1957 La élite del poder. Charles Whigth Mills.
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LOS ALTOS CÍRCULOS
Los PODERES de los hombres corrientes están circunscritos por los mundos cotidianos en que viven, pero aún en esos círculos del trabajo, de la familia y de la vecindad muchas veces parecen arrastrados por fuerzas que no pueden ni comprender ni gobernar. Los "grandes cambios" caen fuera de su control, pero no por eso dejan de influir en su conducta y en sus puntos de vista. La estructura misma de la sociedad moderna los limita a proyectos que no son suyos, sino que les son impuestos por todos lados, y dichos cambios presionan a los hombres y las mujeres de la sociedad de masas, quienes, en consecuencia, creen que no tienen objeto alguno en una época en que carecen de poder. Pero no todos los hombres son corrientes u ordinarios en este sentido. Como los medios de información y poder están centralizados, algunos individuos llegan a ocupar posiciones en la sociedad norteamericana desde las cuales pueden mirar por encima del hombro, digámoslo así, a los demás, y con sus decisiones pueden afectar poderosamente los mundos cotidianos de los hombres y las mujeres corrientes. No son producto de su trabajo; crean o suprimen trabajo para miles de individuos, no están limitados por simples responsabilidades familiares, pues pueden eludirlas. Quizás viven en muchos hoteles y muchas casas, pero no se sienten obligados hacia ninguna comunidad; no necesitan meramente "satisfacer las exigencias del día y de la hora", sino que crean en alguna parte esas exigencias y hacen que los otros las satisfagan. Ejerzan o no su poder, su experiencia técnica y política de él trasciende con mucho a la de la población que está bajo ellos. Lo que dijo Jacobo Burckhardt de los "grandes hombres" muy bien podrían decirlo la mayor parte de los norteamericanos de su élite: "Son todo lo que nosotros no somos"."
La minoría poderosa está compuesta de hombres cuyas posiciones les permiten trascender los ambientes habituales de los hombres y las mujeres corrientes; ocupan posiciones desde las cuales sus decisiones tienen consecuencias importantes. El que tomen o no esas decisiones importa menos que el hecho de que ocupen esas posiciones centrales: el que se abstengan de actuar y de tomar decisiones es en sí mismo un acto que muchas veces tiene consecuencias más importantes que las decisiones que adoptan, porque tienen el mando de las jerarquías y organizaciones más importantes de la sociedad moderna: gobiernan las grandes empresas, gobiernan la maquinaria del Estado y exigen sus prerrogativas, dirigen la organización militar, ocupan los puestos de mando de la estructura social en los cuales están centrados ahora los medios efectivos del poder y la riqueza y la celebridad de que gozan.
Los individuos de la minoría poderosa no son gobernantes solitarios. Consejeros y consultores, portavoces y creadores de opinión pública son con frecuencia quienes capitanean sus altas ideas y decisiones. Inmediatamente por debajo de la minoría están los políticos profesionales de los niveles medios de poder, en el Congreso y en los grupos de presión, así como entre las nuevas y viejas clases superiores de la villa, la ciudad y la región. Mezcladas con ellos de modos muy curiosos, que exploraremos, están esas celebridades profesionales que viven de exhibirse constantemente, pero que nunca se exhiben bastante mientras son celebridades. Si esas celebridades no están a la cabeza de ninguna jerarquía predominante, muchas veces tienen poder para llamar la atención del público, o para brindar a las masas cosas sensacionales, o, más directamente, para hacerse oír de quienes ocupan posiciones de poder directo. Más o menos libres de compromisos como críticos de la moral y técnicos del poder, como portavoces de Dios y creadores de la sensibilidad de las masas, esas celebridades y consultores forman parte del escenario inmediato en que se representa el drama de la minoría. Pero ese mismo drama está centrado en los puestos de mando de las grandes jerarquías institucionales.
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1 La verdad acerca de la naturaleza y el poder de la minoría no es ningún secreto que los hombres de negocios saben pero no dicen. Esos hombres sustentan teorías totalmente distintas acerca de su papel en la sucesión de acontecimientos y decisiones. Con frecuencia se muestran indecisos acerca de su papel, y aún con mayor frecuencia permiten que sus temores y esperanzas influyan en la estimación de su propio poder. Por grande que sea su poder real, tienden a tener de él una conciencia menos aguda que de la resistencia de los otros a usarlo. Además, la mayor parte de los hombres de negocios norteamericanos han aprendido bien la retórica de las relaciones públicas, en algunos casos hasta el punto de usarla cuando están a solas, llegando a creer en ella. La conciencia personal de su papel que tienen los actores es sólo una de las varias fuentes que hay que examinar para comprender a los círculos sociales superiores. Pero muchos de los que creen que no hay tal minoría, o en todo caso que no hay ninguna minoría de cierta importancia, apoyan su argumentación en lo que los hombres de negocios piensan de sí mismos, o por lo menos, lo que dicen en público.
Pero hay otra opinión: quienes creen, aunque sea vagamente, que ahora prevalece en los Estados Unidos una minoría de gran importancia, con frecuencia basan esa opinión en la tendencia histórica de nuestro tiempo. Han experimentado, por ejemplo, el predominio de los acontecimientos militares, y de ahí infieren que los generales y los almirantes, así como otras personas decisivas influidas por ellos, deben ser enormemente poderosos. Creen que el Congreso ha abdicado de nuevo en un puñado de hombres decisivos y claramente relacionados con la cuestión de la guerra o la paz. Saben que se arrojó la bomba sobre el Japón en nombre de los Estados Unidos de América, aunque nadie les consultó en ningún momento sobre el asunto. Advierten que viven en tiempos de grandes decisiones, y saben que ellos no toman ninguna. En consecuencia, puesto que consideran el presente como historia, infieren que debe haber una minoría poderosa, que toma o deja de tomar decisiones, en el centro mismo de ese presente.
Por una parte, los que comparten esta opinión acerca de los grandes acontecimientos históricos, suponen que hay una minoría y que esa minoría ejerce un poder muy grande. Por otra parte, los que escuchan atentamente los informes de hombres que manifiestamente intervienen en las grandes decisiones, no creen, con frecuencia, que haya una minoría cuyos poderes tengan una importancia decisiva.
Hay que tener en cuenta ambas opiniones, pero ninguna de ellas es suficiente. El camino para comprender el poder de la minoría norteamericana no está únicamente en reconocer la escala histórica de los acontecimientos ni en aceptar la opinión personal expuesta por individuos indudablemente decisivos. Detrás de estos hombres y detrás de los acontecimientos de la historia, enlazando ambas cosas, están las grandes instituciones de la sociedad moderna. Esas jerarquías del Estado, de las empresas económicas y del ejército constituyen los medios del poder; como tales, tienen actualmente una importancia nunca igualada antes en la historia humana, y en sus cimas se encuentran ahora los puestos de mando de la sociedad moderna que nos ofrecen la clave sociológica para comprender el papel de los círculos sociales más elevados en los Estados Unidos.
