Códigos de conducta, desempeño institucional y políticas públicas. Roberto Salcedo Aquino.
Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo
Décimo Congreso Internacional del CLAD sobre la Reforma del Estado y
de la Administración Pública.
Panel: Ética y Transparencia.
Ponencia: Códigos de conducta, desempeño institucional y políticas públicas.
Panelista: Roberto Salcedo Aquino.
Santiago de Chile, octubre de 2005.
Existen tres grandes corrientes para explicar el desempeño personal e institucional en la vida pública. Todas se sustentan en el estudio de la naturaleza humana. La primera es la de la ética personal; la segunda, la de los controles; y la última se estructura por una combinación de las dos primeras.
1. La ética personal
Cuando se pregunta a un ciudadano cuál es la cualidad que considera más importante en sus gobernantes, casi invariablemente contesta que la honestidad; que las autoridades no se apropien de los recursos del erario y que no lucren al amparo de sus puestos.
La honestidad tiene su sinónimo en la sinceridad. Sincero, etimológicamente, significa sin corrupción. La sinceridad es transparencia de propósitos, acciones y asunción de responsabilidades; la corrupción es opacidad y elusión de responsabilidades.
Desde el siglo XVII una corriente de la teoría contractualista estableció que la sociedad se formaba por el contrato de hombres libres y buenos con un gran sentido de la ética de la responsabilidad que encontraban grandes ventajas en la formación de la sociedad. John Locke es el principal representante de esta tendencia; su divisa: homo homini deus. Locke piensa que el hombre es bueno, trabaja, crea, es libre y es igual; vive en un estado de paz, armonía, cooperación y felicidad. Los hombres regulan su conducta y el trato mutuo por la ley natural, la cual garantiza los derechos inherentes al ser humano: propiedad, libertad y vida. A esta ley se accede por medio de la razón, la cual obliga al hombre a respetar tanto la integridad física de otro hombre como sus propiedades.
En resumen, el hombre es bueno para el hombre. Sin embargo, hay anomias sociales, que son excepciones. A pesar de que exista una ley natural que los hombres respetan, los intereses egoístas, en algunos casos, pueden prevalecer en la conducta humana y trastocar el estado de armonía y de cooperación. Para superar esta situación se genera un contrato político que crea la sociedad civil (Locke: 1966: passim).
Dentro de esta corriente es indispensable referirse a Jean Jacques Rousseau cuya preocupación central es encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, con la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Tal es el busilis que deviene Contrato Social. Éste propone una condición igual para todos, y gracias a esta igualdad, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás, ya que los hombres son buenos y pactan un medio bueno para convivir. En principio todos cumplirán el pacto (Rousseau: 1971: 9 ).
Dentro de la corriente de Locke y de Rousseau se postula la existencia efectiva del Estado de Derecho, los valores de la sociedad democrática, las reglas de conducta y los códigos de ética. Más tarde Max Weber expondría que existen dos éticas: una, la de la convicción, que se sintetiza en la obligación moral de cumplir los principios que se profesan; y otra, la de la responsabilidad frente a la sociedad, que valora las consecuencias de nuestros actos y que nos impele a poner el interés general por encima del interés personal (Weber: 1982: 355-356).
La educación cívica, la ética, los códigos de conducta, la palabra empeñada y el honor son fundamentos no sólo para erradicar la corrupción, sino para una convivencia provechosa para todos. Uno se rinde cuentas verticalmente a sí mismo de acuerdo con los valores profesados y de conformidad con la ética de la responsabilidad; también somos responsables de los otros y del cumplimiento de esa obligación se consolida el nos-otros; unos y otros se funden en una misma sociedad para conformar el nosotros.
Siendo el hombre un ser bueno su esencia es cumplir los pactos; pacta sunt servanda se decía desde la antigüedad clásica. En la ética personal basta la palabra empeñada como garantía.
Los juramentos de proceder de acuerdo con una ética personal tienen antecedentes muy remotos. Quisiera recordar algunos. Ur–Nammu, fundador de la tercera dinastía de Ur (2000 antes de Cristo), promulgó un código de conducta que demanda un comportamiento ético de los ciudadanos y servidores públicos: los funcionarios deben eliminar los abusos burocráticos, regular pesos y medidas para asegurar la honradez en el mercado y proteger a la viuda, al huérfano y a los pobres contra malos tratos y abusos (Kramer: 1981: 52 y 101). Los himnos sumerios abundan en la profesión de códigos de conducta.
