de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, son algunos de los tantos ejemplos de análisis que —al ponderar las determinaciones clasistas de la acción pública— abonaron a un contraargumento de la crítica formalista al marxismo como teoría política: el Estado sería en definitiva una forma específica de la vida social que puede asumir contenidos muy variables: “un medio de técnica social”. Medio que en cuanto tal se puede utilizar de diversas maneras para la consecución de los más diversos objetivos políticos, como objetaba Kelsen a Marx y a Lenin (Kelsen, 1923: 189). En todas esas definiciones, el Estado aparece en última instancia como una fuerza exterior al capital, aun cuando esté a su disposición.
Lo cierto es que las dos tradiciones marxistas desarrollan puntos de vista unilaterales sobre las funciones del Estado. Sin embargo, la originalidad de la concepción del Estado esbozada por Marx fue precisamente haber distinguido el entrelazamiento de ambos tipos de funciones. Sobre la base de la división mercantil del trabajo, el interés del individuo particular entra en contradicción con los intereses comunes a todos los individuos. La multiplicación de estos intereses comunes procede de la dinámica misma de la división del trabajo que —al multiplicar las necesidades y al encoger la capacidad productiva del individuo solitario— potencia la dependencia de los individuos con sus intercambios. Para Marx, el Estado es justamente la forma autónoma y alienada que el interés colectivo reviste en sociedades mercantiles. La formación del Estado moderno no sólo acusa la conversión de los intereses particulares de la burguesía en intereses generales de la sociedad, sino también la mediación de una cantidad creciente de instituciones comunes a los individuos en esferas de la vida social, diferenciadas y relativamente autónomas.
El Estado es la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época; se sigue que todas las instituciones comunes tienen como mediador al Estado y adquieren a través de él una forma política (Marx y Engels, 1846: 72).
A través de esas “mediaciones”, la acción del Estado engloba “la realización de los asuntos comunes que se derivan del carácter de toda comunidad, como las funciones específicas que responden al antagonismo entre el gobierno y la masa del pueblo” (Marx, 1894: 491).
Gestión de asuntos colectivos y reproducción de antagonismos de clase aparecen entrelazados en la acción estatal. El mantenimiento del orden público revela, por ejemplo, esta dualidad: “el policía puede utilizar la porra para regular el tráfico o para dispersar una manifestación de huelguistas o desempleados” (Trotski citado por Deutscher, 1969). La polisemia de la noción orden público procede, justamente, de esa dualidad en la cual la reproducción de la dominación política de clase y de las instituciones comunes se acopla en un aparato de poder impersonal. Sin embargo, Marx nunca llevó a cabo un estudio sistemático de las prácticas estatales. El 28 de diciembre de 1862 escribe a Kugelmann: el “desarrollo ulterior [a El Capital] podría fácilmente realizarlo otra persona, sobre la base de lo que ya está escrito por mí (con la única excepción, tal vez, de la relación en las diversas formas de Estado y las distintas estructuras económicas de la sociedad)” (Marx, 1862:19). A falta de una teoría acabada del Estado, Marx hace foco en sus análisis concretos en uno u otro aspecto de la intervención estatal en la vida económica y social. Las dimensiones instrumentalista u objetivista son privilegiadas según la naturaleza del problema tratado: crisis políticas, crisis económicas, etcétera. Lo cierto es que dicha fragmentación deja un hiato entre las dos facetas de las funciones del Estado anteriormente señaladas y nunca agrupadas en un estudio sobre la forma Estado que debió coronar su crítica de la sociedad capitalista (Marx, 1859: 3). Por su parte, Engels identifica ambas facetas, pero como superposición o sucesión de dos procesos:
La sociedad se crea un órgano para la defensa de sus intereses comunes frente a los ataques de dentro y de fuera. Este órgano es el poder del Estado. Pero, apenas creado, este órgano se independiza de la sociedad, tanto más cuanto más se va convirtiendo en órgano de una determinada clase y más directamente impone el dominio de esta clase (Engels, 1877: 49).
En cualquier caso, en ese hiato anidaron y prosperaron las dos grandes tendencias del análisis marxista del Estado.
Ni estancos ni inmutables, intereses de la clase dominante e instituciones colectivas se trenzan y evolucionan. Mientras el entrelazamiento remite a la consistencia escurridiza de la noción interés general, el carácter evolutivo remite a su actualización a cada periodo de la historia económica y social. Desde este punto de vista, los cambios en la organización del Estado moderno aparecen comandados por la dinámica de las clases a un periodo determinado y por la naturaleza cambiante de intereses colectivos correspondientes a fuerzas productivas continuamente subvertidas.