En la sociedad norteamericana, el máximo poder nacional reside ahora en los dominios económico, político y militar. Las demás instituciones parecen estar al margen de la historia moderna y, en ocasiones, debidamente subordinadas a ésas. Ninguna familia es tan directamente poderosa en los asuntos nacionales como cualquier compañía anónima importante; ninguna iglesia es tan directamente poderosa en las biografías externas de los jóvenes norteamericanos como la institución militar; ninguna universidad es tan poderosa en la dirección de los grandes acontecimientos como el Consejo Nacional de Seguridad. Las instituciones religiosas, educativas y familiares no son centros autónomos de poder nacional; antes al contrario, esas zonas descentralizadas son moldeadas cada vez más por los tres grandes, en los cuales tienen lugar ahora acontecimientos de importancia decisiva e inmediata. Las familias, las iglesias y las escuelas se adaptan a la vida moderna; los gobiernos, los ejércitos y las empresas la moldean, y, al hacerlo así, convierten aquellas instituciones menores en medios para sus fines. Las instituciones religiosas suministran capellanes para las fuerzas armadas, donde se les emplea como medios para aumentar la eficacia de su moral para matar. Las escuelas seleccionan y preparan hombres para las tareas de las empresas de negocios y para funciones especializadas en las fuerzas armadas. La familia extensa ha sido, desde luego, disuelta hace mucho tiempo por la revolución industrial, y en la actualidad el hijo y el padre son separados de la familia, por la fuerza si es necesario, siempre que los llame el ejército del Estado. Y los símbolos de todas esas instituciones menores se usan para legitimar el poder y las decisiones de los tres grandes.
El destino vital del individuo moderno no sólo depende de la familia en que ha nacido o en la que entra por el matrimonio, sino, cada vez más, de la empresa en que pasa las horas más despiertas de sus mejores años; no sólo de la escuela en que se ha educado cuando niño y adolescente, sino también del Estado, que está en contacto con él durante toda la vida; no sólo de la iglesia en que de vez en cuando oye la palabra de Dios, sino también del ejército en que es disciplinado.
Si el estado centralizado no pudiera confiar en las escuelas públicas y privadas para inculcar sentimientos de lealtad nacionalista, sus líderes buscarían en seguida el medio de modificar el sistema educativo descentralizado. Si el índice de quiebras entre las quinientas empresas mayores fuera tan elevado como el índice general de divorcios entre los treinta y siete millones de parejas casadas, constituiría una catástrofe económica de proporciones nacionales. Si los individuos de los ejércitos les entregaran de sus vidas no más de lo que los creyentes entregan a las iglesias a que pertenecen, eso constituiría una crisis militar.
Dentro de cada uno de los tres grandes, la unidad institucional típica se ha ampliado, se ha hecho administrativa y, en cuanto al poder de sus decisiones, se ha centralizado. Detrás de estos acontecimientos está una tecnología fabulosa, porque, en cuanto instituciones, se han asimilado esa tecnología y la guían, aunque ella a su vez informa y marca el ritmo a su desenvolvimiento. La economía --en otro tiempo una gran dispersión de pequeñas unidades productoras en equilibrio autónomo ha llegado a estar dominada por dos o trescientas compañías gigantescas, relacionadas entre sí administrativa y políticamente, las cuales tienen conjuntamente las claves de las resoluciones económicas.
El orden político, en otro tiempo una serie descentralizada de varias docenas de Estados con una médula espinal débil, se ha convertido en una institución ejecutiva centralizada que ha tornado para sí muchos poderes previamente dispersos y ahora se mete por todas y cada una de las grietas de la estructura social. El orden militar, en otro tiempo una institución débil, encuadrada en un contexto de recelos alimentados por las milicias de los Estados, se ha convertido en la mayor y más costosa de las características del gobierno, y, aunque bien instruida en fingir sonrisas en sus relaciones públicas, posee ahora toda la severa y áspera eficacia de un confiado dominio burocrático.
En cada una de esas zonas institucionales, han aumentado enormemente los medios de poder a disposición de los individuos que toman las decisiones; sus poderes ejecutivos centrales han sido reforzados, y en cada una de ellas se han elaborado y apretado modernas rutinas administrativas.
Al ampliarse y centralizarse cada uno de esos dominios, se han hecho mayores las consecuencias de sus actividades y aumenta su tráfico con los otros. Las decisiones de un puñado de empresas influyen en los acontecimientos militares, políticos y económicos en todo el mundo. Las decisiones de la institución militar descansan sobre la vida política así como sobre el nivel mismo de la vida económica, y los afectan lastimosamente. Las decisiones que se toman en el dominio político determinan las actividades económicas y los programas militares. Ya no hay, de una parte, una economía, y de otra parte, un orden político que contenga una institución militar sin importancia para la política y para los negocios. Hay una economía política vinculada de mil maneras con las instituciones y las decisiones militares. A cada lado de las fronteras que corren a través de la Europa central y de Asia hay una trabazón cada vez mayor de estructuras económicas, militares y políticas." Si hay intervención gubernamental en la economía organizada en grandes empresas, también hay intervención de esas empresas en los procedimientos gubernamentales. En el sentido estructural, este triángulo de poder es la fuente del directorio entrelazado que tanta importancia tiene para la estructura histórica del presente.
El hecho de esa trabazón se pone claramente de manifiesto en cada uno de los puntos críticos de la moderna sociedad capitalista: desplome de precios y valores, guerra, prosperidad repentina. En todos ellos, los hombres llamados a decidir se dan cuenta de la interdependencia de los grandes órdenes institucionales. En el siglo XIX, en que era menor la escala de todas las instituciones, su integración liberal se consiguió en la economía automática por el juego autónomo de las fuerzas del mercado, y en el dominio político automático por la contratación y el voto. Se suponía entonces que un nuevo equilibrio saldría a su debido tiempo del desequilibrio y el rozamiento que seguía a las decisiones limitadas entonces posibles. Ya no puede suponerse eso, y no lo suponen los hombres situados en la cúspide de cada una de las tres jerarquías predominantes.
Porque dado el alcance de sus consecuencias, las decisiones -y las indecisiones adoptadas en cualquiera de ellas se ramifican en las otras, y en consecuencia las decisiones de las alturas tienden ya a coordinarse o ya a producir la indecisión de los mandos. No siempre ha sido así. Cuando formaban el sector económico innumerables pequeños empresarios, por ejemplo, podían fracasar muchos de ellos, y las consecuencias no pasaban de ser locales; las autoridades políticas y militares no intervenían. Pero ahora, dadas las expectativas políticas y los compromisos militares, ¿ pueden permitir que unidades claves de la economía privada caigan en quiebra? En consecuencia, intervienen cada vez más en los asuntos económicos y, al hacerlo, las decisiones que controlan cada uno de los órdenes son inspeccionadas por agentes de los otros dos, y se traban entre sí las estructuras económicas, militares y políticas.
En el pináculo de cada uno de los tres dominios ampliados y centralizados se han formado esos círculos superiores que constituyen las élites económica, política y militar. En la cumbre de la economía, entre los ricos corporativos, es decir, entre los grandes accionistas de las grandes compañías anónimas, están los altos jefes ejecutivos; en la cumbre del orden político, los individuos del directorio político; y en la cumbre de la institución militar, la élite de estadistas -soldados agrupados en el Estado Mayor Unificado y en el escalón más alto del ejército. Como cada uno de esos dominios ha coincidido con los otros, como las decisiones tienden a hacerse totales en sus consecuencias, los principales individuos de cada uno de los tres dominios de poder -los señores de la guerra, los altos jefes de las empresas, el directorio político tienden a unirse, a formar la minoría del poder de los Estados Unidos.
2 Con frecuencia se piensa de los altos círculos que constituyen y rodean esos puestos de mando en relación Con lo que poseen sus individuos: tienen una parte mayor que las otras gentes de las cosas y experiencias más altamente valoradas. Desde este punto de vista, la minoría está formada simplemente por quienes tienen el máximo de lo que puede tenerse, que generalmente se considera que comprende el dinero, el poder y el prestigio, así como todos los modos de vida a que conducen esas cosas." Pero la minoría no está formada simplemente por los que tienen el máximo, porque no "tendrían el máximo" si no fuera por sus posiciones en las grandes instituciones. Pues esas instituciones son las bases necesarias del poder, la riqueza y el prestigio, y al mismo tiempo los medios principales de ejercer el poder, de adquirir y conservar riqueza y de sustentar las mayores pretensiones de prestigio. Entendemos por poderosos, naturalmente, los que pueden realizar su voluntad, aunque otros les hagan resistencia. En consecuencia, nadie puede ser verdaderamente poderoso si no tiene acceso al mando de las grandes instituciones, porque sobre esos medios institucionales de poder es como los verdaderamente poderosos son, desde luego, poderosos. Altos políticos y altos funcionarios del gobierno tienen ese poder institucional; lo mismo hacen los almirantes y los generales, y los principales propietarios y directores de las grandes empresas. Es cierto que no todo el poder está vinculado a esas instituciones ni se ejerce mediante ellas, pero sólo dentro y a través de ellas puede el poder ser más o menos duradero e importante.
