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2021 Jun Informe sobre la violencia política de estado en México. CNDH.

Marco histórico objeto de las investigaciones de la Oficina Especial para Investigar la Represión y Desapariciones Forzadas por Violencia Política del Estado durante el Pasado Reciente (1951-2016).

El debate sobre la categorización de la estrategia represiva de extermino a la disidencia política en México: ¿fue una “Guerra Sucia”, “Terror de Estado”, Guerra de baja intensidad”?

La mayoría de los historiadores que se han dedicado en los últimos años a estudiar la violencia ejercida por el gobierno mexicano hacia sus disidentes políticos se han centrado en temporalidades que van, desde 1960, hasta mediados de 1980, y especialmente en la década de los setenta.

Muchos han utilizado la categoría de “Guerra Sucia” para denominar al periodo, un término acuñado por la historiografía latinoamericana para estudiar a los regímenes de los Estados militaristas o autoritarios que, durante los años de 1964 a 1985, gobernaron en países como Argentina, Chile, México, Brasil, Paraguay y Uruguay. Aunque pronto, la misma historiografía latinoamericana desecharía el término “Guerra Sucia” para utilizar la categoría de “Terror de Estado”, que permitía acercarse a los procesos históricos con más fidelidad.

México, contrario a países como Argentina y Guatemala, lleva un atraso significativo tanto en los procesos académicos como de justicia cuando se trata de violaciones graves a derechos humanos, por ello aún no se ha creado un marco conceptual propio para nombrar los procesos vividos en el país.

Para el caso de México, estas categorías han sido insuficientes para encasillar los procesos de violencia política sufridos en el país. El uso de estas categorías muchas veces ha sido favorable para el estudio de casos específicos, como el de Guerrero de la década de los setenta; lamentablemente, también ha cercenado y fragmentado la historia de la represión del país, ayudado por la amnesia colectiva que el mismo régimen ha procurado mediante su hegemonía: los medios de comunicación, los sistemas de educación, la misma represión y hasta con la destrucción, en su beneficio, de acervos documentales elementales para entender la magnitud y extensión de la violencia política en México. Como consecuencia de nuestra memoria cercenada, hemos tenido la revictimización de las víctimas de dicha violencia, la desmemoria de proyectos alternativos de nación, el olvido de los actores, etcétera, y la permanencia de un pacto de silencio e impunidad que ha impedido el castigo de los perpetradores.

Por sus peculiaridades, el caso de México es difícil de incorporar a la lógica de la represión del conjunto latinoamericano. No se debe soslayar que, en nuestro país, la persecución de disidentes políticos sucedió bajo un régimen de partido hegemónico, heredero de una Revolución que, al institucionalizarse, dejó incumplidas demandas centrales que le dieron razón de ser, sobre todo el Sufragio Efectivo. Ante esta especificidad, el tener como eje rector de las investigaciones categorías como “guerra sucia”, y otras utilizadas en la región latinoamericana, impide ver los hechos históricos en su justa extensión: “las formas específicas: técnicas y tecnologías de la violencia política, también hablan de quien las ocupa, nos hablan del poder que las implementa”.

Por esta razón, para esta Oficina Especial, es imperativo que el análisis de la violencia política en México sea a través del estudio de las características sistemáticas y de la operatividad misma de la violencia política ejercida desde el Estado mexicano contra sus opositores, y las verdaderas causas que la animaron. A ello, por cierto, no abonaron las investigaciones de la Fiscalía Especial de los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP). Por ello, en todo caso, el debate sobre cómo denominar esta estrategia política de larga duración, como parte fundamental de las distintas administraciones del siglo XX mexicano, debe darse no solamente como una necesidad histórica, sino de justicia, así como también para entender cómo superar esta lógica de la violencia política desde el Estado, no del todo erradicada.

Las huellas de la violencia política ejercida por el Estado mexicano de 1970 a 1980, temporalidad donde hay un consenso sobre las graves violaciones a derechos humanos perpetradas por un aparato represivo coordinado desde el Estado, nos arrastran hasta, al menos, el 7 de julio de 1952, día en que se perpetró, por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, una masacre contra simpatizantes henriquistas, en la Alameda Central de la Ciudad de México que pretendían festejar la victoria de su candidato presidencial. Los alcances sangrientos de este hecho, olvidado y evadido por la historiografía mexicana, podrían alcanzar las cifras del 2 de octubre de 1968, o incluso más.

Asimismo, sería un cálculo erróneo si analizamos dicha violencia estatal solamente a partir de su estallido más estridente y sangriento, sobre todo si, borrado de manera eficiente de la memoria colectiva mexicana, nos impide avanzar en la construcción de una democracia genuina. Por eso, para lograr entender el recrudecimiento de las características de la violencia política mexicana ejercida por el Estado, debemos identificar aquello que lo hizo posible, a aquellos que lo ejecutaron y a aquellos que lo encubrieron y siguen encubriendo.

El informe de la FEMOSPP trabajó con entrevistas a actores de los movimientos sociales y armados socialistas, algunos textos académicos y, principalmente, tres acervos documentales: de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), y de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (DIPS).