La confusión entre las dos facetas de las funciones de los poderes públicos —cumplir tareas comunes consustanciales a la existencia de una colectividad y reproducir su estructura de clase— no sólo recorre el periodo constitutivo de la sociología del Estado. La amalgama subyace —de diferentes maneras— a las actualizaciones contemporáneas de las definiciones del Estado. Por ejemplo, el codicilo de Bourdieu a la definición weberiana —el Estado como agrupamiento humano que reclama para sí exitosamente el monopolio de la violencia física y simbólica, Bourdieu, 2012: 14—, busca explicar la participación estatal en la naturalización por los individuos del orden social, sus estratificaciones de clase y mecanismos de reproducción. Apoyándose en Bourdieu, Jessop emprende un camino análogo. Las diferentes “dimensiones” de la “aproximación estratégico-relacional” del Estado que pone de relieve el politólogo inglés muestran la tensión entre ambas facetas de la acción estatal, mediante la variedad de instituciones acorde con los equilibrios inestables entre las fuerzas sociales que se disputan cada campo (Jessop, 2017: 97 y ss.).
Una perspectiva diferente (procedente de la tradición funcionalista) ofrece la noción de políticas públicas que ha colonizado la reflexión sobre la acción estatal en las ciencias políticas en las últimas décadas, al grado de convertirse en un campo de estudio por derecho propio. Las variantes de las definiciones de esta noción escamotean una invariante de origen: la acción del gobierno y de sus agencias en un área específica de la sociedad o del territorio es (y debe ser) el resultado de procesos de toma de decisiones que trascienden los intereses partisanos y partidistas.
Esa representación de la acción del Estado vaciada de todo contenido partidista (subterfugio facilitado lingüísticamente por la distinción entre politics y policy hecha ciencia por un estudioso de la propaganda política: Laswell, 1951), impregna las representaciones tecnocráticas del poder estatal en el capitalismo de hoy. De ahí la solidaridad entre la producción de nociones en esta subdisciplina, el reforzamiento del poder de las altas administraciones de los órganos del poder ejecutivo a cargo del diseño, ejecución, actualización y evaluación de las políticas públicas, así como la difusión de una representación del Estado como ente no monolítico, relativamente neutro, objeto de disputas y de presiones multiformes, al igual que actor de búsquedas de acuerdos y compromisos cambiantes entre grupos de la sociedad civil.
Sin embargo, al naturalizar los determinantes objetivos de la acción estatal, la ciencia de las políticas públicas secreta y cristaliza representaciones ideológicamente eficaces. Lejos de negar la posibilidad de nexos privilegiados entre el Estado y las clases dominantes, aquéllos pierden su carácter orgánico. Las connivencias entre el Estado y los intereses de la clase dominante dejan de ser consustanciales y pasan a ser fortuitas, remediables a base de transparencia y rendición de cuentas. Para ello, esta literatura especializada dispone de una batería de nociones (puertas giratorias, lobbying en instancias de regulación o legislativas, sobornos, disminución de la rendición de cuentas, crony capitalism, etcétera) que aprehenden las formas circunstanciales de connivencia entre los intereses privados y los poderes públicos en clave de “captura del Estado”.
Volcadas a la descripción de interferencias puntuales entre intereses privados y poderes públicos, dichas nociones no van más allá del censo de los mecanismos externos de dominación del capital financiero sobre el Estado. Del mismo modo que cierta crítica económica opone un funcionamiento “sano” del sistema financiero a uno “patológico”, asistimos aquí a la fabricación de una oposición entre un Estado “normal” —entidad encargada de la satisfacción de las necesidades colectivas— y un Estado “secuestrado”, subordinado a intereses particulares mediante una tipología de la apropiación privada de sus instituciones y agencias.
Así y todo, la reformulación contemporánea del mito del apartidismo de la máquina estatal oculta una homologación de las dos facetas de sus funciones anteriormente distinguidas. La amalgama se manifiesta a través de los principios en camino a dominar, en el presente, el diseño de las políticas públicas y la acción estatal en general. En el último medio siglo, la llamada “nueva gerencia pública” (New Public Management, en adelante (NPM) introduce modos de uso de los recursos públicos y técnicas de intervención del Estado inspiradas en principios de gobernanza corporativa.