También la riqueza se adquiere en las instituciones y mediante ellas. No puede entenderse la pirámide de la riqueza sino teniendo en cuenta a los muy ricos; porque, como veremos, las familias dueñas de grandes herencias están complementadas ahora por las instituciones corporativas de la sociedad moderna: cada una de las familias muy ricas ha estado y está estrechamente conectada -siempre legalmente y con frecuencia también desde cargos directivos con una de las empresas multimillonarias de dólares-.
La sociedad moderna por acciones es la primera fuente de riqueza, pero, en el capitalismo reciente, también el aparato lítico abre y cierra muchos caminos hacia la riqueza. La cuantía y la fuente del ingreso, el poder sobre los bienes de consumo así como sobre el capital productivo, están determinados por la posición dentro de la economía política. Si nuestro interés por los muy ricos va más allá de su consumo pródigo o miserable, debemos examinar sus relaciones con las formas modernas de propiedad corporativa y con el Estado; porque esas relaciones determinan ahora las oportunidades de los individuos para obtener gran riqueza y percibir grandes ingresos.
A las grandes unidades institucionales de la estructura social les acompaña un gran prestigio cada vez mayor. Es obvio que el prestigio depende, muchas veces de un modo absolutamente decisivo, del acceso a los mecanismos de publicidad que son actualmente una característica central y normal de todas las grandes instituciones de los Estados Unidos contemporáneos. Además, constituye también un rasgo de esas jerarquías de las instituciones económicas, estatales y militares el que sus posiciones cumbres sean cada vez más intercambiables entre sí. Una consecuencia de esto es el carácter cumulativo del prestigio. Así, por ejemplo, el prestigio puede tener por base inicial funciones militares, expresarse después y acrecerse en una institución educativa gobernada por directivos de grandes empresas industriales, y, finalmente, en efectivo en el orden político, donde, para el general Eisenhower y los que él representa, el poder y el prestigio alcanzan por último su culminación definitiva. Lo mismo que la riqueza y el poder, el prestigio tiende a ser cumulativo: cuanto más se tiene, más quiere tenerse. Esos valores tienden también a ser convertibles el uno en el otro: para el rico es más fácil que para el pobre conseguir poder; los que tienen una posición hallan más fácil controlar las oportunidades para enriquecerse que los que no la tienen.
Si separamos a los cien hombres más poderosos de los Estados Unidos, a los cien más ricos y a los cien más famosos, de las posiciones institucionales que ahora ocupan, de sus recursos en hombres, mujeres y dinero, y de los medios de comunicación con las masas que ahora están enfocados sobre ellos, carecerían de poder y serían pobres y obscuros. Porque el poder no es de un individuo, la riqueza no se centra en la persona del rico y la celebridad no es inherente a ninguna personalidad. Celebridad, riqueza y poder requieren el acceso a las grandes instituciones, ya que las posiciones institucionales que los individuos ocupan determinan en gran parte sus oportunidades para conseguir y conservar esas valiosas experiencias.
3 Puede considerarse también a las personas de los altos círculos como miembros de un estrato social cimero, como una serie de grupos cuyos individuos se conocen entre sí, se relacionan entre sí en la vida social y en la vida de los negocios, y así, al tomar decisiones, se tienen en cuenta unos a otros. De acuerdo con esta concepción, la élite se considera a sí misma, y es considerada por los demás, como el círculo íntimo de "las altas clases sociales"." Forman una entidad social y psicológica más o menos compacta, y tienen conciencia de pertenecer a una clase social. Las personas son admitidas o no en esa clase, y es una diferencia cualitativa, y no una escala meramente numérica, lo que los separa de quienes no pertenecen a la élite. Tienen una conciencia más o menos clara de sí mismos como clase social y se conducen entre sí de un modo distinto a como se conducen con individuos de otras clases. Se aceptan unos a otros, se comprenden entre sí, se casan entre sí, y tienden a trabajar y a pensar, si no juntos, por lo menos del mismo modo.
Ahora bien, no queremos prejuzgar con nuestra definición si los individuos de la élite que ocupa los puestos de mando se sienten a sí mismos como miembros de una clase socialmente reconocida, ni si de una clase clara y distinta se derivan proporciones considerables de la élite. Esas son cuestiones que hay que investigar. Pero a fin de que podamos saber qué es lo que nos proponemos investigar, debemos señalar algo que muestran claramente todas las biografías y memorias de hombres ricos, poderosos y eminentes: cualesquiera otras cosas que puedan ser, los individuos de esos altos círculos forman parte de una serie de "multitudes" que se trasladan o imbrican y de "camarillas" intrincadamente relacionadas entre sí. Hay una especie de atracción mutua entre quienes “se sientan en la misma terraza", aunque, frecuentemente, esto resulta claro para ellos, lo mismo que para otros, únicamente cuando sienten la necesidad de trazar la línea divisoria, cuando, en defensa común, llegan a percibir lo que tienen en común y estrechan sus filas contra los extraños.
La idea de ese estrato dirigente implica que la mayor parte de sus individuos tienen orígenes sociales análogos, que a lo largo de sus vidas mantienen entre sí una red de conexiones familiares o amistosas, y que existe, hasta cierto punto, la intercambiabilidad de posiciones entre las jerarquías diversas del dinero, del poder y de la fama. Tenemos que advertir inmediatamente, desde luego, que si existe ese estrato minoritario, su visibilidad social y su forma son, por razones históricas muy fuertes, completamente distintas de las de los parentescos nobles que en otro tiempo gobernaron diferentes naciones europeas.
El hecho de que la sociedad norteamericana no haya pasado nunca por una época feudal es de importancia decisiva para el carácter de su élite así como para dicha sociedad en general, porque significa que ninguna nobleza ni aristocracia, creada antes de la era capitalista, ha sostenido una tensa oposición con la alta burguesía; significa que esta burguesía ha monopolizado no sólo la riqueza, sino también el prestigio y el poder; significa que ningún equipo de familias nobles ha ocupado las posiciones más altas y monopolizado los valores que por lo general se tienen en gran estimación, y, desde luego, que ningún equipo lo hizo explícitamente basándose en un derecho hereditario; significa, en fin, que ni los altos dignatarios de la iglesia, ni la nobleza cortesana, ni los poderosos terratenientes condecorados con atavíos honoríficos, ni los monopolizadores de los altos puestos del ejército se opusieron a la burguesía enriquecida ni hicieron resistencia a su elevación en nombre de la cuna y del privilegio.
Pero esto no quiere decir que no haya estratos superiores en los Estados Unidos. El que hayan salido de una "clase media" que no ha tenido superiores aristocráticos, no quiere decir que hayan seguido siendo clase media cuando hicieron posible su propia superioridad enormes aumentos en riqueza. Sus orígenes y su novedad quizás han hecho a esos altos estratos menos visibles en los Estados Unidos que en otras partes; pero hoy existen en este país, realmente, acumulaciones de riqueza y poder de las que saben muy poco las gentes de las clases media y baja, que ni siquiera pueden soñarlas. Hay familias que, en su bienestar, están completamente aisladas de los tumbos y traqueteos económicos que experimentan las familias simplemente prósperas y las situadas en grados inferiores de la escala. Hay asimismo hombres poderosos que, en grupos muy pequeños, toman decisiones de enorme importancia para la población situada bajo ellos.
