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Batallón San Patricio. Patricia Cox.

Los últimos irlandeses fueron hechos prisioneros. Cuando los yanquis consiguieron dominarlos, eran sólo un despojo sangrante, sostenidos en pie por una cólera superior a sus fuerzas.

Caminaron prisioneros entre los golpes y las injurias, cayendo entre los charcos donde el sol encendía su ascua moribunda; las miradas borradas por un agrio despecho y hundiendo los pies descalzos entre el lodo resbaladizo, apoyándose unos a otros para no caer, y lo más agobiante, saber que las fuerzas aniquiladas en ese es-fuerzo eran solamente para llegar hasta el cadalso. No había ya ni esperanza ni consuelo.

Rostros desconocidos y turbios como sus pensamientos; las voces parecían venir de muy lejos, como si las palabras se colgaran en las sombras como pesadas gotas de un líquido oscuro como la sangre. Nunca lo había pensado antes: que hubiera palabras dichas con sangre..., pero así era, porque su mente comenzaba a aclararse e no si alguna ráfaga hubiera realizado el prodigio de abrirse paso entre la confusión. Por aquella brecha venían las voces dichas en el mismo odiado idioma de los ingleses; por aquel túnel negro de su memoria, parecía revivirse aquella madrugada en que Esteban O'Leary murió acribillado por balas traidoras. ¡Hasta creyó escuchar los sollozos de su madre y le pareció sentir su mano dolorosa, crispada sobre su hombro hasta hacerle daño!

Sus ojos empezaron a escudriñar las sombras y comenzó a descubrir algunos rostros; eran caras amigas, gestos conocidos, perfiles duros y ojos penetrantes. Habían sido amigos y compañeros, hombres que siguieron la misma lucha y que cayeron al empuje de la adversidad, y cada uno de ellos era un manojo de nervios sacudidos en la agonía de una espera imposible, un manojo de carne desgarrada y doliente, sin ternura ni cariño, sin futuro: un muro cerrado ante la vida.

Tal vez como Juan O'Leary, todos ellos ya estaban pisando aquel umbral oscuro y misterioso de la muerte. Sus rostros parecían modelados con la sombra; los ojos eran pozos de luz donde agonizaba la esperanza.

Todos ellos no eran sino la prolongación de una humillación, de una eterna vergüenza, de una maldición que cayera sobre Erie cuando en la edad remota, sus antepasados olvidaron el privilegio sagrado de la libertad y se esclavizaron involuntariamente y por ignorancia al poderoso.

Es duro el precio que el hombre paga por la cobardía; es muy alto el castigo merecido por caer en el engaño... Y debe pagarse con la sangre, con el dolor y la vergüenza de los que se resisten a ser esclavos, de los que se niegan a sí mismos el derecho de ser cobardes.

Una voz venía del fondo de la sala, una voz que explicaba cómo los irlandeses del Batallón de San Patricio habían sido engañados y seducidos por el llamado de los mexicanos.

El hombre que decía aquellas palabras avanzó hacia el marco de luz que proyectaban las bujías; tenía el rostro lampiño, casi infantil y sus palabras más que una defensa, eran una acusación.

Levantó las manos y mostró unas páginas impresas mientras seguía diciendo:

—Fueron seducidos, puedo afirmarlo con plena convicción porque aquí están los testimonios que lo confirman firmados por Guillermo Prieto, por Luis Martínez de Castro y por Fernando Ramírez. Ellos hicieron un llamado a los católicos de nuestras filas, nombrando con viles calificativos a los que no lo atendieran, atraídos por los mexicanos a su causa por cuestiones religiosas no es extraño que los irlandeses hayan respondido y desertaran, desoyendo las palabras de nuestro clero cuan-do les aseguró que no faltaban a su condición de católicos los que permanecieran fieles a nuestra bandera.

El orador hizo una pausa, seguramente para meditar sobre su defensa, cuando de pronto, de entre los prisioneros se adelantó una figura maltrecha y desgarbada, vestida a retazos por un uniforme oscuro que le colgaba del cuerpo sucio de lodo y de sangre. Su actitud resuelta hacía olvidar su falta, de prestancia, su voz enérgica y vibrante resonó en el espacioso salón y los severos jueces se turbaron al escucharlo.

