26 Julio 2017 Nitobe, Inazo. Bushido. El código ético del Samurái. Armando Castillo Romero
PRIMERA-ENTREGA
PREFACIO
Hace unos diez años, pasando algunos días bajo el hospitalario techo del distinguido y llorado jurista belga M. de Laveleye, la conversación recayó, durante uno de nuestros paseos, en el tema de la religión. “¿Quiere usted decir –preguntó el venerable profesor— que no tienen ustedes instrucción religiosa en sus escuelas?"-- Ante mi respuesta negativa se detuvo repentinamente, lleno de asombro, y en una voz que no olvidaré fácilmente, repitió: “¡No tienen religión! ¿Cómo dan ustedes la educación moral?” La pregunta me dejó entonces desconcertado. No podía dar una respuesta inmediata, porque los preceptos morales que yo había recibido en los días de mi niñez no procedían de las escuelas, y hasta que empecé a analizar los diferentes elementos que formaban mis nociones del bien y del mal, no comprendí que era el bushido el que los había inspirado en mis pulmones.
La concepción inicial directa de este librito se debe a las frecuentes preguntas de mi mujer, sobre las razones que determinan el predominio de tales o cuales ideas y costumbres en el Japón.
En mis tentativas para dar respuestas satisfactorias a M. de Laveleye y a mi mujer, encontré que sin un conocimiento previo del feudalismo y del bushido, las ideas morales del Japón actual son un libro cerrado.
Aprovechando ocios forzosos, consecuencia de una larga enfermedad, puse en el orden en que ahora aparecen al público algunas de las respuestas dadas en nuestras conversaciones familiares. Reproducen en su mayoría lo que se enseñó y dijo en mis días juveniles, cuando todavía el Feudalismo estaba en vigor.
BUSHIDO COMO SISTEMA ÉTICO
La caballería es una flor no menos indígena del suelo del Japón que su emblema, la flor del cerezo, y no es un ejemplar disecado de una antigua virtud, conservado en el herbario de nuestra historia. Sigue viviendo, fuerte y bello, entre nosotros, y aunque no se defina en una forma precisa, no deja de perfumar la atmosfera moral, haciéndonos conscientes de que vivimos todavía sujetos a su poderoso encanto. Las condiciones sociales que lo produjeron y fomentaron han desaparecido hace largo tiempo; pero como esas lejanas estrellas cuyos rayos aún llegan a nosotros cuando ellas han dejado de existir, así la luz de la caballería, hija del feudalismo, sobreviviendo a la institución que fue su madre.
Próximamente hacia el tiempo en que nuestro feudalismo vivía los últimos momentos de su existencia, Karl Marx, al escribir su Capital, llamaba la atención de sus lectores sobre la ventaja especial de estudiar las instituciones sociales y políticas del feudalismo, tales como solamente en el Japón se podían ver entonces vivas. Del mismo modo, yo invitaría a los que en Occidente se ocupan de materias históricas y éticas, a que estudien la caballería en el Japón actual.
Por seductora que sea una disquisición histórica sobre la comparación entre el feudalismo y la caballería europeos y japonés, no es el objeto de este estudio entrar de lleno en ese tema. Mi intento es más bien referir: 1) el origen y fuentes de nuestra caballería; 2) su carácter y enseñanza; 3) su influjo en las masas, y 4) la continuidad y permanencia de ese influjo. De estos varios puntos, el primero será breve y superficial, pues en otro caso debería llevar a mis lectores por los apartados caminos de nuestra historia nacional; del segundo trataré con más extensión, siendo el más propio para interesar a los que estudien ética internacional y etología comparada en nuestros modos de pensamiento y acción, y el resto será tratado como corolarios.
