2009 Corrupción pública e inmoralidad privada. Demetrio Velasco.
La corrupción es hoy un tema de permanente actualidad. Domina la agenda internacional, no porque sea un asunto grave de los países del Tercer mundo o de «repúblicas bananeras». Italia, Francia, Grecia, Inglaterra, Japón, y España, por concluir la lista con el caso que más nos debe preocupar, son países con sistemas jurídicos y políticos que parecerían incompatibles con su presencia en dicha agenda. Sin embargo, es noticia diaria. Exitos de escándalo fue, hace ya algún tiempo, el título de un reportaje del diario El País, dedicado al «periodismo verosímil» (2/X/94). Más allá de la credibilidad que merezcan todos estos relatos periodísticos, quiero subrayar lo que tienen de sintomático. Y avanzar ya el reconocimiento que creo merece la prensa escrita, mejor dicho, alguna prensa escrita, por su comportamiento único ante la corrupción.
El reto que se nos plantea es de enorme gravedad, por la envergadura de la corrupción. En plena operación «Manos limpias», no han faltado voces que, desde la convicción de que la corrupción es algo generalizado e institucionalizado (en la que está implicada casi toda la clase política, empresarial, Administración, etc, lo que significa que el sistema es corrupto), han pedido que se exculpe a los políticos corruptos, en nombre de una presunta culpabilidad colectiva.
Creo que es cierto que la corrupción es hoy algo consustancial con el sistema político de nuestras sociedades. Yo me atrevería a decir, como ha afirmado algún autor1, que no se trata solamente de la corrupción en la democracia, sino de la corrupción de la democracia. La corrupción que se da en las instituciones democráticas, lo es asimismo de las instituciones democráticas. No es, pues, un asunto de pequeño bricolage sino que es una gran industria. La financiación de partidos políticos y de las campañas electorales son un ejemplo demasiado evidente de lo que decimos. (El testimonio de personajes políticos es elocuente por sí solo. Sin que esto quiera decir que vivimos en «repúblicas bananeras» (en las que todo está paralizado por la pequeña corrupción), me parece insuficiente el afirmar que: «la clase política, la Administración, los mercados públicos, el urbanismo comercial, etc., no están corrompidos, sino que se trata sólo de una minoría de ovejas negras y descarriadas a las que se debe castigar». Que, en nuestro país, los protagonistas sean: el aparato del PSOE (y es preciso subrayar esto por la importancia que tiene a la hora de comprender el «escándalo de la corrupción»), el gobernador del Banco de España, el Director general de la Guardia Civil, la directora del BOE, el presidente de Renfe, el ministerio del Interior, obliga a pensar en una corrupción institucionalizada de gran alcance. Creo acertado para España lo que dice J. Becquart-Leclercq referido a Francia:
«La corrupción se ha institucionalizado de forma endémica en numerosos sistemas políticos. Francia no ha escapado a esta suerte que alcanza a todos los escalones del gobierno, a las asociaciones parapolíticas, a las sociedades de economía mixta, a los media, al deporte, a los mercados públicos, en especial en el sector de la construcción, a menudo con la intermediación de gabinetes de estudio vinculados a los partidos políticos...»2. Si a esto añadimos el hecho lamentable de que la Prensa no haya sido secundada (ya que no precedida) en la investigación y denuncia por quienes deberían haberlo hecho, parece razonable concluir que junto a la responsabilidad individual hay una responsabilidad institucional, de la que se tienen que derivar consecuencias serias.
Hacia una definición de la corrupción
No es fácil definir con exactitud lo que es corrupción. A menudo uno se encuentra con clasificaciones tan curiosas como la que habla de «corrupción, blanca, gris y negra», queriendo significar, la que no es aceptada por muchos como tal, la que es de dudosa calificación, según se mire, y la aceptada por todos como tal3.
