1941 La persona humana y el Estado totalitario. Antonio Caso.
10 El Estado absurdo
[...] Hoy vivimos en un siglo en que al Estado absoluto se denomina “Estado totalitario”.
El Estado totalitario, tanto en su forma germánica, como en su aspecto ruso, es esencialmente la realización de la idea de lo absoluto, referida a la comunidad estatal. La esencia de toda comunidad consiste en declarar primordial y preponderante a la comunidad misma, sobre los individuos. Convertido el Estado en Estado absoluto, la personalidad humana desaparece, necesariamente, en su aspecto esencial de libertad, en su esencia psicológica y moral de autonomía.
El Estado es todo. El Estado gira por encima de la religión, sobre las tradiciones, sobre las costumbres, sobre el arte, sobre la ciencia, sobre la filosofía. Cada forma de la actividad social se subordina al principio absoluto, a la esencia política. La cultura entera, orientada en una dirección idéntica, impide toda acción que no se ajuste a la noción fundamental del Estado absoluto, es decir, del Estado absurdo.
Fácil es ver las distintas fases del error, que ha ido matizándose, en el curso del tiempo. Primero es el yo absoluto de Fichte; después la humanidad usurpando el puesto que únicamente compete al principio absoluto de las cosas; después, ¡lo absoluto se pone en la raza y se la deifica; o se pone en una clase social, y también se la deifica! ...
Pero, en la izquierda hegeliana, el error de situar lo absoluto fuera del primer principio incondicionado de la existencia, alcanzó su punto culminante en el pensamiento filosófico del “individualismo absoluto”, que es el anarquismo. Max Stirner, el teórico de El único y su propiedad, sostiene: “yo no he fundado mi causa sobre nada. Lo divino mira a Dios; lo humano a la humanidad; lo social a la sociedad; yo no soy Dios, ni humanidad ni sociedad; yo soy yo mismo”.
El ego es lo absoluto; el individuo se siente único, se atribuye la cualidad que sólo a Dios compete: la unicidad; pero antes la unicidad fue atribuida, por Comte y por Feuerbach, a la humanidad; y por los totalitaristas, es hoy atribuida al Estado. El Estado único; el individuo único; la clase social única; la raza única, todo es lo mismo; todo es el propio error; todo estriba en la negación de Dios.
Mas la humanidad no puede incurrir constantemente en una posición falsa. El mundo moderno volverá, al fin, sobre sus pasos; comprenderá que piensa mal y no sólo que obra mal; comprenderá todavía más, que obra mal porque piensa mal; porque lo absoluto, lo incondicionado, lo independiente de todo supuesto, lo necesario, lo infinito, lo perfecto, no puede ser un ídolo “humano, demasiado humano”, como diría Nietzsche. Negar a Dios es deificar al hombre; deificar al hombre es pensar equivocadamente; pensar equivocadamente es inspirar y justificar el odio, la guerra y el desastre. De esta suerte, la verdad primordial metafísica y religiosa, se liga con las demostraciones lógicas, los imperativos morales y los valores eternos.
11 Hegel y el Estado
Nadie entre los filósofos como Hegel, exaltó los fines del Estado. Su pensamiento encareció, más que otro alguno, la significación profunda de la organización política. El Estado se distingue de la sociedad civil, conforme al gran filósofo, porque tiende no ya, exclusivamente, al bien de los individuos, sino a la realización de la idea. La familia y la sociedad civil son los medios de realización del “espíritu objetivo”; el Estado es el asiento de lo universal.
Pero, a pesar de la dignidad concedida al Estado en la filosofía hegeliana, algo radica por encima de la síntesis política; y entonces el Estado, por perfecto que fuere en su edificación, no resulta ya ser el fin supremo a que tiende la evolución de la idea; porque es la libertad la esencia del espíritu; porque la autonomía es su vida. Sobre el “espíritu objetivo”, está el “espíritu absoluto”.
¿Por qué no puede, jamás, el Estado —como hoy lo pregonan absurdamente, los partidarios del totalitarismo, los secuaces de “la raza” o de “la clase” — abarcar en su ser propio el espíritu?...
Por una razón elemental, que el célebre filósofo consigna en estos términos insuperables: “El espíritu no puede jamás someterse, sin reserva, sino a lo que es espíritu.”
