By using this website, you agree to the use of cookies as described in our Privacy Policy.

1837 Ilusiones perdidas. Honoré de Balzac

INTRODUCCIÓN
Entre 1829 y 1848 se produce uno de los acontecimientos más extraordinarios e irrepetibles de la cultura universal. En esos veinte años, Balzac erige, a un ritmo frenético, un monumento literario sin parangón hasta entonces (o, al menos, desde Shakespeare) y que, a día de hoy, sigue sin encontrar un rival a su altura. La comedia humana se extiende por mis de noventa obras (sobre todo novelas, pero también relatos cortos y ensayos), que ocupan miles y miles de páginas (unas quince mil en la edición clásica de La Pléiade) y por las que pululan más de dos mil personajes, muchos de los cuales, para rizar el rizo, se pasean de una historia a otra. 

Ante proporciones tan gigantescas, el lector, impresionado, quizás lo único que puede hacer, de entrada, es preguntarse cómo pudo un solo hombre inventar y escribir tal cantidad de historias y entrelazarlas hasta en los detalles más sorprendentes. ¿Qué cabeza pudo almacenar la ingente cantidad de información que allí se despliega? Es muy probable que ese mismo lector no sólo esté impresionado sino también asustado ante la idea de penetrar en una jungla que no sabe a ciencia cierta si va a poder explotar. De algo, sin embargo, si puede estar seguro: entrar en el mundo que nos propone La comedia humana es una experiencia que ningún lector debería perderse. porque, al mismo tiempo que sus proporciones gigantescas impresionan y asustan, Balzac mima al lector, le ofrece facilidades para que acceda a su mundo y, sobre todo, le da lo que siempre se espera de una buena novela: una gran historia, un gran narrador y entretenimiento. Además, el lector cuenta con una ventaja impagable, pues Balzac, como Virgilio con Dante, lo guia con sabiduría y segundad por ese laberíntico entramado de pasiones. La Divina Comedia y La comedia humana, casi un quiasmo que dice mucho de las intenciones de Balzac cuando, en 1840, le pone título definitivo al monumento. No se trata sólo de que el novelista se arrimase a una autoridad clásica para dignificar su grandioso proyecto y de paso, como veremos, el propio género de la novela, sino también de que dotó a su objetivo en La comedia humana de un carácter dantesco muy estimulante para el lector. De la mano de Balzac descubrimos el paraíso, el purgatorio y, sobre todo, el infierno de la sociedad decimonónica. Si Virgilio guió a Dante y a los lectores por el laberinto, tan humano y tan divino a la vez, de la ultratumba, con Balzac nos adentramos por los entresijos absolutamente terrenales de una sociedad, la parisina y la francesa, que él conocía con una precisión sobrecogedora. La comedia humana es un atlas compuesto por infinidad de mapas, cada uno de ellos de una minuciosidad extrema, y el lector puede abrirlo por donde más le plazca. Para muchos, los mapas más conocidos con Eugenia Grandet y Papá Goriot, Ilusiones perdidas quizás sea un texto menos conocido y menos leído por el lector español, pero, sin embargo, ocupa un lugar central en la estructura de la obra y, siguiendo con la metáfora, es el mapamundi que resume el atlas. Además, esa posición preeminente con respecto al conjunto se la asigna el propio Balzac, que, en una carta escrita el 1 de marzo de 1843 a la que acabaría siendo su esposa, madame Hanska, define Ilusiones perdidas como «el volumen monstruo, la obra capital dentro de la obra». Siempre fue su novela favorita, en la que mi empeño puso, y, hoy en día, con la inmensa perspectiva que nos ofrece La comedia humana, uno comprende por qué. Ilusiones perdidas es la quintaesencia de la obra. En ella situó Balzac muchos de los temas, personales y situaciones que más le apasionaron y que, como ríos, discurren por buena parte de las otras novelas. Ilusiones perdidas es, por tanto, una magnífica puerta de entrada al mundo maravilloso y único de la comedia humana. Veámoslo.

La pasión de Balzac por la escritura comienza a fraguarse pronto, en 1818, cuando, con 19 años, redacta unas Notas sobre la inmortalidad del alma. A partir de ese momento, y hasta 1828, su fecunda capacidad literaria ofrece frutos todavía mediocres, numerosas novelas firmadas bajo los seudónimos de Lord R'Hoone y Horace de Saint-Aubin. 1829 es una fecha clave porque ve la luz la primera novela que firma con el nombre de Honoré de Balzac, Los chuanes, que. además, será el primer texto que se incorpore al inminente proyecto de la comedia humana. A finales de ese mismo arto, aparece Fisiología del matrimonio, un tratado en clave paródica que le proporciona cierta fama. En una de sus cartas a madame Hanska, fechada el 26 de octubre de 1834, Balzac le anuncia el plan que tiene concebido para su ambiciosa obra: se va a componer de tres partes. Estudios de costumbres. Estudios filosóficos y Estudios analíticos, y cada una de ellas estará compuesta a su vez por un número aún indeterminado de obras. Comienza, por tanto, la construcción del edificio al que consagrará todos sus esfuerzos y, a tal fin, empieza a remodelar las novelas ya publicadas para integrarlas convincentemente en el conjunto. En 1840, como hemos visto, encuentra el célebre título, y en 1848 hace las últimas aportaciones antes de su muerte, el 18 de agosto de 1830. Ésas son, grosso modo, algunas de las fechas decisivas en esos veinte años de frenética composición. Pero, ¿qué impulsa a Balzac a no contentarse con escribir grandes novelas aisladas o, en todo caso, ciclos mis modestos, sino a abordar un proyecto de una magnitud nunca igualada? A poco que se conozca el carácter del escritor y se lean algunas de sus obras, una respuesta se impone: la ambición. Como buena parte de sus personaos, Balzac fue un ambicioso compulsivo, y esa ambición, felizmente para todos nosotros, la dirigió hacia su mayor obsesión, la literatura. Una empresa como La comedia humana sólo podía surgir de un individuo ávido, insatisfecho siempre, apasionado, insaciable y, hasta cierto punto, megalómano. Todas esas características, que en muchos otros habrían derivado en perversiones, como les sucede a muchos de sus personajes, en Balzac se transformaron en una energía creadora apabullante, en una especie de voracidad artística insaciable dispuesta a devorarlo todo. Es ese afán casi enfermizo de totalidad, de pretender abarcar por sí solo lo nunca abarcado antes por nadie, ni siquiera por los artistas más insignes, lo que alienta La comedia humana. Sin ese afán, sin ese espíritu napoleónico, Balzac no habría podido sacar adelante su empresa. La referencia a Napoleón, uno de los mayores ambiciosos de la historia, no es gratuita. El emperador fue un modelo determinante en la vida, y en la época, de Balzac y su sombra se proyecta por muchas de sus novelas. La gesta conquistadora de Napoleón interesó mucho al escritor por lo que de ambición suprema tuvo. Napoleón, como tantos otros grandes personajes, fue un forjador de la Historia. Con La comedia humana, Balzac quiere forjar él también la Historia y re propone hacerlo mediante un análisis —estudio lo llama él— exhaustivo, global y fidedigno de la sociedad de su época. Su legado tiene que ser, pues ése es su principal objetivo, un documento literario, pero también histórico y sociológico, único sobre un periodo igualmente único de la historia francesa y europea, algo que, según él, ningún escritor anterior había realizado en ninguna otra civilización. Sólo una ambición desmesurada podía alentar semejante proyecto y sólo un genio podía llevarlo a cabo.