La frontera donde comienza la corrupción no está marcada por el código penal. Las fronteras entre lo lícito y lo ilícito no están claras, pues sabemos que se pueden respetar formalmente los procedimientos legales y pervertir la finalidad de los mismos. Todos sabemos la verdad que encierra el «hecha la ley, hecha la trampa». Además, se pueden usar los controles que el sistema ha pensado para defenderse de las corruptelas, precisamente para bloquear el funcionamiento del sistema, para sobrecargarlo de burocracia, y así poder justificar la pertinencia e incluso necesidad de saltarse los controles. (Si un empresario necesita un permiso de exportación, o un individuo quiere abrir un pequeño negocio, la hipertrofia o perversión de los controles legales le llevarán a buscar arreglos «extra» para que las cosas funcionen). Al final acaban legitimándose comportamientos al margen de la ley, amparados en la ineficacia del sistema legal.
En cualquier caso, sí que es pertinente para definir la corrupción, tener en cuenta el grado cuantitativo o simbólico y su repercusión sobre el sistema democrático.
Hay algunos mecanismos, normas e incluso valores, que en principio están perfectamente integrados en el sistema político, que favorecen la corrupción. En cualquier caso, es claro, que casos de corrupción gravísima, como el del narcotráfico, el de la corrupción ecómica a lo Mario Conde, que no encuentran la adecuada respuesta en el ordenamiento jurídico vigente. Según algunos analistas sociales, en nuestras sociedades complejas, se dan cada vez más «zonas grises» que escapan a todo control institucional, que se «dejan estar» y que cobran cada vez más poder4.
Es claro asimismo que existe una tendencia a la acumulación y concentración de cargos, hasta generar un verdadero oligopolio social, que dificulta enormemente superar la tentación de parcialidad y manipulación en el ejercicio de los mismos. A pesar de que se reconoce la necesidad de exigir la incompatibilidad en el ejercicio de ciertos cargos, se sigue dando una creciente concentración de poder en un grupo de notables, que se rodean de fieles («eunucos») y se hacen cargo de partidos políticos y de otras instituciones. Con el argumento de la eficacia, se olvida la democracia y, con frecuencia, se olvida también la legalidad: se justifica el clientelismo, se confunden los intereses públicos con los privados, se reclutan funcionarios no por méritos sino por afinidades, se negocian comportamientos y sanciones para los que transgreden las reglas de juego de la camarilla, etc.
Por corrupción se entiende «una violación de las reglas y de las normas asociadas a lo que se percibe como interés general en la sociedad política en un momento dado, en el curso de un intercambio clandestino entre los mercados social, político y económico». Todo lo que sea instrumentalizar las instituciones democráticas (nacidas y pensadas para sociedades que buscan lo mejor para todos) para intereses particulares (no universalizables) es corrupción. Cuando alguien, que tiene una posición pública privilegiada de poder o de saber (información) se aprovecha de ella para sus intereses particulares o el de algún grupo particular es un corrupto.
Los particularismos, que alimentan situaciones de desigualdad y de injusticia, en sus diversas acepciones, son, como decían los clásicos (Aristóteles-Montesquieu-Ortega), un germen de corrupción democrática, que hay que valorar adecuadamente. Y, sobre todo, en países como España en el que la tradición secular del «modelo del Príncipe», ha dejado impresa en la masa social la convicción de que el Estado es siempre patrimonio de otros, por lo que nadie se siente obligado a nada respecto a él. Más bien, todo lo contrario. La ausencia de hábitos democráticos y de responsabilidad política (pública) estaría, así, en el corazón de una actitud que, como decía Ortega, pervierte los usos y costumbres. Lo más grave no son los abusos sino los usos.
A propósito de los usos, creo pertinente señalar que la falta de tradición moral laica ha sido especialmente grave en España, ya que en España (como en Italia) la moral ha estado determinada por la religión, y la profunda y repentina secularización (o descristianización, si prefieren) de las últimas décadas, han desmoronado la ética religiosa y con ella la ética en general. E. Punset dice acertadamente , que: «al desmoronarse la ética religiosa en pleno siglo XX, los españoles e italianos hacen buenos los peores presagios de los antiguos apologistas de la religión, enfrentados a los filósofos de la Ilustración en el siglo XVIII. La ausencia de una moral laica experimentada les lleva a sustituir la moral perdida por simples comportamientos anómicos o la pura moral del quinqui»5.
