El Príncipe. Nicolás Maquiavelo
"Por lo que se refiere al adiestramiento mental, el príncipe debe leer la historia y examinar las acciones de los hombres insignes, estudiar cómo se condujeron en la guerra, analizar las causas de sus victorias y de sus derrotas a fin de hallarse en condiciones de imitar las unas y evitar las otras y sobre todo debe, tal y como los mismos hombres eminentes hicieron, escoger de modelo alguien de entre los antiguos héroes cuyas glorias hayan sido celebradas de forma que tales proezas guíen siempre su ánimo." Maquiavelo
Los principados hereditarios son más fáciles de conservar, y el príncipe sólo puede perderlo si surge una gran corriente de opinión contraria. El príncipe hereditario es más amado, respetado y aceptado por sus súbditos, excepto si se hace aborrecible por sus vicios.
Un principado nuevo encuentra mayores dificultades para ser conservado, ya que, con la esperanza de mejorar, los hombres cambian de agrado de señor, incluso empuñando las armas, lo cual es un engaño, ya que su situación generalmente empeora. Esta misma situación lleva al nuevo príncipe a vejar a sus flamantes súbditos, lo que puede llevar hasta la ocupación militar del nuevo territorio. Empero, para entrar a él se tiene necesidad del favor de sus moradores.Los Estados que se agregan a otro Estado del conquistador, pueden ser del mismo país o tener la misma lengua o no. Si es el primer caso, su conservación es sencilla, sobre todo si están acostumbrados a no vivir libres. En este caso, se deben seguir dos principios: extinguir la dinastía del antiguo príncipe y no alterar las leyes o los tributos.En la segunda situación, hay más dificultades. Entre más eficaces procedimientos para la conservación del nuevo Estado es que quien adquiere los nuevos Estados fije en ellos su residencia, y establecer colonias militares en partes clave del Estado para mantener vinculado el Estado.Debe ser norma a seguir que los hombres se les ha de ganar, ya sea con hechos o con palabras, o aplastar. Los hombres se vengan de las leves ofensas, pero no de las grandes.El nuevo soberano debe ser, además, jefe y protector de los vecinos más débiles para debilitar a los más poderosos e impedir así la intervención de un extranjero tan fuerte como él que fuera llamado por los descontentos.Un príncipe prudente debe cuidarse no sólo de los problemas presentes sino también de los venideros y del modo de superarlos con todos sus recursos. Si se prevén los peligros -previsión sólo accesible a los que obran con prudencia- se conjuran en seguida, pero cuando se desconocen y se dejan crecer sin cuidarse de ellos, ya no tienen posible remedio.No se debe jamás permitir la continuación de un desorden para eludir una guerra porque ésta no se evita, sino que tan sólo se retrasa en detrimento propio.No hay nada más natural y ordinario que el deseo de adquisición y cuando lo ejercen los hombres cuyas circunstancias los permiten más dignos son de alabanza que de censura; pero cuando no pueden y quieren realizarlo de cualquier forma, se hacen merecedores del desprecio y la censura. Hay una regla general que nunca falla: quien ayuda a otro a engrandecerse labra su propia ruina, puesto que para ello debe emplear o su habilidad o sus fuerzas, medios ambos que infunden graves sospechas al que ha llegado a ser fuerte y poderoso.