La palabra japonesa que he traducido aproximadamente por “caballería” (Chivalry) es, en el original, más expresiva que la equitación (Horsemanship). Bu-shi-do significa literalmente “militar-caballero-caminos”: los caminos, los modos que los nobles guerreros deben observar, tanto en su vida diaria, como en su profesión; en una palabra, los “preceptos de la caballerosidad”, el noblesse oblige de la clase guerrera. Una vez dada su significación literal, me será permitido en adelante no emplear la palabra original. El uso de ésta es recomendable también por razón de que una enseñanza tan circunscrita y única, que ha creado una modalidad de espíritu y de carácter tan peculiar, tan local, debe llevar la marca de su singularidad en su misma faz; además, ciertas palabras tienen un timbre nacional tan expresivo de los caracteres de la raza, que le mejor traductor puede hacerles poco favor, por no decir disfavor y agravio.
Bushido, pues, es el código de principios morales que los caballeros debían o aprendían a observar. No es código escrito; cuando más, consta de unas pocas máximas que han corrido de boca en boca o han salido de la pluma de algún guerrero o sabio muy conocido. Con más frecuencia es un código no enunciado ni escrito, que posee, en cambio, la poderosa sanción de hechos verdaderos, y de una ley escrita en las fibras del corazón. Fue establecido, no por obra de un cerebro creador, todo lo capaz que se quiera, pero uno, o sobre la vida de un solo personaje, por renombrado que fuese. Fue un producto orgánico de décadas y siglos de experiencia militar. Ocupa, quizás, en la historia de la ética, la misma posición que la Constitución inglesa en la historia política; sin embargo, no tiene nada que se pueda comparar con la Magna Charta o con la Habeas Corpus Act.
Es cierto que a principios del siglo XVII se promulgaron ciertos Estatutos Militares (Buké Hatto); pero sus trece breves artículos se referían en su mayor parte a matrimonios, castillos, federaciones, etc., y sólo ligeramente aludían a las reglas didácticas. No podemos, pues, señalar ningún tiempo ni lugar definido, y decir: “Aquí está la fuente primera”. Sólo al hacerse consciente en la edad feudal, su origen puede, cronológicamente, identificarse con el feudalismo. Pero éste, a su vez, es un tejido de muchos cabos, y el bushido participa de esta naturaleza complicada. Así como en Inglaterra las instituciones políticas del feudalismo puede decirse que datan de la conquista Normanda, así también en Japón podemos decir que su aparición coincide con la subida al trono de Yoritomo, al final del siglo duodécimo.
Pero del mismo modo que en Inglaterra encontramos ya los elementos sociales del feudalismo en el período anterior a Guillermo el Conquistador, igualmente los gérmenes del feudalismo en Japón habían existido ya en un período muy anterior al mencionado.
Por otra parte, en Japón, como en Europa, cuando se inauguró oficialmente el feudalismo, la clase profesional de los guerreros adquirió naturalmente una posición predominante. Estos guerreros eran conocidos con el nombre de samurái, que significa literalmente, como el antiguo cniht inglés (knecht, Knigth), “guardias” o “acompañantes”, de un carácter semejante a los soldurrii, cuya existencia en la Aquitania menciona César, o a los comitati, que, según Tácito, seguían a los jefes germanos en su tiempo; o, tomando un ejemplo aún posterior, a los milites medii, de que se lee en la historia de la Europa medioeval. Se adoptó también en el uso común una palabra chino-japonés, Bu-ke o Bu-shi, “caballeros guerreros”. Formaron una clase privilegiada y debieron ser en su origen una raza ruda, que hizo de la guerra su profesión. Esta clase fue reclutada, como es natural, en un largo período de incesante lucha, entre los más varoniles y aventureros, quedando, durante el proceso de eliminación, descartados los tímidos y los débiles, y sobreviviendo, para entrar en las familias y en las filas de los samurái, “una raza ruda, toda masculina, de fuerza bruta”, usando la frase de Emerson. Llamados a recibir grandes honores y numerosos privilegios, pero también correspondiente grandes responsabilidades, pronto sintieron la necesidad de una regla de conducta común, con tanto mayor motivo, cuanto que estaban siempre en pie de guerra y pertenecían a tribus diversas. Como los médicos limitan la competencia entre sí por cortesía profesional; como los hombres de ley se constituyen en tribunales de honor cuando la etiqueta ha sido violada, así también los guerreros deben poseer un recurso para juzgar en última instancia su mala conducta.