Si el acercamiento entre tecnocracia y administración de empresas se remonta por lo menos a los inicios de la organización industrial moderna, la homologación contemporánea constituye un paso decisivo en el alineamiento de la gestión estatal sobre la lógica del capital financiero. Esta voluntad de “gerenciar” los poderes públicos como grandes corporaciones, afecta a todo el cuerpo del Estado, tanto a su “brazo derecho” como a su “brazo izquierdo”: a las instituciones a cargo de funciones soberanas como a aquellas a cargo de sus funciones sociales, como veremos en el Capítulo cuarto. Más allá de su carácter apologético, la superioridad analítica de los principios de la NPM sobre las concepciones tradicionales del Estado se manifiesta al menos en dos puntos. En primer lugar, reconoce explícitamente el sometimiento de la acción estatal a la lógica empresarial, al exigir evaluar la gestión de los tomadores de decisiones con la misma vara con la que los accionistas evalúan a sus managers. No obstante, dicho afán de homologar principios de administración pública con los de la empresa toma en serio —como veremos en el Capítulo cuarto— las críticas a las contrafinalidades de la burocracia: ineficiencias, despilfarros de recursos, etcétera. En segundo lugar, su definición de las relaciones de las agencias gubernamentales con los agentes de cada campo de la vida social, subvierte las concepciones habituales de las relaciones entre los poderes públicos y el sector privado. La NPM y la fragmentación de los mecanismos de intervención del Estado en agencias autónomas encapsulan los procesos de toma de decisiones, y el derecho administrativo que lo acoraza, en una lógica definida por criterios de gerencia capitalista.
El sobrevuelo descrito del problema que plantea la dualidad de las funciones estatales en diferentes corrientes del pensamiento político, permite definir algunas hipótesis para nuestra problemática. A este fin, hay que precisar primeramente el modo de intervención del Estado. Ni brazo del capital, ni agente exógeno, su acción es inmanente y exterior a las relaciones de producción y su sistema de clases. A mediados de la década de 1970, Suzanne de Brunhoff situaba la dificultad para analizar las modalidades cambiantes de la participación del Estado en la reproducción del sistema económico y su fraccionamiento en un enjambre de instituciones en la identificación de “los aspectos permanentes y fundamentales” de la intervención estatal (1976). La política monetaria constituye un buen ejemplo. Debe satisfacer —a la vez— las exigencias de las instituciones del capital financiero, así como asegurar la reproducción de las restricciones a la cual está constreñida toda economía mercantil. El análisis de la política monetaria —la combinación de sus objetivos, la elección de sus herramientas, etcétera— pone de relieve el carácter inmanente y exterior de la intervención del Estado. De ahí la articulación entre el análisis de la política monetaria y las características de cada régimen de acumulación. La hipótesis no queda modificada por la forma institucional de la política monetaria: en torno de un Banco Central de derecho privado, algo común antes de la crisis de 1929 o alrededor de uno nacionalizado y bajo la tutela del poder Ejecutivo, como era generalmente el caso hasta la crisis de 1974. En ese sentido, las políticas monetarias a cargo de bancos centrales autónomos del poder ejecutivo (arreglo institucional que triunfa a partir de la década de 1980) tampoco modifica la hipótesis, aunque sí replantea la articulación entre la restricción mercantil y una estrategia de clase dominada por los financieros, como lo veremos en el Capítulo cuarto. Al igual que otros aspectos de la intervención del Estado en el sistema económico (política fiscal, política social, política laboral, etcétera), la política monetaria ilustra la dualidad de las funciones estatales. Así y todo, precisar el modo de intervención del Estado no agota la explicación del doble carácter de sus funciones.
La propensión a enfocar uno u otro aspecto de las funciones del Estado es solidaria de una manera de considerar el capitalismo como modo de producción social. Modalidad de explotación de una clase por otra, el capital es simultáneamente una manera determinada de operar la combinación entre trabajadores y medios de producción, los dos factores constantes de cualquier modo de producción social. Mientras las concepciones instrumentalistas del Estado tienden a reducir el capital a una relación de explotación, las concepciones objetivistas privilegian el capital como modo de organización de la producción social. Desde el primer punto de vista, la historia del Estado es vista prioritariamente como una actualización de la dominación de clase. Desde el segundo punto de vista, se pone de relieve la participación del Estado en la reproducción de un conjunto social cada vez más mediado por procesos de producción complementarios, crecientemente autónomos y relacionados por intercambios mercantiles. Las variantes de la definición hilferdiniana del Estado —“organización superior consciente de una sociedad productora de mercancías”, “única organización consciente que conoce la sociedad capitalista”— se aferran a esta dimensión del capitalismo. Del mismo modo, el fondo de los argumentos de Kelsen (el principal crítico del marxismo como teoría política), procede más de las modificaciones de la relación entre Estado y economía en las condiciones de un capitalismo altamente desarrollado, que de un apego a una concepción formalista de la potencia pública:
Cuando más profundamente la organización estatal del dominio, durante el último siglo, penetró en el cuerpo de la sociedad, cuanto más se convirtieron ciertas relaciones sociales, dejadas anteriormente al libre albedrío, en contenido del ordenamiento constrictivo jurídico, tanto más grande se volvió también el contrapeso que se creó a la oposición de clases, que en el libre juego de las fuerzas económicas se agudizaba desenfrenadamente (1923: 189).