Un código de ética es una declaración de los estándares profesionales de conducta que suscriben quienes ejercen una profesión. Los códigos éticos tienen un gran linaje. El más conocido es el de Hipócrates, el gran médico de la época clásica de Grecia. Pero el juramento ateniense es el código de conducta de mayor densidad en la ética axiológica occidental. Diseñado para los atenienses de 18 años que estaban a punto de ser admitidos a la ciudadanía y ser sujetos a entrenamiento militar. Es el mejor paradigma de un buen código de ética para la administración pública. Cito los dos párrafos principales (Shafritz: 2000: 542):
Nunca traeremos deshonra sobre nuestra ciudad mediante actos de deshonestidad o cobardía.
Nos esforzaremos sin cesar para asegurar el sentido del deber cívico en el pueblo. Entregaremos esta ciudad más grande, mejor y más hermosa
de como ella nos fue entregada a nosotros.
Los historiadores han afirmado que Roma conquistó Grecia por las armas; pero ésta conquistó a aquélla por su espíritu. La Roma republicana recogió y asimiló el espíritu griego de la ética personal. Un ejemplo. En la primera guerra púnica el cónsul romano Atilio Régulo fue derrotado y hecho prisionero. En el 251 los cartagineses lo liberaron con el fin de obtener un intercambio de prisioneros y el cese de las hostilidades. Régulo se había comprometido bajo juramento a regresar a Cartago si la negociación fracasaba; sin embargo, ya en Roma recomendó al senado no intercambiar prisioneros y pronunció un contundente discurso de por qué Roma debería destruir Cartago. Fiel a su juramento, volvió por propia voluntad para morir bajo terribles suplicios. En su tratado Los oficios o los deberes (Cicerón: 1982: 14 y15) Cicerón sentencia que las personas están obligadas a cumplir las promesas incluso a los enemigos; comenta que el ejemplo de Régulo es lo más hermoso a nivel de la ética personal que ha visto en el comportamiento de los romanos. En el mismo capítulo, diserta sobre la obligación de honrar las reglas de la guerra y pone como ejemplo paradigmático lo sucedido entre romanos y epirotas.
Durante la guerra de los romanos contra Tarento (280 a.C.) Pirro, rey de Epiro, fue llamado para defender la ciudad. Sus falanges vencieron a las legiones romanas. Pirro revisó el campo de la batalla y observó que los cadáveres romanos tenían las heridas en el pecho y en la frente y que ninguno había dado la espalda. Pensó que eran hombres diferentes a los que había conocido. En esa circunstancia, el médico de Pirro acudió secretamente al campamento romano y propuso envenenar a Pirro a cambio de un soborno. Los romanos lo apresaron y lo entregaron. Pirro observó nuevamente la calidad de esos hombres y propuso la paz basada en el principio de vivir y dejar vivir. Los romanos no aceptaron y, por segunda vez, se enfrentaron la falange y la legión; y por segunda vez ganó la falange, y es en esa ocasión cuando Pirro exclama, después de realizar la revista de rigor al campo de batalla: “Otra victoria de éstas y volveré a Epiro sin ningún hombre”. De ahí la frase de victoria pírrica (Mommsen: 1983: passim).
Honrar la palabra fue la divisa de la Edad Media. Los códigos de caballería son una muestra fehaciente de la confianza que existía si alguien empeñaba su palabra, y de la dura sanción social si no lo hacía. El juramento de un caballero se refería a ser valiente, a soportar sacrificios, a defender a los débiles, a tener fe en sus ideales, a ser justo, generoso, leal, noble y practicar la templanza como modo de vida. Esos actos de obtestación constituyen las raíces más recientes de los juramentos sobre la Biblia de que se desempeñará con honor el cargo que se asume; en estados laicos el juramento es sobre la Constitución, pero el sentido es el mismo.
Toda la historia de la busca del perfeccionamiento de la ética individual puede resumirse en que la ética pública es el proceder con medios buenos para alcanzar fines buenos y honrar la palabra empeñada. Si esto se logra, se produce la confianza como un valor social que promueve la convivencia y la cooperación sociales. “El bienestar de una nación –dice Francis Fukuyama- así como su capacidad para competir, se halla condicionado por una única y penetrante característica cultural: el nivel de confianza inherente a esa sociedad” (Fukuyama: 1996: 25); y esa confianza es la que produce la capacidad de los individuos de trabajar juntos y alcanzar objetivos comunes.
De la necesidad de inspirar confianza surgió la ética en el servicio público y la ética de los negocios. Escándalos de corrupción, de alteración de libros, de informes mendaces, recordaron hasta qué punto la credibilidad de las instituciones puede quedar cuestionada. La confianza ha ido convirtiéndose en un valor institucional y para alcanzarla han comenzado a proliferar los códigos de ética, las cátedras sobre la ética en los negocios y en la administración pública. Una idea rectora orienta todas esas actividades: para gobernar o hacer negocios es necesario comportarse éticamente: fines buenos y medios buenos. La honradez es la mejor inversión de una institución. La ética es rentable.
