1956 Perfiles de coraje. John Fitzgerald Kennedy.
Prólogo
El coraje es la virtud que más admiraba el presidente Kennedy. Él buscaba personas que habían demostrado de alguna manera, ya fuera en un campo de batalla o en un diamante de béisbol, en un discurso o combatiendo por una causa, que tenían coraje, que lucharían, que se podía contar con ellas.
Es por eso que este libro encaja tanto con su personalidad, con sus creencias. Se trata de un estudio de hombres que, arriesgándose a sí mismos, su futuro e incluso el bienestar de sus hijos, se mantuvieron firmes en sus principios. Fue en torno a ese ideal que él moldeó su vida. Y esto, a su vez, les dio coraje a los demás.
Como dijo Andrew Jackson: «El hombre con coraje hace la mayoría». Ese es el efecto que el presidente Kennedy tuvo en los demás.
El presidente Kennedy habría cumplido cuarenta y siete años en mayo de 1964. Al menos la mitad de los días que pasó en esta tierra fueron de un intenso dolor físico. Contrajo escarlatina cuando era muy pequeño y sufrió graves problemas en la espalda cuando se hizo mayor. Padecía además de casi todas las dolencias concebibles. Mientras crecíamos juntos, nos reíamos por el grave riesgo que correría un mosquito al picar a Jack Kennedy: un poco de su sangre bastaría para causarle una muerte casi segura al insecto. Permaneció en el Hospital Naval de Chelsea por mucho tiempo después de la guerra, tuvo una operación importante y dolorosa en la espalda en 1955, e hizo campaña con muletas en 1958. En 1951, se enfermó en un viaje que hicimos alrededor del mundo. Volamos al hospital militar en Okinawa y su temperatura era superior a los 106 grados. Nadie pensaba que pudiera sobrevivir.
Sin embargo, nunca lo oí quejarse durante todo ese tiempo. Nunca lo oí decir nada que pudiera indicar que pensara que Dios lo había tratado injustamente. Aquellos que lo conocían bien, sabían que estaba sufriendo solo porque su rostro se ponía un poco más blanco, porque las líneas alrededor de sus ojos eran un poco más profundas, y porque sus palabras eran un poco más agudas. Los que no lo conocían bien no notaban nada.
Si él no se quejaba de sus problemas, ¿por qué debería quejarme de los míos? Era así como me sentía siempre.
Cuando luchó contra la enfermedad, cuando combatió en la guerra, cuando se postuló para el Senado, cuando se levantó contra poderosos intereses en Massachusetts para luchar por el canal de Saint Lawrence, cuando peleó por una ley de reforma laboral en 1959, cuando llegó a las primarias de Virginia Occidental en 1960, cuando se enfrentó en un debate a Lyndon Johnson en la convención demócrata en Los Ángeles sin previo aviso, cuando asumió toda la culpa por el fracaso en la Bahía de Cochinos, cuando combatió contra las empresas siderúrgicas, cuando se levantó en Berlín en 1961 y de nuevo en 1962 por la libertad de esa ciudad, cuando obligó a la retirada de los misiles soviéticos en Cuba, cuando habló y luchó por la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, y cientos de otras cosas grandes y pequeñas, estaba reflejando lo mejor que tiene el ser humano.
Estaba demostrando la convicción, el coraje, el deseo de auxiliar a otros que necesitaban ayuda, así como también un amor sincero y genuino por su país.
Debido a sus esfuerzos, los retrasados y los enfermos mentales tendrían mejores oportunidades, los jóvenes tendrían una mayor oportunidad para recibir educación y así vivir con dignidad y respeto por sí mismos, el enfermo podría ser atendido y el mundo viviría en paz.
El presidente Kennedy solo vivió mil días en la Casa Blanca en lugar de tres mil y, sin embargo, fueron muchas las cosas que se lograron. No obstante, todavía falta mucho por hacer.
Este libro narra la historia de los hombres que en su propio tiempo reconocieron lo que había que hacer y lo hicieron. Al presidente Kennedy le gustaba esa cita de Dante que dice: «Los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que, en un momento de gran crisis moral, mantienen su neutralidad».
Si hay una lección en la vida de los hombres que John Kennedy describe en este libro, si hay una en su vida y en su muerte, es que en este mundo nuestro, ninguno de nosotros puede permitirse ser espectador mientras los críticos están a un lado.
Thomas Carlyle escribió: «El coraje que deseamos y premiamos no es el que tenemos para morir sino para vivir decentemente y con coraje».
En la mañana de su muerte, el presidente Kennedy llamó al antiguo vicepresidente John Nance Garner para presentarle sus respetos. Era el nonagésimo quinto cumpleaños del señor Garner. Cuando este hombre llegó por primera vez a Washington, el presupuesto federal total era inferior a los 500 millones de dólares. El presidente Kennedy estaba administrando un presupuesto de poco menos de 100 mil millones de dólares.
La abuela del presidente Kennedy estaba viviendo en Boston cuando este fue asesinado. También estaba viva el año en que el presidente Lincoln fue asesinado.
Somos un país joven. Estamos creciendo y expandiéndonos tanto, que parece que ya no cabremos en este planeta. Actualmente tenemos unos problemas que las personas de hace cincuenta años, o incluso de hace diez, no habrían soñado en tener que enfrentar.
