1869 El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Carlos Marx.
PRÓLOGO DEL AUTOR A LA SEGUNDA EDICIÓN DE 1869
Mi malogrado amigo José Weydemeyer, se proponía editar en Nueva York, a partir del 1 de enero de 1852, un semanario político. Me invitó a mandarle para dicho semanario la historia del coup d’état. Le escribí, pues, un artículo cada semana, hasta mediados de febrero, bajo el título de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Entre tanto, el plan primitivo de Weydemeyer fracasó. En cambio, comenzó a publicar en la primavera de 1852 una revista mensual titulada Die Revolution, cuyo primer cuaderno estaba formado por mi Dieciocho Brumario. Algunos cientos de ejemplares de este cuaderno salieron camino de Alemania, pero sin llegar a entrar en el comercio de libros propiamente dicho. Un librero alemán que se las daba de tremendamente radical, a quien le propuse encargarse de la venta, rechazó con verdadera indignación moral tan “inoportuna pretensión”.
Como se ve por estos datos, la presente obra nació bajo el impulso inmediato de los acontecimientos, y sus materiales históricos no pasan del mes de febrero de 1852. La actual reedición se debe, en parte, a la demanda de la obra en el mercado librero, y, en parte, a instancias de mis amigos de Alemania.
Entre las obras que trataban en la misma época del mismo tema, sólo dos son dignas de mención: Napoléon le Petit, de Víctor Hugo y Coup d´Etat, de Proudhon.
Víctor Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor responsable del golpe de Estado. En cuanto el acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo. No advierte que lo que hace es engrandecer a este individuo en vez de empequeñecerlo, al atribuirle un poder personal de iniciativa que no tenía paralelo en la historia universal. Por su parte, Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de un desarrollo histórico anterior. Pero, entre las manos, la construcción histórica del golpe de Estado se le convierte en una apología histórica del héroe del golpe de Estado. Cae con ello en el defecto de nuestros pretendidos historiadores objetivos. Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe.
Una reelaboración de la presente obra la habría privado de su matiz peculiar. Por eso, me he limitado simplemente a corregir las erratas de imprenta y a tachar las alusiones que hoy ya no se entenderían.
La frase final de mi obra: “Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de Bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la Columna de Vendóme”, es ya una realidad.
El coronel Charras abrió el fuego contra el culto napoleónico en su obra sobre la campaña de 1815. Desde entonces, y sobre todo en estos últimos años, la literatura francesa, con las armas de la investigación histórica, de la crítica, de la sátira y del sainete, ha dado el golpe de gracia a la leyenda napoleónica. Fuera de Francia, se ha apreciado poco y se ha comprendido aún menos esta violenta ruptura con la fe tradicional del pueblo, esta formidable revolución espiritual.
Finalmente, confío en que mi obra contribuirá a eliminar ese tópico del llamado cesarismo, tan corriente, sobre todo actualmente, en Alemania. En esta superficial analogía histórica se olvida lo principal: en la antigua Roma, la lucha de clases sólo se ventilaba entre una minoría privilegiada, entre los libres ricos y los libres pobres, mientras la gran masa productiva de la población, los esclavos, formaban un pedestal puramente pasivo para aquellos luchadores. Se olvida la importante sentencia de Sismondi: el proletariado romano vivía a costa de la sociedad, mientras que la moderna sociedad vive a costa del proletariado. La diferencia de las condiciones materiales, económicas, de la lucha de clases antigua y moderna es tan radical, que sus criaturas políticas respectivas no pueden tener más semejanza las unas con las otras que el arzobispo de Canterbury y el pontífice Samuel.
Carlos Marx. Londres, 23 de junio de 1869.
Publicado en la segunda edición de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (Hamburgo, julio de 1869).
PRÓLOGO DE FEDERICO ENGELS A LA TERCERA EDICIÓN ALEMANA DE 1885
El que se haya hecho necesaria una nueva edición del Dieciocho Brumario, treinta y tres años después de publicada la primera, demuestra que esta obra no ha perdido nada de su valor.
Y fue, en realidad, un trabajo genial. Inmediatamente después del acontecimiento que sorprendió a todo el mundo político como un rayo caído de un cielo sereno, condenado por unos con gritos de indignación moral y aceptado por otros como tabla salvadora contra la revolución y como castigo por sus extravíos, pero contemplado por todos con asombro y por nadie comprendido, inmediatamente después de este acontecimiento, se alzó Marx con una exposición breve, epigramática, en que se explicaba en su concatenación interna toda la marcha de la historia de Francia desde las jornadas de febrero, se reducía el milagro del 2 de diciembre a un resultado natural y necesario de esta concatenación, y no se necesitaba siquiera tratar al héroe del golpe de Estado más que con el desprecio que se tenía tan bien merecido. Y tan de mano maestra estaba trazado el cuadro, que cada nueva revelación hecha pública desde entonces no ha hecho más que suministrar nuevas pruebas de lo fielmente que estaba reflejada allí la realidad. Esta manera eminente de comprender la historia viva del momento, esta penetración profunda en los acontecimientos, al mismo tiempo que se producen, es, en realidad, algo que no tiene igual.
Mas para ello había que poseer también el conocimiento tan exacto que Marx poseía de la historia de Francia. Francia es el país en el que las luchas históricas de clase se han llevado siempre a su término decisivo más que en ningún otro sitio y donde, por tanto, las formas políticas sucesivas dentro de las que se han movido estas luchas de clase y en las que han encontrado su expresión los resultados de las mismas, adquieren también los contornos más acusados. Centro del feudalismo en la Edad Media y país modelo de la monarquía unitaria estamental desde el Renacimiento, Francia pulverizó al feudalismo en la gran revolución e instauró la dominación pura de la burguesía bajo una forma clásica como ningún otro país de Europa. También la lucha del proletariado cada vez más vigoroso contra la burguesía dominante reviste aquí una forma aguda, desconocida en otras partes. He aquí por qué Marx no sólo estudiaba con especial predilección la historia pasada de Francia, sino que seguía también en todos sus detalles la historia contemporánea, reuniendo los materiales para emplearlos ulteriormente, razón por la cual jamás se veía sorprendido por los acontecimientos.
Pero a esto vino a añadirse otra circunstancia. Fue precisamente Marx el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, en el religioso, en el filosófico o en otro terreno ideológico cualquiera, no son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia, y por tanto también los choques de estas clases, están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el carácter y el modo de su producción y de su cambio, condicionado por ésta. Dicha ley, que tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía para las Ciencias Naturales, fue también la que le dio aquí la clave para comprender la historia de la Segunda República francesa. Esta historia le sirvió de piedra de toque para contrastar su ley, e incluso hoy, a la vuelta de treinta y tres años, tenemos que reconocer que la prueba arroja un resultado brillante.