Al final de Ilusiones perdidas, un enigmático personaje, Carlos Herrera, le da a Lucien Chardon, el protagoniza, una curiosa y esclarecedora lección: «Hay dos tipos de Historias —le dice—: la Historia oficial, mentirosa, la que nos enseñan, la Historia ad usum delphini; y la Historia secreta, donde se ocultan las verdaderas causas de los acontecimientos, una Historia vergonzosa». Esa otra historia es la que interesa a Balzac. No la historia de fechas y acontecimientos, sino los entresijos que los hicieron posibles; no la de gestas y hazañas, sino la de los tejemanejes que las explican; no la de los personajes por todos admirados u odiados, sino la de canta gente anónima que con sus pasiones hicieron y hacen latir el corazón de la sociedad. A Balzac no le interesa el escenario, con sus decorados y sus actores maquillados, sino la tramoya y lo que se cuece entre bambalinas, lo que lo impulsa a crear es la observación de las pasiones humanas, que para él se resumen codas en una sola: la ambición. Y esa pasión unificadora se da no sólo en los grandes personajes heroicos sino también en individuos en apariencia corrientes, pero que. movidos por ella, se convierten también, a su manera, en héroes. Lo que define al héroe de La comedia humana es, por tanto, su ambición obsesiva. No importa si es neo o pobre, anónimo o famoso, y ni siquiera si triunfa o fracasa, o si la orienta hacia una vida ejemplar o depravada. Desde el momento en que, según Balzac, la ambición es el impulso que explica la Historia, los personajes que hacen de ella su único motor vital se convierten en forjadores de esa otra historia secreta y vergonzosa, pero más determinante y, desde luego, más atractiva como materia narrativa. Obviamente, ambas historias, la oficial y la oculta, se entrelazan y ninguna de ellas puede explicarse sin la otra. Por eso. en las novelas de Balzac el despliegue de datos, fechas y personajes históricos es apabullante, abrumador a veces, pero el lector no debe dejarse engañar: lo que de verdad importa es el drama de la ambición que se esconde tras las grandes gestas, claro, pero también, y sobre todo, tras las «pequeñas grandes historias», pues así define el narrador de Ilusiones perdidas, desde la primera página, lo que está a punto de contamos.

Los cincuenta y un años de la vida de Balzac transcurren durante uno de los periodos más apasionantes y convulsos de la historia francesa. Ese medio siglo de cambios radicales, que afectan no sólo a Francia sino a toda Europa, es el alimento del que se nutre La comedía humana. Tan sólo diez años antes del nacimiento del escritor se había producido la revolución de 1789, que terminó con el Antiguo Régimen e inauguró una nueva época de la historia universal. Cuando Balzac nace, el 20 de mayo de 1799, faltaban tan sólo unos meses para que el Consulado pusiera fin a los años del Directorio y Francia y el mundo asistieran al ascenso imparable de Napoleón, que en 1802 fue proclamado primer cónsul. Balzac crece bajo el Imperio napoleónico. Todas las biografías del escritor señalan la profunda huella que dejaron en él las hazañas de un Napoleón que parecía que iba a conquistar el mundo entero durante aquellos años de 1804 a 1814. La sombra del emperador se alarga, de un modo u otro, por muchas novelas de la obra; sin embargo, salvo alguna excepción, Balzac no ambienta sus historias durante el Imperio. Su escenario predilecto son los años de la Restauración (1814- 1830) y de la Monarquía de julio (1830-1848), que coinciden respectivamente con sus años de formación y de plenitud como escritor (recordemos que Los chuanes es de 1819). La mirada histórica y social que encontramos en La comedia humana es, en buena medida, la de un Balzac que, a la luz de la Monarquía de julio, desentraña la historia de los dieciséis años anteriores, Los reinados de Luis XVIII y de Carlos X fueron una época de paz y estabilidad, aunque no libre de convulsiones, que acabarían estallando en 1830. El régimen de la Restauración se basó en una constitución que no contentaba ni a los ultramonárquicos, reticentes siempre a cualquier contrato con el pueblo, ni a los liberales que reclamaban más libertad. La revolución de 1830, que instauró en el poder a Luis Felipe, representante de los Orleans, fue una revolución del pueblo, pero de la que acabó apropiándose la burguesía. Balzac asistió aún, dos artos antes de su muerte, a otra revolución, la de 1848, que dio paso a la Segunda República.

La monarquía y sus vicisitudes marcan, por tanto, el periodo histórico sobre el que se posa la incisiva mirada de Balzac. Precisamente, parte del sentido político, social, histórico y cultural de la obra se esclarece si partimos de la postura que el escritor mantuvo con respecto a la monarquía. Pese a las matizaciones que enseguida veremos, no cabe duda de que Balzac apoya al régimen monárquico de la Restauración. En el célebre prólogo a La comedia humana que escribió en 1842, su posición es clara: el catolicismo y la monarquía son para él los principios rectores, las dos caras de una misma moneda, y la misión del escritor debe ser el restablecimiento de esas dos verdades eternas. Balzac fue un legitimista borbónico y nunca aceptó la revolución de 1830 que puso en el trono a Luis Felipe de Orleans. Según él lo veía, la Monarquía de julio había dado paso a un individualismo feroz que, por un lado, acabó por enterrar los valores fundamentales de la sociedad, sobre todo la familia, y, por otro, favoreció el desarrollo implacable del capitalismo, que, aunque ya había comenzado a germinar con la Restauración, encontró a partir de 1830 el caldo de cultivo apropiado. Con ese trasfondo, no extraña que en las novelas de Balzac se repitan las familias rotas por el egoísmo y que el dinero tenga una presencia obsesiva. ¡Quien le iba a decir al monárquico y tradicionalista Balzac que su visión crítica del individualismo capitalista lo acabaría conviniendo casi en un referente de la crítica marxista de Lukács y en un revolucionario a su pesar! Además, el individualismo rampante que él detectaba en la sociedad del momento conllevaba también el debilitamiento e incluso la desaparición láctica del Estado, que iba pasando de ser un conjunto cohesionado y fuerte a convertirse en un cúmulo de grupos de interés definidos por la mediocridad y el arribismo.