La élite norteamericana entró en la historia moderna como una burguesía virtualmente sin oposición. Ni antes ni después ha habido ninguna burguesía nacional que haya conocido tales oportunidades y ventajas. Sin vecindades militares, fácilmente ocuparon un continente aislado, rico en recursos naturales y extraordinariamente atractivo para una fuerza de trabajo bien dispuesta. Ya estaban a la mano un poder organizado y una ideología para justificarlo. Contra las restricciones mercantilistas, heredaron el principio del laissez-faire, y contra los plantadores del Sur impusieron el principio del industrialismo. La Guerra de Independencia puso fin a las pretensiones coloniales de la nobleza, pues los realistas huyeron del país y muchos latifundios fueron repartidos. El levantamiento jacksoniano con su revolución legal puso fin a las pretensiones al monopolio de las viejas familias de la Nueva Inglaterra. La Guerra de Secesión quebrantó el poder, y en consecuencia el prestigio, de quienes, antes de la guerra, aspiraban en el Sur a gozar de la más alta consideración. El ritmo del desarrollo capitalista en general hizo imposible que se produjera y durara en los Estados Unidos una nobleza hereditaria.
Ninguna clase gobernante fija, anclada en la vida agraria y con la aureola de la gloria militar, pudo contener en Norteamérica el empuje histórico del comercio y de la industria, ni someter a la élite capitalista, como los capitalistas fueron sometidos en Alemania y el Japón, por ejemplo. Ni pudo la clase gobernante de ninguna parte del mundo contener a la de los Estados Unidos cuando vino a decidir la historia la violencia industrializada. Así lo atestiguan el destino de Alemania y del Japón en las dos guerras mundiales, y también el destino de la misma Inglaterra, de su clase gobernante modelo, al convertirse Nueva York en la inevitable capital económica y Washington en la inevitable capital política del mundo capitalista occidental.
4 La minoría que ocupa los puestos de mando puede considerarse como la poseedora del poder, la riqueza y la fama; puede considerarse asimismo como formada por individuos pertenecientes al estrato superior de una sociedad capitalista. También se les puede definir con criterios psicológicos y morales, como ciertas especies de individuos selectos. Definidos así, los miembros de son, sencillamente, personas de carácter y energía superiores.
El humanista, por ejemplo, puede concebir la élite no como un plano o categoría social, sino como el conjunto de los individuos dispersos que intentan superarse a sí mismos y que, en consecuencia, son más nobles, más eficientes, como hechos de mejor clase. No importa que sean pobres o ricos, que ocupen altas o bajas posiciones, que sean aclamados o despreciados: son élite por la clase de individuos que son. El resto de la población masa, la cual, según esta concepción, yace indolentemente en una incómoda mediocridad."
Esta es la clase de concepción socialmente ilocalizada que han desarrollado recientemente algunos escritores norteamericanos de tendencias conservadoras. Pero la mayor parte de las concepciones morales y psicológicas de la élite son mucho menos sofisticadas, y toman en cuenta no los individuos, sino el estrato en su conjunto. Realmente, esas ideas nacen siempre en una sociedad en que algunas personas poseen más que otras de lo que puede poseerse. Las personas que gozan de ventajas se resisten a creer que ellas son por casualidad personas que gozan de ventajas, y se inclinan a definirse a sí mismas como personas naturalmente dignas de lo que poseen, y a considerarse como una élite natural, y, en realidad, a imaginarse sus riquezas y privilegios como ampliaciones naturales de sus personalidades selectas. En este sentido, la idea de la élite como compuesta de hombres y mujeres que tienen un carácter moral más exquisito constituye una ideología de élite en cuanto estrato gobernante privilegiado, y ello es así ya sea esa ideología obra de la élite misma o de otros.
En épocas de retórica igualitaria, los más inteligentes o los más elocuentes entre las clases baja y media, así como algunos individuos culpables de la clase alta, pueden llegar a sustentar ideas relativas a una contra-élite. De hecho, en la sociedad occidental hay una larga tradición e imágenes variadas del pobre, el explotado y el oprimido como los verdaderamente virtuosos, los justos, los bienaventurados. Esta idea moral de una contra-élite, que brota de la tradición cristiana, según la cual dicha contra-élite está formada por tipos esencialmente superiores condenados a una situación inferior, puede ser y fue usada por la población humilde para justificar las críticas más severas de las minorías gobernantes y para aclamar imágenes utópicas de una élite nueva que ha de venir.
Pero la concepción moral de la élite no siempre es una mera ideología de los super-privilegiados o una contra-ideología de los infra-privilegiados, Con frecuencia es un hecho: poseyendo experiencias controladas y privilegios selectos, muchos individuos del estrato superior llegan con el tiempo a aproximarse a los tipos de carácter que pretenden encarnar. Aun cuando renunciemos -como debemos renunciara la idea de que el hombre o la mujer de élite han nacido dotados de un carácter de élite, no tenemos por qué abandonar la idea de que su experiencia y preparación desarrollan en ellos caracteres de un tipo específico.
Actualmente debemos restringir la idea de que la élite está formada por individuos de un tipo elevado, ya que los hombres seleccionados para las altas posiciones y formados por ellas tienen muchos portavoces y consejeros, muchos apuntadores y maquillistas, que modifican el concepto que tienen de sí mismos y crean sus imágenes públicas, así como dan forma a muchas de sus decisiones. En este respecto hay, naturalmente, muchas diferencias entre los individuos de la élite, pero, por regla general, hoy día en los Estados Unidos sería ingenuo interpretar cualquier grupo importante de élite simplemente por su personal ostensible o manifiesto. La élite norteamericana muchas veces parece menos una colección de personas que de entidades corporativas, las cuales son en gran parte creadas como tipos normales de "personalidad" y se les hace hablar como tales. Hasta la celebridad más independiente en apariencia es habitualmente una especie de producto artificial presentado todas las semanas por un personal disciplinado que sistemáticamente pondera el efecto de los chistes improvisados que la celebridad repite "espontáneamente".
No obstante, mientras la élite florezca como clase social o como equipo de hombres que ocupan los puestos de mando, siempre seleccionará y formará ciertos tipos de personalidad y rechazará otros. La especie de seres morales y psicológicos en que se convierten los hombres está en gran parte determinada por los valeres que estiman y por los papeles institucionales que se les permitirá representar y se espera que representen. Desde el punto de vista del biógrafo, un hombre de las clases altas está formado por sus relaciones con otros como él en una serie de pequeños grupos íntimos por los cuales pasa y a los que puede volver a lo largo de su existencia. Así concebida, la élite es una serie de altos círculos cuyos miembros son seleccionados, preparados y certificados, y a quienes se permite el acceso íntimo a los que mandan las jerarquías institucionales impersonales de la sociedad moderna. Si hay una clave para penetrar la idea psicológica de la élite, es que los individuos de ésta reúnen en su persona la conciencia de una facultad impersonal de adoptar decisiones y sensibilidades íntimas que comparten entre sí. Para comprender la élite como clase social, tenemos que examinar toda una serie de pequeños ambientes en que las personas se tratan íntima y directamente, el más obvio de los cuales, históricamente, ha sido la familia de la clase alta, pero los más importantes de los cuales actualmente la escuela secundaria y el club."
5 Estas distintas concepciones de la élite, cuando se las entiende adecuadamente, aparecen intrincadamente ligadas las unas con las otras, y las emplearemos todas en este estudio del éxito norteamericano, Estudiaremos cada uno de los diversos altos círculos que presentan candidatos a la élite, y lo haremos en relación con las grandes instituciones que forman la sociedad total de los Estados U nidos; e investigaremos las interrelaciones entre la riqueza, el poder y el prestigio que existen dentro de cada una ellas y entre todas. Pero lo que principalmente nos interesa es el poder de quienes ocupan ahora los puestos de mando y el papel que representan en la historia de nuestra época.