El uso de los archivos, empero, fue escaso, sin enfocarse en entender la lógica en la que operó el Estado y los aparatos de represión durante su periodo de estudio. Al contrario, la documentación y las fuentes orales recabadas se usaron principalmente para reconstruir el surgimiento y caída de las estructuras político-militares o de “guerrillas” desde finales de 1960 y hasta mediados de 1980, con especial minuciosidad para la década de 1970; además, lo que ocurría por esos años en otros países de Latinoamérica, se trató de “encuadrar” en la política represiva del Estado mexicano como parte de la llamada “Guerra Fría” y las políticas de contrainsurgencia derivadas de la doctrina de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, se genera con ello una laguna que eliminó el análisis y la investigación de los años previos a 1968; tan es así, que el pretendido análisis de los movimientos políticos y sociales, elaborado por la FEMOSPP, se centra en lo que por esos años ocurrió en toda América Latina, con énfasis en los de sesgo comunista, a pesar de lo cual sí lograron documentar los operativos más sanguinarios de los aparatos de seguridad mexicano entre 1968-1980, lo cual es quizá su único mérito.

En efecto, la doctrina contrainsurgente se hace explicita en 1970, y con ella la “Guerra Sucia”, bajo el nombre y mecanismo de “DN-II, doctrina de seguridad como guerra contrainsurgente” durante la presidencia de Luis Echeverría, se ejecuta de manera especialmente cruenta en el Estado de Guerrero desde 1971, donde el Ejército fue el encargado principal de ejecutarla, con la participación más o menos protagónica de otras corporaciones policiales.

Así pues, la FEMOSPP define de la siguiente manera la categoría de “Guerra Sucia”:

“El periodo que en México es conocido como de “guerra sucia” y que abarca década y media –desde fines de los sesenta a principios de los ochenta–, es llamado así en referencia directa a la forma en que el Estado mexicano condujo las acciones de contrainsurgencia para contener la insurrección popular. Las autoridades responsables de la seguridad del país implicaron al ejército mexicano en actos contrarios al honor, a la ética y al derecho. Actos de tal suerte inicuos que “lo sucio” de la “guerra sucia” implica “crímenes de lesa humanidad” que demandan del Estado mexicano que los responsables sean llevados a juicio, se les castigue y se forjen condiciones para establecer políticas de Estado conducentes a respetar los límites que impone un estado de derecho, para que jamás se repitan.
“Las instituciones militares, las de procuración y administración de justicia y las de representación popular fueron utilizadas como estructuras criminales con cuyos recursos y a cuyo cobijo se realizaron y se protegieron crímenes que, de manera sistemática, agraviaron a amplios sectores de la población y a combatientes prisioneros”.

Sus crímenes:

“[...] detenciones arbitrarias; desapariciones forzadas; tortura y tratos crueles; atentados contra la dignidad personal, violación y atentados al pudor; ejecuciones extrajudiciales, toma de rehenes; pillaje, amenazas de cometer crímenes de guerra; campos de concentración en el cuartel de Atoyac, Base Aérea Número Siete y Campo Militar Número Uno; actos de terrorismo como estado de sitio a las comunidades, hambre como método de guerra en contra de civiles, ruptura del tejido social; extrema sevicia; masacres, ataques indiscriminados como bombardeos aéreos; y la perversión de la justicia militar”.

Y las características de los cuerpos represivos que en ella actúan:

“[...] la adopción de la doctrina de seguridad nacional y estrategia de contrainsurgencia por el ejército; la militarización de la policía, su utilización en la contrainsurgencia. Impunidad; grupos paramilitares; caciquismo; patrimonialismo; estructuras de mediación; disociación entre justicia y legalidad; cooperación internacional para implantar el terrorismo institucional”.

Además, establece tres formas de persecución política implementadas por el Estado mexicano contra la disidencia:

  1. penalizar derechos civiles y políticos;
  2. invención delitos utilizando la legalidad como mascarada, y
  3. combatir ilegalmente incurriendo en crímenes de Estado.

A pesar de lo anterior, muchas de las características que identifica la FEMOSPP para el periodo de finales de 1960 a mediados de 1980, es posible encontrarlas, presentes y sistemáticas desde 1951.

Lo anterior pareciera evidenciar que el informe de la FEMOSPP estableció el marco histórico para su estudio en seguimiento de las premisas de una “Guerra Sucia” y no por las características propias de la violencia ejercida en nuestro país, es decir que careció de un análisis de contexto, pues en el mismo informe se encuentran relatos de actos represivos previos a las décadas 60-70, como el del 1 de mayo de 1952, aunque se les presenta como un ejemplo aislado de represión; y aún más, las conclusiones a las que llega la FEMOSPP en su informe son rasgos que se encuentran en la violencia política ejercida por el Estado mexicano dos décadas antes, pero que ignora.