Un rumor lejano se escuchó distante; era un mur-mullo de voces remotas, como el retumbo de un río, como el estruendo de una tormenta.

—        ¿Despejen la calle. - ., contengan al pueblo! .. .

—        Sin disparar un tiro... ¡Orden..., orden!

¡Qué extrañas sonaban aquellas palabras, mientras un solo hombre, de pie, frente al Consejo de Guerra, iniciaba la defensa del Batallón de San Patricio! Y ese hombre era Dennis Conahan, el eterno juglar de los caminos, el errabundo poeta de los campos, el que cantaría la epopeya de la Verde Erín en tierra extraña.

Juan O'Leary le reconoció apenas; le parecía que se encontraba arrastrado por las turbias aguas de un torrente y, ya sin fuerzas, se dejó llevar por la magia de aquellas palabras, por la fuerza tranquila y serena de aquella voz que había estado a sus espaldas durante los últimos tiempos.

Winfield Scott detuvo su mirada en aquel hombre que se atrevía a desafiarle abiertamente. Era uno de los hombres capturados en la batalla del Molino del Rey, un prisionero apenas llegado al tribunal, un hombre que al fin hablaba en nombre de todos los demás que, como un puño, habían cerrado de golpe toda esperanza al negarse a hacer su propia defensa. Había sido algo así tomo un silencioso y mudo desafío, como un reto orgulloso al vencedor. Nada sino silencio habían obtenido en todas sus preguntas, nada sino una aceptación de culpa a la clemencia. Esa actitud, que no era de humillad sino de deliberado orgullo, había herido en lo profundo al general vencedor quien desde Churubusco había anhelado escuchar una súplica, una queja de sus prisioneros.

Levantó la mano en señal de asentimiento. Los soldados que habían avanzado hacia Conahan retrocedieron mientras Dennis se adelantó acercándose a la mesa.

—Se nos ha acusado de desertores —dijo volviendo su mirada hacia sus compañeros—. Y yo pregunto al honorable Consejo de Guerra: ¿Somos nosotros ciudadanos americanos? ¡Ciertamente que no! Venimos como inmigrantes a Texas, que ha pertenecido a México a pesar de la firma del general Santa Anna en un documento que dictaron las ambiciones esclavistas y que firmó la mano de su Excelencia cuando cayó prisionero en San Jacinto. Esto pertenece a la historia y, como ella, queda escrito sin que nadie pueda borrar la tinta que imprimieron las palabras, A una mujer se le seduce, a un hombre se le convence.

Dennis volvió el rostro hacia sus compañeros y nuevamente fijó la vista en Winfield Scott.

—Muchos de nosotros fuimos colonos llegados a Texas cuando Esteban Austin iniciaba sus labores para apoderarse de ese territorio; ciertamente, veníamos esperanzados en forjarnos una patria que los ingleses nos habían arrebatado. Veníamos en busca de paz, de un sitio donde labrar y cultivar la tierra, donde fundar un hogar y crear una familia, pero volvimos a encontrar la misma intolerancia religiosa, la misma discriminación que nos segregaba de aquellos colonos orgullosos que se dijeron católicos perseguidos en los Estados Unidos y encontramos también una nueva infamia, desconocida hasta entonces para nosotros: la esclavitud humana, una esclavitud humillante y dolorosa, una esclavitud sin rescate posible. En la escarnecida Irlanda, en la per-seguida y hambrienta multitud que se volcaba sobre estas tierras, ese horror y esa vergüenza eran desconocidos. México había decretado la abolición de la esclavitud y los colonos de Texas se sublevaron contra el país que le había dado tierras y bandera... Los católicos per-seguidos de Esteban Austin no eran ciertamente católicos: eran lobos con piel de oveja, eran cristianos sin Cristo...

Un murmullo de enojo acogió sus palabras. Los prisioneros le escuchaban electrizados por aquella palabra fácil y candente, por aquellas frases que, como un látigo, caían sobre los acusadores y los convertía en acusados.