Considérese la más perfecta de las repúblicas, la más ilustre de las monarquías, la más poderosa de las autocracias, la más gloriosa aristocracia: Atenas, el Imperio Romano, la Rusia de los destronados emperadores, la república veneciana o la aristocracia británica; todos estos regímenes significan, forzosamente, coacción; y el espíritu no es coacción, sino libertad. Por esto el Estado jamás agotará la esencia del espíritu; ¡porque es coacción y no autonomía, limitación y no creación, constreñimiento y no espontaneidad!
Todo Estado es algo que obra como poder exterior; ya sea ejército o parlamento, tribunal o policía. La libertad del espíritu se contiene por el Estado. Este constreñimiento es tan preciso como notorio; pero el espíritu excede, sobrepasa, niega todo constreñimiento; porque es, por su esencia, libertad. De aquí que el arte, la región libérrima donde la fantasía reina soberanamente; la religión y la filosofía, correspondan al espíritu absoluto. Lo que quiere decir que arte, religión y filosofía no son súbditos del Estado. El Estado es el súbdito, el Estado es el servidor; porque lo finito no puede agotar lo infinito; y, en las amplísimas regiones espirituales del arte, la religión y la filosofía, se columbra lo infinito, la “Idea absoluta” del hegelianismo.
La propia evolución de la escuela hegeliana, nos pone en presencia de los riesgos en que incurre la confusión de lo finito y lo infinito, del Estado y el “espíritu absoluto”; porque, en el curso del tiempo, la “izquierda” del hegelianismo, se fue matizando al producir, primero, el humanitarismo de Feuerbach; después, el materialismo histórico de Marx y Engels, y, por fin, el individualismo absoluto de Max Stirner.
La esencia de la religión, para Luis Feuerbach, estriba en suprimir, idealmente, la contradicción que media entre lo que deseamos y lo que alcanzamos. Para colmar esta diferencia, surgen los dioses, que no son sino seres superiores que pueden todo lo que quieren. El hombre idealizado, en el dios. De este pensamiento equivocado provino el humanitarismo de Feuerbach.
En Marx, lo absoluto se iguala con la sociedad, con la concepción materialista de la historia. La técnica, la producción de la riqueza social es la base; los factores del “espíritu absoluto”: el arte, la religión y la filosofía, se convierten en “superestructuras” sociales. Se ha invertido el hegelianismo. No sólo el Estado; ¡la técnica y la producción de la riqueza, rigen ahora lo histórico!
Pero, en el último eslabón del proceso histórico del hegelianismo, aparece, como simple reducción al absurdo, la tesis de Stirner. Dice el pensador alemán: “Católicos y protestantes, todos en el mundo moderno, rinden parias al mismo ídolo.” Los filósofos, de Descartes a Hegel, han lucubrado, siempre, dentro de los límites de la obsesión espíritu. Hasta la existencia individual, que es un dato inmediato de la conciencia, fue deducida, por Descartes, del pensamiento; por ello mereció el título de padre de la filosofía moderna.
Max Stirner concluye que toda esta evolución idealista es falsa. Lo único absoluto es el individuo, el ego concreto. Esta conclusión conduce a la negación de todo poder político, social. El individuo se levanta sobre sí mismo y niega al Estado. ¡Así terminó la evolución de la izquierda hegelianal... El peligro puede ser igual frente a la evolución del Estado totalitario. Si aumenta la construcción, si crece la tiranía, si se multiplican las restricciones a la personalidad, si no hay respeto alguno para la individualidad de cada quien; si el Estado totalitario asume en su ser absoluto ciencias, religiones, filosofías, personas, derechos y cosas, es posible que la historia próxima de Europa nos ponga en presencia de una gran reacción anarquista. “Los extremos se tocan”, reza el proloquio; las exageraciones monstruosas pueden también conjugarse para arreciar el mal de las gentes. Porque la “justeza” en el pensamiento, como dijo un gran poeta, es la “justicia” en el corazón.
12 Hobbes y el Estado totalitario
El verdadero autor del Estado totalitario es el célebre filósofo materialista Thomas Hobbes de Malmesbury, que floreció en el siglo xvii, y legó a la posteridad en sus tratados: Leviatán, De Cive, la concepción de una totalización social, en que el individuo, la persona humana, abdica de su voluntad autónoma, de su libertad, y se convierte, simplemente, en el elemento del cuerpo político: integración y síntesis de la vida de un grupo social independiente. El Estado totalitario nació del pensamiento filosófico del materialismo inglés. Las concepciones contemporáneas, poco agregan, sustancialmente, al pensamiento político de Hobbes.
