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Los Antipoliticistas. Miguel de Unamuno.

Una de las cosas que más me han llamado la atención durante mi estancia en Canarias es la frecuencia y el tono con que varios me hacían esta advertencia: "Bueno: debo advertirle a usted que yo no soy político." Decíanlo como defendiéndose de alguna acusación tácita o como reco­mendándose a mi aprecio. A cada paso oía decir de al­guno: "¿Ése? ¡Ése es un político!" Se habla allí en ge­neral de los políticos como de una especie aparte o como de hombres que se dedican a una profesión vitanda. Y son muchos, muchísimos, los que se jactan de su indiferencia respecto a la política. Y éste me parece que es uno de los más graves males de aquel país hermosísimo y no todo lo venturoso que merece ser.

De este mal también padecíamos y aún seguimos pade­ciendo en el resto de España, pero afortunadamente es­tamos en camino de curación. El número de los llamados neutros, de los execrables neutros, de los que se muestran indiferentes a las fecundísimas luchas políticas, disminu­ye de día en día.

No me entusiasman grandemente las democracias, pero hoy son ya inevitables. La democracia es acaso, como la guerra y tal vez la civilización misma -iY quién sabe si la vida!...--, un mal necesario. Hay que aceptarla o sucumbir. Y la democracia nos impone más obligaciones y deberes que nos confiere privilegios y derechos. Y el primer deber que la democracia nos impone es el de inte­resamos en el manejo de la cosa pública, de la res pública.

"¡ A mí el Gobierno no me da nada.!" Ésta es la tontería estereotipada con que no pocos egoístas y otros vividores se sacuden cuando se les solicita para que tomen puesto en las luchas políticas. Y no reflexionan si no es que aun­que el Gobierno nada les dé, no les quita algo, y les quita precisamente por su abstención de la vida pública. El que desdeña tomar parte en la vida política, siquiera como elector activo, figurando en un partido, acudiendo a mí­tines y reuniones públicas, etc., no tiene luego derecho a quejarse si alguna disposición legal o meramente guberna­tiva le perjudica en sus intereses.

Lo primero que un ciudadano necesita tener es civismo, y no puede haber patria, verdadera patria, donde los ciu­dadanos no se preocupan de los problemas políticos.

Allí, en Canarias, me asombraba y me apenaba el ob­servar la general indiferencia por los grandes problemas políticos, algunos de los cuales, como el del reparto de la tributación, debería tocarles muy en lo vivo. Y en cambio no acababa de comprender aquellos partidillos locales en que están divididos, partidillos que llevan unos motes ca­prichosos y que no se distinguen unos de otros sino por el caudillejo o caciquillo a quien siguen, taifas puramente personales organizadas para el asalto y el disfrute de los cargos públicos. "¡Y eso es política!", me decía con aire de triunfo uno de los más acérrimos antipoliticistas. A lo cual le contesté: "En efecto, eso no es política, o mejor dicho, eso es política mala, pero la culpa de que eso prospere la tienen ustedes, los que se meten en casa."

Mis esfuerzos para darme cuenta del mapa político -llamémosle así- de Canarias, me recordaron los es­fuerzos que he tenido que hacer no pocas veces para tra­tar de darme cuenta de los mapas políticos de las repúbli­cas hispanoamericanas. Casi todas nuestras clásicas cate­gorías políticas europeas, las de liberalismo y conserva­torismo, socialismo e individualismo, estatismo y anar­quismo, regalismo y ultramontanismo, etc., casi todas ellas marran cuando se trata de clasificar los partidos de las más de esas repúblicas. Y se encuentra uno como se en­cuentra en nuestros pequeños lugares rurales, divididos también en partidos, pero en partidos puramente per­sonales.

Suelo yo decir que en las pequeñas villas y en los dis­tritos rurales de esta nuestra España, hay siempre por lo menos dos partidos, y son los antiequisistas, que siguen a Zeda contra Equis, y los antizedistas, que siguen a Equis contra Zeda. Y nótese que no les llamo equisistas ni zedistas, porque son ellos esencial y fundamentalmen­te negativos. Más que siguen a uno, van contra el otro. Y en general puede decirse que nuestros republicanos no son sino antimonárquicos, y no sino antirrepublicanos nuestros monárquicos.