—Muchos inmigrantes —añadió— fundamos el Con-dado de San Patricio, esperanzados en formar en esas tierras la patria que el destino nos negaba. Hicimos de ese desierto un oasis, y un malhadado día los apaches apretó los puños fuertemente, estaba en derrota y no pudo hacer más que decir sus últimas palabras:

—Moriremos todos condenados a la horca, lo sabemos y no esperamos clemencia de ustedes, pueblo joven y auténticamente bárbaro, algún día la Providencia ajustará sus cuentas ante la faz del mundo.

Dos soldados se acercaron hasta el prisionero y a una señal de Scott lo redujeron a la inmovilidad. Un golpe sobre el rostro le hizo sangrar la boca y Dennis Conahan fue obligado a ponerse de rodillas, pero el prisionero hundió la cabeza sobre el piso y quedó inmóvil.

Fray Román, que había presenciado la escena, trató de acercarse al infeliz, pero fue detenido por las armas cruzadas de los soldados.

El sacerdote nada había entendido de aquellas palabras, pero el silencio con que fueron escuchadas le había impresionado vivamente. Hay veces que no es necesario entenderlas porque la emoción y el tono de la voz nos hace comprender lo que ellas dicen. Y él estaba seguro de haber entendido todo.

Desde la mesa, el Tribunal Superior de Guerra leía la sentencia inapelable que los prisioneros escucharon de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza descubierta.

Nuevamente todo volvía a ser confuso y turbio para Juan O'Leary; volvía a caer en aquel pozo- de sombras donde iban perdiéndose los contornos de los seres y las cosas, los ecos de las voces y el significado de las palabras. Lo último que alcanzó a escuchar fue un grito de terror, un alarido histérico que corrió por entre la muchedumbre agolpada en la calle:

—¡La horca:... ¡La horca!

Las fatídicas palabras rodaban de boca en boca, se agrandaban alcanzando proporciones gigantescas y corrían como un incendio por las calles, los hogares y las plazas.

La campana de la parroquia dobló a muerto.

 

Cayeron sobre nosotros y no dejaron de nuestros hogares piedra sobre piedra. México no nos ayudó entonces. Sus problemas internos eran lo bastante graves para preocuparse por un puñado de colonos arrasados por tribus bárbaras y después de refugiarnos en Matamoros, volvimos a establecernos y a empezar de nuevo. Nuestro error fue no haber saldado aquella cuenta con la apachería y ese error lo estamos pagando hoy ante este tribunal porque el general Zacarías Taylor nos enroló en sus fuerzas asegurándonos que íbamos a combatir contra los bárbaros mexicanos y caímos en el engaño. Santa Isabel nos abrió los ojos y desgarró el velo de aquella mentira. Íbamos a combatir contra un pueblo que era nuestro, íbamos a desangrar un pueblo católico como nosotros, y un hombre no puede obligarse por juramento a pecar; si comprende que una vez jurado falta a sus deberes de católico, está obligado a rehusar-se... Y eso, para nosotros, señores del Jurado, no es desertar: es cumplir simple y llanamente con nuestro deber cristiano, con nuestro deber de hombres libres. Eso no es seducir; eso es convicción.

Winfield Scott se había ido incorporando lentamente escuchando aquellas palabras. El mismo había proclama-do abiertamente su fe católica en algunos manifiestos que circularon profusamente en las poblaciones ocupadas del territorio invadido, pero nadie le había dicho que faltara con ello a sus deberes de conciencia. Nadie, ni siquiera los sacerdotes que venían entre sus tropas, ni los irlandeses que, sedientos de venganza y de altivez, habían exigido la ejecución de sus compatriotas caídos en desgracia. Y aquel hombre prisionero frente al Consejo de Guerra, aquel desconocido insolente lo gritaba ante los jueces y los prisioneros. Dejó caer violenta-mente el puño sobre la mesa y con el rostro congestionado por la cólera gritó:

--Basta..., hasta ya..., puerco irlandés...