¡Juego limpio en la guerra! ¡Cuán fértiles gérmenes de moralidad se encierran en este primitivo sentido de salvajismo y de la infancia! ¿Acaso no es la raíz de todas las virtudes militares y cívicas? Nosotros sonreíamos ante el deseo infantil del pequeño patriota británico, Tom Broson, de “dejar en pos de sí el nombre de un muchacho que jamás maltrató a un menor no volvió la espalda a otro mayor”. Y sin embargo, ¿quién desconoce que esta es la piedra fundamental sobre la que se pueden apoyar edificios morales de enormes dimensiones? ¿No me será lícito llegar hasta afirmar que la más amable y pacífica de las religiones hace suya esta aspiración? Este deseo de Tom es la base en que principalmente está fundada la grandeza de Inglaterra, y no tardaremos mucho en descubrir que el bushido no descansa en otro pedestal. Si la guerra en sí, tanto ofensiva como defensiva, es brutal y mala, como los cuáqueros afirman con razón, podemos, no obstante, decir con Lessing: “Ya sabemos de qué pecados brotan nuestras virtudes”.
“Hipócrita” y “cobarde” son los epítetos de mayor oprobio para naturalezas sanas y sencillas. La niñez entra en la vida con estas nociones, y otro tanto hace la caballería, pero a medida que la vida se hace más amplia y sus relaciones más multilaterales, la fe primitiva busca sanción en las autoridades más altas y frentes más racionales para su justificación, satisfacción y desarrollo. Si los intereses militares hubieran operado solos, ¡cuán inferior al de la caballería hubiera sido el ideal de los guerreros! En Europa, el cristianismo, interpretado con concesiones adecuadas a la caballería, infundió con ésta, no obstante, un alimento espiritual. “Religión, guerra y gloria fueron las tres potencias espirituales de un perfecto caballero cristiano”, dice Lamartine.
FUENTES DEL BUSHIDO
En Japón hubo varias “fuentes del bushido”, de las cuales empezaré con el budismo. Aportó éste un sentido de tranquila confianza en la suerte, una sumisión pacífica a lo inevitable, esa compostura estoica frente al peligro o la calamidad, ese desdén hacia la vida y esa familiaridad con la muerte. Un ilustre maestro en el arte de las armas, cuando vio que su discípulo dominaba lo más alto de su arte, le dijo: “desde aquí mi instrucción debe ceder el puesto a las enseñanzas del Zen”. “Zen” es el equivalente japonés del Dhyana, que “representa el esfuerzo humano para elevarse por la meditación a zonas de pensamiento que exceden los límites de la expresión verbal”. Su método es la contemplación, y su fin último, hasta donde a mí se me alcanza, penetrar el principio que yace bajo todos los fenómenos, y, si es posible, en lo Absoluto mismo, poniéndose en armonía con ese Absoluto. Así entendida, la enseñanza era más que el dogma de una secta, y todo aquel que alcanza la percepción de lo Absoluto se eleva por encima de las cosas humanas y despierta “a un nuevo Cielo y a una Tierra nueva”.
Lo que el budismo no pudo dar, el sintoísmo lo ofrecía en abundancia. La lealtad al soberano, la veneración a la memoria de los antepasados, el amor filial, que ningún otro credo predica, fueron inculcados por las doctrinas sintoístas, oponiendo la pasividad al carácter, de otro modo arrogante, de los samurái. La teología sintoísta no admite el dogma del pecado original. Por el contrario, cree en la bondad innata y en la pureza cuasi-divina del alma humana, adorándola como médium de los oráculos divinos. Todo el mundo ha observado que los santuarios sintoístas están sorprendentemente desprovistos de objetos e instrumentos de culto, y que un espejo plano colgado en su interior forma la parte esencial de su decoración. La presencia de este objeto es fácil de explicar: simboliza el corazón humano, que, cuando está perfectamente tranquilo y limpio, refleja la imagen misma de la divinidad. Cuando uno se coloca, pues, frente al santuario para la adoración, ve su propia imagen reflejada en aquella brillante superficie, y el acto de culto equivale al viejo consejo deifico: conócete a ti mismo. Pero el conocimiento de uno mismo no significa, ni en la enseñanza griega, ni en la japonesa, conocimiento de la parte física del hombre, ni de su anatomía o su psicofísica; el conocimiento había de ser de una especie ética, la introspección de nuestra naturaleza moral.
