1796 Teoría del poder político y religioso. Teoría de la educación social. Louis-Ambroise De Bonald.
En esta obra, Bonald expone las líneas fundamentales de todo su pensamiento: hombre, sociedad, libertad, estado, providencia y educación. Establece la sociedad como única naturaleza del hombre, entendida no como contrato sino como poder, y fundamentada en la historia como único principio de explicación y justificación política. La obra está dividida en tres grandes apartados: la teoría del poder político, analizando los diferentes tipos de sociedad; la teoría del poder religioso, recogida en seis libros, y la teoría de la educación social y administración pública.
Se trata de la fundamentación natural de lo social, proceso natural de lo social, que se basa en la constitución de la sociedad civil, como fruto del equilibrio entre el poder político y el religioso, ello concretado religiosamente en el teísmo y políticamente en la monarquía real. En ésta se dan de forma perfecta las leyes fundamentales de la sociedad civil: religión pública, poder único y diferencias sociales. Son las tres bases sobre las que se funda su doctrina, y que definen toda sociedad. Se 'le considera por ello a Bonald como el primer teórico de lo que se denominará Sociología del Orden.
Ahora bien, el hombre por culpa de sus pasiones abandona la constitución natural de la sociedad, abandona la monarquía, llegando así a la democracia como plataforma de la confusión de personas, sin herencia y sin fijeza.
Y, así, Bonald llega a relacionar catolicismo y monarquía como en una especie de alianza, entendida como un proceso natural.
[…]
LIBRO IV
CUESTIONES GENERALES SOBRE LA LEGISLACION
Y SOBRE LA DIVISION DE PODERES
16. DE LA VERDAD CONSIDERADA EN LAS MONARQUIAS Y LAS REPUBLICAS
Es hora de decirlo: el autor del Espíritu de las Leyes ha adoptado la división de los gobiernos en tres especies diferentes porque no ha podido encontrar más que tres etiquetas diferentes para caracterizarlos; y el motivo es tan evidente que, cuando quiere designar aparte al gobierno aristocrático, le da por principio la moderación de los que gobiernan, mientras que ha dado a los otros tres la virtud, el honor y el temor de los que son gobernados: de tal modo que sitúa el principio del gobierno, ora en el soberano, ora en los individuos-pueblo. De cualquier manera, esta distinción ha acreditado un error que trae consigo la consecuencia más perniciosa.
En esta división de verdad, honor y temor hecha entre los diversos gobiernos, el mejor lote ha que dado para la república, y su parte ha sido la virtud. A decir verdad, el autor, que teme la equivocación, porque la prevé, tiene el cuidado de anunciar, y más de una vez, que no habla más que de virtudes políticas, y no de virtudes religiosas; no sólo todas las virtudes son y deben ser a la vez virtudes religiosas y políticas, sino que también hay que evitar las distinciones sobre la palabra virtud, así como sobre la virtud misma; porque los que no entienden al autor, y, sin embargo, lo admiran, se han acostumbrado a creer, según su palabra, que no podía existir virtud, en general, más que en los Estados populares; y los que no lo entienden demasiado se han persuadido y han persuadido a los demás de que no había más virtudes necesarias de practicar que las virtudes políticas, y que un ciudadano había cumplido todos sus deberes y satisfecho toda la justicia, por un amor especulativo o práctico a su patria, con tal que, no obstante, fuera gobernada democráticamente: funesto error que, reduciendo todos los deberes, todas las virtudes que hacen la felicidad del hombre y el ornamento de la sociedad, en el amor exclusivo a su patria, no es, a menudo, más que la máscara de la ambición de los jefes y la excusa de la ferocidad de los pueblos.
... Es porque el hombre debe combatir sus propias pasiones y defenderse de las de los demás por lo que han sido precisos los gobiernos y las leyes.
El gobierno que supone a los hombres virtuosos y sin pasiones no establece ninguna ley para prevenir o detener su efecto; debe, pues, perecer por esas mis mas pasiones que no había previsto. «El abuso de poder, dice el Espíritu de las Leyes, es más grande en una república, porque las leyes que no lo han pre visto de modo alguno no han hecho nada para detenerlo». Este gobierno no conviene, pues, a la socie dad humana, puesto que no supone al hombre tal y como es. Así, también Rousseau dice que él no con viene más que a los dioses: lo cual quiere decir que no conviene a nadie.