Los códigos de ética nacen ante una situación en que corren peligro la confianza y el crédito en una profesión por las malas prácticas que en ellas se cometen. Y son justamente quienes ejercen esa actividad, los profesionales mismos, quienes se deben empeñar en sustentar en qué consiste la buena práctica, el buen desempeño, cuáles son los buenos fines y los buenos medios. El código de ética es una autorregulación. La axiología es la ciencia que proporciona el sustento para conductas guiadas por valores generalmente aceptados porque persiguen dar certidumbre y confianza sobre el quehacer individual y porque miran primero el interés general. El principal valor de la conducta es honrar compromisos para ser honorable.
El honor sigue siendo una de las influencias centrales del comportamiento humano, a menudo más importantes que la vida misma. El honor va a la esencia de los asuntos públicos; desde las épocas antiguas sólo a los individuos percibidos como honorables se les podía confiar los asuntos del público.
Lo que subyace en los códigos de ética es que pareciera que habría que ser héroe para hacer lo que debería consignarse como natural y cotidiano. Y precisamente para evitar que tengamos que ser héroes en la vida cotidiana, se exige que prácticas, actividades e instituciones se remoralicen de tal modo que quienes viven de ellas y en ellas no tengan que jugarse la vida o la salud sencillamente para alcanzar las metas por las que cobran su sentido y legitimidad.
Que el empresario empeñado en satisfacer necesidades sociales mediante el beneficio o el administrador público que tiene que regular las actividades de las empresas no tengan que dudar entre hacer lo correcto o cuidar su vida y su salud, sólo porque por todos lados la acechanza, las trampas y las celadas proliferan en forma cotidiana y el mundo parece al revés: el que quiere portarse bien, tiene que ser héroe. Tenemos que regresar el mundo a lo cotidiano, que el comportamiento ético sea lo normal; y lo excepcional, la corrupción.
La corriente de pensamiento en que estamos inmersos nos asegura que la producción de riqueza para una sociedad se basa en un hombre nuevo y en una comunidad renovada y su sustento es la calidad del trabajo que puede medirse por los siguientes valores: la lealtad, la confiabilidad, la competencia, la cooperación y el sentido de responsabilidad para con los demás. La fusión de todas en una persona o en una institución se denomina honor.
Una administración pública honesta tiene cinco implicaciones:
- La obligación de no mentir. Sólo la verdad lleva a una atmósfera de confianza. Verdad y confianza configuran el crédito y la reputabilidad de una institución. Los juramentos forman la esencia de este principio: “Juro decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad”.
- La obligación de informar con veracidad a los superiores y al público. Esto es transparencia. Luz brillante sobre los asuntos públicos; lo diáfano es lo que hace a la luz del día. Lo nocivo se hace en la oscuridad, para que no se sepa. Noche y nocivo tienen la misma raíz semántica.
- Que las políticas públicas se formulen con información veraz, relevante y con la participación de los futuros beneficiarios de esas políticas.
- Que una vez formuladas las políticas públicas se implementen con eficacia y eficiencia, y se rinda cuentas de lo hecho y de lo omitido.
- Que la rendición de cuentas conlleve una fiscalización que concluya con la asunción de responsabilidades.
2. La corriente de los controles.
En la corriente de los controles dos grandes autores consignan el derrotero de la actividad humana. Thomas Hobbes después de estudiar la naturaleza humana consideró que el estado natural del hombre es la guerra o el disentimiento perpetuo debido a que el hombre está en competencia, en desconfianza y en busca de una sobrevivencia a partir de sobreponerse a los demás, homo homini lupus: “...la primera hace que los hombres invadan el terreno de otros para adquirir ganancia; la segunda, para lograr seguridad; y, la tercera, para adquirir reputación. La primera hace uso de la violencia, para que así los hombres se hagan dueños de otros hombres. La segunda usa la violencia con un fin defensivo. Y la tercera para reparar ofensas, como una palabra, una sonrisa, una opinión diferente…” (Hobbes: 1989: 107).
La sociedad, entonces, debe establecer controles; los más seguros posibles para que nadie se comporte mal y si, a pesar de todo, lo hiciere, que haya la posibilidad de castigarlo con la severidad requerida; no puede haber impunidad. La creación y el fortalecimiento del Estado de Derecho se vuelve la garantía contra la impunidad.
Es de creencia común que la teoría de los controles, de los pesos y contrapesos es un sistema gestado en Occidente; y que el Cercano Oriente es la tierra de los tiranos y déspotas. El desciframiento de las tablillas sumerias refuta esas opiniones. Hace cinco mil años tuvo lugar la primera asamblea bicameral para discutir los asuntos de Estado de Sumeria. Se centró en la discusión de los problemas torales de la “paz a cualquier precio” o “guerra e independencia”. Las decisiones eran atribución de las dos cámaras y el rey podía vetarlas. Ahí se fundó el principio de discutir en dos cámaras y en un ambiente de separación de poderes para contener el poder del autócrata (Kramer: 1981: 30 y 31).