Para conservar los Estados acostumbrados a vivir en libertad y bajo sus propias leyes, hay tres procedimientos: destruyéndolos; llevando a ellos la residencia, y dejarles vivir con sus leyes, imponiéndoles un tributo y constituyendo un gobierno de pocos miembros que asegure su fidelidad. Éste gobierno, en la medida que ha sido nombrado por el príncipe, sabe que no puede subsistir sin su apoyo y hará cuanto esté en su mano para mantener la autoridad de éste. Se han de realizar innovaciones para fundamentar el Estado y afirmar su dominio. Esto es muy dificultoso, por lo que debe definirse si los innovadores requieren apelar a la persuasión o recurrir a la fuerza. En el primer caso, fracasará siempre; si son independientes, en cambio, y pueden apelar a la fuerza, rara vez peligran. Es preciso contar con la naturaleza voluble de los pueblos, en virtud de la cual resulta tan fácil convencerles de algo nuevo como difícil mantenerles en su convencimiento. Conviene, en consecuencia, hallarse preparado de forma que cuando ya no crean se les pueda hacer creer por la fuerza.Aquellos particulares que, gracias a la ayuda de la fortuna, se convierten en príncipes, ascienden con poco esfuerzo, pero les cuesta mucho mantenerse como tales. Los Estados que surgen súbitamente ni arraigan ni se consolidan, pudiendo ser destruidos apenas sopla el primer viento desfavorable.Para el príncipe es necesario en los principados nuevos asegurarse de sus enemigos, ganarse amigos; vencer, bien por la fuerza, bien por el engaño; hacerse amar y temer por los pueblos; lograr que los soldados le sigan y le respeten; desprenderse de quienes puedan o deban causarle daño; reformar el orden antiguo; ser severo y apreciado, magnánimo y liberal; suprimir la tropa infiel y crear otra nueva; conservar la amistad de príncipes y reyes, de manera que le beneficien con su cortesía o teman ofenderle.Quien crea que las nuevas recompensas hacen olvidar, entre los grandes personajes, las antiguas injurias, se engaña.Un simple particular puede acceder al principado a través de dos caminos: merced a acciones malvadas, o con el favor de sus conciudadanos. Los que llegan por el primero, pueden conservar el Estado mediante el buen uso de las crueldades ‚si es lícito hablar bien del mal-, que son aquellas que se ejercen una sola vez, con objeto de cimentar y afianzar el dominio, y no se repiten más luego, procurando que se convierta en un útil instrumento para los súbditos. Mal empleadas, en cambio, son aquellas que, pocas al principio, van incrementándose en lugar de disminuir con el paso del tiempo. Quien usa las segundas, es imposible que mantenga el Estado.Cuando un ciudadano particular se convierte en príncipe, su principado es llamado civil. En este caso, si ha llegado mediante el apoyo del pueblo, debe conservarlo como aliado, lo que no es difícil, ya que el pueblo sólo desea no ser oprimido. Pero aquel que, contra el pueblo, alcance el principado con el apoyo de los grandes debe procurar, por encima de todo, ganarse el favor popular, empresa fácil si se convierte en protector del pueblo. El pueblo es fiel al príncipe que se torna en su protector aunque no haya sido elevado al principado por su apoyo. Por ello, debe imaginar un procedimiento mediante el cual sus ciudadanos tengan necesidad del Estado siempre y en cualquier circunstancia.La naturaleza de los hombres es contraer obligaciones entre sí tanto por los favores que hacen como por los que reciben.Los principales cimientos en que asentar un Estado son las buenas leyes y los buenos ejércitos. No puede haber leyes buenas donde no hay ejércitos buenos y donde hay buenos ejércitos hay buenas leyes. Las tropas para la defensa del Estado pueden ser propias o mercenarias, auxiliares o mixtas. Las mercenarias o auxiliares son inútiles y peligrosas, ya que carecen de unidad, son ambiciosas, indisciplinadas y desleales, fanfarronas en presencia del amigo y cobardes ante el adversario.
Desean servir al príncipe en tiempos de paz y cuando sobreviene la guerra o escapan o desertan. La experiencia enseña que sólo los príncipes y las Repúblicas con ejércitos propios logran progresos dignos de elogio mientras las tropas mercenarias originan daños de continuo. Los príncipes prudentes prefieren perder con sus tropas a vencer con las de otros y sin considerar verdaderas victorias aquellas logradas con armas ajenas. Sin ejército propio cualquier principado está inseguro pues queda a merced de la fortuna y sin el valor que lo defiende de la adversidad. Armas propias son aquellas formadas por súbditos, ciudadanos y siervos. Todas las restantes son mercenarias o auxiliares.Un príncipe, no debe tener otro objetivo ni preocupación ni cultivar otro arte que el de la guerra, el régimen y la disciplina de los ejércitos porque esta es la ciencia verdadera del gobernante.