Pero Dermis Conahan se había alterado también pero aquella palabra tenía el acento de una orden, no de un amistoso llamado, y O'Leary movió la cabeza. El soldado replicó con ira:

—Cerdo..., cerdo irlandés... —y la mano se aplastó sobre el rostro en una bofetada.

O'Leary crispó sus manos esposadas y se enterró las uñas.

La horca..., mil veces la horca en vez de aquella clemencia arrogante y vulgar. Y por vez primera en esas largas horas de opaco cautiverio, sintió que sus pupilas se llenaban de un llanto ardoroso como el fuego.

Como traídas a la mente por una comprensión tardía, entendió el destino que le estaba deparado a cambio de la vida: Cincuenta azotes sobre las espaldas desnudas, a ser rapados y a no percibir pago alguno de sus sueldos, a ser marcados en el rostro con una letra "D" con hierro candente, a llevar al cuello un collar de hierro con tres picos de un pie de largo y a llevar grilletes en los pies, a sufrir prisión y trabajos forzados por todo el tiempo que el ejército invasor tuviera la "penosa necesidad de la ocupación", entonces serían dados de baja y expulsados ignominiosamente del ejército... ¡Esa era la clemencia para el vencido!

Fray Román había orado fervorosamente para que el Arcángel San Miguel bajara con su flamígera espada y acabara con aquella cobardía solapada en la justicia..., pero el: Arcángel no había escuchado su indigna voz y había permanecido con sus legiones celestiales, alejado del horror del hombre contra el hombre.

Juan O'Leary pudo verlo entonces frente a él, sentado en el mismo carromato, balanceándose en los altibajos del camino; los dedos nudosos llevando las cuentas del rosario y los ojos fijos en el rostro de los indultados.

Adentro, en la sala del Consejo, la voz del Fiscal daba lectura a la sentencia. Nueve hombres quedaban indultados por causas atenuantes no especificadas, y entre aquellos nueve figuraba, sin saberlo, Juan O'Leary.

Sintió que caminaba empujado por un impulso que no era suyo; se movía como llevado por resortes mecánicos que hacían de él un ser grotesco impulsado por algo distinto a su propio ser. Era como si las aguas del torrente volvieran a arrastrarlo y él se dejaba llevar ya sin fuerzas ni deseos de lucha.

—¡Constancia..., amada mía! —Se oyó decir y desconoció su voz.

Oía sonar los parches flojos de los tambores, escuchaba el murmullo de las voces, el eco de los pasos y se sintió levantado sobre un carro. El aire de la noche le golpeó el rostro como una fría caricia de múltiples dedos ágiles y feroces. Se sorprendió mirando en lo alto una estrella que brillaba en un desgarrón de las nubes, y pensó: ¿cómo es que todavía hay estrellas en el cielo?

A los lados del carro iba la turba enfurecida, llevan-do antorchas y gritando maldiciones. El carretero hizo sonar el látigo contra la multitud mientras respondió a las injurias.

Junto a él, los guardias charlaban mientras bebían el licor de una botella:

—En la batalla del Molino murió el sobrino del general Scott...

—Es explicable entonces que a nadie haya perdonado...

—¿Y los nueve indultados? El otro arrojó un escupitajo.

—¿El perdón a cambio de todo eso? —dijo con desprecio—. ¡Prefiero la horca!

El carro se balanceaba entre los baches del camino. Uno de los guardas alargó a O'Leary la botella de licor mientras le dijo:

EL CADALSO

En la placita de San Jacinto se agolpaba una multitud ávida e impaciente. Los recios muros de la parroquia estaban patinados de lluvia, y en las casonas, convertidas en hospitales, se agolpaba la gente dominan-do difícilmente su cólera y su impotencia. Las tropas yanquis formaron cordón para contener al pueblo que miraba pasar las figuras espectrales de los nueve indultados seguidos por Fray Román.

—Yanquis malditos... —gritó una voz mientras la gente se amotinó amenazadoramente sobre los guardias.

Con la culata del fusil los soldados obligaron a los reos a entrar por la ancha puerta de la casa cural y ellos se protegieron cerrándola con violencia.

