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2024 Ago 10 El lujo caro de la honestidad. Ricardo Raphael.

No habría dado ni dos caladas a mi cigarro cuando cruzó frente a mí una pareja de adultos que por su edad necesitan hablarse fuerte. Iban tomados del brazo y no habrían podido ocultar los muchos años vividos juntos. El hombre estaba alterado
Juro que ocurrió exactamente como lo voy a contar. Descarto cualquier causalidad distinta a la coincidencia, aunque quizá alguien creyente en el Dios que todo lo oye y todo lo ve podría dar una explicación diferente.

Encendí un cigarro y me senté a fumar en una banca de mi camellón favorito. Odio haber vuelto al cigarro porque a estas alturas sé, de tanto haberlo dejado, que regresar al vicio, en mi caso tiene que ver con que estoy pasando por un momento complicado.

No habría dado ni dos caladas cuando cruzó frente a mí una pareja de adultos que por su edad necesitan hablarse fuerte. Iban tomados del brazo con tal confianza que no habrían podido ocultar los muchos años vividos juntos.

El hombre estaba alterado, aunque, por el rostro comprensivo de ella, concluí que la historia contada por su marido no tenía nada de nueva.

Tosí porque no es lo mismo fumar con la cabeza que hacerlo con los pulmones, pero ellos no repararon en que les estaba espiando.

 —Fue mi decisión y tú lo sabes —sentenció el hombre—. Podía haber actuado de otra manera, era incluso lo más fácil.

Caminaban lento, como el querido viejo de la canción.

¿De qué otra manera pudo haber actuado?, me pregunté, a propósito de mí mismo.

Yo había ido a dar ese paseo con la cabeza girando alrededor de la noria de una pregunta similar: alguien, con una ventaja arbitraria, recién me había humillado imponiendo sobre mi persona una complicidad que mi estómago no estaba con ánimo de corresponder.

—La honradez es un lujo muy caro, quizá el más costoso de los lujos, lo pagué y lo volvería a hacer —sentenció el transeúnte.

Algo respondió su acompañante que el ruido del motor de un transporte grande me impidió atender. Él se aferró al brazo de ella y yo no tuve la cortesía de mirar hacia otro lado.

Estalló en ese momento la frase que iba a herir definitivamente mi curiosidad:

—La honradez es un lujo que me merezco —redondeó la idea aquel hombre.

¿Habría sido descabellado darle alcance para interrogarlo sobre lo que estaba diciendo? En términos de merecimiento, yo tenía más derecho que ella para alimentarme de esas palabras; o más bien, para conocer la anécdota detrás de la lección predicada. Era obvio que la mujer había escuchado en más de una ocasión esas frases que para mí eran una novedad.

No me pasó desapercibida la coincidencia entre la interrogante que yo me estaba formulando mientras consumía aquel tabaco y la respuesta que ese hombre proporcionó al tiempo que mojaba la suela de sus zapatos con el agua de los charcos.

¿Estaría yo dispuesto a pagarme dicho lujo? ¿Cuánto estaría dispuesto a perder? ¿Podría cargar con las consecuencias? ¿Terminaría igual que mi vecino, repitiendo mil veces la hazaña para no dar cabida al arrepentimiento?

No fue difícil perseguirles porque iban demasiado concentrados en su plática. Me desentendí de la vergüenza que experimentaría si me descubrían. Mayor fue la intriga por los datos de la biografía de ese hombre honorable.

Escuché el nombre de un socio, más bien de un amigo con quien había fundado una sociedad. Se refirió a esa persona como suele hacerse con los hermanos. No lo hizo por su apellido, sino por el nombre de pila.

Sesgado muy probablemente por mis propias causas, interpreté la ambigüedad de los calificativos empleados para convocarlo: hay personas que nos despiertan en simultáneo admiración y desprecio, con idéntica intensidad y proporción.

—Quiso usarme y estuve a nada de caer —soltó—. Ya sé que tú me lo advertiste, lo importante es que al final decidí no hacerle caso.

El exsocio, examigo, personaje y destinatario de esa conversación era, al parecer, un funcionario público encumbrado que se hizo millonario en unos cuantos años. Esa pareja testimonió la manera cómo se alzó sobre el resto de los mortales propulsado por unas robustas cuentas en dólares.

El pleito entre el protagonista del camellón y ese sujeto no sucedió porque el primero reclamara al segundo cuando se unió al club de los que roban al erario, sino cuando el corrupto pidió a su excolega que distinguiera la confianza de muchos años aceptando ser su prestanombre.

—Tendríamos muchísimo dinero ahora —reflexionó el caminante.

—Vivimos bien como estamos —alcancé por fin a escuchar la voz de ella.

En una sociedad como la mía, donde la gente honrada tiende a ser la excepción, me habría gustado aproximarme al viejo para saludarlo de mano.

Aquella pareja no aprovechó su paseo vespertino tras la lluvia de agosto para filosofar sobre la gran corrupción, sino sobre las miserias que esa deformidad humana impone sobre la gente común.

La corrupción que ofendió al hombre mayor es la más execrable de todas. Se trata de aquella que el corrupto impone sobre un tercero porque no quiere extraviarse solo en el laberinto perverso donde habitan los de su especie.

Me refiero a la corrupción que se pretende imponer sobre la persona honesta. La que se ejerce mediante el intento de soborno, o peor aún, a través del castigo contra quien se niega a ser comprado.

La peor corrupción es aquella que hace metástasis sin encontrar un alma capaz de oponer resistencia. De ahí que el hombre del caminar lento me haya revelado en ese camellón de mi vecindario un antídoto poderosísimo: en efecto, la honestidad es un lujo que cuesta caro, muy caro, y que únicamente quienes están dispuestos a pagarlo se la merecen.

 

Tomado de: Milenio