He llegado a darme una cuenta, creo que bastante clara, de lo que distinguía a los unitarios y los federales de tiempos de Rosas y de Sarmiento en la Argentina, pero jamás he podido comprender qué es eso de los blancos 'Y colorados del Uruguay.

Aquí en España, son las ciudades las que empiezan a plantear en su verdadero terreno los problemas políticos. La lucha política en las ciudades no es ya una lucha de personalidades y personalismos; un caudillo de ciudad, un tribuno de ella, necesita encarnar ideales políticos más o menos definidos.

Precisamente está ahora pasando España por uno de sus períodos de mayor agitación política, gracias a la labor de Canalejas, y el interés de esa agitación se ha concentrado e estos días en mi pueblo nativo, en Bilbao, uno de los más políticos de España, y donde menos neutros hay. De un lado la huelga de los obreros de las minas en demanda de reducción de horas de trabajo, 'Y de otro lado los católicos que se revuelven contra las medidas que es­timan antirreligiosas del actual Gobierno. Y uno y otro caso ofrecen no poca enseñanza.

Una de las razones, casi la única, que los patronos mi­neros dan para no ceder a las demandas de sus obreros, a pesar de los buenos oficios del Instituto de Reformas Sociales y del Gobierno mismo, es que eso implicaría una humillación, y que los obreros son soliviantados por agi­tadores políticos, a los que estiman gente extraña. Lo de la humillación no lo entiendo. La lucha entre el capital y el trabajo es una guerra, exactamente como la otra gue­rra, y el principio de "antes morir que rendirse" puede resultar dañosísimo en una guerra, por muy heroico que nos parezca. El rendir una plaza no es humillación nunca.

Una huelga no es ni más ni menos que un regateo, y un patrono inteligente, que no tenga oscurecido el enten­dimiento por las nieblas del orgullo de quien se elevó acaso desde el más bajo puesto, calcula los perjuicios que la huelga puede irrogarle, capitaliza el beneficio que los obreros pueden arrancarle con sus exigencias, y ve si le conviene ceder. Vale más privarse de tres mil pesetas cada año, que perder cien mil de una vez. El amor propio tiene poco que ver en estas cuestiones para un hombre! de juicio.

Lo otro, lo de la intrusión de agitadores políticos, a quienes se califica de elementos extraños, tiene mucha más gracia todavía. Esos señores capitalistas se imaginan que la contienda es entre ellos y sus obreros tan sólo, y que todos los demás ciudadanos no tenemos otro papel que el de meros espectadores. ¡Valiente idea tienen de la solidaridad social!

¿Y a usted, qué le importa de esto? ¿Usted por qué se mete donde no le llaman? He aquí expresiones que se oyen a menudo, y que reflejan la quintaesencia del anti­politicismo. Sí, a todos nos debe importar de todo, y las luchas eco­nómicas son luchas políticas que a todos atañen. Un con­flicto entre un patrono y sus obreros no es pleito privado, es un pleito público. Su solución repercute sobre la eco­nomía social toda.

¡Agitadores políticos! ¡Naturalmente! Son y deben ser agitadores políticos los que provoquen y dirijan las luchas entre el capital y el trabajo. Y sólo haciendo políticas a estas luchas, es como se las hace regulares, organizadas, legales, civilizadas, en fin. El socialismo es y debe ser política. Y la abstención del Estado en estas luchas es una vieja doctrina manchesteriana que apenas hay quien se atreva a propugnar hoy.

¡Libertad de contratación!, claman, y es como si uno dijese: "Que nos dejen libres, que nadie se entrometa, él tiene, como yo, sus brazos libres para luchar." Cierto, tiene libre sus brazos, pero tiene grillos en los pies. Mientras la tierra no sea de propiedad comunal, mien­tras haya quienes a dondequiera que vayan tengan que pisar tierra ajena y no encuentren propia sino aquella que les tengan que dar de sepultura luego que hayan muerto, mientras tanto, no se puede hablar de libertad de con­tratación.