Finalmente, las representaciones del Estado que censa la historia del pensamiento económico podrían analizarse a partir de la tensión entre las dos facetas de los poderes públicos, especialmente a partir de un estudio de las reformas destinadas a prevenir los antagonismos entre el capital (considerado como relación de explotación) y la reproducción del conjunto del entramado socioeconómico.
Las hipótesis anteriores orientan y unifican nuestro análisis de los diferentes aspectos de las relaciones entre el Estado y el capital financiero. Así, la dualidad de sus funciones concierne —antes que nada— los mecanismos de producción de la deuda pública asociados al sistema tributario y al financiamiento de las condiciones colectivas (o generales) de acumulación. El impuesto es por un lado un gravamen de la producción social acorde con determinadas relaciones de explotación y, por otro, un modo de financiamiento de los asuntos comunes que se derivan del carácter de la comunidad. Las luchas fiscales de clases están —a su vez— motorizadas por esta contradicción. De carácter objetivo, dicha tensión condiciona hasta las maneras como los ciudadanos subjetivan su relación con el impuesto: desde el ciudadano de a pie que se queja de pagar “demasiados” impuestos por servicios públicos que no utiliza —como es frecuente en las capas medias—, hasta aquel de la misma clase que afirma estar satisfecho de contribuir al financiamiento de servicios indispensables. De igual modo, la producción y el mantenimiento de infraestructuras de comunicación y transporte son —a la vez— condiciones sine quibus non para la producción y circulación de mercancías y elementos de los asuntos comunes que proceden del carácter de la comunidad. El carácter dual de las funciones del Estado concierne también el papel del Banco Central, simultáneamente a cargo de la reproducción del sistema de pago y de crédito en su conjunto, y representante de los intereses específicos de la clase financiera. Finalmente, la dualidad concierne la evolución de la estructura del aparato administrativo del Estado y de las instituciones a cargo de la ejecución del poder estatal. Y eso no es todo. La dualidad concierne también la naturaleza de las instituciones del capital financiero: a la vez instrumentos de opresión del capitalista ocioso; y aparatos de cómputo, planificación y gestión de recursos productivos, intercambios de bienes y servicios, así como prácticas de consumo.
El estudio del proceso de formación de tal Estado-axioma del capital financiero y sus grandes facetas, determina el siguiente plan de exposición en cuatro capítulos.
Plan de exposición
En el Capítulo primero (“La formación del sistema de crédito y la colectivización del capital”), analizamos la estructuración del sistema financiero. Sustituto del dinero en su función de medio de circulación, el crédito se torna en el principal mecanismo de repartición de los recursos productivos. Las formas privadas de crédito están asociadas con cada momento del proceso de reproducción: el comercio, la producción y el consumo. La anterioridad histórica del crédito comercial sobre el cual descansa originalmente la banca, contrasta con el carácter tardío del desarrollo del crédito a la producción. La estructura acabada del sistema financiero se perfila, a medida que la empresa por acciones domina el sistema económico. La disociación entre propiedad y gestión de la empresa es el catalizador del auge de la Bolsa y de las formas desarrolladas de circulación fiduciaria. En definitiva, el pleno desarrollo del sistema de crédito —al tiempo que crea las condiciones para una potenciación del rentismo y de las formas más parasitarias de apropiación de las riquezas— oculta el desarrollo de formas virtuales de colectivización de la producción y distribución de las riquezas.