Ahora bien, la crítica feroz de Balzac a la Monarquía de julio no debe llevarnos a pensar que su adhesión a la Restauración fuese ciega. Con la perspectiva histórica tan peculiar que adopta al escribir sus novelas desde una distancia temporal aún tan corta, el reproche fundamental que Balzac lanza a la Restauración es el inmovilismo. Según él, el principal pecado del régimen fue menospreciar los cambios sociales y mentales que la revolución de 1789 había introducido. Como nos cuenta Ilusiones perdidas, la Restauración favoreció la vuelta al poder de una aristocracia rancia, asfixiante y endogámica, recelosa de todo lo que pudiese amenazar su reconquistado estatus social, y, lo que es peor, opuesta a todo avance intelectual. Su desprecio del genio, del talento, exasperaba a Balzac y explica los coqueteos del escritor con las doctrinas del sansimonismo, que propugnaba mejorar las condiciones de la humanidad mediante la ciencia, el gobierno de las élites científicas y artísticas, y la supresión de la aristocracia hereditaria. En Ilusiones perdidas, Balzac homenajea a los discípulos de Saint-Simon en el retrato utópico que hace del Cenáculo y de los intelectuales liderados por D’Arthez. Sin embargo, el sansimonismo abogaba por un replanteamiento de la religión, de la familia y de la propiedad difícilmente compatible con el pensamiento político de Balzac. De hecho, su actitud en La comedia humana muy ambivalente: al mismo tiempo que admira los altos ideales que propugna, le reprocha que contribuyese a la revolución de 1830 y al triunfo de los liberales. En cualquier caso, lo que se desprende de la crítica de Balzac a la Restauración es que pese a la aparente paz y estabilidad que aportó, el propio régimen favoreció, con su actitud altiva e inmovilista, que fuesen fermentando en esos años los odios que conducirían a su propia muerte. La lectura que Balzac hace del periodo que va de 1814 a 1830 está, en definitiva, influida por su propia vivencia crítica de la Monarquía de julio. Se explica así, por ejemplo, que en Ilusiones perdidas se evoque una acción que sucede aproximadamente entre 1821 y 1823 a la luz de lo que el propio autor vive entre 1837 y 1843, años de composición de la novela.

Cuando Balzac concibe el proyecto de La comedia humana su objetivo no es, como hemos dicho, la historia oficial que, de forma sin duda precipitada, ha quedado resumida en los párrafos anteriores. Lo que se propone es indagar en las causas que la explican, y, para ello, le aplica una lupa de aumento, un microscopio, que le permite observar, como un científico, las fibras internas del tejido social, las pasiones e intereses que están detrás del devenir histórico. Como un entomólogo con los insectos, Balzac va a observar y clasificar minuciosamente todos los seres que pululan por la colmena de la sociedad y nos va a mostrar que las obreras y los zánganos son tan importantes como la reina, porque, como bien se encarga de subrayar el narrador de Ilusiones perdidas, «las aflicciones de los desdichados no merecen menos atención que las crisis que revolucionan la vida de los poderosos y de los privilegiados de la tierra». Esas aflicciones son los miles de dramas que, impulsados por la ambición, componen esa historia vergonzosa y secreta sobre la que se apoya la oficial. Y, llegados a ese punto, la precisión en los detalles es esencial, porque la ambición nace en buena medida de sucesos y objetos de apariencia insignificante en los que el historiador no ha reparado o por los que ha pasado de puntillas. De ahí que, parafraseando a D'Arthez en Ilusiones perdidas. La comedia humana se presente como una historia pintoresca de Francia, en la que se describen los trajes, los muebles, las casas, los interiores y la vida privada, al mismo tiempo que se muestra el espíritu de la época, en lugar de narrar a duras penas hechos ya conocidos. Ese objetivo, en las dimensiones en que Balzac lo plantea, es, sin duda, novedoso. Nadie antes que él se había propuesto crear con esa determinación un archivo documental tan minucioso de una época histórica concreta. Por eso, adentrarse en La comedia humana es como recorrer y disfrutar del laberinto infinito de un edificio que fuese a la vez biblioteca, hemeroteca, archivo fotográfico, musco... Pero también es introducirse en el hormiguero de una sociedad palpitante y vigorosa, que parece cobrar vida ante el lector, que comprueba admirado que, en muchos sentidos, no nos separa casi nada de todos esos personajes que comen, duermen, ríen, lloran, compran, viajan, aman y odian como nosotros.

Ahora bien. La comedia humana no es sólo un ambicioso proyecto histórico-social, sino también, claro está, una empresa literaria de primer orden. El camino que Balzac empieza a recorrer en 1829, y que sólo la muerte interrumpe, es, en realidad, el de la legitimación de un género, la novela, que no se había despojado aún del desprestigio literario que acarreaba de antiguo. De hecho, Balzac no utiliza mucho la palabra novela y prefiere, en su lugar, hablar de «estudio». El propio título de su proyecto acude, por un lado, como hemos visto, a la autoridad de Dante y, por otro, al teatro, género de indudable prestigio. En más de una ocasión, Balzac llama a su obra no sólo comedia, sino también drama, y, en la dedicatoria de Ilusiones perdidas, se pone al amparo de otro clásico, Moliere, para justificar no sólo el título de comedia, sino, sobre todo, el carácter satírico de la misma, pues el autor no oculta que su obra castigat ridendo mores. La legitimación de la novela que Balzac emprende pasa por convertirla en un verdadero vehículo de transmisión de conocimientos, compaginando esa función con el objetivo fundamental del entretenimiento del lector. En este punto, la figura de Walter Scott es capital para entender el propósito de Balzac. Como podrá comprobar el lector, Lucien Chardon, el protagonista de Ilusiones perdidas, es autor de una novela que, según él, ha escrito al estilo de Walter Scott. Su amigo D´Arthez, aun admitiendo la importancia del novelista escocés, lo anima a emprender algo novedoso. En el prólogo de 1842 a La comedia humana, Balzac alaba el enorme impulso que Scott le había dado a un género hasta entonces considerado secundario, pues fue capaz de enseñar divirtiendo. Balzac convierte al escocés en un hito fundamental del proceso de legitimación de la novela, que él pretende culminar con un proyecto osado y novedoso: una novela de novelas.