El gobierno, por el contrario, que, suponiendo al hombre con pasiones, establece leyes para contener las, que subsiste independientemente a esas virtudes heroicas en las cuales el hombre está tan raramente dividido, conviene, pues, perfectamente a la naturaleza del hombre, y alcanza la meta de la sociedad, que es conservar al hombre, o hacerlo feliz por la represión de todas las pasiones, que hacen su desdicha y la de sus semejantes. Ello asegura, pues, la existencia y la conservación de la sociedad, que es su constitución. No es verdad que las leyes ocupen aquí el lugar de todas las virtudes; sino que aquí las leyes reprimen todos los vicios.
Si el Estado popular es exclusivamente la patria de las virtudes heroicas, y no puede subsistir sin ellas, yo desafío a que se me explique por qué estas mismas virtudes son aquí casi siempre objeto de la más negra ingratitud y de la más injusta persecución. No me da miedo confesarlo; admirando estas virtudes heroicas de las cuales los escritores de la antigüedad, llevados por el gusto de lo maravilloso y por su amor a su patria, no han dado una muestra tan pomposa, me acuerdo involuntariamente de que, en otra república, algunos escritores han prodigado a Robespierre y a sus dignos amigos el título de virtuosos; tiemblo al pensar que si este partido hubiera podido triunfar, la posteridad, engañada, les hubiera mirado, quizá, como a unos Sully o unos Fenelon.
Si se quisiera llevar la antorcha, no digo ya del cristianismo, sino de la sana moral en la conducta privada de estos hombres, con los cuales la antigüe dad se glorifica, y seguir a estos héroes de teatro detrás de los bastidores, muy a menudo se verían las deplorables debilidades del hombre suceder a las gigantescas virtudes del ciudadano...
¿Cuál es el carácter distintivo y especial de la sociedad constituida, o de la monarquía? La distinción de profesiones. El medio o el resorte de la monarquía será, pues, el medio o el resorte particular de cada profesión, y el medio o el resorte común y general de todas las profesiones. Según esto, dicho resorte es el honor, y el honor es la virtud propia de cada profesión y la virtud común a todas las profesiones. Así, el honor en el hombre de iglesia es la decencia y la gravedad; en el hombre de espada, la bravura; en el magistrado, la integridad; en -el gentil hombre, la lealtad; en el hombre de letras, la verdad; . en el comerciante, la buena fe; en el artista mismo, el buen uso de su talento. El honor francés es la fidelidad a su rey o, lo que es lo mismo, a su patria: el honor de una mujer es una conducta irreprochable. El honor es, pues, la virtud de cada profesión y de todas las profesiones; pues todas dicen: mi honor, aunque cada una lo haga consistir en una cualidad diferente.