Los tiranos fueron numerosos en la historia griega entre 650 y 500 a.C. Esa época fue llamada “La edad de los Tiranos”. Para liberarse de ellos los atenienses demostraron que sí había posibilidades de controlar a los poderosos estableciendo controles y ofrecieron como alternativa la democracia. Solón, Clístenes y Pericles fueron los creadores de la gran transición de la tiranía a la democracia. El hilo conductor de los tres fue el establecimiento de un sistema de controles en el seno de las instituciones para evitar que alguien pudiera convertirse en tirano.
Para romper la ley del hierro de la oligarquía –aunque el término fue usado por primera vez por Robert Michels en 1915 (Michels: 1969)- modificaron el periodo de las magistraturas; de vitalicias, las pasaron a decenales y, finalmente, a anuales para evitar la formación de intereses contrarios al interés común; se establecieron fianzas al asumir un cargo; se obligó a la rendición de cuentas de manera periódica; se eliminó el sistema electoral y se instituyó el sorteo como método de selección de los funcionarios públicos; se estableció el examen de conocimientos y capacidades para asegurarse de que el funcionario sorteado era realmente capaz de ejercer el cargo público; y se juraba, ante testigos de calidad, decir siempre la verdad. Se valoraba en mucho el juramento, incluso más que las pruebas de capacidad. Finalmente el magistrado, al asumir el cargo, prestaba juramento de desempeñarlo “con justicia y de acuerdo a las leyes” (Burn: 1989).
Roma tuvo en sus orígenes siete reyes. El último de ellos, Tarquino el Soberbio fue tan déspota que los romanos decidieron, como lo habían hecho los griegos, acabar con la monarquía y establecer controles para limitar el poder. Así, crearon la república. Rex pública significa las cosas de todos, el gobierno de las cosas de todos por encima de las cosas de los particulares. Para evitar más tarquinos, los romanos, sabedores de que permanecer durante largo tiempo en el ejercicio del poder favorece a quien lo detenta en detrimento de las cosas públicas -ley del hierro de la oligarquía-, procuraron que quienes ejercían los cargos los tuvieran el menor tiempo posible. Los gobernantes, encargados del poder de la república, fueron electos por un año solamente y no podían ser reelectos para el periodo inmediato; siempre eran dos, fueron llamados cónsules; ninguna decisión sería válida si no era tomada por ambos. Debían consultarse el uno al otro, de ahí el término de cónsul y llegar a consensos antes de emprender una acción; así uno controlaría al otro. Los cuestores, magistrados encargados de impartir justicia y de vigilar el buen desempeño de los jueces, hoy los llamaríamos miembros de la judicatura, también eran elegidos de dos en dos y por el término de un año. La palabra cuestor significa indagar por qué, de tal manera que la justicia siempre actuara racionalmente. Los cuestores nos legaron lo que hoy llamamos el derecho romano, donde la justicia no mira quién está enfrente, sino que escucha razones. El senado era el legislativo y el elector de todos los cargos públicos principales; se constituía además como órgano fiscalizador de la actuación de los funcionarios públicos. Su mayor trabajo era supervisar y llamar a cuentas. Para equilibrar y controlar la relación entre patricios y plebeyos, éstos tuvieron acceso al senado a través de sus tribunos, representantes de las tribus, y obtuvieron derecho al veto frente a decisiones de los senadores representantes de los patricios. Veto en latín significa prohibir. Ni todo el poder de los cónsules, ni todo el poder del senado podían hacer que se aprobara una ley contra el veto de los tribunos. Para proteger a los tribunos se les otorgó la inmunidad o fuero. Todo el sistema republicano fue un proceso de consolidación de controles (Barrow: 1994). República significó desde entonces gobierno controlado desde dentro.
Siguiendo esa tradición de controles, Polibio en el siglo II concluyó que había seis formas de gobierno: tres buenas y tres malas: las primeras, la monarquía, la aristocracia y la democracia; las segundas, la tiranía, la oligarquía y la oclocracia. Las tres primeras se sustentan en las virtudes cívicas; y las segundas, en la corrupción y en la entropía. Para evitar estas últimas era necesario crear un sistema mixto basado en las tres positivas, a fin de romper el ciclo degenerativo y hacer estable e incorruptible el buen gobierno. Polibio es el padre del gobierno mixto cuyo diseño tiene como finalidad velar por la salud de la república (Bobbio: 2003).
Es Montesquieu quien sistematiza todo el pensamiento de la teoría de los controles en su libro El Espíritu de las leyes (Montesquieu: 1993). Su tesis principal: que el poder controle al poder. Se formula entonces la teoría de la división de poderes, de los pesos y contrapesos, de los controles internos y externos. Todo para obligar a la buena conducta.