La teoría, en su integridad, muéstrase en compendio, si se contempla con curiosidad y atención, la portada del libro publicado en 1651.
Hagamos por describir dicha portada del libro clásico del totalitarismo:
En lo más alto de la página inmortal, se formula este versículo latino del libro de Job: Non est potestas super terram quae comparetur ei. (No hay potestad sobre la tierra que pueda serle equiparada).
Muestra en seguida la lámina, al monstruoso gigante, a Leviatán, cuyo cuerpo lo constituyen innumerables figurillas humanas. El tronco y los brazos que emergen de la tierra, están constelados de hombrecillos atómicos —puras “unidades biológicas”, como se dice hoy— simples ingredientes de la férrea estructura de Leviatán. La masa humana acumulada, constituye la estatura sobrenatural del coloso.
Debajo del monstruo se extiende una representación geográfica del suelo del país tiranizado; y, junto al campo que se dibuja en perspectiva, se exhibe, con sus plazas, sus calles y sus torres, la ciudad. En la parte baja de la portada, hay otra leyenda emblemática, que dice en inglés: Leviathan or the matter, form and power of a common wealth ecclesiastical and civil. O sea, en romance: “Leviatán; el contenido, la forma y el poder de la salud común eclesiástica y civil.” Está cifrada la leyenda inglesa, sobre un paño ricamente exornado, que cae sobre el pie de imprenta: “Escrito por Th. Hobbes. 1651.”
A cada lado del texto inglés una serie de atributos representados con fidelidad por el artista grabador, acaban de ofrecer al lector del filósofo inglés, la expresión gráfica de su pensamiento político. Hacia el lado izquierdo, está el castillo; esto es, la morada del poder político. Debajo de esta pequeña ilustración emblemática, figura la corona, símbolo de la potestad real; y, cada vez más abajo en la lámina, una serie de representaciones congruentes: cañones, armas y, al fin, un campo de batalla.
Hacia el lado derecho, la otra serie de figurillas muestra la potestad eclesiástica, así como la primera mostró la potestad civil. Primero es la Iglesia símbolo del anglicanismo; en seguida la tiara con los rayos del anatema; el silogismo figurado como un tridente; y, al último, los magistrados con sus togas, que deliberan en una asamblea plenaria.
En su diestra formidable, Leviatán empuña el acero; en su siniestra mano, el báculo. Sobre su cabeza, la corona.
Perdonará el lector esta larga descripción del incomparable documento; pero ella dice más sobre la filosofía política de Hobbes, que todos los comentarios juntos. He aquí la doctrina:
El “estado de naturaleza”, según el pensador materialista, se define como la guerra universal. El hombre abandonado a sí mismo, es “el lobo del hombre”. La libertad es imposible, por tanto, en el estado de naturaleza; pero también lo es en metafísica y en moral. El bien y el mal son puras relatividades. El hombre, como todas las cosas, se somete al determinismo. Todo cuanto tiene razón suficiente, procede de la necesidad. En el Estado como en la naturaleza, la fuerza es el derecho. Lo que el Estado ordena es el bien; lo que prohíbe, el mal. Protege a los individuos la soberanía del Estado, y les impide su mutua destrucción, merced a la obediencia absoluta.
El pacto social, por la enajenación del poder de cada quien en pro del Estado, integra la fuerza omnímoda de Leviatán. Todo cuanto cada quien poseyó, en el orden civil, es patrimonio de Leviatán. No existe ni puede existir la libertad de conciencia; sólo es libre Leviatán. Bajo la corona simbólica, la espada omnipotente y el báculo armado del anatema, sólo hay una autoridad social, dentro del pensamiento sintético de Hobbes: Leviatán.
El Estado totalitario, que decide sobre la verdad, la justicia, la moralidad y la religión de los seres humanos, no es, por ende, una novedad. Ya el siglo XVII lo concibió en las deducciones sistemáticas del materialismo de Hobbes: ¡Nada sustancialmente nuevo agrega la cultura del presente, a las terribles conclusiones del teórico inglés!...