Durante los años de composición de la obra, Balzac asiste al imparable ascenso al poder de la prensa, un asunto que lo obsesionó y que de hecho, situó en el corazón de Ilusiones perdidas. Durante el Imperio, la prensa había estado amordazada. La Restauración le dio una libertad considerable en los primeros años, pero en 1821 se restableció la censura. Hasta la Monarquía de julio no se lograría la liberalización y la abolición de la censura. El creciente y despiadado poder de los periódicos produjo, a ojos de Balzac, unos efectos perversos en la sociedad francesa, como analizaremos más adelante. Lo más interesante ahora es que el ascenso al poder de la prensa tuvo unas consecuencias literarias de capital importancia en una época en que los libros eran muy caros: el nacimiento del roman feuilleton, la novela por entregas. Y es precisamente Balzac el que, en 1836, inaugura el nuevo medio de difusión con La solterona, d primer folletín francés. Los años 40 suponen la eclosión del fenómeno. El formidable éxito popular de Los misterios de Paris (1842- 1843), de Eugène Sue, marca, sin duda, un hito, al igual que las novelas de Dumas. Balzac se ajustó con dificultad a las exigencias del sistema folletinesco, pues nunca renunció a su gusto por las largas descripciones y los párrafos inmensos. Aun así, en algunas de las novelas que publicó por entregas, sobre todo en La prima Bette (1847) y también en la tercera parte de Ilusiones perdidas, consiguió el difícil equilibrio entre las técnicas a las que no estaba dispuesto a renunciar y las exigidas por los folletines: la agilidad de los diálogos, la tendencia a la dramatización, los recursos para atrapar la atención del lector, etc.

Otro de los aspectos que subrayan la importancia literaria de La comedia humana es su filiación al realismo literario decimonónico. El año en que Balzac muere, 1850, Courbet pinta su celebre Entierro en Ornans. que marca simbólicamente el inicio del realismo. Sin embargo, ya desde los años 30, época en que Balzac entra en su plenitud creadora, se habían ido sembrando las primeras semillas del nuevo movimiento. Para muchos, en Balzac se produce una extraña, y fascinante, simbiosis de romanticismo tardío y realismo en ciernes. Fijémonos, si no, en los Estudios de costumbres, la parte de más peso en La comedia humana. En ella concentra Balzac su vasta empresa de descripción social, esa ambición de totalidad y de exhaustividad que hemos señalado y que es consecuencia de los tres modelos de análisis que él aplica simultáneamente: el científico, el histórico y el pedagógico. El primer modelo, basado en la zoología y en las ciencias naturales, le hace considerar la sociedad como un conjunto de especies animales que él, como científico, clasifica y estudia. Los largos pasajes descriptivos que inundan las novelas de Balzac persiguen, entre otros objetivos, situar a cada individuo en su contexto, encasillarlo y casi, diríamos, pincharle un alfiler. Mediante el modelo histórico, como hemos venido señalando, el escritor se erige en secretario de esa otra historia paralela y determinante. Y el acta que levanta es de una minuciosidad impresionante. Parece como si Balzac tuviese la necesidad imperiosa de dejar constancia de un mundo que desaparece a pasos agigantados y que él conoce de primera mano. Y ahí el detallismo y las prolongadas descripciones tan realistas vuelven a desempeñar un papel fundamental para lograr el retrato más fidedigno y completo posible de una época irrepetible. Por último, el método pedagógico completa la labor de los dos anteriores.

Balzac despliega en la obra un conocimiento enciclopédico sin precedentes en un novelista. Algo que, en principio, podría ahuyentar a los lectores se conviene, en manos del escritor, en un arma decisiva para darle verosimilitud a su ambicioso proyecto costumbrista. La verosimilitud realista no nace en Balzac sólo del detallismo descriptivo de personas y lugares, sino también del alarde de conocimientos, que es un rasgo inconfundible de sus novelas. Cuando el lector comience a leer Ilusiona perdidas, se dará cuenta de que el tono enciclopédico se establece ya desde la primera página y de que, a lo largo del relato, el autor no tendrá empacho alguno en interrumpir la ficción para insertar un detallado discurso científico. Sin embargo, lejos de aburrir, dichos discursos responden al objetivo de deleitar enseñando que Balzac concebía como esencial para la legitimación de la novela. Las digresiones científicas tienen también, por tanto, una función pedagógica: pueden asombrar e incluso intimidar al lector, que siente la superioridad abrumadora del narrador, pero instruyen y proporcionan muchas pistas que ayudan a explicar verosímilmente la historia que se nos está contando.

Uno de los elementos que más contribuye al realismo de La comedia humana es el tratamiento de los personajes. Los tres modelos de análisis mencionados contribuyen a crear unos retratos, físicos y psicológicos, inolvidables. Se ha dicho, con razón, que el mundo de la obra no es el mundo real. No podría serlo. Todo ha pasado por el tamiz del genio, que, como un jíbaro, ha redundo la realidad a un mundo de personajes y situaciones concentrados, esenciales, pero no por ello menos realistas. Muchos de los miles de personajes que pueblan la obra quedan definidos por un simple y preciso rasgo. Los grandes personajes de Balzac (Goriot, Rastignac, Vautrin, Grandet, Lucien Chardon...) y otros muchos de primera línea son personajes-tipo, esencias que provienen, por así decirlo, de la alquimia del escritor, como señala Stefan Zweig en sus hermosos libros sobre Balzac. Además, el gusto por los personajes tipificados hay que situarlo dentro del interés general de la época por la representación de lo social, que, aunque con una evidente carga irónica, aspira también a cieno cientifismo, de lo que dan buena prueba las numerosas fisiologías apareadas entre 1840 y 1842. La descripción minuciosa en el retrato, individual o colectivo, del rostro y del cuerpo, que Balzac inaugura, será, como es bien sabido, seña fundamental de la novela en las décadas posteriores.