Dentro de esta corriente, se señala que debe haber la rendición horizontal de cuentas; que los órganos del poder público establezcan mecanismos de rendición de cuentas de unos a otros y, así, el poder controle al poder. Se arguye que la responsabilidad administrativa está sobre todo en las externalidades del servidor público a través de los órganos internos de auditoría, de la fiscalización del poder legislativo y de las cuentas públicas publicadas.
La teoría de la administración dentro de esta corriente de pensamiento centra, pues, en primer lugar, el problema de la honestidad en los controles preventivos, con todas las reglas de operación muy claras, con manuales de procedimientos, con criterios previamente establecidos y con auditorías de operación permanentes y con una fiscalización que detecte debilidades, fortalezas y oportunidades de mejora; y, en segundo lugar, en la rendición de cuentas y su fiscalización posterior.
Los valores de la administración tanto para los actores individuales como para las instituciones dentro de esta teoría de los controles son seis: optimización, equidad, competencia, flexibilidad, rendición de cuentas y fiscalización.
Se entiende por optimización el uso eficaz, eficiente y económico de los recursos financieros y materiales de la sociedad, de tal manera que se demuestre a través de un sistema de evaluación que se alcanzan los objetivos y metas propuestos con un probo desempeño.
Equidad es la obligación del gobierno de actuar conforme a leyes y a reglas de operación y nunca de manera arbitraria. Se trabaja sobre el principio de igualdad, sin privilegios para nadie; se establecen reglas transparentes del ejercicio público; priva la racionalidad y la objetividad. Las excepciones se fundamentan y se motivan y sólo confirman la regla. Los recursos públicos se aplican de manera vertical, transparente, racional y de manera objetiva e imparcial.
La competencia se refiere a que aquellos que gobiernan deben saber hacerlo. No se trata de que sólo gobiernen los que saben, que es la teoría de la tecnocracia, sino de que los electos y designados sepan manejar la maquinaria institucional. La democracia supone que los electos saben gobernar. Se exige una doble legitimidad: una nacida del mandato y otra del cumplimiento del mandato.
La flexibilidad supone que las reglas y normas no deben impedir la realización de los objetivos de las políticas públicas; los administradores deben poseer el suficiente criterio lógico para suponer que las políticas públicas serán aplicadas en diferentes regiones y a personas con diversas maneras de pensar y reaccionar. Los fundamentos de la política que se establezca pueden ser universales, pero las tácticas para su operación deben ser lo suficientemente flexibles como para adaptarse a satisfacer las necesidades de los diferentes núcleos de población hacia los cuales está dirigida.
La rendición de cuentas es la obligación de informar sobre una responsabilidad conferida. Pero a la luz de los principios de la administración honorable, podría reconsiderarse la definición tradicional para formularse como una relación basada en la obligación de demostrar el desempeño y asumir la responsabilidad correspondiente en términos de las expectativas convenidas.
Con frecuencia el gobierno no tiene cara, no responde; esta fatalidad ya la escribió Kafka en El Proceso (Kafka: 1992). Como la tentación de no informar y sobre todo de no asumir responsabilidades es muy grande, se ha establecido un sistema de controles internos y externos que obligan por ley a rendir cuentas.
La cultura de la rendición de cuentas se establece sobre los siguientes criterios:
· Un sistema jurídico que exige la rendición de cuentas y su fiscalización.
· Un sistema administrativo preparado para rendir cuentas según periodos, demandas legislativas y exigencia popular.
· Un sistema social preparado para comprender e interpretar los informes que se rinden y actuar, después de la deliberación, en consecuencia.
· Un sistema cultural y educativo donde los asuntos públicos son del interés de todos; donde lo público se publica: se transparenta; donde lo público se estudia en todos los niveles sociales y se aprende a discernir sobre la formulación de políticas públicas, sobre su implementación, sobre su ejecución, su evaluación y su fiscalización para conformar con todo ello el sentir de la voluntad popular.
· Un sistema ético donde se sancione la deshonestidad y la incompetencia; donde los asuntos públicos atraigan a los mejores hombres de la sociedad porque se honra a los honestos y competentes.
· Un sistema de fiscalización integral que evite, en lo posible, las desviaciones, las deshonestidades y la incompetencia y encienda las sirenas de alarma ante la presencia de cualquier acto de corrupción o de ineficiencia. Este sistema debe mantener el espíritu de estupor y rechazo ante cualquier acto de corrupción; debe tener presente que la corrupción es corrosiva y contagiosa y se le debe temer y combatir como un cáncer social.
Todos estos elementos conforman la cultura de los controles, que en términos simplificados significa: el pueblo manda, el mandatario obedece, rinde cuentas y se somete a la fiscalización superior.