Puede concebirse como omnipotente esa minoría y creerse que sus poderes son un gran designio secreto. De esta suerte, según el marxismo vulgar, se explican los acontecimientos y las tendencias refiriéndolos a la "voluntad de la burguesía", en el nazismo a la "conspiración de los judíos", y actualmente en los Estados Unidos, con poco fundamento, a la "fuerza oculta de los espías comunistas". Según esas concepciones de la minoría omnipotente como causa histórica, dicha minoría no es nunca un agente totalmente visible. En realidad, es un substitutivo secular de la voluntad de Dios, que se realiza en una especie de designio providencial, salvo que habitualmente se piensa que individuos que no forman parte de ella pueden hacerle oposición y, finalmente, vencerla.
La opinión opuesta -que considera impotente a la minoría- es ahora muy popular entre los observadores de tendencias liberales. Lejos de ser omnipotentes, considéranse tan diseminadas las élites, que carecen de toda coherencia como fuerza histórica. Su invisibilidad no es la invisibilidad de lo secreto, sino la invisibilidad de la multitud. Quienes ocupan los puestos de autoridad, están tan acorralados -por otras minorías que los presionan, o por el público en cuanto cuerpo electoral, o por los códigos constitucionales-, que aunque formen una clase superior no son una clase gobernante; aunque quizás sean hombres de poder, no hay una élite de poder; aunque quizás haya un sistema de estratificación, no hay un estrato superior efectivo. En definitiva, este concepto de la minoría, que la considera tan debilitada por componendas y desunida hasta el punto de ser impotente, es un substitutivo del destino colectivo impersonal; pues, según este concepto, las decisiones de los hombres visibles de los altos círculos no cuentan en la historia."
Internacionalmente, tiende a prevalecer la imagen de la minoría omnipotente. Todos los acontecimientos felices y los sucesos agradables son imputados inmediatamente por quienes moldean la opinión pública a los gobernantes de sus propias naciones; todos los acontecimientos infaustos y los sucesos desagradables son imputados al extranjero enemigo. En ambos casos, se presupone omnipotencia de los malos gobernantes y de los líderes virtuosos. Dentro de la nación, el empleo de semejante retórica es más complicado: cuando los individuos hablan de la fuerza de su propio partido o círculo, ellos y sus jefes son, naturalmente, impotentes; lo único omnipotente es "la gente". Pero cuando hablan del poder del partido o círculo adversario, atribuyen la omnipotencia a los líderes: "la gente" no hace ahora más que seguirlos impotentemente.
Lo más común es que los hombres de poder norteamericanos tienden, por convención, a negar que son poderosos. Ningún norteamericano es candidato al poder para dominar o ni siquiera gobernar, sino sólo para servir; no se convierte en un burócrata ni en un funcionario, sino en un servidor público. y en la actualidad, como ya he dicho, esas actitudes se han convertido en rasgos normales de los programas públicos de todos los hombres de poder. Se han convertido en una parte tan firme del estilo de ejercer el poder, que algunos escritores conservadores las malinterpretan fácilmente, como indicios de la tendencia a una "situación amorfa del poder".
Pero la "situación del poder" en los Estados Unidos es hoy menos amorfa de como la ven quienes la consideran como una confusión romántica. Es menos una "situación" plana y transitoria que una estructura escalonada y duradera. Y si quienes ocupan sus escalones más altos no son omnipotentes, tampoco son impotentes. Es la forma y la altura de la gradación del poder lo que tenemos que examinar si hemos de comprender el grado de poder que tiene y ejerce la minoría.
Si el poder para decidir cuestiones nacionales como las que se deciden fuera compartido de un modo absolutamente igual, no habría minoría poderosa; en realidad, no habría gradación del poder, sino sólo una homogeneidad radical. En el extremo opuesto, si el poder de decidir dichas cuestiones fuera absolutamente monopolizado por un pequeño grupo, tampoco habría gradación del poder: sencillamente, tendría el mando ese pequeño grupo, y por debajo de él estarían las masas indiferenciadas, dominadas. La sociedad norteamericana actual no representa ninguno de esos extremos, mas no por eso es menos útil tener idea de ellos: esto nos ayudará a comprender más claramente el problema de la estructura del poder en los Estados Unidos, y, dentro de ella, la posición de la minoría del poder.
Dentro de cada uno de los órdenes institucionales más poderosos de la sociedad moderna hay una gradación del poder. El dueño de un puesto callejero de frutas no tiene tanto poder en ninguna zona decisiva social, económica o política, como el jefe de una compañía frutera multimillonaria; ningún teniente de nea es tan poderoso como el Estado Mayor del Pentágono; ningún sheriff o alguacil tiene tanta autoridad como el presidente de los Estados Unidos. En consecuencia, el problema de definir la minoría del poder se refiere al nivel en que queramos trazar la línea divisoria. Si bajamos la línea, definiremos la minoría como no existente; elevándola, haremos de la minoría un círculo evidentemente muy pequeño. De un modo preliminar y mínimo, trazamos la línea de una manera rudimentaria, con carboncillo, por decirlo así: Entendemos por minoría del poder los círculos políticos, económicos y militares que, como un conjunto intrincado de camarillas que se trasladan e imbrican, toman parte en las decisiones que por lo menos tienen consecuencias nacionales. En la medida en que se deciden los acontecimientos nacionales, la élite del poder está constituida por quienes los deciden.
Decir que en la sociedad moderna hay gradaciones manifiestas de poder y de oportunidades para decidir, no es decir que los poderosos estén unidos, que sepan plenamente lo que hacen o que participen conscientemente en una conspiración. Estas cuestiones se ven más claramente si, como primera providencia, nos interesamos más por la posición estructural de los altos y poderosos, y por las consecuencias de sus decisiones, que por el grado en que sean conscientes de su papel o por la pureza de sus móviles. Para comprender la minoría del poder, hemos de atender a tres claves principales:
I La primera, que subrayaremos a lo largo de nuestro estudio de cada uno de los altos círculos, es la psicología de las diversas élites en sus respectivos ambientes. Por cuanto la minoría del poder está formada por individuos de origen y educación análogos, por cuanto sus carreras y sus estilos de vida son similares, hay bases psicológicas y sociales para su unión, fundadas en el hecho de que son de un tipo social análogo y de que, en consecuencia, se mezclan fácilmente. Este tipo de unión alcanza su ápice espumoso en la participación en el prestigio que ha de tenerse en el mundo de la fama; y alcanza una culminación más sólida en la intercambiabilidad de posiciones que tiene lugar dentro de cada uno de los órdenes institucionales predominantes y entre ellos.
II Detrás de la unidad psicológica y social que podemos descubrir, están la estructura y los mecanismos de esas jerarquías institucionales, presididas actualmente por el directorio político, los grandes accionistas de las grandes empresas y los altos grados litares. Cuanto mayor sea la escala de esos dominios burocráticos, mayor es el alcance de su respectivo poder como élite. El modo en que está formada cada una de las grandes jerarquías y las relaciones que mantiene con las otras, determinan en gran parte las relaciones de sus jefes. Si esas jerarquías están diseminadas y desunidas, sus respectivas minorías tienden a estar diseminadas y desunidas; si tienen muchas interconexiones y muchos puntos de intereses coincidentes, sus minorías tienden a formar una agrupación coherente.
