2022 Oct 28 Discurso de Eduardo Matos Moctezuma, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
Majestades, Altezas,
Queridos premiados,
Señoras y señores:
Los premios enaltecen y nos inducen a seguir adelante. Establecen un compromiso entre el destinatario y su propia conciencia. Los premios y reconocimientos no son sólo para las personas o instituciones a quienes se les otorga: son también para aquellos maestros que nos formaron; para las instituciones que nos apoyaron en el transcurso de nuestro devenir académico y que hicieron posible desarrollar nuestro conocimiento, ya en la investigación, ya en el desempeño de nuestro quehacer.
De mis maestros recuerdo con especial cariño a muchos de ellos: al arqueólogo Román Piña Chán, a Johanna Faulhaber y al arquitecto y arqueólogo Miguel Messmacher. También a aquellos que llegaron a México a raíz de la Guerra Civil española y que fueron para mí faro de sabiduría. Sus nombres: José Luis Lorenzo, Juan Comas, Pedro Armillas y Don Pedro Bosch Gimpera, este último que fuera Rector de la Universidad de Barcelona en aquellos aciagos días. No puedo dejar de mencionar a quienes, aunque no fueron mis maestros en las aulas, sí lo fueron con sus obras. Me refiero a Don Manuel Gamio, por su visión integral de la antropología; al arqueólogo Gordon Childe, por su concepción dialéctica de los procesos históricos; a los historiadores Miguel León Portilla y Alfredo López Austin, de quienes he dicho que forman una dualidad que se expresa a través de la lucha de contrarios y que son opuestos complementarios. De las instituciones, la Escuela Nacional de Antropología e Historia fue mi Alma mater y en sus aulas me formé como arqueólogo. El Instituto Nacional de Antropología es la institución a la que he pertenecido por más de seis décadas. Ingresé siendo estudiante y hoy soy investigador emérito de la misma.
Penetrar en el pasado para traerlo al presente ha sido la labor que de manera constante he desempeñado a lo largo de mi vida. Esa moderna máquina del tiempo que es la arqueología fue el medio para lograr trasponer el tiempo mismo y llegar ante los pueblos que nos antecedieron en la historia. Así, la historia y la arqueología nos llevan frente a las sociedades del pasado y nos muestran que muchas de ellas fueron creadoras de avances importantes y que, en su devenir, surgieron imperios y gobernantes poderosos que en su soberbia creyeron que serían eternos, pero no fue así. La historia es implacable en sus juicios. No se puede pretender manipularla ni cometer el despropósito de tergiversarla. Mala consejera es la ignorancia que en muchas ocasiones lleva a la mentira. La historia la escriben los pueblos. Ellos son forjadores de futuros mejores.
México y España están unidos por lazos indisolubles. Así lo expresé cuando se me comunicó la decisión del jurado del Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. Así lo sigo diciendo al recibir este honroso galardón. Lo que hoy son nuestros dos países venían, de siglos atrás, arropados en sus propias historias; en el año de 1521 se dio la conjunción de ellas. En aquel año ocurrió el encuentro de dos maneras de pensar diferentes, de sociedades que tenían su propia visión del universo. Alfonso Reyes, hombre universal, ha relatado en su Visión de Anáhuac aquel pasaje, cuando las huestes de Hernán Cortés vieron por vez primera las ciudades mexicas de Tenochtitlan y Tlatelolco en medio de los lagos del centro de México. Dice así su relato:
“Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés (“polvo, sudor y hierro”) se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores, espacioso circo de montañas.
A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas de la pirámide” (Reyes, 1915).
En la primera parte de la conquista, el enemigo a vencer por las huestes de Hernán Cortés y miles y miles de aliados indígenas enemigos de Tenochtitlan, eran los mexicas o aztecas. Lograda la victoria militar el 13 de agosto de 1521, comenzaba la segunda parte: la conquista espiritual en manos del aparato ideológico representado por la iglesia, en tanto que se continuaba la conquista de otras regiones para conformar la Nueva España. Varios siglos debieron de pasar bajo el nuevo orden peninsular con cambios en lo económico, político, social, y religioso. Esta situación se vio interrumpida cuando las fuerzas insurgentes alcanzaron la victoria y surgió la nueva nación en el año de 1821. El México independiente iniciaba su propio camino. Pocos años después, en 1836, nuestros dos países acordaron el Tratado de Paz y Amistad y entablaron relaciones diplomáticas después de largas luchas: México reconocía a España y España reconocía a México como nación independiente. Buen ejemplo para superar pasados agravios.
La historia nos muestra, a lo largo de los siglos, que toda guerra conlleva muerte, destrucción, desolación, imposición, injusticia y violencia. España lo ha vivido en carne propia. México también. Esto no se olvida, pero tampoco podemos anclarnos en el pasado y guardar rencores, sino mirar hacia adelante. En esto, México y España deben dirigirse hacia un futuro promisorio.
Todo reconocimiento conlleva honra, pero también gratitud de quien lo recibe. Llegan a mi memoria las palabras de Miguel de Unamuno, Rector de la Universidad de Salamanca, quien el 12 de octubre de 1936 en aquel recinto del saber dijera palabras sabias que pronto fueron acalladas por voces intolerantes que no desearía volver a escuchar en la faz de la tierra. Estos Premios que hoy recibimos en esta Casa de las Musas son un canto a la inteligencia. Las universidades y las academias son los espacios donde se cultiva el pensamiento y la razón. La Universidad Nacional Autónoma de México, con su historia previa de más de cuatro siglos, ha sido forjadora de miles y miles de hombres y mujeres que a lo largo del tiempo han dado grandeza a México por medio de la ciencia y las humanidades. Esta institución es la que propuso mi candidatura para el Premio Princesa de Asturias. Su Rector, el doctor Enrique Graue, ha sabido llevar con dignidad y prudencia los destinos de nuestra universidad. La Academia Mexicana de la Lengua, establecida en el siglo XIX, a la que han pertenecido connotados especialistas que dan lustre al buen decir, fue la otra institución que promovió el que fuera considerado para tan alta distinción. Para su director, Don Gonzalo Celorio y mis pares dentro de la misma, mi reconocimiento.
Hoy, en Oviedo, ante la presencia de Sus Majestades los Reyes de España, su Alteza Real, Doña Leonor de Borbón y Ortiz, me hace entrega de la constancia que me acredita como destinatario del Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
Muchas gracias.