Balzac refuerza la impresión de verosimilitud explotando otros recursos que implican también a sus personajes. Estos, claro está, pertenecen a la ficción (aparte de que en muchos casos tengan referentes reales), pero se mueven en un mundo repleto de nombres de personas y de lugares que el lector reconoce en la realidad y que ve transformados cambien en ficción. De este modo, el juego entre ficción y realidad contribuye a la verosimilitud de la historia. En Ilusiones perdidas, Angulema existe fuera de la novela con las características con que Balzac la describe, pero la aristocracia que se nos presenta es pura ficción y el efecto de realidad que nos causa es consecuencia, en buena medida, de la credibilidad del escenario. De la mano de Lucien Chardon recorremos restaurantes, teatros, librerías, periódicos, calles y parques que realmente existían y siguen existiendo en muchos casos. Cuando vemos al protagonista frecuentar el restaurante Flicoteaux, del que el propio Balzac fue asiduo, ¿no adquiere Lucien una entidad tan (ilusoriamente) histórica como el propio lugar en el que se encuentra y que el lector identifica con la realidad exterior? Aunque podría decirse que el efecto es también el contrario: lo histórico acaba inevitablemente contagiado de ficción. En todo caso, esa apropiación de lo exterior por parte de la ficción está en la base de la ilusión de realidad que caracteriza las novelas de La comedia humana.

Sin embargo, Balzac no se conforma con ese papel de los personajes en la creación de la verosimilitud. Una de las dificultades mayores de un proyecto de tal envergadura es la cohesión del conjunto y Balzac la consigue, sobre todo, con una idea genial y, en gran medida, única: la reaparición de personajes. De este modo, estos contribuyen a crear una tupida red de intereses y de relaciones que viene a ser la argamasa que mantiene en pie el inmenso edificio. El efecto de realidad en el lector es asombroso, pues tiene la sensación inigualable de haberse introducido en una sociedad viva, en la que, en muchísimos casos, la historia y los personajes no acaban en una novela determinada, sino que se prolongan por otras, donde pueden alcanzar toda su profundidad. la trama de la ficción adquiere espesura y visos de realidad. Además, la reaparición de personajes tiene un efecto añadido que embauca al lector, que se siente parte de ese mundo que cada vez conoce mejor. Y es que la sensación del que se sumerge en La comedia humana es la de encontrarse a cada paso, en una fiesta aristocrática, en el vestíbulo de un teatro o en la calle, con personajes que ya conoce y a los que, como sucede con los amigos, hacía tiempo que no veía. Por otro lado, la técnica de la reaparición puede brindarle un estimulante juego de adivinanzas, pues hay ocasiones en que la alusión a un personaje es lo suficientemente críptica para que el lector tenga que indagar en qué novela se encuentra la solución al enigma. En Ilusiones perdidas se producen algunos casos. En un momento determinado, la marquesa de Espard, al oír el nombre de Montriveau, se lamenta: "¡Ay!, siempre que oigo ese nombre pienso en la pobre duquesa de Langeais, que desapareció como una estrella fugaz». No se dan más datos. Hay que acudir a otra novela, La duquesa de Langeais, para saber que en 1823 el tal Montriveau encontrará a la pobre duquesa retirada en un convento. Otro ejemplo: al final de Ilusiones perdidas, el enigmático Carlos Herrera, al pasar por la finca de los Rastignac, detiene la calesa en la que viaja con Lucien Chardon y, con profunda melancolía, recorre el sendero que lleva a la casa solariega. El lector que conozca El tío Goriot adivinará enseguida la causa de dicha melancolía. Su experiencia es muy gratificante, pues posee una información que el propio Luden ni se imagina y que, sin embargo, será vital para su futuro.

Curiosamente, los personajes, que tanto contribuyen al realismo de La comedia humana, son también los que le dan un carácter esotérico que, en principio, casa mal con las ambiciones de verosimilitud del autor. Sin embargo, quizás en esa extraña combinación esté uno de los mayores atractivos de las novelas de Balzac. El mundo de la obra es un mundo de signos e indicios. Por una parte, el detallismo ya mencionado nos presenta casi la fotografía de ese mundo. Sin embargo, esa fotografía no basta; hay que interpretarla. Balzac, sus narradores y sus personajes se convierten en descifradores, en intérpretes, o, en expresión de la crítica, en semiólogos de la sociedad. En efecto, los personajes de Balzac están recubiertos de varias capas semióticas vinculadas a su carácter y cada una necesita de su propio código de lectura. En general, las descripciones suelen centrarse en tres elementos básicos: el cuerpo, la ropa y el espacio de los personajes. En el primer caso, Balzac cree firmemente que el físico lleva a la comprensión del alma y que un rasgo exterior se corresponde con uno moral. En el segundo, la obsesión por la ropa responde a la creencia, difícilmente rebatible en general, de que mediante ella los personajes se inscriben en un contexto sociohistórico. Por último, el análisis del espacio en el que se sitúan también ayuda al entendimiento de su carácter. Así sucede en Ilusiones perdidas, donde el mezquino procurador Petit-Claud queda definido por sus ojos de urraca y Lucien desentona por su ropa en la alta sociedad parisina y queda marcado socialmente por vivir en una cuarta planta, signo de indigencia. Balzac inunda sus novelas de gestos, miradas, muecas, ademanes, todo un mundo de signos e indicios en el que los personajes se definen por su mayor o menor capacidad de interpretación. Esa capacidad es la que determina el triunfo o el fracaso de los personajes, cuyo poder estriba en sus facultades hermenéuticas, que, como la ambición, aparecen en todos los estratos sociales. En Ilusiones perdidas son poderosos en este sentido la marquesa de Espard o el conde de Châtelet, pero también el tío Séchard o Cérizet. La interpretación de las señales no siempre es fácil, pues a veces pueden engañar en una primera impresión. Lo que parece no engañar casi nunca es el valor simbólico de muchos de los nombres que Balzac escoge para sus personaos. Quizás sea este el aspecto menos realista del mundo semiótico que nos propone la obra. Séchard (de «sec», seco), Finot (de «finaud», taimado). Doublon (nombre de una moneda) y hasta el apellido del protagonista. Chardon (cardo), demuestran que Balzac estaba convencido de que existe una correspondencia entre el nombre y el carácter, que el primero determina el segundo. Théophile Gautier, en su Retrato de Balzac (1858), ya advirtió la importancia de toda esta simbología y de la creencia de que los nombres tienen una significación, una fatalidad y un alcance cabalísticos. Por eso, los signos que emiten constantemente los cuerpos, la ropa, los lugares o los nombres de La comedia humana nos hacen creer, por momentos, que estamos en ese bosque de símbolos del que años después hablaría Baudelaire, con permiso siempre de Swedenborg y otros. Si a eso añadimos, como bien podrá comprobar el lector de Ilusiones perdidas, que los personajes se encomiendan o son víctimas continuamente del azar, la suene, el destino o de cualquier otro elemento ligado a la casualidad, tendremos que, en efecto, en Balzac se produce la fusión, enigmática pero exitosa, entre un realismo que anuncia ya la novela de las décadas posteriores y una atmósfera esotérica y cabalística que no sólo enlaza con el romanticismo en el que Balzac creció, sino también, en parte, con la literatura visionaria de raíz simbolista que también marcaría la segunda mitad del siglo.