La corrupción desde un gobierno socialista
Y en mi opinión es especialmente significativo que esta ola de corrupción se esté padeciendo bajo gobiernos socialistas que, teóricamente venían con una tradición democrática utópica, a menudo deudora de un cierto jacobinismo moral. Es pertinente recordar que la democracia es un régimen que desde sus inicios se ha trazado un deber moral: exige honestidad en la gestión de los asuntos públicos, transparencia (publicidad) de las cuentas, separación de poderes y una información completa de la opinión pública. En nuestra tradición continental, el ideal democrático ha ido fuertemente vinculado al ideal revolucionario y «republicano» francés, que tenía como objetivo no sólo organizar la sociedad sino «moralizarla». El jacobinismo y su personaje «el Incorruptible» Robespièrre plantean programas con un objetivo central: eliminar la corrupción y convertir la ciudadanía en una vocación y la magistratura en un sacerdocio.
El PSOE (como los socialismos del SUR) venía con una promesa: la regeneración moral del país. Hoy es uno de sus mayores fiascos. Yo sé que sería injusto no tener en cuenta los atenuantes que en parte explican su comportamiento: Los partidos han debido organizarse e institucionalizarse en una coyuntura mundial de profunda crisis económica y de creciente neoliberalismo (aunque les faltó lucidez para comprenderlo adecuadamente), sin poder contar con una gran masa de militantes cualificados y solventes para hacer frente a la envergadura de campañas electorales modernas (ayuda de W. Brandt). La búsqueda de recursos donde los había se hizo imprescindible.
La izquierda estaba en desventaja respecto a la derecha, que practicaba una corrupción mejor organizada y más sofisticada (mucho más plausible). Era lo suyo desde tiempos inmemoriales...
Pero, es un hecho que los socialistas no aprovecharon su acceso al poder y la ocasión privilegiada que tuvieron para sanear el asunto de la financiación de los partidos y de las campañas electorales y para reformar los ya conocidos canales de corrupción. Además, adoptaron una actitud depredadora y ambiciosa de acaparación de puestos y recursos; cayeron en un vicio típico de la derecha: la creencia de que no iban a tener una oposición creíble o de que en todo caso no era una alternativa de gobierno; mantuvieron una actitud de desmentido o de obstrucción ante las críticas y acusaciones, a menudo bien fundamentadas. Todo ello, con el agravante de seguir manteniendo un discurso moralizante. «La idea de que todo era posible y de que los instrumentos del poder estaban a disposición de los nuevos gobernantes permitía la extraña coexistencia, según los casos, del más puro idealismo y del maquiavelismo más cínico»6.
Parece como si con la experiencia de la década socialista se hubiera demostrado que la corrupción no sólo se ha hecho institucional, sino que es una pandemia incurable.
En adelante, como lo ha sido secularmente, la democracia se va a acostumbrar a convivir con la corrupción y va a tener no pocos legitimadores de la misma. La principal justificación será de carácter funcional (aunque subyacen argumentos antropológicos y políticos que no hay que desconocer). Ha sido la influencia de la sociología funcionalista americana en la ciencia política, la que ha llevado a analizar los efectos de la corrupción bajo el prisma de las ventajas que acarrea para el sistema. Así, la corrupción sería beneficiosa para aumentar el capital, para estimular el espíritu de empresa, para cortocircuitar la burocracia, para facilitar la tarea del gobierno... Aunque se reconozcan sus costes, como el derroche de recursos o la pérdida de legitimidad del sistema, se sigue presentando un balance positivo. Aunque nunca se tenga en cuenta la cuestión de las víctimas de la corrupción, de las que más adelante hablaremos7. Se trata de hacer el sistema más eficaz con ciertos procedimientos oficiosos o secretos que posibilitarían un sistema de poder más flexible, distendido y ágil, a la vez que una redistribución paralela a la que hacen las instituciones oficiales del poder.