La misma FEMOSPP escribe lo siguiente para definir lo que sucedió en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968:

“Se persiguió a los jóvenes por su militancia. No hubo investigación de los crímenes de lesa humanidad ni se fincaron responsabilidades, es más, a los victimarios se les premió. Se envió al ejército a cumplir labores de policía. Matanza a mansalva y despliegue de violencia injustificada ante ciudadanos, destrucción de evidencias del crimen cometido, detenciones arbitrarias sumarias”.

Una descripción que se asemeja en gran medida a la masacre de una década y media antes, la del 7 de julio de 1952, con motivo de las elecciones presidenciales de ese año, evento donde participaron de manera coordinada: el Estado Mayor Presidencial, una Brigada del Ejército, la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y todas las fuerzas policiales del Estado e incluso las Cruces Roja y Verde; no ha habido suficientes estudios al respecto y desde luego es un hecho ausente del informe de la FEMOSPP, y cuyos vestigios aún permanecen ocultos en los archivos.

Podrá decirse que la represión que se presenta en distintas temporalidades ya sea en 1952, 1968, 1971 o 1982; no es exactamente la misma. Pero esto es porque los cambios y los procesos históricos no se dan de manera lineal ni de golpe. Sin embargo, en el caso mexicano, sí existe una clara causalidad, que no necesariamente se relaciona con el “encuadre” de un marco global o incluso regional. Lo que tratamos de decir es que, en el fondo de todo el actuar represivo del Estado mexicano, entre 1951 y el año 2000, encontramos que se trató de actuaciones para evitar la contienda democrática libre y la lucha de las ideas en el país.

Es interesante observar cómo la FEMOSPP no cataloga los años anteriores a los setenta como “Guerra Sucia”, pero sí considera que las prácticas se fueron forjando temporalmente y que se sostuvieron por mucho después de los años de la llamada “guerra sucia”:

“Es importante señalar que esto demuestra que el ejército actuó con un manto de impunidad que la misma institución forjó no sólo en los años de la guerra sucia sino que los ha protegido con su complicidad después de sexenios, lo que no es de extrañar ya que los responsables de aquellos hechos tenían mayor poder por los ascensos de carrera militar conforme el tiempo transcurrió”.

Bajo la categoría de “guerra sucia” y la de “crímenes de guerra”, las masacres que no fueron parte del paradigma de la guerra irregular entre el Ejército y los grupos armados insurgentes consolidados y contundentes, no se fincaron en la memoria colectiva mexicana y en las demandas sociales por verdad y justicia. Las oposiciones políticas que impulsaron proyectos políticos alternos al oficial por medios democráticos, como las urnas o manifestaciones, fueron también exterminados física y políticamente, y hasta en la memoria histórica y en la opinión pública quedaron soterradas. Nadie dice nada de los regímenes sangrientos y represores de Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos.

La FEMOSPP hace hincapié en que los crímenes de lesa humanidad por parte de agentes del Estado deben ser juzgados a partir de los tratados firmados por México que hacen referencia al derecho de guerra, tanto los de La Haya como los de Ginebra, ratificados por México el 29 de octubre de 1952.

También se debería tomar en cuenta que, además de dichos tratados, el estatuto de Roma, en su artículo 7 sobre los crímenes de lesa humanidad, establece:

  1. A los efectos del presente Estatuto, se entenderá por “crimen de lesa humanidad” cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque:
    1. Asesinato;
    2. Exterminio;
    3. Esclavitud;
    4. Deportación o traslado forzoso de población;
    5. Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional;
    6. Tortura;
    7. Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable;
    8. Persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte;
    9. Desaparición forzada de personas;
    10. El crimen de apartheid;
    11. Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física.

De la anterior lista de crímenes de lesa humanidad se puede comprobar, con lo que se ha investigado por esta Oficina Especial hasta el momento, que la sistematicidad de crímenes como el asesinato, las detenciones arbitrarias, la tortura, la persecución de grupo fundada en motivos políticos y la desaparición forzada y desaparición forzada transitoria de personas, ocurría en México desde 1951 y 1952.

Por cierto, uno de los crímenes que la FEMOSPP dejó un poco de lado son las cifras de las detenciones arbitrarias, la cuales fueron analizadas como dato periférico e incidental, a pesar de ser la condición primera para posibilitar varios otros tipos de violaciones graves a derechos humanos.

Las detenciones arbitrarias contra militantes disidentes, como los henriquistas, durante toda la década de 1950, se vuelve una práctica sistemática de amedrentamiento y el primer paso para la eliminación de la disidencia mediante métodos ilegales, muchas veces clandestinos, e implican la participación integral del Estado: características de la violencia política de Estado en México que permanecen a lo largo de décadas.

Más allá de cómo la FEMOSPP, los historiadores y la sociedad mexicana llame al periodo, insistimos, debe ser extendido, como mínimo, hasta 1951. Las fuentes a la mano de esta Oficina Especial apuntan a que, desde 1951 y 1952, se echó a andar una maquinaria represiva estatal, constantemente cometió crímenes de lesa humanidad contra la población civil, con el fin del exterminio de grupos opositores políticos, se usaron medios clandestinos, supralegales y legales, y se echó mano de la integralidad de las instituciones del Estado para dicho fin.

 

 

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