La unidad de la minoría no es un simple reflejo de la unidad de las instituciones, pero los individuos y las instituciones siempre están relacionados, y nuestro concepto de la élite del poder nos invita a determinar esas relaciones. Hay actualmente en los Estados Unidos varias coincidencias de intereses estructurales importantes entre esos dominios institucionales, que incluyen la creación de una institución permanente de guerra por una economía corporativa privada dentro de un vacío político.
lIl. Pero la unidad de la minoría del poder no descansa únicamente sobre la analogía psicológica y las relaciones sociales, ni totalmente sobre las coincidencias estructurales de los puestos de mando y de los intereses. En ocasiones es la unidad de una coordinación más explícita. Decir que esos tres altos círculos están cada vez más coordinados, que esto es una base de su unidad, y que en ocasiones, como durante las guerras, esa coordinación es absolutamente decisiva, no quiere decir que la coordinación sea total ni constante, ni siquiera que sea muy sólida. Mucho menos quiere decir que la coordinación voluntaria sea la única base, o la más importante, de su unidad, ni que la minoría del poder haya nacido como realización de un plan. Pero sí quiere decir que, al abrir los mecanismos institucionales de nuestros días caminos a los hombres que persiguen sus diferentes intereses, muchos de éstos han llegado a ver que esos intereses diferentes se realizarían más fácilmente si trabajaran juntos tanto sistemática como asistemáticamente, y en consecuencia lo han hecho así.
6 No es mi tesis que una minoría creadora, una clase gobernante, una élite omnipotente, dé forma a todos los acontecimientos históricos en todas las épocas de la historia humana y en todas las naciones. Afirmaciones semejantes resultan, por lo común, tras un examen cuidadoso, meras tautologías," y aun cuando no lo sean, son demasiado generales para que resulten útiles al intento de comprender la historia del presente. La definición mínima de la minoría del poder según la cual forman ésta los individuos que deciden todo lo que es necesario decidir de gran importancia, no implica que los miembros de dicha élite sean siempre y necesariamente los que hacen la historia, y tampoco implica que no lo sean nunca. No debemos confundir el concepto de la élite, que deseamos definir, con una teoría acerca de su papel, según la cual son ellos los que hacen la historia de nuestro tiempo. Por ejemplo, definir la minoría como "los que gobiernan a los Estados Unidos" es menos definir un concepto que enunciar una hipótesis sobre el papel y el poder de esa minoría. Como quiera que definamos la minoría, la extensión del poder de sus individuos está sujeta a variaciones históricas. Si, de una manera dogmática, intentamos incluir esas variaciones en nuestra definición genérica, limitamos neciamente el empleo de un concepto necesario. Si insistimos en que la minoría sea definida como una clase estrictamente coordinada que gobierna constantemente y de un modo absoluto, apartamos de nuestra vista muchas cosas que una definición más modesta del término puede ofrecer a nuestra observación. En suma, nuestra definición de la minoría del poder no debe contener propiamente dogma alguno relativo al grado y tipo de poder que en todas partes tienen los grupos gobernantes. Mucho menos nos está permitido deslizar en nuestro estudio una teoría de la historia.
Durante casi toda la historia humana, los cambios históricos no fueron visibles para las gentes a quienes afectaron, ni aun para quienes actuaron en ellos. El antiguo Egipto y la Mesopotamia, por ejemplo, experimentaron durante cuatrocientas generaciones sólo pequeños cambios en su estructura básica. Esto constituye un período seis veces y media más largo que toda la era cristiana, que sólo lleva de duración unas sesenta generaciones; y unas ochenta veces más largo que las cinco generaciones que llevan de existencia los Estados Unidos. Pero ahora el ritmo del cambio es tan rápido, y los medios de observación tan accesibles, que la relación entre acontecimiento y decisión parece con frecuencia ser totalmente visible históricamente, sólo con que miremos atentamente y desde un punto de vista adecuado y favorable.
Cuando periodistas inteligentes nos dicen que "los acontecimientos no los hombres, son los que dan forma a las decisiones", se hacen eco de la teoría de la historia según la cual ésta es obra de la Fortuna, la Suerte, el Destino o la Mano Invisible. Porque la palabra “acontecimientos” no es más que un modo moderno de expresar aquellas viejas ideas, todo lo cual aparta al hombre de la realización de la historia, porque nos lleva a creer que la historia se hace a espaldas del hombre. La historia va a la deriva, sin que nadie tenga dominio sobre ella; en ella hay acción pero no hazañas; la historia es mero suceso y acontecimiento no planeado por nadie."
El curso de los acontecimientos en nuestro tiempo depende más de una serie de decisiones humanas que de ningún destino inevitable. El significado sociológico de "destino" es sencillamente éste: que cuando las decisiones son innumerables y cada una de ellas es de poca importancia, todas se suman de un modo no previsto por e! hombre; es la historia como destino. Pero no todas las épocas son igualmente fatídicas. A medida que es más estrecho el círculo de los que deciden, y cuando los medios de decisión están centralizados y las consecuencias de las decisiones son enormes, e! curso de los grandes acontecimientos estriba en las decisiones de círculos que pueden determinarse. Esto no quiere decir necesariamente que el mismo círculo de hombres produzca un acontecimiento tras otro, de suerte que la historia toda sea meramente una trama suya. El poder de la minoría no significa necesariamente que la historia no sea moldeada también por una serie de decisiones pequeñas, ninguna de las cuales puede descubrirse. No significa que no puedan hacerse cien pequeños arreglos, compromisos y transacciones dentro de la política en marcha y de los acontecimientos vivos. La idea de la élite del poder no implica nada acerca de! proceso de la adopción de decisiones como tal; es un intento para delimitar las zonas sociales en que se realiza ese proceso, cualquiera que sea su carácter. Es una concepción de lo que va implicado en el proceso.
También puede variar el grado de previsión y de control de quienes participan en las decisiones. La idea de la minoría del poder no significa que las suposiciones y los riesgos calculados a base de los cuales se toman las decisiones, no sean erróneos con frecuencia, y que sus consecuencias no sean a veces, en realidad con mucha frecuencia, las esperadas. Frecuentemente, los que toman las decisiones son atrapados por sus propias insuficiencias y cegados por sus propios errores.
Sin embargo, en nuestro tiempo se presentan momentos decisivos, y en esos momentos deciden o dejan de decidir pequeños círculos. En cualquier caso, esos grupos son una minoría del poder. Uno de esos momentos fue el lanzamiento de las bombas A sobre el Japón; otro lo fue la decisión acerca de Corea; lo fueron también la confusión acerca de Quemoy y de Matsu, así como anteriormente Dienbienfu; otro "momento" semejante fue la serie de maniobras que complicaron a los Estados Unidos en la Guerra Mundial II. ¿No es verdad que gran parte de la historia de nuestros días está compuesta de momentos como éstos? ¿Y no es eso lo que quiere decirse cuando se afirma que vivimos en un tiempo de grandes decisiones, de poder decisivamente centralizado?
La mayor parte de nosotros no tratamos de buscarle sentido a nuestra época creyendo, a la manera griega, en el eterno retorno, ni por la creencia cristiana en la salvación futura, ni por la marcha ininterrumpida del progreso humano. Aun cuando no reflexionemos sobre estas cuestiones, lo probable es que creamos con Burckhardt que vivimos en una mera sucesión de acontecimientos, y que la pura continuidad es el único principio de la historia. La historia es sencillamente una cosa tras otra; la historia no tiene sentido, porque no es la realización de ningún plan determinado. Es cierto, desde luego, que nuestro sentido de la continuidad, nuestro sentido para la historia de nuestro tiempo, están afectados por crisis. Pero rara vez miramos más allá de la crisis inmediata o de la crisis que está en marcha. No creemos ni en el destino ni en la providencia, y suponemos, sin hablar de ello, que "nosotros" -como nación- podemos moldear decisivamente el futuro, pero que "nosotros" como individuos no podemos hacerlo de ningún modo.