Mommsen, comparando los griegos con los romanos, dice, que cuando los primeros adoraban a los dioses elevaban los ojos al Cielo, porque su culto era de contemplación, mientras que los segundos velaban su cabeza, porque el suyo era de reflexión. Semejante en su esencia al concepto romano de la religión, nuestra reflexión da importancia no tanto a la conciencia moral como a la conciencia nacional del individuo. Su culto de la naturaleza inculcó el amor de la tierra en lo más profundo de nuestras almas, en tanto que el culto de los antepasados, seguido de generación en generación, hizo de la familia imperial la fuente primera de todo el pueblo. Para nosotros el país es algo más que la tierra, algo más que el suelo de donde se extrae el oro o en que se cosechan granos: es la mansión sagrada de los dioses. Espíritus de nuestros ascendientes, para nosotros el emperador es algo más que el archicondestable de un Rechtsstaat, y aun que el “Patrón” de un Cultur-staar: es el representante corpóreo del cielo en la tierra, reuniendo en su persona su poder y su misericordia. Si es cierto lo que dice Boutmy de la majestad inglesa, que es, “no sólo la imagen de la autoridad, sino el autor y el símbolo de la unidad nacional”, y yo creo que en efecto lo es, dos y tres veces más puede afirmarse lo mismo de la majestad en Japón.
Los dogmas del sintoísmo corresponden a los dos caracteres dominantes en la vida emocional de nuestra raza: patriotismo y lealtad. Dice Arthur May Knapp con mucha exactitud: “En la literatura hebrea es con frecuencia difícil decir si el escritor habla de Dios o de la República; del Cielo o de Jerusalén; del Mesías o de la nación misma”. Una confusión semejante puede advertirse en la nomenclatura de nuestra fe nacional. He dicho “confusión”, porque así la calificará una inteligencia lógica, a causa de su ambigüedad verbal; sin embargo, siendo un tejido de instinto nacional y de sentimientos étnicos, el sintoísmo jamás aspira a una filosofía sistemática o a una teología racional. Esta religión --¿no sería más exacto decir las emociones étnicas que esta religión despierta?-- imbuyó completamente en el bushido la lealtad al soberano y el amor al país. Estos actuaron más como impulsos que como doctrinas. Porque el sintoísmo, distinto en esto de la Iglesia cristiana medioeval, apenas prescribía a sus fieles credenda alguno, proporcionándoles en cambio agenda de un tipo simple y rectilíneo.
En cuanto a las doctrinas estrictamente éticas, las enseñanzas de Confucio fueron el manantial más copioso para el bushido. Su enunciado de las cinco relaciones morales entre amo y servidor (gobernante y gobernado), padre e hijo, marido y mujer, hermano mayor y hermano menor, y entre amigos, no fue más que una confirmación de lo que el instinto de la raza había reconocido antes de que los escritos de Confucio fueran importados de China. El carácter tranquilo, benigno y sabio en su manifestación verbal, de sus preceptos político-morales, se adaptaba exactamente a los samurái, que formaban la clase directora. Su tono aristocrático y conservador se ajustaba a las exigencias de estos hombres de Estado guerreros. Después de Confucio, Mencio ejerció una inmensa autoridad sobre el bushido. Sus teorías enérgicas y muchas veces democráticas se avenían extraordinariamente a los espíritus sentimentales y hasta fueron peligrosas y subversivas para el orden social existente; de aquí que sus obras estuviesen durante largo tiempo sujetas a entredicho. Sin embargo, las palabras de aquel espíritu superior hallaron seguro albergue en el corazón de los samurái.