Y  esta acusación -¿acusación?- de que se entromete la política en las luchas económicas entre el capital y el trabajo, esta ridícula acusación -¿acusación?- han di­rigido algunos liberales inconscientes a los católicos bil­baínos y vascongados que han querido ir a San Sebastián en protesta contra la política antimonástica del Gobierno. Que la protesta era política... ¡Naturalmente que lo era! y debía serIo. El catolicismo es político; lo es y debe ser. Esos pobres liberales inconscientes sacan en seguida en estos casos el Cristo, y hablan del Evangelio, como si Cris­to y el Evangelio no le cogieran ya bastante lejos a la Iglesia católica y al catolicismo. Y aun Cristo y el Evan­gelio son también políticos... I Pues no han de serIo!

Cuando las turbas judías quisieron proclamar rey a Jesús después de aquello de los panes y los peces, el Cristo se apartó de ellas para evitarlo. Cuando los fariseos para tentarle le preguntaron si se debía o no pagar el tributo al César, tomó una moneda, les preguntó de quién era el cuño y al decirle que del César, les contestó: "Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios." (Es decir, dad al rey o a la república lo que es de él o de ella, la moneda que acuña, el dinero, y lo demás, lo que no es dinero, dádselo a Dios, a quien no le hace falta pla­ta.) Y cuando por último le crucificaron, pusiéronle sobre la cruz, en son de burla, lo de Rey de los Judíos. Pero nada de esto quiere decir que la obra de la redención cristiana no fuese una obra profunda y esencialmente po­lítica. Querer separar la religión de la política es una locura tan grande o mayor que la de querer separar la economía de la política. No ya al catolicismo, sino el cris­tianismo y toda la religión tiene que ser política.

    Un acto político era el que los católicos vascongados querían celebrar en San Sebastián y un acto político ha sido el del Gobierno al impedírselo. Y ha obrado muy bien, perfectamente bien, políticamente bien el Gobierno.

Es torpeza, y torpeza insigne, la de querer trazar a la política un campo restringido. La política no es una es­pecialidad; la política es una forma de concebir, plantear y resolver todo problema. La política es una envolvente de todo problema público Hay política económica, política religiosa, política sanitaria, política cultural, las grandes cuestiones humanas en una democracia.

Puede sostenerse que fue la política lo que hizo la eterna grandeza de Atenas y de toda Grecia y que la filosofía de Platón, la lírica de Píndaro, la trágica de Esquilo, la historia de Tucídides, por no decir nada de la elocuencia de Demóstenes, se debió a la política. Las demo­cracias griegas fueron ante todo y sobre todo escuelas de política, como lo fueron las repúblicas italianas. Donde el pueblo se desinteresa de la política, decaen ciencias, artes y hasta industrias.

Lo cual no quiere decir, claro está, que se deje absorber por entero de cierta agitación política sin contenido doc­trinal. Y aun de esta agitación acababa de surgir doctrina.

Lo que sí ocurre es que en los períodos de intensa fiebre política parece como que las artes, las ciencias, la cultura, todo sufre un eclipse o un retardo. Los espíritus absortos en esas candentes luchas parecen desinteresarse de los demás problemas de la vida y la cultura. Pero éstas traba­jan por dentro y trabajan merced a la agitación política.

    Porque no me cansaré de repetíroslo --: pues sabido es que si de algo peco es de machacón-: la política es uno de los mejores puntos de vista para encarar cualquier problema. .

    Claro está, por otra parte, que puede uno interesarse por la política y hasta hacer política activa sin alistarse en ninguno de los partidos organizados en su país. Yo, por ejemplo... Y sí alguien al llegar acá exclamase: "¡Ya está el egotista!", le contestaré, que si lo ejemplifico con­migo, es por ser el hombre que encuentro más a mano.

    Yo, por ejemplo, creo ser uno de los españoles que han hecho más política en mi patria y, sin embargo, no figuro afiliado a ningún partido. Lo cual no creo que sea recomendable en cada caso, pero a mí me da una gran libertad de movimiento.

    Con lo que, tenemos que procurar acabar todos es con el sentimiento antisocial, o insocial por lo menos, que se esconde debajo de aquella frase de "el Gobierno nada me da". Todos los Gobiernos de todos los países dan y quitan mucho --con frecuencia quitan más que dan- a todos los ciudadanos por ellos gobernados. Y donde no hay una intensa vida política, la cultura es flotante, carece de raíces.