En Ilusiones perdidas concentra Balzac el mayor esfuerzo creador de toda su ingente obra. Los siete años que dedicó a su construcción (desde junio de 1836 a junio de 1843) dan buena prueba de la importancia que el escritor concedió a una novela que se sitúa en el mismísimo corazón de la comedia humana. Por un lado, Ilusiones perdidas actúa de bisagra entre las dos «escenas» esenciales de los Estudios de costumbres, a su vez, centro neurálgico de la obra: las escenas de la vida de provincia y las de la vida parisina. Precisamente, el contraste entre ambos modos de vida es, como vamos a ver enseguida, un tema capital del análisis sociológico que nos propone Balzac. Por otro lado, la novela aparece también en el centro de lo que la crítica ha denominado el «ciclo Vautrin», compuesto por El tío Goriot, Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas. Estas tres novelas, enlazadas por la presencia del enigmático e implacable Vautrin, una de las grandes creaciones de Balzac, condensan de manera magistral el espíritu de la obra. Ilusiones perdidas se nos revela, por tanto, y a pesar de sus enormes dimensiones, como la esencia más condensada del concepto de novela y de la visión del mundo que Balzac nos transmite, y que han quedado esbozados en las páginas anteriores.

El esqueleto argumental de la novela es, sin embargo, sencillo. Lucien Chardon, un hermoso joven, poeta en ciernes, ingenuo y con pocos recursos económicos, está dominado por la ambición de conseguir la fama. Incomprendido y maltratado por la sociedad provinciana en la que vive, emprende la huida, con la ayuda de la aristocrática madame de Bargeton, al elegante mundo de la alta sociedad parisina, donde pretende introducirse. Pero pronto descubre que el rechazo de los aristócratas parisinos es sólo el comienzo de una lección que le enseñará que los motores que mueven la sociedad no son el talento ni el esfuerzo personal, sino el dinero, la intriga y la falta de escrúpulos. La complejidad de Ilusiones perdidas estriba, por una parte, en que el protagonista de la historia aparece acompañado de un buen puñado de personajes, cada uno con su propia historia dependiente de la principal, y, como en el caso de David Séchard, el amigo del alma de Lucien, fundamentales también para el desarrollo de la novela. Y, por otra parte, las andanzas del protagonista por el mundo de la provincia y por el de París le sirven a Balzac para emprender un viaje minucioso y hechizante, ambicioso como ningún otro en la obra, por la sociedad francesa de las primeras décadas del siglo XIX.

En el propio título de la novela se contienen los dos movimientos dominantes de la historia: la ambición y la desilusión. Son movimientos contradictorios, pero complementarios. La ambición impulsa hacia arriba a los personajes; la desilusión los lanza al abismo. Ambos movimientos acompañan a Lucien Chardon en toda su peripecia vital y artística y definen en gran medida la organización general de la novela, que se basa en el contraste entre la sociedad provinciana de Angulema y la de París. En ese contraste está una de las claves de la novela y de toda la obra. Lucien Chardon es el prototipo de tantísimos jóvenes que continuamente abandonaban la provincia para emprender el sueño parisino, un viaje impulsado por el anhelo de abrirse paso en la jungla de la capital. Muchos, la mayoría, no resisten y sucumben en el intento. Pocos son los agraciados. Balzac había iniciado ya el tema del contraste entre la provincia y París precisamente en El tío Goriot, la novela que argumentalmente precede a Ilusiones perdidas, con ese Rastignac que cantas similitudes guarda con Lucien Chardon. Pero ¿de qué mundo huyen Lucien y untos otros jóvenes? En la sociedad provinciana representada por Angulema, Balzac critica el inmovilismo del régimen de la Restauración, que favoreció a una aristocracia endogámica, rutinaria y temerosa de cualquier cambio. Eso la enfrenta al Houmeau, el arrabal dinámico y emprendedor en el que la burguesía comienza a construir los cimientos de su inminente poder. Pero la aristocracia de Angulema es, sobre todo, recelosa del talento individual. Ése es quizás su mayor pecado, lo que Balzac nunca comprendió ni perdonó: que el talento en provincias no tuviera otro destino que el estancamiento. Por eso Lucien, al no sentirse valorado, sueña con la capital, lugar idealizado y maravilloso donde hacer realidad sus ilusiones.

«La provincia es la provincia y París es París», dice el tío Séchard, uno de los personajes de la novela. En esa frase, en esas dos proposiciones casi incomunicadas, se resume el abismo que separa la capital de la provincia. Lo que antes era inmovilismo y rutina es ahora un torbellino de pasiones y de intereses. En la selva de la gran ciudad, el provinciano como Luden se enfrenta a la verdadera medida de la realidad. Salir de Angulema significa, ante todo, comparar, y comparar significa, irremediablemente, perder las ilusiones forjadas en el estrecho mundo de la provincia. En París todo nene otra dimensión, todo es más grande y numeroso: la gente, las distancias, los edificios, el dinero que se necesita para vivir..., y el provinciano se siente más empequeñecido que nunca. Ilusiona perdidas es, en gran medida, un bildungsroman, una novela de aprendizaje, y París es la cruel escuela en la que Lucien se hace adulto a fuerza de golpes y de ilusiones que se le vienen abajo como castillos de naipes. París disipa los espejismos de la provincia y ofrece la verdadera cara de la realidad a los jóvenes que, como Lucien, creían ingenuamente que la gran ciudad recibiría con los brazos abiertos su talento. La realidad es que el mundo mágico, elegante y exitoso es patrimonio de unos pocos afortunados. El resto de los seres que pululan por esa cuba en continua fermentación que es París malviven en un mundo mezquino y cruel en el que sólo los más fuertes se abren paso. El París que se encuentra Lucien, y en el que nos adentramos con él, es el de la Restauración, en el que lo elegante y lo sórdido conviven. Es el París de los animados bulevares, de los jardines de Luxemburgo, del faubourg Saint-Germain y del faubourg Saint-Honoré, pero también el del barrio Latino, donde tantos sueños de grandeza se prostituyen y perecen. Es, en definitiva, un lugar fascinante y seductor, pero Implacable, un vampiro que se alimenta de esperanzas.