En las repúblicas, donde todos los elementos de la sociedad, mezclados y confusos, eran arrastrados a un torbellino de pasiones violentas, encendidos por grandes intereses, se veían frecuentemente virtudes fuera de su lugar natural, y estaban más destacadas. Se admiraban la continencia de un guerrero y el coraje de una mujer; eran las virtudes del hombre y no las de la profesión, las costumbres privadas y no las costumbres públicas; pero también se encontraban, a menudo, la ambición de poder supremo en un general y el espíritu de facción de un magistrado. Por regla general, las repúblicas perecen por la corrupción de los individuos, y las monarquías por la corrupción de las profesiones, es decir, que las socie dades no constituidas perecen por la depravación de las costumbres privadas, y las sociedades constituidas por la alteración de las costumbres públicas. En Roma, durante los últimos tiempos de la república, la corrupción de las costumbres privadas había llegado a su más alto grado; en Francia, las costumbres privadas son mejores ahora que bajo Enrique III y la regencia; pero el espíritu de las profesiones o las costumbres públicas estaban extremadamente alterados: y cuando se veía en una monarquía a todas las profesiones confundirse en los clubes, y perder allí su espíritu particular; al ministro de la religión convertirse en administrador o académico; al militar, benévolo; al magistrado, filósofo; a la nobleza, ávida de dinero; al comerciante, agiotista; y a las sociedades literarias, convertidas en las depositarias de la instrucción y de la moral públicas, otorgar premios a las acciones loables y una tarifa a la verdad, no hacía falta una gran sagacidad para prever una revolución. Las monarquías tienen esta gran ventaja sobre las, repúblicas, y es que el gobierno puede siempre impedir la alteración de las costumbres públicas o la corrupción de las profesiones; pero las costumbres privadas no son de su jurisdicción y no están tan expuestas. Por lo demás, yo no limito la significación de la palabra costumbres a la que se le da común mente, cuando se dice de un hombre que tiene malas costumbres; este género de corrupción es más funesto en el hombre que nocivo en la sociedad, y no es imposible para un gobierno atento, y que se tome el trabajo de velar por el hombre moral tanto como por el hombre físico, quitar el escándalo y volver las costumbres más decentes, y, en consecuencia, mejo res; pero la corrupción, verdaderamente temible para la sociedad, porque apaga todo espíritu público, todo sentimiento generoso, que marchita el alma y deseca el corazón, es el gusto inmoderado de riquezas. En las monarquías, esta pasión encuentra un correctivo en las costumbres, que permiten el lujo al ciudadano u honrar la pobreza en el noble; pero en las repúblicas, en las cuales todas las instituciones favorecen la adquisición de riquezas por el comercio, y donde las costumbres, y a menudo las leyes, prohiben el empleo por- el lujo, se ha convertido -en una avaricia insaciable, en la cual los progresos son tanto más horrorosos cuanto menos perceptibles.
Vuelvo a la verdad pública o al honor, resorte de las monarquías. La constitución, que todo lo ordena con sabiduría, no intenta, pues, forzar la naturaleza del hombre inspirándole el gusto por la virtud misma, perfección ideal para la cual ni la propia religión nos enseña; sino que sustituye en esta brillante quimera el deseo de gloria, el temor de la infamia. El honor es en la monarquía lo que la censura para los romanos; con esta diferencia, que confiada a toda una nación, no puede ser abolida o usurpada. El honor puede tener sus excesos, pero un gobierno que gobierne debe reprimir los golpes y puede, algunas veces, armar con éxito al honor contra el honor mismo.
Se reprocha al honor el ahorcar un culpable para ahogar una debilidad, y el extender sobre las familias la vergüenza del castigo. Es una consecuencia necesaria de la constitución, que no considera nunca al individuo, sino a la familia, y que no considera a las familias más que en las profesiones. Lo que hace que el crimen del individuo sea el de la familia, y que el crimen de la familia recaiga sobre la profesión; y como la profesión es necesaria para la conservación de la sociedad, todo lo que puede envilecerla disminuye su fuerza y su utilidad.
17. PODERES LEGISLATIVO, EJECUTIVO, JUDICIAL
Es hora de abordar la célebre cuestión de la división de poderes, dogma fundamental de la política moderna. Con los principios que he planteado puedo simplificarla y, quizá, resolverla.
«En cada estado hay, dice Montesquieu, tres clases de poderes: la potencia legislativa, la potencia ejecutiva de las cosas que dependen de los derechos de las gentes y la potencia ejecutiva de aquéllas que dependen del derecho civil. Esta última potencia se llama poder judicial» (Espíritu de las Leyes, l. 11, cap. 6).
El poder judicial no es un poder: «De estas tres potencias, dice Montesquieu, la de juzgar es, de alguna manera, nula».
« La potencia ejecutora, para la administración interior, debe estar en manos de un monarca, ya que esta parte del gobierno, que casi siempre tiene necesidad de una acción momentánea, es mejor administrada por uno que por varios» (Espíritu de las Leyes). Hasta aquí estoy de acuerdo con Montesquieu, porque los dos estamos de acuerdo con· la naturaleza.