—Es un pueblo difícil —comentó uno.

Su mirada se cruzó con los ojos fijos de Juan O'Leary que parecía impasible, y no pudo sostenerla, pero su actitud cambió y ya no fueron empellones, sino ademanes de hombre civilizado que conducían a los reos donde estaban los condenados. El pequeño claustro se incendiaba con la luz de la mañana y un cielo estallante y azul parecía haber barrido con las nubes y la lluvia. O'Leary cerró los ojos cegados por el brillo, y caminó a ciegas entre los fardos humanos que permanecían echados sobre el piso, algunos en abandono total y absoluto de sí mismos como si anticipadamente hubieran renunciado.

 

La justicia del general Scott alcanzaba proporciones de inhumana clemencia.

Muy lejana brillaba la aurora perfilando la sierra. El aire trajo perfume de manzanas y el aroma penetrante de la retama.

 

Ciado a la vida; otros como si nada les importara lo que ocurría a su alrededor. Era una quietud extraña y pesa-da, llena de miradas absortas, de rostros austeros, de bocas resecas por una angustia tan profunda que había agotado las fuentes de la vida.

Allí estaban cada uno de ellos como cuerpos inertes e insensibles, llenos de soledad y de irremediable desesperanza. Nada ni nadie pudo aliviar su tortura. Aquellos hombres vivían hundidos en su amargura, en los recuerdos de una miseria continua; pronto no serían ya sino cuerpos laxos balanceándose bajo su propio peso. Fray Román estaba muriendo con cada uno de sus hombres, y el desconocimiento del idioma era una barrera infranqueable para proporcionarles ningún consuelo.

¿Qué podrás decirles, Fray Román, que no sean sino las eternas promesas escuchadas desde siempre, des-de que sus ojos se abrieron a la luz? ¿Qué ha sido de su vida sino una eterna promesa que nadie ha podido cumplirles? Y pensando en ello, tuvo dolor y vergüenza de sí mismo. ¡Qué puedo decirles ahora que ya pisan el umbral de la Eternidad!

Y se dejó caer pesadamente junto a ellos, como si formara parte de aquel batallón condenado a muerte. Los frailes carmelitas habían llevado un modesto refrigerio: pan y café caliente, y sin decir palabra, lo ofrecían a los cautivos, que lo aceptaban o lo rechazaban también en silencio.

Comieron en aplastante quietud algunos; las manos temblorosas se aferraban al jarro de café caliente y mordisqueaban el pan que se atoraba en las gargantas apretadas por una seca ansiedad.

O'Leary sintió entre sus manos frías el calor del brebaje; una curiosa sensación de consuelo le proporcionaba sorberlo lentamente, sentir cómo bajaba hasta su estómago hambriento y, después, cómo ese calor fue ampliándose hasta sus miembros ateridos. Levantó los ojos y encontró la mirada curiosa de Fray Román que le sonrió y le habló en un lento español:

—¿Tienes familia, hijo?

Sin quererlo tal vez, Juan le sonrió también y movió la cabeza negando, mientras volvió los ojos hacia* sus compañeros.

—Hemos perdido las raíces, Padre... —dijo. —¿Todos? —interrogó de nuevo, ahora con dolorosa curiosidad.

—¡Qué más da! Cuando se va a morir sólo se piensa en lo que pudimos hacer y no hicimos...

—¿Qué hubieras querido hacer, hijo mío?

—Tener un poco de tranquilidad; vivir como un hombre libre, amar sinceramente a una mujer sin el dolor de pensar que vamos a perderla... Qué sé yo... Cuando se llega a donde hemos llegado, la muerte viene como una liberación...

El fraile cerró los ojos como si dormitara, luego se dirigió a Juan con un además afectuoso y le ofreció una fruta. El aroma de una manzana fresca, redonda y roja le llegó a los sentidos como algo vivo, como un llamado de la vida que se apresuraba a dejar sin dolor alguno.

El rostro risueño, ingenuo, tenía el encanto primitivo de una infantil amistad; le miraba a través de unos ojos lagrimosos y enrojecidos mientras suspiró.