Comportan, además, tanto valor que no sólo mantiene a quienes han nacido príncipes, sino que en muchas ocasiones asciende a los hombres de condición privada a semejante rango. Por el contrario, si los príncipes se afanan más en los placeres de la vida que en las armas, pierden sus Estados. Entre las cosas por las que son alabados los príncipes, está la liberalidad -que puede ser entendida como prodigalidad-, la que debe usar con moderación. Entre ser atacado por ser liberal hasta la rapacidad o tacaño, debe soportar más la reputación de tacaño, que produce reproche sin odio, que la de ser rapaz, que engendra reproche con odio.El príncipe debe desear más ser tenido por clemente y no por cruel; sin embargo, no ha de hacer mal uso de esa clemencia. No debe cuidarse en exceso de la reputación de crueldad siempre que trate de obtener obediencia y fidelidad de sus súbditos, porque será más clemente imponiendo algunos castigos ejemplares que si deja que se prolongue el desorden, causa de muertes y rapiña, así como de desmanes que perjudiquen a todos.Es mucho más seguro ser temido que amado. Porque de los hombres, en general, puede decirse lo siguiente: son ingratos, versátiles, dados a la ficción sobre sí mismos, esquivos al peligro y ávidos de la ganancia. Los hombres tienen menos consideración en ofender a quien se hace amar que a quien se hace temer. El temor se mantiene merced al castigo, sentimiento que no se abandona jamás. Los hombres aman siguiendo su voluntad y temen según la voluntad del príncipe Un príncipe prudente debe apoyarse en lo que le es propio y no en lo de otros. Debe tan sólo evitar ser odiado por sus súbditos.
Los príncipes deben saber que existen dos maneras de combatir: con las leyes, que es propia de los hombres, y con la fuerza, propia de las bestias. Pero como a menudo no basta con la primera, es forzoso recurrir a la segunda. Deben saber utilizar eficazmente la bestia y el hombre. Un príncipe prudente no puede ni debe mantenerse fiel a su palabra cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio y han desaparecido las razones que motivaron su promesa. Pero es necesario saber encubrir bien semejante naturaleza, así como poseer habilidad para fingir y disimular: los hombres, en efecto, son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes que quien engaña hallará siempre alguien que se deje engañar.Ha de tenerse en cuenta que un príncipe no puede conducirse de acuerdo con todos los rasgos mediante los cuales los hombres son tenidos por buenos, ya que a menudo se ve obligado, para conservar el Estado, a obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. Razones por las cuales necesita mantener el ánimo dispuesto según le exijan los vientos de la fortuna y a no apartarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado por necesidad.En las acciones de los hombres, y sobre todo de los príncipes, contra los cuales no hay tribunal al que recurrir, se considera primordialmente el fin. Procure, pues, el príncipe conservar su Estado y los medios serán siempre tachados de honrosos y ensalzados por todos porque el vulgo se deja seducir por las apariencias y el acierto final, y en el mundo no hay sino vulgo.El príncipe debe evitar todo cuanto le pueda hacer odioso o despreciado. Lo que le puede hacer odioso es ser rapaz y usurpador de las haciendas de sus súbditos. Cae en el menosprecio cuando pasa por ser voluble, frívolo, afeminado, pusilánime o irresoluto. El príncipe debe tener dos temores: uno en el interior, hacia sus súbditos; otro, en el exterior, ante los extranjeros poderosos. Debe inquietarse poco por las conspiraciones cuando goza del favor popular, pero si el pueblo es enemigo suyo y le odia debe temer todo y a todos. Si el pueblo odia al príncipe, no habrá fortaleza que le salve, ya que cuando ha tomado las armas, nunca faltan extranjeros que le ayuden.Los príncipes deben dejar que sean otros quienes ejecuten las medidas que sean capaces de suscitar odio y reservarse para sí la ejecución de aquellas que reportan el favor de los súbditos.Lo que acarrea estimación a un príncipe es que acometa grandes empresas y acciones fuera de lo común. Cada una de sus acciones debe darle fama de hombre superior y de excelente ingenio.