Sólo queda por examinar la potencia o el poder . legislativo, según los modernos legisladores; lo que yo llamo la función legislativa: pues, como ya he dicho, yo no reconozco en la sociedad, ni en el universo, más que un poder, el poder conservador en el cual las potencias legislativa, ejecutiva y judicial no son más que modificaciones o funciones.
¿Qué son las leyes?
Las leyes, según Montesquieu, son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas. Yo admito esta definición y digo: Las leyes funda mentales, las leyes políticas, las leyes civiles, interiores o exteriores, son, pues, relaciones que derivan necesariamente de la naturaleza de las cosas.
1 Las leyes fundamentales en la sociedad civil son las relaciones necesarias que derivan:
De la naturaleza del hombre inteligente y físico: es la religión pública, o el culto a la unidad de Dios. De la naturaleza del hombre físico e inteligente:
es la monarquía real o el gobierno de la unidad del poder.
De la naturaleza del poder religioso y de la del poder político: son las distinciones o profesiones sociales, fuerza pública, conservadora de las dos sociedades.
Según esto, la naturaleza del hombre inteligente y físico, la naturaleza del poder religioso y la del poder político, son inmutables, necesarias: luego no es necesario un poder legislativo para hacer leyes fundamentales.
2 Las leyes políticas son consecuencias necesarias de las leyes fundamentales, de las relaciones derivadas de la naturaleza de la sociedad, puesto que son la aplicación de las leyes fundamentales a la sociedad. En una sociedad constituida, estas relaciones, como nosotros hemos hecho ver, son necesarias, y si no lo fueran la sociedad no estaría constituida. Según esto, lejos de hacer falta un poder humano para establecer las relaciones necesarias, el poder del hombre no hace más que retardar la obra de la naturaleza e impedir que establezca relaciones necesarias, estableciendo él mismo otras que no lo son. De ahí viene la necesidad de un hombre que haga las funciones de legislador en las sociedades que no quieren a la naturaleza por legisladora; así pues, no es necesario un poder legislativo para hacer leyes políticas.
3.º Las leyes civiles fijan las relaciones de los ciudadanos entre ellos, en lo relativo a la conservación y a la transmisión de sus propiedades respectivas, morales o físicas; según esto, dichas relaciones derivan necesariamente de la naturaleza de las profesiones y de la naturaleza de las propiedades. Pero las profesiones, como las propiedades, son de diferente naturaleza; así pues, las relaciones entre ellas serán diferentes: pero estas diferencias serán necesarias, porque ellas mismas serán nuevas relaciones entre los seres.
...Si las leyes son relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas, estas relaciones se establecen necesariamente. La naturaleza hace, pues, las leyes en una sociedad constituida: pero, ¿cómo hace las leyes? De dos maneras:
1º Introduce en la sociedad unas costumbres que adquieren fuerza de ley. En Francia, todas nuestras leyes políticas no eran más que costumbres a las que no se podía asignar la época, ni fijar el origen.
2º Indica a la sociedad el vicio de una ley defectuosa o incompleta por el carácter de los desórdenes de los cuales ella está agitada; al igual que en el cuerpo humano, indica la especie de remedio por el género de la enfermedad. Así se puede percibir la causa de los desórdenes que agitan a Polonia, en el vicio de su ley política sobre la sucesión al trono; la causa de las revoluciones frecuentes de Suecia, en el vicio de su ley política, que hace un poder de cada orden del Estado; y el origen de la guerra que se alzó en España por la sucesión a la corona, en la imperfección de la ley política que permite a las mujeres la sucesión.