El Capítulo segundo analiza las características del crédito público, la vertiente complementaria del sistema financiero. El crédito público es el eje de la reproducción del sistema financiero. Realiza su centralización en torno del establecimiento encargado de la gestión de la deuda pública: el Banco Central. El rol de la deuda pública exige analizar las causas de la supuesta imposible bancarrota del Estado: los fundamentos políticos y económicos del crédito público, respectivamente. Los primeros remiten al lugar de la deuda pública en la formación del aparato financiero del Estado (Hacienda, Aduanas, etcétera). Complementariamente, los fundamentos económicos remiten a las fuentes de ingresos que respaldan a los empréstitos estatales. El Capítulo tercero aborda los mecanismos de producción de la deuda pública. Cuando no aluden a la evasión tributaria, los economistas esgrimen causas extraeconómicas para explicar el origen y carácter de la deuda. Situamos la necesidad del empréstito en el estatuto contradictorio del impuesto: gravamen del excedente, por un lado, y financiamiento de los gastos estatales, por el otro. De ahí el lugar de los antagonismos fiscales en la producción de la deuda pública. Tal lucha fiscal de clases queda reforzada por la tendencia a desposeer el Estado de toda fuente autónoma de financiamiento, de todo recurso que no sea el impuesto o el empréstito. La lucha fiscal de clases y la expropiación del Estado determinan —de manera conjunta— la eficacia de la deuda pública como medio de control del mismo. Aparece así el rol de la deuda pública en la mediación de la autonomía y heteronomía del Estado para con los intereses de las clases dominantes.
Para finalizar, en el Capítulo tercero consideramos el financiamiento de las condiciones colectivas de acumulación como mecanismo de producción de la deuda pública. Desde Smith, los economistas adjudican tales condiciones (infraestructuras indispensables a la producción y circulación de bienes y servicios) al Estado, con un argumento: no rentables para el sector privado, son —sin embargo— indispensables a la marcha del sistema económico y a la vida social en general. No obstante, el desarrollo tecnológico, al modificar la rentabilidad, actualiza el problema del financiamiento de estas obras y condiciona una presión en favor de su privatización.
El Capítulo cuarto considera el alineamiento de la gestión estatal sobre los intereses del capital financiero. El alineamiento procede en primera instancia de las implicaciones del desarrollo del sistema de crédito para el binomio Banco Central y Hacienda. Dichos vínculos conforman lo que designamos “la estructura organizacional del Estado”. La que impera en la era contemporánea —en torno de la autonomía del Banco Central— avala la supremacía de los intereses financieros en la definición de la modalidad de intervención del Estado en la economía. Complementariamente, la connivencia entre capital financiero y gestión de los poderes públicos interviene —más adentro— mediante la importación de principios de gerencia corporativa al aparato administrativo del Estado y a sus agencias. La idea de administrar el Estado como una empresa tiene consecuencias contradictorias: extiende principios de gestión racional de los recursos e intervenciones públicos a un grado inédito, al tiempo que consagra la mediación mercantil como principio ordenador de los diferentes mecanismos e instituciones del Estado.
Así, los cuatro capítulos progresan de la génesis del sistema de crédito a sus implicaciones para la orientación de la acción estatal. Apuestan a mostrar cómo el capital financiero somete al Estado, su intervención en la economía y su organización interna. La deuda pública aparecerá como arquitrabe de las relaciones entre Estado y capital financiero de manera directa e indirecta. Herramienta de control directo del Estado, la deuda nuclea indirectamente los mecanismos mediante los cuales los poderes públicos participan en la reproducción del mundo social y se alinean con los intereses del capital. Mientras en los albores de la producción social basada en el trabajo asalariado, el Leviatán contribuyó al sometimiento de la usura y participó en la formación del sistema de crédito, éste tiende a dominarlo en las condiciones de un capitalismo altamente desarrollado. Dicho recorrido circular no significa unilateralmente el triunfo de intereses rentistas y parasitarios, como lo señala cierta crítica que —en su prisa por correr hacia lo concreto y conmoverse ante sus fenómenos más escandalosos— pierde discernimiento teórico e histórico; dos razones por las cuales se aferra a la quimera de volver a los tiempos de la pretensión de la independencia del Estado, a una suerte de remake de los Estados de la posguerra.
Por último, una aclaración sobre las fuentes. El ensayo se sitúa en el terreno de la economía política y sus subdisciplinas auxiliares que son la historia del pensamiento económico y financiero. La problemática general (la evolución de las relaciones entre el Estado y el capital financiero) rige la elección y el uso de fuentes historiográficas y empíricas. Dichos trabajos pertenecen por lo esencial a la historia económica y social, así como a sus ramas especiales que son la historia de la moneda y del crédito, la historia tributaria, la historia de las deudas pública y privada, así como la sociología del Estado.
Para no interrumpir la continuidad del hilo argumentativo, las referencias a los contenidos de los trabajos mencionados son —salvo excepciones— consignadas en notas de pie y señalan la fecha de su edición original. Lo mismo se aplica para las informaciones extraídas de la prensa general y especializada. Al igual que los ejemplos tratados directamente en el cuerpo del texto, dichas referencias ilustran determinaciones correspondientes a cada faceta de la problemática del presente libro. En modo alguno constituyen estudios de caso.