También es estimado cuando es verdaderamente amigo o enemigo, estos es, cuando sin ninguna traba se declara a favor de alguien contra algún otro. Asimismo, debe guardarse de trabar alianzas con alguien más poderoso que él, a no ser que le obligue la necesidad, ya que en caso de victoria se convierte en su prisionero.La prudencia consiste en saber medir la calidad de los obstáculos y adoptar como bueno el menos malo. Debe también el príncipe mostrar su aprecio por el talento honrando a los que destacan en alguna disciplina. Debe, además, procurar a sus ciudadanos el pacífico ejercicio de sus profesiones. Por último, debe tener entretenido al pueblo con fiestas y espectáculos. Y como quiera que toda ciudad se halla dividida en corporaciones o en barrios, debe prestarles su atención, reunirse con ellos, dar ejemplo de humanidad y libertad, pero conservando siempre inalterable la majestad de su clase.Para un príncipe es de gran importancia la elección de sus ministros. Cada vez que un ministro piensa más en sí mismo que en el príncipe, y busca en todas sus acciones el provecho propio, deduce que ese individuo nunca será un buen ministro. Un buen ministro no debe pensar nunca en sí mismo, sino siempre en el príncipe. El príncipe, para conservarlo, debe pensar en él, recompensándole, enriqueciéndole, atrayéndole mediante el reconocimiento y participándole honores y responsabilidades.El príncipe debe huir de los aduladores y proceder a elegir en su Estado hombres sabios y otorgando sólo a ellos la facultad de señalarle la verdad, reducida ésta a las cosas a las que pregunte y no a todas. Ha de preguntarles y escuchar sus opiniones para luego decidir por sí mismo y actuar a su manera. Ante cada uno de sus consejeros ha de comportarse de forma que todos sepan cómo tanto más aceptados serán cuanto más libremente opinen, pero fuera de ellos no debe escuchar a nadie, procediendo a realizar su decisión y a mantenerla con energía.Los hombres son siempre malos de no ser que la necesidad les torne buenos.
Ha de concluirse por eso que los buenos consejos, vengan de quien vengan, conviene nazcan de la prudencia del príncipe y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos.Juzgo posible que la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero la otra mitad, o casi, nos es dejada a nuestro control. Aquellos príncipes cuyo solo apoyo estriba en la fortuna se hunden tan pronto como cambia ésta. Estimo, además, que prospera quien armoniza su modo de proceder con el tono de las circunstancias de la misma manera que decae aquel cuyo comportamiento está en contradicción con ellas.Si varía la fortuna y los hombres permanecen obstinados en su natural modo de obrar, prosperan sólo mientras ambas concuerdan y se hunden tan pronto como una y otra comienza a separarse. Creo, sin embargo, que vale ser más impetuoso que precavido, porque la fortuna es mujer y es necesario, si se pretende tenerla sumisa, castigarla y golpearla. Y se ve, en suma, que se deja vencer más por éstos que por quienes actúan con frialdad. Por eso es, como mujer, amiga de los jóvenes, porque éstos son menos circunspectos, más fieros y la dominan con más audacia.
Acerca del Autor del Libro: Nicolás Maquiavelo nació en Florencia en 1469, de una familia antigua, aunque más bien modesta. Desarrolló una importante carrera diplomática: a los 29 años fue designado Secretario de la Segunda Cancillería de la ciudad, donde fue encargado del servicio de secretaría en la oficina de los Diez de Libertad y Paz. Ocupó este cargo hasta 1512.Además, desarrolló diversas misiones diplomáticas ante varios monarcas y potentados: Luis XII, de Francia; el emperador Maximiliano I de Alemania, y César Borgia.Sin embargo, al retorno de los Médicis a Florencia, en 1512, Maquiavelo perdió su puesto en la secretaría de Estado. No sólo eso, sino que fue encarcelado poco después acusado de participar en una conjura contra los Médicis. Al salir de prisión, el diplomático se retiró a su finca de San Casciano, en donde elabora en 1513 sus obras más importantes: El Príncipe y el Discurso sobre la Primera Década de Tito Livio. En 1520, rehabilitado, se dedicó a escribir su Historia de Florencia y El arte de la guerra-. Italia, durante la vida de Maquiavelo, estaba lejos de ser una unidad política; más bien, era un campo de guerra y de conquista de otros Estados: Francia, España, Alemania e incluso Suiza. Italia estaba dividida en cinco entidades políticas: las repúblicas de Florencia y Venecia, el ducado de Milán, el reino de Nápoles y el territorio de la Iglesia Romana. Conseguir la unificación de éstos y liberar a Italia del dominio extranjero es el principal motivo que movió a Maquiavelo a escribir su más célebre obra.Murió en Florencia en 1527.
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Ariel Ruiz Mondragón. Historiador UNAM. Articulista e Investigador del INEP.