Así pues, la naturaleza debe ser el único poder legislativo de las sociedades; y es, efectivamente, el único legislador de las sociedades constituidas, donde el poder general no tiene otra cosa que hacer que redactar, en una ley escrita, las costumbres que ha establecido la voluntad general de la sociedad o la naturaleza, o llevar a cabo los cambios que crea necesarios. El poder general, o el monarca, desempeñando esta función, manifiesta, pues, la voluntad general de la cual es el ejercicio y el órgano, puesto que una costumbre no ha adquirido fuerza de ley en una sociedad constituida más que porque la sociedad ha tenido la voluntad general de seguirla. En la sociedad constituida, el soberano es la voluntad general o la naturaleza, y su ministro es el monarca o el gobierno. La monarquía es, pues, el único gobierno legítimo, puesto que es el único donde el soberano, la naturaleza, no puede, en ningún caso, confundirse con el gobierno, que es el monarca. En una república, donde el poder reside en el senado, o en el pueblo, el soberano nombra al gobierno, o lo que se llama el poder ejecutivo. No sólo nombra a los miembros, sino que establece las leyes que determinan sus funciones, trazan su marcha y regulan su acción: según esto, un poder que da leyes a otro poder, que determina todas sus funciones, regula su acción, traza su marcha, nombra a los miembros que lo ejercen y los destituye si se apartan de las reglas que él les ha trazado, se confunde con él y su separación o distinción es puramente ideal...
Los hombres no tienen, pues, leyes nuevas que hacer en una sociedad constituida. Ellos sentían esta verdad; los innovadores que han conmocionado a Francia cuando, para crear la necesidad de un poder legislativo que ellos mismo pudieran ejercer, suponían en Francia la necesidad de leyes fundamentales, · la necesidad de leyes políticas, la necesidad de leyes civiles, la necesidad de leyes criminales, la necesidad, incluso, de leyes religiosas: como si una sociedad política o una sociedad religiosa hubiesen podido conservarse, ni siquiera un instante, sin leyes, y sin todas las leyes necesarias para su conservación.
En una sociedad no constituida, principalmente en la democracia, donde hay un cuerpo legislativo que es el pueblo, pueden hacerse sin cesar, y se hacen frecuentemente, nuevas leyes, porqué el legislador tendrá sin cesar nuevas voluntades, y se decidirá frecuentemente, según nuevas conveniencias; y como no hay nada de fundamental, nada de necesario en las leyes mismas, no habrá nada de fijo en las formas con las cuales se harán las leyes. El legislador podrá no sólo cambiar la ley, sino incluso cambiar la forma, que es bastante menos respetable que la ley; de manera que no se podrá reconocer, con carácter cierto y legal, si su voluntad ha sido, o no, suficientemente aclarada. Demos un ejemplo. La ley política de todas las sociedades instituye tribunales para pronunciarse sobre la vida y las propiedades de los ciudadanos. En una sociedad constituida, esta institución es una consecuencia necesaria de la ley fundamental de la unidad de poder y la de las distinciones de profesiones; en este caso, ella misma se ha convertido en ley fundamental. Los oficios de estos tribuna les son inamovibles, y los oficiales, independientes del hombre-rey.
En la democracia, los oficios son amovibles, y los tribunales no son fijos más que cuando al pueblo soberano le place no destituirlos. Así, cuando el pueblo quiere disponer de la vida o de la propiedad de un ciudadano cambia la ley política o, más bien, toma otra: y como en la monarquía el rey devuelve al reo delante de los tribunales establecidos para juzgarlo, el pueblo soberano suspende por un acto de su poder legislativo los tribunales, los jueces y hasta la ejecución de los juicios; evoca a sí mismo el conocimiento del asunto y se atribuye casi siempre el castigo del delito. Y que no se diga que no observa, promulgando esta nueva ley, las leyes prescritas; estas formas no son por sí mismas más que leyes que él ha hecho, y que de la misma manera quiere cambiar.
Me atrevería incluso a decir que esta nueva voluntad tiene el carácter de la unanimidad y de la generalidad como ninguna otra voluntad de este legislador absoluto; y cualquiera que haya tenido ante sus ojos el terrible espectáculo de un pueblo dispuesto a ejercer un acto de su pretendida soberanía en las funciones judiciales y ejecutivas ha podido observar que nunca su voluntad se pronuncia por signos más expresivos, menos equívocos, y en apariencia más unánimes. Si se pretendiese que esto no fuera más que una parte del pueblo que, en el caso que yo supongo, ha ejercido el poder legislativo, yo respondería que, en una república, no es nunca una parte del pueblo la que hace las leyes, y que no haría ninguna de éstas si la unanimidad absoluta de las opiniones fuese requerida.