—No pude hacer nada por ustedes, hijo —explicó como si tratara de justificar una culpa que no había cometido.

—        No había nada que hacer, padre. Ya todo estaba hecho; estaba escrito en la sangre de cada uno de nos-otros desde que venimos al mundo.

—        ¿Podría hacer algo por ti, además de rezar?

O'Leary guardó silencio. Esperaba la muerte pero no quería partir sin dejar a Constancia algunas palabras; pero la muchacha no sabía leer.

—Hay una muchacha que es mi novia. Se llama Constancia Uribe... —volvió los ojos a encontrar aquella mirada húmeda y afable—. Dígale que la sigo que-riendo y que muero queriéndola...

—Está bien..., se lo haré saber. ¿Sabes siquiera dónde encontrarla?

Juan se encogió de hombros.

—Está muy lejos..., en las llanuras de San Luis. Tal vez no la verá usted nunca pero, de cualquier manera, me conformo con decírselo a usted...

Y volvió a quedar callado, con el jarro de café vacío entre sus manos tibias, con la manzana en el regazo, como si de pronto esa ráfaga de vida se hubiera apagado por completo.

Los frailes carmelitas recogieron el servicio y uno de ellos habló a los prisioneros. Volvía Juan a sentir aquella sensación de irrealidad, de lejanía, como si todo volviera a ser ajeno y distante, como si él no estuviera presente. Junto al fraile, un soldado yanqui presenciaba la escena y le entregaba unos documentos. Los hombres permanecían en sus sitios, sin moverse. Era como si un derrumbe los hubiera sepultado.

Las palabras del fraile trataban de ser sencillas al querer llevarles algún consuelo. La noticia de los nueve indultados "por causas atenuantes" conmovió un poco a aquellos cuerpos derrotados, y por un momento, los labios se abrieron anhelantes. ¡Tal vez entre esos nueve figuraran todos y cada uno!

Parecía imposible que el capitán O'Reilly hubiera sido indultado: la ley que condenaba a muerte a todo desertor había sido dictada después de que él se hubiera pasado a las armas mexicanas; entre ellos un joven que, frente a sus superiores en Churubusco, se había pasado voluntariamente con los prisioneros, y como algo increíble, Juan O'Leary escuchó su nombre. No había sido encontrado en la lista de soldados que podían considerarse culpables. Pero aunque indultados aquellos nueve recibirían el castigo que permutaba su vida por un indulto cruel.

La voz guardó silencio entre la apatía de aquellos seres que parecían ansiar solamente volver a sumergirse en esa mudez amarga de una lúcida agonía.

Afuera, en la Plaza de San Jacinto, a espaldas de las casas que dan al oriente, se armaban las horcas. Se escuchaba el golpear del martillo armando los cadalsos y las voces de los soldados que gritaban órdenes o reían soezmente.

Se acercaba el fin.

Los frailes iniciaron la tarea de preparar a los condenados a bien morir. Era una tarea ingrata, pero había que hacerla. Ya en ese último paso, la fortaleza de algunos se derrumbó calladamente, sin histerismos, pero con un recóndito anhelo de esperar un milagro.

No es fácil morir cuando se tienen las facultades completas, cuando se piensa y se siente la sangre correr entre las venas, cuando el aire trae aromas y olores familiares, cuando hablamos y sentimos que la vida se aferra a los sentidos. ¡Qué duro, qué difícil es morir así! ¡Qué ignominia morir sin defenderse, sin llevar en las manos el arma del combate, sin tener en los labios un grito de guerra! ¡Y morir como culpables de un delito que en conciencia no habían cometido!

Y de pronto, un llamado angustioso, una palabra que jamás hubiera sido pronunciada:

—Tú que vas a vivir..., hazle saber a los míos...

Y aquella breve expresión era un frustrado anhelo de aquello que no se logró nunca.

Sin sentirla, llegó la noche. ¡Qué rápidas se habían ido aquellas horas, escuchando el golpear de los martillos sobre las maderas armando los cadalsos, qué vio-lento había corrido el tiempo!..., ¿o sería que eran ya las últimas horas?