Sea cual sea el sentido de la historia, "nosotros" tendremos que dárselo con nuestras acciones. Pero el hecho es que aunque todos nosotros estamos dentro de la historia, no todos poseemos el mismo poder de hacer historia. Pretender que lo tenemos es un disparate sociológico y una irresponsabilidad política. Es un disparate porque, en primer lugar, todo grupo o individuo está limitado por los medios de poder técnicos e institucionales que tiene a su disposición; no todos tenemos igual acceso a los medios de poder que ahora existen ni la misma influencia sobre su uso. Pretender que todos "nosotros" hacemos la historia es algo políticamente irresponsable, porque ofusca cualquier intento de localizar la responsabilidad de las decisiones importantes de los hombres que tienen acceso a los medios de poder.
Aun el estudio más superficial de la historia de la sociedad occidental nos enseña que el poder de las personalidades decisivas está limitado ante todo por el nivel de la técnica, por los medios de fuerza, violencia y organización que prevalecen en una sociedad determinada. En este respecto, nos enseña también que hay una línea recta ascendente a lo largo de la historia de Occidente, y que los medios de opresión y explotación, de violencia y destrucción, así como los medios de producción y reconstrucción, han sido progresivamente ampliados y centralizados.
Como los medios institucionales de poder y los medios de comunicación que los unen se han ido haciendo cada vez más eficaces, los que ahora tienen el mando de ellos poseen instrumentos de dominio que nunca han sido superados en la historia de la humanidad. Y todavía no hemos llegado al punto máximo de su desarrollo. Yana podemos descansar ni apoyamos cómodamente en los altibajos históricos de los grupos gobernantes de las épocas pasadas. En ese sentido tiene razón Hegel: la historia nos enseña que no podemos aprender de ella.
Para cada época y para cada estructura social, tenemos que plantearnos y resolver el problema del poder de la élite. Los fines de los hombres muchas veces son meras esperanzas, pero los medios son realidades controladas por algunos hombres. Esta es la razón de que los medios de poder tiendan a convertirse en fines para una minoría que tiene el mando de ellos. Y también por eso podemos definir la minoría del poder en relación con los medios de poder diciendo que está formada por quienes ocupan los puestos de mando. Los principales problemas acerca de la minoría norteamericana actual -su composición, su unidad, su poder- tienen que plantearse ahora prestando la debida atención a los asombrosos medios de poder de que dispone. César pudo hacer con Roma menos que Napoleón con Francia; Napoleón menos con Francia que Lenin con Rusia; y Lenin menos con Rusia que Hitler con Alemania. Pero, ¿ qué fue el poder de César en su cima comparado con el poder del cambiante círculo interior de la Rusia soviética o el de los gobiernos temporales de los Estados Unidos? Los hombres de uno y otro círculo pueden hacer que sean arrasadas grandes ciudades en una sola noche y que en unas semanas se conviertan en páramos termonucleares continentes enteros. El que los instrumentos del poder se hayan ampliado enormemente y se hayan centralizado decisivamente, significa que las decisiones de pequeños grupos tienen ahora mayores consecuencias.
Pero saber que los puestos cumbres de las estructuras sociales modernas permiten ahora adoptar decisiones más poderosas no es saber que la minoría que ocupa dichos puestos es la que forja la historia. Podemos conceder que las grandes estructuras unificadas económicas, militares y políticas están moldeadas para permitir tomar decisiones más importantes, y seguir creyendo que, por así decirlo, "no hacen sino lo que pueden", que, en resumen de cuentas, las decisiones de quienes ocupan los puestos cumbres están determinadas por la "necesidad", lo cual posiblemente quiere decir por los papeles instituidos que representan y por la situación de dichas instituciones en la estructura total de la sociedad.
¿Determina la minoría los papeles que representa? ¿O determinan el poder de la minoría los papeles que les encomiendan las instituciones? La respuesta general -y ninguna respuesta general es suficiente- es que en tipos de estructuras y épocas diferentes las minorías se relacionan de manera totalmente distinta con los papeles que representan: nada que esté en la naturaleza de la minoría ni en la naturaleza de la historia dicta una respuesta. Es igualmente cierto que si la mayor parte de los hombres y las mujeres desempeñan cualesquiera papeles que se les permitan y lo hacen como se esperaba de ellos por virtud de su posición, eso es precisamente lo que no necesita hacer la minoría, y muchas veces no lo hace. Sus individuos pueden poner en tela de juicio la estructura, su posición dentro de ella, o el modo como tienen que actuar en dicha posición.
Nadie pidió ni permitió a Napoleón disolver el Parlamento el 18 de Brumario, y más tarde convertir su consulado en imperio." Nadie pidió ni permitió a Hitler proclamarse "führer y canciller" el día en que murió el presidente Hinclenburg, para suprimir y usurpar la presidencia y la cancillería. Nadie pidió ni permitió a Franklin D. Roosevelt que tomara la serie de decisiones que condujeron a la entrada de los Estados Unidos en la Guerra Mundial II. No fue "la necesidad histórica", sino un llamado Truman quien, con algunos otros hombres, decidió lanzar una bomba sobre Hiroshima. No fue la necesidad histórica, sino la argumentación formulada dentro de un reducido círculo de individuos, la que venció la propuesta del almirante Radfords para llevar tropas a Dienbienfu. Lejos de depender de la estructura de las instituciones, las minorías modernas pueden deshacer una estructura y hacer otra en la que representan después papeles totalmente diferentes. En realidad, esa destrucción y creación de estructuras institucionales, Con todos sus medios de poder, cuando los acontecimientos parecen ir bien, es precisamente lo que va implícito en "gran gobierno", o, cuando van mal, gran tiranía.
Desde luego que algunos hombres de la minoría están típicamente determinados en sus papeles, pero otros son en ocasiones quienes determinan los papeles. No sólo determinan el papel que ellos representan sino, en la actualidad, los papeles de millones de hombres. La creación de papeles centrales y su representación ocurre con mayor facilidad cuando las estructuras sociales sufren transiciones trascendentales. Es evidente que el desarrollo internacional de los Estados Unidos hasta convertirse en una de las dos "grandes potencias" -paralelamente con los nuevos medios de destrucción y de dominio administrativo y psicológico- ha hecho de este país a mediados del siglo XX precisamente uno de esos centros o ejes trascendentales.
No hay nada en la historia que nos diga lo que no puede hacer una minoría del poder. Indudablemente, la voluntad de esos hombres siempre está limitada, pero nunca anteriormente fueron tan anchos los límites, porque nunca fueron tan enormes los medios de poder. Esto es lo que hace tan precaria nuestra situación y hace aún más importante el conocimiento de los poderes y las limitaciones de la élite de los Estados Unidos. El problema de la naturaleza y poder de esa minoría es ahora el único modo realista y serio para plantear de nuevo el problema del gobierno responsable.
7 Quienes han abandonado la crítica en honor de la nueva celebración norteamericana están dispuestos a creer que la minoría es impotente. Si fueran serios políticamente, debieran decir, basándose en su opinión, a quienes verosímilmente tienen a su cargo la política norteamericana;"
"Cualquier día próximo podéis creer que tenéis oportunidad para lanzar una bomba u ocasión de exacerbar más aún vuestras relaciones con los rusos o con sus aliados que también pueden lanzarla. Pero no seáis tan insensatos que creáis que podéis decidir por vosotros mismos. No tenéis ni opción ni posibilidad. La compleja situación total de que sois sólo una parte es consecuencia de las fuerzas económicas y sociales, y lo será también el fatal desenlace. Por lo tanto, estaos quietos, como el general de Tolstoi, y dejad que se desarrollen por sí solos los acontecimientos. Aunque actuéis, las consecuencias no serán las que esperáis, suponiendo que tengáis algún propósito.