El postulado de todo lo anterior es establecer un gobierno controlado; de este pensamiento surge la frase "un gobierno de leyes y de instituciones, no de hombres". El hecho llano es que todo gobierno es, inevitablemente, el ejercicio de un poder coercitivo de algunos sobre otros. Las leyes no surgen espontáneamente, ni son interpretadas y aplicadas por agentes no humanos. Las leyes están hechas para un propósito humano. Las buenas leyes no deben dejar el poder en manos que actúen arbitraria o caprichosamente, de ahí que se piense en las instituciones como en máquinas diseñadas para controlar a los hombres a fin de alcanzar los fines propuestos mediante métodos, normas y controles aplicados durante todo el proceso de la gestión pública. Eso es lo que propone el neoinstitucionalismo, cuyo exponente principal es Douglass C. North (North: 2004: passim). Parte de que los individuos son egoístas y siempre se conducen con la ley del mínimo esfuerzo y el máximo de rendimiento; por consiguiente, las instituciones deben establecer reglas claras y precisas para controlar a los actores. El neoinstitucionalismo lleva la guerra hobbesiana a negociaciones que deben terminar en contratos; estas negociaciones, por supuesto, incorporan las fricciones sociales, los conflictos distributivos y la neutralidad que deben tener los árbitros de la contienda. Se trata de un proceso de ajuste complejo y de negociaciones entre individuos, grupos y el Estado. Por lo tanto, se requieren instituciones eficientes que puedan controlar en su seno y con reglas precisas todas las controversias y negociaciones en el nivel macro y micro. La cultura de la negociación, de los acuerdos, del cumplimiento y de la sanción son inherentes al actuar institucional.
Las instituciones nacen para resolver conflictos o controversias de una manera civilizada en un ambiente de cooperación y de solidaridad, y es el Estado el que debe a crearlas y fortalecerlas. Éstas deben favorecer la solución de las controversias asociadas a las fallas del mercado, a los derechos de propiedad, al ejercicio del poder y de este modo se reafirma la importancia del control social y del ejercicio de la acción colectiva. Su finalidad es reducir riesgos e incertidumbre. En conclusión, las instituciones deben cambiar el comportamiento egoísta de los individuos en una dirección cooperativa. El Estado debe restringir la conducta maximizadora y egoísta de los actores a través del mantenimiento, fortalecimiento y vigilancia de las instituciones públicas y debe crear nuevas instituciones en cualquier lugar y circunstancia donde la cooperación social esté rota o deteriorada.
Las instituciones pueden ser de dos tipos: formales e informales. Las formales se constituyen por leyes y reglamentos que tratan de gobernar problemas específicos y su cumplimiento es de obligatoriedad general con una dosis de coerción. Se operacionalizan en convenios y contratos con carácter imperativo y definen las estructuras sociopolíticas y económicas de las relaciones humanas. Las informales –que son parte de la corriente de la ética personal- están constituidas por reglas no escritas, los convencionalismos, los códigos de ética y los valores generalmente aceptados y su cumplimento es voluntario y se centra en el fuero interno de la persona.
3. La tercera escuela: el sincretismo
La polémica entre las dos escuelas anteriores sobre qué camino rinde mejores resultados es parte fundamental del debate actual sobre el pasivo que es la ineficiencia y la corrupción; y el activo que es la construcción de un gobierno eficaz, responsable, transparente, donde, por supuesto, juega un papel primordial la rendición de cuentas.
Esta tercera escuela es sincrética. Postula que el hombre es bueno, con inclinaciones hacia el mal. No es malo, es concupiscible. Por lo tanto, el hombre es un hombre para el hombre: homo homini homo. Las instituciones son creadas por hombres y compuestas por hombres a imagen y semejanza de máquinas que aspiran a un perfecto funcionamiento. Se afirma que el Estado es la máquina de máquinas, la machina machinarum; las instituciones son máquinas-engranes dentro de esa macromáquina las cuales se gestan gracias al consenso humano, pero que, en el mismo momento en que empiezan a funcionar, conllevan las imperfecciones y anomias de los seres que las componen. Las instituciones por ser creaciones humanas tendrán, en proporciones diferentes según tiempos y circunstancias, caracteres hobbesianos y lockeanos. Códigos y controles es el sincretismo que es necesario lograr a la manera de Polibio con su gobierno mixto.
El poder en sí no es bueno ni malo; es, en sí, sencillamente neutral; es lo que el hombre haga de él. En manos de un hombre bueno, el poder será bueno; en manos de uno malo, será malo. Por lo tanto, la escuela sincrética postula que habrá que elegir a los hombres buenos y poner controles por si se tornan malos por sus características concupiscibles. También como los hombres malos pueden engañarnos y parecer buenos cuando los elegimos y luego mostrar su verdadera naturaleza, entonces habrá que poner los mayores controles posibles para disminuir los daños. Ésta es la tesis de Nicolás Maquiavelo, principal exponente de esta escuela.