Se necesitan las energías y talentos de todos nosotros para afrontar los retos —los de nuestras ciudades, nuestras granjas, los de nosotros mismos—, para tener éxito en la lucha por la libertad en todo el mundo, en las batallas contra el analfabetismo, el hambre y las enfermedades. Los cumplidos y la mediocridad autocomplaciente nos perjudicarán. Necesitamos lo mejor de muchos, no solo de unos pocos. Debemos luchar por la excelencia.
Lord Tweedsmuir, uno de los autores favoritos del presidente, escribió en su autobiografía: «La vida pública es la corona de una carrera y es la ambición más digna para los jóvenes. La política es todavía la aventura más grande y honorable».
Menospreciar la política y a los que están en el gobierno, es algo que se ha puesto de moda en muchos lugares. Creo que el presidente Kennedy cambió eso y alteró la concepción pública del gobierno. Desde luego, lo hizo para quienes eran parte de él. Pero, sin importar lo que pensemos acerca de la política, es en el ámbito gubernamental en el que se toman las decisiones que afectarán no solo el destino de todos nosotros, sino también el de nuestros niños nacidos y por nacer.
En el momento de la crisis de los misiles cubanos el año pasado, discutimos sobre la posibilidad de una guerra, de un intercambio nuclear y hasta de ser asesinados; esto último parecía muy poco importante, casi frívolo. La única cuestión que en realidad le preocupaba, que en verdad era significativa para él e hizo que aquel momento fuera mucho más espantoso que otra cosa, era el fantasma de la muerte de los hijos de este país y de todo el mundo; de los jóvenes que no tenían arte ni parte y que no sabían nada de la confrontación, pero cuyas vidas se apagarían, al igual que todas las demás. Nunca habrían tenido la oportunidad de tomar una decisión, de votar en unas elecciones, de postularse para un cargo, de liderar una revolución, de determinar su propio destino.
Nosotros, nuestra generación, tuvimos esa oportunidad. Y la gran tragedia era que si errábamos, no nos equivocaríamos solo con nosotros mismos, con nuestro futuro, con nuestros hogares, con nuestro país, sino también con las vidas, los futuros, los hogares y los países de aquellos que nunca habían tenido la oportunidad de cumplir un papel, de votar «sí» o «no», ni de hacerse sentir.
Bonar Law afirmó: «No hay tal cosa como la guerra inevitable. Si estalla la guerra, será por el fracaso de la sabiduría humana».
Eso es cierto. Se necesita sabiduría humana no solo de nuestra parte, sino de todas. Debo añadir que si el presidente de Estados Unidos y el primer ministro Khrushchev no hubieran mostrado sabiduría el mundo, tal como lo conocemos, habría sido destruido.
Sin embargo, habrá alguna Cuba en el futuro. Habrá crisis en cierne. Tenemos problemas como el hambre, los desvalidos, los pobres y los oprimidos. Ellos deben recibir más ayuda. Y así como se tuvieron que encontrar soluciones en octubre de 1962, se deben hallar respuestas a estos otros problemas que aún tenemos. Así que todavía se necesita sabiduría.
John Quincy Adams, Daniel Webster, Sam Houston, Thomas Hart Benton, Edmund G. Ross, Lucio Quinto Cincinato Lamar, George Norris y Robert Taft nos dejaron un legado. Vinieron, dejaron su huella y este país no fue el mismo gracias a la existencia de esos hombres. Por la forma en que todo el bien que hicieron y nos legaron fue atesorado, alimentado y estimulado, por todo lo que ganó el país y todos nosotros.
Y eso se aplica también a John F. Kennedy. Al igual que los mencionados, su vida tuvo una importancia y significó algo para el país mientras vivió. Sin embargo, más significativo aún es lo que hagamos con lo que quedó, con lo que se ha iniciado. Él estaba convencido, al igual que Platón, de que la definición de la ciudadanía en una democracia es la participación en el gobierno y que, como escribió Francis Bacon: «Solo a Dios y a los ángeles les está reservado ser espectadores». Estaba convencido de que una democracia en la que su pueblo hace tal esfuerzo, debe y puede hacer frente a sus problemas, debe mostrar paciencia, moderación y compasión, así como sabiduría, fuerza y coraje, en la lucha por soluciones que muy rara vez son fáciles de encontrar.
Él estaba convencido de que debemos tener éxito en eso, porque el coraje de aquellos que nos precedieron en esta tierra está presente en la generación actual de estadounidenses.
«No nos atrevamos a olvidar hoy que somos los herederos de esa primera revolución. Dejemos que la palabra se propague desde este tiempo y este lugar entre amigos y enemigos por igual, que se pase la antorcha a una nueva generación de estadounidenses —nacidos en este siglo, templados por la guerra, disciplinados por una paz dura y amarga, orgullosos de nuestra antigua herencia—, reacios a presenciar o a permitir la lenta desintegración de esos derechos humanos a los que esta nación ha estado consagrada siempre y con los cuales estamos comprometidos actualmente en el país y en todo el mundo».
Esta obra no es solo en torno a historias del pasado; es también un libro de esperanza y de confianza en el futuro. Lo que ocurra con el país, y con el mundo, depende de lo que hagamos con lo que otros nos han legado.
—Robert F. Kennedy
18 de diciembre de 1963