Las ambiciosas ilusiones con las que, en la segunda parte de la novela, Lucien llega a París están construidas con papel. No es ésta una evidente metáfora para señalar la fragilidad de sus sueños, sino una realidad que inunda la novela. Se ha dicho, y con razón, que Ilusiones perdidas es un relato sobre el papel en sus múltiples facetas. El anhelo de Lucien en Angulema, durante la primera parte, es ser poeta y novelista. Tiene escritos un libro de mediocres sonetos y una novela, también mediocre, al estilo de las de Walter Scott. Ingenuamente cree que su ambición literaria le abrirá las puertas de la alta sociedad. David Séchard, su gran amigo, casi su hermano, regenta una imprenta y está convencido de que descubrirá una técnica para fabricar papel más barato. Los ambiciosos y despiadados hermanos Cointet le hacen la competencia desleal con otra imprenta y con una fábrica de papel. Por medio de estos personajes, Balzac nos enseña el funcionamiento de una imprenta de provincias un ámbito que él conocía de primera mano, y la parte más técnica de los negocios vinculados al libro, la fabricación y la impresión del papel.

Tras sufrir el rechazo de la aristocracia de Angulema y también el de la capital, Lucien confía en imponerse con su literatura. Es aún el joven provinciano ingenuo. Sin embargo, sus aspiraciones literarias se van a topar con la más cruda realidad parisina: lo que domina el mundo editorial y literario en la capital no es el talento, sino la ambición destructiva y, sobre todo, el dinero. La segunda parte de Ilusiones perdidas es una especie de despiadado mapa literario del París de la época. El cruel aprendizaje de Lucien, su paso de la inocencia a la madurez adulta, se desarrolla en tres escenarios vinculados entre sí: las casas editoriales, también llamadas librerías, las redacciones de los periódicos donde se ejerce la crítica literaria más salvaje y el mundo del teatro. Como Balzac nos describe los tres escenarios con todo lujo de detalles, nos bastará aquí con unas pinceladas que expliquen la dura lección que Lucien debe soportar.

Cuando, aguijoneado por la penuria económica y el hambre. Lucien se dirige al muelle de los Agustinos a ofrecer su novela y sus sonetos a algún editor, no se imagina aún el brutal desengaño que le espera. Los editores se mueven sólo por dinero y, por supuesto, se mofan de las pretensiones literarias de Lucien. En ese momento, Ilusiones perdidas nos muestra el panorama de la mercantilización de la literatura que comenzaba a fraguarse por la época y que anunciaba ya la progresiva importancia que adquirirían el papel y los libros en los años posteriores. Balzac nos sitúa en los momentos previos al crecimiento exponencial de Ja industria editorial y a la ampliación masiva del público lector. Lucien descubre, atónito, que los libros son mercancías con las que unos y otros trafican y que, en el regateo continuo que es el mundo editorial, él no tiene ningún poder. El, que se creía poderoso por ser poeta, es decir, creador, comprueba que los editores, que no son creadores, tienen un papel decisivo en la difusión de los libros y que manejan a su antojo el talento creativo de otros, convertido también en objeto comercial. No parece casual que las editoriales reciban continuamente en La novela el nombre de tiendas (boutiques) y que Dauriat, uno de los editores más influyentes, tenga su despacho en el Palais-Royal, centro neurálgico del capitalismo parisino.

De modo casi natural. Lucien pata del mundo literario y editorial al periodismo. Y es que la suerte de la industria del libro, que tanto lo ha decepcionado, aparece íntimamente liga da al poder de la prensa. En la propia dedicatoria de Ilusiones perdidas, Balzac nos anuncia con claridad que uno de sus principales objetivos es la crítica a ese nuevo poder —el cuarto— que comienza a erigirse en los años en que se sitúa la acción de la novela y que se consolidará durante la Monarquía de julio, la hostilidad de Balzac hacia el mundo periodístico es visceral. Una de las grandes decepciones del escritor —una de sus ilusiones perdidas— es que lo que podría haber sido un agente liberador se acabara conviniendo en un obstáculo para la propia democracia, al ejercer una crítica literaria y política mordaz, hiriente y sanguinaria contra todo tipo de gobierno, lo que hacía imposible el ejercicio serio del poder. Balzac se ceba en los grandes diarios gubernamentales, ultra monárquicos y liberales, pero sobre todo en los petits journaux, esas gacetillas satíricas y despiadadas que proliferaron en la época y cuyo poder de destrucción residía en el malévolo uso del folletín corno herramienta de ataque contra el «enemigo». En la segunda parte de Ilusiones perdidas nos introducimos de lleno en las cloacas del periodismo y el paisaje que contemplamos es desolados las ideas no valen nada, no hay principios, la Verdad no existe y, si existe, no importa en absoluto. Todo puede ser verdadero o falso, según interese. Lucien, deslumbrado al comienzo por el ejercicio de un poder que no puede sino fascinar a un ambicioso como él, llega incluso a firmar tres artículos contradictorios sobre una misma obra y se siente embriagado de placer al comprobar que, admitido ya en el exclusivo círculo de los «periodistas influyentes», puede hacer y deshacer a su antojo y decidir omnipotentemente sobre la vida o muerte de un libro o de una obra teatral. En el circo social de Ilusiones perdidas, los periodistas son acróbatas de las ideas, pues las manipulan según sus intereses, que siempre responden al motivo central que impulsa toda la acción de la novela y de la sociedad que describe: la ambición y el dinero. Las redacciones de los periódicos, como las librerías, son sólo «tiendas» en manos de comerciantes-periodistas sin escrúpulos, dispuestos a todo para conseguir medrar en esa jungla de ambiciones en La que la supervivencia es casi imposible. Lucien acaba por darse cuenta de que, en realidad, su triunfo no es más que un espejismo, una ilusión perdida más, y, como víctima que es, sus colegas —supuestos amigos— no dudan en sacrificarte. Balzac presenta el sacrificio de Lucien como epítome del poder corruptor e implacable de la prensa, una feroz denuncia que culminaría en 1842 con su Monografía de la prensa parisina.