Dada la connotación común muy divulgada de que Maquiavelo era maquiavélico, es necesario precisar que aludo a Maquiavelo y no a la connotación; me refiero al Maquiavelo de Los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, a su Dictamen sobre la Reforma de la Constitución de Florencia, al Del arte de la Guerra, a sus Escritos Políticos y no exclusivamente a El Príncipe. Es conveniente, para dejar en claro el texto y el contexto, citar a Carl Schmitt: “Si Maquiavelo hubiera sido maquiavelista, seguramente no habría escrito libros que le dieran mala fama. Habría publicado libros piadosos y edificantes y, mejor aún, un anti-maquiavelo” (Schmitt: 1962: 93).
Maquiavelo dice que los hombres aman la bondad y la generosidad, que admiran la prudencia como la gran virtud política; aman la grandeza, el valor y la gravedad. Pero por otro lado, no gustan de pagar impuestos, son volubles, se comportan mejor si temen al castigo; no se comportan bien si se sienten sólo amados; y concluye, se guían por la práctica, no por valores. Frente a esa naturaleza, propone que el Príncipe debe conocer la verdad y mantenerse no bueno, sino eficaz; debe amar a sus súbditos y hacerlos del mismo bando; pero si fuera necesario ser cruel y cumplir su palabra; y faltar a ella, si perjudica al Estado.
La tarea primordial de la sabiduría política, según Maquiavelo, estriba en frenar las pasiones humanas. “Adviértese también en este asunto… la facilidad con que los hombres se corrompen, y cambian de costumbres, aunque sean buenos y bien educados... Bien estudiados tales sucesos por los legisladores en las repúblicas o en los reinos, les inducirán a dictar medidas que refrenen rápidamente los apetitos humanos y quiten toda esperanza de impunidad a los que cometan faltas arrastrados por sus pasiones” (Maquiavelo: 1971: 125).
La salud pública se conquista mediante una cuidadosa técnica de la proporción que discierne la calidad del material humano y aplica un criterio u otro según dicha calidad. Cuando el material es bueno, la salud se logra por caminos distintos que cuando es malo; discernir el bien y el mal y aplicar una regla para el primero y otra para el segundo es el trabajo de las leyes y de las instituciones.
El príncipe bueno de Maquiavelo es el príncipe sabio, el gobernante que sabe usar bien de la bondad y de la maldad cuando, por razón de proporción, así lo requiere el material humano.
Lo que pretende maquiavelo es sujetar el movimiento colectivo a un orden, hacer de la materia humana colectiva una figura perfecta y terminada, mantenerla en equilibrio estable, en forma y unidad, enderezarla por causa racional de modo que su acción sea previsible y calculable. Esa figura perfecta es el Estado: machina machinarum.
Esa máquina tiene como sustancia la realidad humana ordenada en forma que hombres e instituciones han de seguir cauce preciso y unívoco de conformidad con la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. Ambas fundidas en una sola. El trabajo consiste en construir una institución ultrarracional con tres fines: la seguridad, la confianza y la eficacia.
Ese orden ultrarracional conjuga controles y ética personal. De esa combinación surge el problema de qué vale más, si los controles o el comportamiento ético personal. “Y aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Respondo – dice Maquiavelo- que convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que dada la dificultad de este juego simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de ambos beneficios, el partido más seguro es ser temido antes que amado... Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar que al que se hace temer” (Maquiavelo: 1968: 128-129). Así, si el ciudadano es bueno hay que amarlo y hacerse amar por él; si es malo, hay que controlarlo e infundirle temor.
La historia de las ideas políticas ha clasificado como seguidores de Maquiavelo, dentro de la concepción explicada, a Gaetano Mosca, a Vilfredo Pareto, a Georges Sorel y a Robert Michels. James Burnham los considera defensores de la libertad porque mediante sus obras han transparentado la verdad de eso que llamamos gobierno democrático con controles, pesos y contrapesos. “En toda élite actúan siempre dos tendencias opuestas: a) una tendencia aristocrática en virtud de la cual la élite trata de conservar la posición gobernante de sus miembros así como la de sus descendientes, e impedir que los recién llegados se incorporen a sus filas; b) una tendencia democrática por la cual los nuevos elementos se abren paso desde abajo e irrumpen en la élite. A la larga, la segunda de esas tendencias siempre predomina. La lucha social siempre continúa y su registro es la historia” (Burnham: 1945). De esta manera, es fundamental la creación de sistemas político-administrativos que impidan que los que gobiernan o sus descendientes se queden en el poder, y que esos sistemas sean abiertos y tengan las puertas más amplias para el proceso de capilaridad de las nuevas generaciones. Ése es el punto crítico de un gobierno mixto: una ética personal para retirarse cuando se ha concluido el periodo y un sistema de controles para impedir que se queden, así como establecer los mejores canales para captar a los representantes de los intereses de la mayoría. Por ello griegos y romanos, al reformar sus instituciones, lo primero que hicieron fue limitar la permanencia en el poder y prohibir la reelección inmediata. Todo ello es lo que postulan los maquiavelistas.