En la democracia subsistirán formas oligárquicas y corporatistas que pertenecen a situaciones de desigualdad legalmente inadmisibles. La democracia, como dirá Tocqueville, a lo más que llega es a deslegitimar las desigualdades, pero no a eliminarlas. Con frecuencia incluso aumentan.
La corrupción colectiva sistemática se va a normalizar y no se considerará «anómica» en la mayoría de los casos, ya que se ajustará a unas reglas de juego, discretas pero obligatorias, que obligan a todo aquel que se quiera mover en el circuito afectado por dichas reglas, el circuito por donde uno camina para medrar en política o para hacerse rico e influyente, o ambas cosas a la vez.
Corrupción y sociedad civil
Si lo que hemos dicho hasta ahora es pertinente, la corrupción es un asunto que toca al corazón de la sociedad civil y en la que todos estamos implicados. En primer lugar como víctimas. Es evidente que los efectos perniciosos de todas esas prácticas paralelas que alimentan la corrupción, en las que se distribuyen los recursos públicos de forma particularista e inmoral, los perjudicados somos todos los ciudadanos, que estamos obligados a soportar los costos de dicho comportamiento. Resumiendo, podríamos decir que los perjudicados somos negados en cuanto víctimas, lesionados en cuanto contribuyentes y burlados en cuanto ciudadanos, siempre que la corrupción se ejerce de la forma sistemática y «normal» que hemos descrito.
La importancia de analizar adecuadamente el papel de las víctimas en el fenómeno de la corrupción es especialmente relevante, ya que del alcance y sentido de este papel depende el que se pueda atajar el proceso de corrupción. Salir de una situación de víctima silenciosa y difusa, que se siente aplastada por la opacidad de un sistema de poder corrupto y que vive con amargura y rabia su impotencia, pasa por un proceso de toma de conciencia, que, además de indignarse, busca el apoyo de otros poderes (prensa, jueces, etc.) y se organiza, convirtiéndose en un actor público que exige responsabilidades penales y políticas. Pero, esto no es nada fácil, ya que las dificultades son muchas. Amenazas, intimidaciones y presiones, a menudo con técnicas mafiosas, complican la ya de por sí nada fácil organización de la acción colectiva. Y la dificultad se acentúa, cuando muchos, que nos sentimos víctimas, nos sentimos también, de alguna forma, responsables del sistema de corrupción por ser beneficiarios del mismo. Ya hemos mencionado la capacidad de tejer redes, cada vez más difusas, que la corrupción institucionalizada conlleva, y que amenaza con implicarnos a todos si no sabemos reaccionar adecuadamente. «Es el drama de la corrupción pública. El dinero público se roba más fácilmente que el dinero privado, ya que la víctima grita menos. Víctima difusa, ignorante, inconsciente, fatalista o simplemente comprada..., impotente, intimidada, amenazada, incluso aterrorizada...
Los ciudadanos son menos vigilantes que los accionistas y los abusos de poder menos controlados cuando se trata del Estado que en el caso de las sociedades comerciales»8.
Pero los ciudadanos, hemos dicho, no sólo somos víctimas de la corrupción, sino que con excesiva frecuencia somos también agentes responsables de la misma. Seguramente no al nivel de la gran industria de la corrupción, pero sí al nivel del pequeño bricolaje, que genera el tejido en el que aquélla prende y se hace plausible. La corrupción no sería un problema del sistema político, si no lo fuera a la vez de la sociedad civil, si no hubiera un grave problema de corrupción en la vida social, si los hábitos del particularismo, del clientelismo, de confundir lo público con lo privado, en una palabra, si la ausencia de hábitos democráticos y de ética cívica, no fueran el pan de cada día para una gran parte de ciudadanos.