 

Una candelita pegada al piso de ladrillo se consumía entre un mar líquido de cera; el pabilo alargado y tambaleante naufragaría muy pronto en ese mar denso y pesado y bajarían las sombras como muros de silencio, húmedos como el llanto, callados como la muerte..., y sin sentirlo, agobiado por su fatiga, sus heridas y la fiebre, Juan O'Leary se quedó dormido.

Amaneció de pronto, rasgado el día por el toque del clarín y por las órdenes' de mando. Era un amanecer sucio y gris de lluvia, con las ramas de las árboles pesa-das por el agua, con el gorjeo de los pájaros como un día cualquiera. Olía a flores, a fruta y a tierra húmeda y la vida llamaba por los poros de la piel, por los sentidos despiertos, por los labios entreabiertos y anhelantes.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y Juan miró a sus compañeros. Allí estaban los rostros que fueron hermanos en la jornada de todas las derrotas, las palabras con que se dijeron penas y esperanzas, los ojos que rieron con malicia y las manos que se tendieron siempre en una cadena de sangre. Muy pronto, en unas horas más, ya no quedaría nada de ellos, nada sino un hombre perdido en la tormenta del odio que desangraba la tierra, nada sino un cuerpo que acabaría en el polvo.

En esos momentos no había odios ni rencores estériles; todo pasaría y el sol brillaría de nuevo, y sobre la tierra nacería el sustento, y la lluvia caería como una bendición. Volverían a amar los hombres y las mujeres tendrían hijos..., y ellos rodarían en el silencio hacia la Eternidad, como habían rodado antes los prisioneros y ajusticiados de todas las guerras, como habían caído en los campos de batalla los soldados, sin distinción de razas, ni de credos políticos y religiosos. Todo hombre a un destino común e inaplazable.

Fray Román había querido decir la última misa a sus hombres, y los frailes carmelitas accedieron a ello. Allí, en el altar mayor, dorado y brillante como un sol, lucía San Jacinto su palma de martirio.

Dennis Conahan se arrodilló junto a Juan. Habían permanecido cerca uno del otro sin decir palabra, ahora llegaban a la última hora y escuchaban precisos y claros los ruidos del exterior. El corazón golpeaba adentro del pecho como en un hueco.

—Por lo menos —dijo Dennis—, muero por una causa justa y me dignifico ante mí mismo. Se librarán mis noches del recuerdo infame y podré mirarme en los ojos de Malvina cuando la encuentre donde no hay dolor —y le tendió la mano a Juan, que la estrechó con fuerza.

Los minutos corrían vertiginosamente. El tiempo, con pies de plomo, había dejado paso al tiempo alado que pasa sin sentirlo.

Fray Román habló a todos brevemente desde el altar y les pidió perdón por no haber sabido salvarlos del tremendo castigo. Sus palabras se quebraron en llanto y le temblaron las manos al dar la sagrada forma a los condenados.

Lo que sucedió después fue horrible, tan rápido y espantoso que el fraile hubiera dado gustoso sus dos ojos por no verlo.

El ronco redoble de los parches flojos, el toque monótono de la campana doblando a muerto, la gente agolpada y ávida, iracundos e impotentes unos, mientras otros seguían las oraciones de los agonizantes. Los frailes acompañando hasta los carros dispuestos bajo las horcas con cirios encendidos, y toda aquella escena bajo un sol dorado que se abrió paso entre las sucias cortinas de la lluvia.

Poco a poco la fila de hombres fue colocada en los carros bajo los postes del suplicio. No había un grito ni una voz como no fueran los murmullos que salían de la multitud contenida a duras penas por los soldados yanquis.

Una voz leyó la sentencia. Aquellos "miserables convictos" pagarían con la muerte el precio de su traición.

 

Un toque de clarín dio la orden y los látigos restallaron en el aire desgarrando ese silencio preñado de odios e inquietudes.

Tiraron los caballos de los carros y los cuerpos de treinta y dos hombres se balancearon sin apoyo bajo los pies en horribles contorsiones. Colgando de los postes infamantes pendía la Justicia hecha escarnio.