Mosca escribió sobre el mejor y el peor gobierno tomando en consideración la lucha entre la élite y la no élite; Sorel, sobre la función de la violencia para evitar inclinaciones aristocráticas; Michels advirtió sobre los peligros de la ley del hierro de la oligarquía: los que están, tienen mejores medios y posición para quedarse e impedir la circulación de las élites; y Pareto disertó sobre las conductas lógica y no lógica en relación con el proceso democrático y aristocrático.
Esta escuela combina, pues, la necesidad de que los hombres y las instituciones se conduzcan con valores y principios éticos, que postulen sus códigos de ética y sus declaraciones sobre los valores que profesan. Pero que además establezcan los controles necesarios por si alguien no cumple con su deber o se sale de las pautas declaradas. De esa combinación en la administración pública han surgido los convenios y bases de desempeño donde se establecen los compromisos de alcanzar ciertos resultados si se eliminan los controles. Se quitan los controles cuando la institución se compromete a lograr ciertos resultados. Se cree en ellas y de una institución administrada por normas y reglas se pasa a una administración por resultados, pero siempre estableciendo sanciones en caso de incumplimiento.
4. Conclusión
Las tres escuelas procuran por sus propios caminos encontrar la solución y construir el mejor de los mundos factible. Consideran que es viable por la buena conducta de los hombres, por la eficacia de los controles o por una combinación de ambos convencer, persuadir y atemorizar para que los ciudadanos se comporten de acuerdo con lo deseable y se alcancen los objetivos comunes.
Los creyentes en la ética personal consideran que es posible una sociedad buena y perfecta, excelente, de cero errores y de mejora continua; los que confían más en los controles suponen que la sociedad funcionará como una máquina bien ajustada sin que surjan problemas graves, que los mecanismos y las instituciones funcionarán según el diseño y que las personas, dados los estrictos controles, no podrán hacer prevalecer sus intereses particulares sobre el interés general. Se considera que los controles producirán el máximo esfuerzo y el máximo beneficio para la sociedad. Todo es un problema de buen diseño institucional. Y, todavía más, otros consideran que elaborando un diseño institucional que recoja lo mejor de cada posición, tendremos hombres e instituciones cercanas a la perfección.
Sin duda todos deseamos un comportamiento ético absoluto y controles que no permitan la más mínima desviación de la norma, pero creo que pocos están dispuestos a pagar el precio social que esto significa. Todos lo queremos, pero no parece que estemos convencidos de pagar los precios en tiempo, esfuerzo y cooperación que requiere tamaña empresa. Se nos olvida que a grandes desafíos, grandes medidas y, por lo tanto, grandes sacrificios. Savonarola en el siglo XV quiso reformar Florencia. Predicó la ética absoluta en todo y puso a milicias de jóvenes a controlar todos los movimientos ciudadanos. Murió en la hoguera, pues los florentinos a pesar de lamentarse del mal gobierno que tenían no estaban dispuestos a pagar el alto precio para recobrar la salud de su república.
Estamos convencidos de que es necesario erradicar la ineptitud de nuestros gobernantes, que es indispensable terminar con la cleptocracia; aspiramos a un gobierno de excelencia, democrático, prudente, que proporcione salud a la república; profesamos que el interés general debe estar por encima de los intereses de cada uno de nosotros; quisiéramos que nuestro gobierno fuera una máquina de tecnología de punta muy afinada y poco onerosa. Sobre la conciencia de que todo ello es realizable: ¿estamos dispuestos a pagar el costo de nuestra utopía?
Soy optimista. Mi optimismo se basa en que hemos buscado soluciones a un problema que creemos lacerante; no me inclino por ninguna escuela ni por todas juntas. Me inclino por ensayar de manera comprometida realmente cualquiera de ellas; pero aquí y ahora, poner en movimiento a las sociedades y a sus gobiernos.
La cuestión puede quedar resumida así: la profesión de una ética personal de quienes trabajan en las oficinas públicas; los controles indispensables para que nadie se extralimite, la supervisión de ambas cosas. Así parece que la vida es fácil. Fácil si estamos dispuestos con sinceridad a hacer los sacrificios que nos demanda la situación.
El hombre es un ser utópico, si no soñamos nuestros sueños no podrán hacerse realidad. Se trata entonces de un realismo utópico o de una ficción realista.
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