Como la de la literatura, la suene del teatro depende también estrechamente del periodismo. El poder de la prensa para hacer triunfar una obra teatral o para hundirla es ilimitado. Como periodista, Lucien descubre un mundo dominado también por tes intereses materiales, en el que el éxito depende casi siempre de tener a favor la claque más poderosa, pagada por los periódicos más influyentes. El mundillo teatral en el que Balzac nos sumerge desempeña un papel central en la novela, pues es metáfora del mundo real, en el que todo es apariencia. Pero, tras La apariencia, se oculta la verdadera realidad, la que interesa al escritor, la tramoya del escenario, los bastidores entre los que se teje una espesa red de intrigas, favores, sexo, chantajes de todo tipo y, en definitiva, como siempre, ambición y dinero. La experiencia de Lucien en el teatro resume, en realidad, su experiencia en la capital París es un inmenso teatro. Desde el patio de butacas de la provincia, Lucien contemplaba un escenario majestuoso, deslumbrante y digno de admiración. Pero, al acceder a la tramoya representada por la alta sociedad, el mundo editorial, la prensa y el propio teatro, lo que el poeta descubre es todo lo contrario. Como para tantos otros, para Lucien París acaba siendo la gran ilusión perdida y, como tantos jóvenes ambiciosos llegados a ella, no tiene más remedio que volver derrotado a la provincia de la que salió.

Por todo te dicho, quizás resulte obvio señalar que Ilusiones perdidas es una novela de aprendizaje y de desencanto. En este sentido, se inscribe, con todas las matizaciones que puedan hacerse, en una línea que recorre del siglo XIX francés: la del desencanto, la melancolía, la languidez, sentimientos todos asociados al llamado mal du siècle. Ilusiones perdidas se comprende mejor ni se la sitúa en relación con el Rene de Chateaubriand (1802)  o con el Adolphe de Constant (1816), novelas que representan a una primera generación desengañada, a la aristocracia que no encuentra su sitio en la sociedad surgida tras 1789; en relación también con Voluptuosidad de Sainte-Beuve (1854) y con Las confesiones de un hijo del siglo de Musset (1836), que nos hablan, como Ilusiones perdidas, de la ociosidad de la juventud durante la Restauración y del fracaso de la revolución de 1830; y, por último, en relación con la Educación sentimental de Flaubert (1869) novela con la que guarda más de una semejanza (por ejemplo, el decisivo papel de las mujeres en el proceso de aprendizaje de Lucien y Frédéric Moreau) y que nos muestra ya el desencanto absoluto de la juventud con la política y con la revolución de 1848, de la que Balzac fue testigo. En Ilusiones perdidas, Balzac no se pierde en la recreación morbosa de los síntomas de ese desencanto: lo que hace es levantar acta de las causas que lo explican y que, en gran medida, han quedado apuntadas en las páginas precedentes. En definitiva, nos presenta una juventud asfixiada y casi destruida por la hermética estructura social, por la perniciosa influencia de la prensa, por un poder que la excluye del ejercicio de la política y, en fin, por una sociedad, la de la Restauración y, luego, la de la Monarquía de julio, en la que el dinero se impone como único medio de ascenso social.

Es precisamente en la tercera parte de Ilusiones perdidas, cuando Lucien vuelve derrotado y arrumado a Angulema, donde la vorágine del dinero, que ha ido creciendo en las dos partes anteriores, acaba por arrasarlo todo. Lucien, que ha comprobado en París cómo el dinero se infiltra en todos los ambientes, comprueba también al regresar a Angulema la magnitud de la catástrofe que él mismo ha causado con su desmesurada ambición, pues su ruina económica arrastra casi hasta la destrucción a toda su familia. El lector de la novela se ve inmerso entonces, junto con los personajes en el ojo de un violento huracán compuesto de acreedores, deudores, intereses, embargos y pleitos. El dinero impulsa en la novela un mecanismo perverso e implacable que aplasta a los más débiles. El papel y el dinero, que desde el inicio del relato han acompañado y marcado el devenir de los personajes, se funden destructivamente en las tres letras de cambio que precipitan el final de la novela, un desenlace que certifica el triunfo del materialismo y de la ambición en la incipiente sociedad capitalista.

En Ilusiones perdidas encontrará el lector una novela fascinante, desmesurada, poética unas veces, descarnada y seca otras, pesimista y desencantada, pero llena de acción y vitalidad al mismo tiempo. Es Balzac en estado puro, con sus defectos —que los tiene— y con sus grandísimas virtudes, las de un novelista ingente y genial como pocos. Decía Oscar Wilde que la mayor tragedia de su vida era el desenlace de la historia de Lucien de Rubempré. Quien quiera averiguar por qué no tiene más que acudir a Esplendores y miserias de las cortesanas, donde se relata la espectacular vuelta de Lucien a París. Y es que así es La comedia humana: un ir y venir incesante de personajes e historias entrelazadas que no se agotan en una sola novela. Afortunadamente, el lector tiene muchas entre las que elegir.

 

NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
edición de referencia utilizada en esta traducción de Ilusiones perdidas ha sido b de Roland Chollet para b Bibliothèque de la Pléiade. Tanto ésta como la de Philippe Berthier (véase la bibliografía: han servido también de gran ayuda para la elaboración del aparato de notas.

El texto español que aquí se ofrece es fiel en líneas generales al original de dicha edición. Así, por ejemplo, se respetan los larguísimos párrafos un peculiares del estilo de Balzac, algo que. sin embargo, otras traducciones al español y a otras lenguas alteran. Es cierto que, en muchas ocasiones, una lectura «lógica» exigiría dos o más párrafos donde el autor sólo hace uno, pero no parece que Balzac se guiara por los mismos criterios que el lector. Las pocas veces que en la traducción se altera algún párrafo es para separar líneas de diálogo que el escritor incrusta en medio de sus extensos párrafos. Esas mínimas alteraciones les dan coherencia formal a los diálogos y facilitan la lectura. Cambios menores afectan también en ciertas ocasiones al uso de las mayúsculas y de las cursivas del texto original, que se suprimen o añaden cuando se considera más acorde con d uso español y siempre, claro está, que no se desvirtúe con ello la intención del autor. Sin embargo, la puntuación de la novela está totalmente adaptada a las normas españolas. Intentar respetar en nuestro idioma la enrevesada, y por momentos caótica, puntuación de Balzac habría producido un texto de farragosa lectura. Otros aspectos destacables, como el uso del tuteo en la novela y la traducción de diversos juegos de palabras, se comentan en notas al pie de página.

Es de justicia, por último, que el traductor reconozca y agradezca la gran ayuda que le han prestado las traducciones anteriores de la novela. Todas contienen aciertos imposibles de mejorar y que esta traducción incorpora.

Introducción, traducción y notas de Pablo Zambrano Carballo

 

Balzac, Honoré de. Ilusiones perdidas. Ed. RBA LIBROS. España. 2008. 896 págs.