Las obras de Confucio y Mencio constituían los principales libros de texto para los jóvenes y la más alta autoridad en las discusiones entre los viejos. Pero no se tenía en grande estima un conocimiento superficial de los libros de estos dos sabios. Un proverbio corriente ridiculiza al hombre que sólo posee un conocimiento intelectual de Confucio, comparándole a un hombre estudioso que ignora las Analectas. Cierto samurái caracterizado, dice del sabio literario que es un necio que huele a libros. Otro compara a la ciencia con una planta fétida, que debe ser cocida y vuelta a cocer antes de que sirva para el uso. Un hombre que ha leído un poco huele un poco a pedante; y el hombre que ha leído mucho huele aún más a lo mismo; ambos son desagradables. El escritor quiere dar a entender con esto que el conocimiento no se puede considerar como tal hasta que se asimila al espíritu del que estudia y se manifiesta en su carácter. El intelectual especialista era considerado como una máquina. La pura inteligencia se juzgaba inferior a la emoción moral. El hombre y el universo se consideraban a la vez espirituales y éticos. El bushido no aceptaría jamás la afirmación de Huxley, según la cual el proceso cósmico es amoral.
El bushido trató ligeramente el puro conocimiento. No se buscaba como un fin sustantivo, sino como un medio para la adquisición de la sabiduría. De aquí que el hombre que se detenía antes de llegar a este fin era considerado no más que como una maquina útil, capaz de fabricar poemas y máximas a la orden. Así, pues, el conocimiento se identificaba con su aplicación práctica a la vida; y esta doctrina socrática encuentra su más constante expositor en el filósofo chino Wan Yang Ming, que jamás se cansa de repetir “Saber y obrar no son más que una cosa”.
Sean, pues, cualesquiera las fuentes del bushido, los principios esenciales que éste debió en aquellas y se asimiló, fueron pocos y sencillos. Aun así, bastaron para trazar una conducta segura en la vida, aun en los días más azarosos del período más anárquico de la historia de nuestra nación. La naturaleza sana y pura de nuestros antepasados guerreros, sacó abundante alimento para su espíritu de un ramillete de enseñanzas axiomáticas y fragmentarias, recogidas en las sendas y caminos del pensamiento antiguo, y estimulados por las exigencias del tiempo, formaron con esos fragmentos un nuevo y único tipo de hombre. Un perspicaz savant francés, M. de la Mazeliére, resume así sus impresiones acerca del siglo XVI:
“A mediados del siglo decimosexto todo es desorden en el Japón: en el gobierno, en la sociedad, en la iglesia. Pero las guerras civiles, las maneras que vuelven a la barbarie, la necesidad de que cada uno tome justicia por su mano, todo esto formó un tipo de hombres comparables a aquellos italianos del siglo XVI, en quienes Taine alaba “la vigorosa iniciativa, el hábito de las resoluciones rápidas y de las empresas desesperadas, la gran capacidad para obrar y para sufrir”. En Japón, como en Italia, “las maneras rudas de la Edad Media hicieron del hombre un soberbio animal, toda acometividad y toda resistencia”. Y esta es la razón de que el siglo XVI ostente en el más alto grado la cualidad principal de la raza japonesa, esa gran diversidad que se encuentra en ella, tanto entre los espíritus como entre los temperamentos. Mientras en la India, y aun en China, los hombres parecen distinguirse principalmente por su grado de energía o de inteligencia, en el Japón difieren igualmente por la originalidad de su carácter. Ahora bien, la individualidad es el signo de las razas superiores y de la civilización ya desarrollada. Usando de una expresión grata a Nietzsche, podemos decir que, en Asia, hablar de la humanidad es tanto como hablar de sus llanuras; en Japón, como en Europa, se representa aquélla principalmente por sus montañas”.▲
1ª ed. España, Ed. Biblok, 2015, 230 p.