Los animales, asustados y jadeantes, tiraron con fuerza, azuzados por los gritos de los verdugos. Los relinchos de los brutos y las voces inarticuladas de los ahorcados se confundieron, mientras un alarido de horror sacudió al pueblo amotinado. Fray Román rezaba el oficio con palabras que se ahogaban en su garganta. Los hombres del pueblo tenían la cabeza descubierta y las mujeres y los niños lloraban con el rostro envuelto en el rebozo.

De pronto se escuchó el galopar de los caballos, y una vez más, la contraguerrilla poblana se presentó frente a los irlandeses del San Patricio. Aquella presencia indignó a la gente que gritó insultos, pero los hombres avanzaron resueltos a contemplar con perverso deleite el final de aquellos hombres que habían escuchado la voz de su conciencia y habían cumplido los deberes que ellos olvidaron por el oro yanqui.

O'Leary reconoció a Macario Pacheco y este se acercó a él resueltamente. Frente a frente los dos se miraron con reto. Macario levantó la fusta y le golpeó el rostro mientras O'Leary le lanzó un escupitajo y una maldición. Toda la furia adormecida se levantó en su sangre como una llamarada y forcejeó con los guardias, mientras la gente se apoderaba de Macario Pacheco y a ras-tras lo llevó bajo un árbol y lo ahorco.

O'Leary dejó de ser de pronto el ser apacible resignado a su suerte, le dolía no haber sido el que hiciera justicia por sus propias manos. Los golpes de los guardas lo redujeron a la impotencia y mientras los ahorca-dos se convulsionaban, los verdugos se aprestaban a cumplir el sangriento ritual de su jornada.

Arrastraron a los condenados a los postes del suplicio y les ataron los brazos, de un tirón desgarraron las ropas y el látigo implacable golpeó las espaldas desnudas.

Los primeros golpes fueron respondidos con alaridos de rabia y de dolor, después, los cuerpos agotados quedaron exhaustos, despojos sangrantes sin defensa ni piedad.

Un sabor a sangre, a polvo, a derrota se le metió en las venas a O'Leary mientras una nube roja le quemó los ojos. Muy cerca del rostro sintió el bracerillo en el que el verdugo llevaba el hierro candente con una "D"; sintió que una mano áspera le tomaba los cabellos y, de pronto, el sol le cegó la vista y el olor nauseabundo de su propia carne quemada le revolvió su ser... Un dolor intenso, un ardor de fuego le cuajó en los labios el grito de angustia..., después una ola incandescente le envolvió los sentidos como una llama de luz, y sucumbiendo al dolor cayó sobre la tierra húmeda y se hundió en las tinieblas de la inconsciencia.

Fue un deslizarse sin voluntad ni resistencia, un dejarse llevar hasta la oscura puerta de un sueño que no era sino una anticipación de la muerte.

Fray Román le tomó en brazos. La cabeza de cabellos rojos colgó sobre el hábito sucio del mercedario.

—Oh, Señor... —clamó—. Ten piedad de mí y ayúdame. ¡Que no me estalle el corazón en odios!

El fruto sangriento de la horca se balanceaba toda-vía en prolongada y terrible agonía. Al pie del árbol del suplicio, los soldados yanquis impedían al pueblo acercarse a los ajusticiados. Las mujeres se habían arrodilla-do, mientras el sol, avergonzado tal vez de tanta infamia, se había escondido en el embozo de las nubes.

Los frailes procuraban atender a los infelices torturados. Nadie podía negarles la merced de aliviar en algo el dolor de aquellos hombres. Uno de ellos había muerto al retirarlo del poste del castigo. La sangre que manaba de la espalda había agotado la vida del reo. Pero el castigo debería de ser cumplido en su totalidad y el rostro del difunto fue marcado con hierro, como el de sus compañeros. Ya no hubo convulsión ni dolor. Había pasado todo como una pesadilla.

Y el cielo de septiembre se vistió de lluvia.

 

México, Ed. La Prensa. 1963. 220 págs.

 

pp. 169-190