"Pero si las cosas van bien hablad como si vosotros hubierais decidido. Porque entonces los hombres han tenido preferencias morales y el poder de realizarlas, y son, naturalmente, responsables. "Si las cosas van mal, decid que vosotros no habéis decidido, en realidad, y que no se os deben pedir cuentas: ellos, los otros, son los que decidieron y, en consecuencia, los responsables. Así podréis quedar impunes, aunque hayáis tenido bajo vuestro mando las fuerzas de medio mundo y Dios sabe cuántas bombas y bombarderos. Porque en realidad sois sólo un detalle impotente en el destino histórico de nuestros días; y la responsabilidad moral es una ilusión, aunque es muy útil si se la maneja de un modo verdaderamente inteligente en las relaciones públicas."
Lo único que puede deducirse de todos esos fatalismos es que si gobiernan la fortuna o la providencia, ninguna minoría del poder puede ser justamente considerada como fuente de decisiones históricas, y la idea -y mucho más la exigencia- de una jefatura responsable es una noción ociosa e irresponsable. Porque es evidente que no se le pueden pedir cuentas a una minoría impotente, juguete de la historia. Si la minoría de nuestro tiempo no tiene poder, no se la puede considerar responsable, y sus individuos, como hombres que se hallan en situación difícil, despertarían nuestras simpatías. El pueblo de los Estados Unidos está gobernado por la fortuna soberana: él, y con él su élite, es fatalmente arrollado por consecuencias que no puede controlar. Si es así, debemos hacer todos lo que en realidad ya han hecho muchos: abandonar por completo la reflexión y la acción políticas y retirarnos a una vida materialmente confortable y absolutamente privada.
Por otra parte, si creemos que la guerra y la paz, y la miseria y la prosperidad ya no son, precisamente ahora, cuestiones de "fortuna" ni de "destino", sino que, precisamente ahora más que nunca, son dominables, debemos preguntarnos: ¿ dominables por quién? La respuesta tiene que ser: ¿ Por quién si no por los que tienen el mando de unos medios de decisión y de poder tan enormemente ampliados y tan decisivamente centralizados? Entonces podemos preguntar: ¿ Por qué no lo hacen, pues? Y para contestar a esto, tenemos que conocer el contexto y el carácter de la minoría norteamericana de hoy.
No hay nada en la idea de la minoría impotente que nos impida hacer esas preguntas, que son ahora las preguntas más importantes que pueden plantear los hombres políticos. La minoría norteamericana no es ni omnipotente ni impotente. Esas son abstracciones absolutas que usan públicamente los portavoces, como excusas o como baladronadas, pero en relación con las cuales podemos tratar de aclarar las cuestiones políticas que están ante nosotros, y que precisamente ahora son sobre todo cuestiones de poder responsable.
En nuestra época, no hay nada en "la naturaleza de la historia" que excluya la función central de pequeños grupos de personalidades decisivas. Por el contrario, la estructura del presente no sólo hace de esto una opinión razonable, sino más bien obligada.
No hay nada en "la psicología del hombre" ni en el procedimiento social por el cual son moldeados y seleccionados los individuos para y por los puestos de mando de la sociedad moderna, que haga irrazonable la opinión de que tienen que tomar decisiones, y que las decisiones que toman -o que dejan de tomar- tienen consecuencias que forjan la historia.
Por lo tanto, los hombres políticos tienen ahora toda clase de razones para considerar la minoría norteamericana del poder responsable en gran parte de los acontecimientos históricos que forman la historia del presente.
Precisamente ahora está tan de moda suponer que no hay minoría del poder como lo estuvo en el decenio de 1930-1940 suponer que un grupo de malvados de la clase gobernante era el origen de toda la injusticia social y del malestar público. Yo estoy tan lejos de suponer que pueda localizarse con exactitud una clase gobernante simple y unilateral como primer motor de la sociedad norteamericana, como lo estoy de suponer que todos los cambios históricos que hoy tienen lugar en los Estados Unidos se producen como a la deriva y de un modo absolutamente impersonal.
La idea de que todo es movimiento ciego es en gran parte una proyección fatalista de la sensación que uno mismo tiene de impotencia, y quizá, si ha actuado alguna vez activamente y según principios en política, un alivio de la propia culpabilidad.
La idea de que toda la historia se debe a la conspiración de un grupo de malvados, o de héroes, fácilmente localizable, es también una proyección apresurada del difícil esfuerzo para comprender cómo los cambios de estructura de la sociedad abren oportunidades a diferentes minorías y cómo estas minorías se aprovechan o no de ellas. Admitir cualquiera de ambas opiniones -que toda la historia es una conspiración o que toda la historia es un movimiento ciego a la deriva- es abandonar el esfuerzo para comprender los hechos del poder y los caminos de los poderosos.
8 En mi intento para discernir la forma de la minoría del poder de nuestro tiempo y dar así un sentido responsable al "Ellos" anónimo que la masa de la población opone al "Nosotros" anónimo, comenzaré por examinar brevemente los altos elementos que la mayor parte de las gentes conocen bien: las clases altas nueva y vieja de la sociedad local y los 400 magnates de la capital. Esbozaré a continuación el mundo de la fama, con el designio de hacer ver que el sistema de prestigio de la sociedad norteamericana ha tomado ahora, por primera vez, un alcance verdaderamente nacional ; y que los aspectos más triviales y fascinadores de ese sistema nacional de posiciones sociales tiende al mismo tiempo a distraer la atención de sus rasgos más autoritarios y a justificar el poder que con frecuencia oculta.
Al estudiar a los muy ricos y a los altos ejecutivos, señalaré cómo ni "las sesenta familias de los Estados Unidos" ni la "revolución directorial" proporcionan una idea adecuada de la transformación de las clases altas tal como están organizadas actualmente en el estrato privilegiado de los ricos corporativos.
Después de describir al estadista norteamericano como tipo histórico, trataré de hacer ver que lo que los observadores de la Época Progresiva llamaron "el gobierno invisible" es ahora totalmente visible; y que lo que generalmente se toma por contenido fundamental de la política: las presiones, las campañas y las maniobras parlamentarias, está ahora en gran parte relegado a los planos medios del poder.
Al estudiar el ascendiente militar, procuraré que se vea con claridad cómo ha sucedido que los almirantes y los generales se hayan arrogado posiciones de importancia política y económica decisiva, y cómo, al hacerlo, han encontrado muchos puntos de coincidencia entre sus intereses y los de los ricos corporativos y el directorio político del gobierno visible.
Después de haber hecho ver con cuanta claridad me sea posible esas y otras cosas, volveré a los grandes problemas de la élite del poder y a examinar la noción complementaria de la sociedad de masas.
Lo que afirmo es que en esta época particular una conjunción de circunstancias históricas ha dado lugar al nacimiento de una minoría del poder; que los individuos de los círculos que componen esa minoría, separada y colectivamente, toman ahora las decisiones clave que en efecto se toman ; y que, dado el aumento y la centralización de los medios de poder de que ahora se dispone, las decisiones que toman o que dejan de tomar tienen más consecuencias para mayor número de gentes que nunca en la historia de la humanidad.
Sostengo también que se ha producido en los planos medios del poder una especie de punto muerto semiorganizado, y que en el plano del fondo ha entrado en existencia una sociedad de masas que se parece poco a la imagen de una sociedad en que las asociaciones voluntarias y los públicos clásicos son las claves del poder. La cima del sistema de poder norteamericano está mucho más unificada y es mucho más poderosa, el fondo está mucho más fragmentado y en realidad es mucho más impotente de lo que suelen suponer quienes se dejan confundir por las unidades intermedias de poder, que no expresan la voluntad existente en el fondo ni determinan las decisiones de la cima.