Es un hecho que muchos de los escándalos que nos llevan hoy a hablar de corrupción son noticia por el relieve de sus protagonistas o por el eco del medio que los publica o el peso de las personas o grupos que están interesados en que la denuncia se haga eficaz. Pero no por el hecho en sí. Tenemos la convicción de que «el poder corrompe a los que lo tocan» y de que a nosotros nos pasaría igual si tuviéramos la oportunidad de tocarlo. De hecho, con frecuencia, se oye decir: «si yo hubiera estado en su lugar habría hecho lo mismo». (Si yo fuera un alto funcionario cercano a un ministro importante y recibiera una carta de un banquero en la que se me dice: «Vamos a colocar algunos cientos de acciones de una importante sociedad. Dudamos en ofrecérselas a nuestros clientes, porque son muchos y elegir entre ellos, además de difícil, crearía descontento. Preferimos, pues, ofrecérselas a personas que sean conocidas por todos y que no pertenezcan a nuestra clientela. Desde la fecha de hoy colocamos a su disposición 30 acciones. Se emiten con un nominal de 1.000, pero al día siguiente de su cotización en bolsa, valdrán con toda seguridad 5.000. Quedamos, mientras tanto a su disposición». ¿Qué haría en esa situación, aunque el banquero me pidiera con toda seguridad que le arreglara un encuentro con el mencionado ministro?) Pongo este ejemplo, porque la diversidad de los medios y mecanismos de corrupción es tal que sólo el que tiene unos hábitos bien probados de moral pública será capaz de superar la tentación y no aceptar una ventaja financiera en una sociedad, un cheque, un regalo, un préstamo sin devolución o una oferta de relaciones sexuales, sobre todo si presume que no está haciendo nada del otro mundo. Y en pura lógica, sólo el que tiene hábitos probados de moralidad pública, se negará a ofrecer todo lo dicho, si sabe que es el peaje normal que hay que pagar en estas situaciones y no está dispuesto a perderse en las callejuelas intransitables de la escrupulosa legalidad. Las Proposiciones indecentes (como la película de Adrian Lyne) nos siguen colocando ante el dilema. Robert Redfort no suele estar al alcance de la mano, pero si se presenta la ocasión, con un millón de dólares por medio, merece la pena probar si se puede ser, a la vez, codicioso de millones y honesto en el amor, y ser cornudo y estar contento. (No olvidemos que en la tradición cristiana occidental ha estado de moda el ser rico y a la vez pasar por el ojo de la aguja del evangelio).
Engañar al Estado, sintiéndolo como algo absolutamente ajeno o como algo propio, que son dos caras de una misma moneda, ha sido una especie de constante histórica, desde los años del estraperlo a los del fraude fiscal, al fraude en la declaración de la renta, de la que no nos hemos arrepentido del todo. Si cumplimos con las obligaciones públicas, en gran medida es porque no nos queda más remedio. Pero nuestra mentalidad sigue siendo la de las «leyes meramente penales». Parece como si nuestra vocación secreta fuera la de ser los Robin Hoods del contrabando y de la picaresca. Y ya hemos dicho que las leyes penales no son la frontera de la corrupción.
El particularismo, que se expresa en amiguismo, en nepotismo, en tráfico de influencias, es también una actitud generalizada. El «do ut des», el mercadeo de contraprestaciones, el «hoy por ti y mañana por mí», son comportamientos que nos los encontramos en todos los momentos y lugares. Hace algún tiempo leía en un artículo de opinión, que incluso en el uso del lenguaje cotidiano se expresa la actitud de corrupción. «En una sociedad educada, recomendar a alguien es avalar unos méritos reales. Entre nosotros, el mismo verbo significa justamente todo lo contrario: pedir algo para alguien que no lo merece.» Nos hemos acostumbrado, pues, a pedir y firmar cartas de recomendación, devaluando un método que debería ser privilegiado para una buena selección de personal.
No creo exagerar si digo que en nuestro país estos malos hábitos corrompen incluso las nuevas fórmulas legales, que pretendidamente nacían para acabar con ellos. El ejemplo de las nuevas formas de promoción del profesorado, que ya no es por oposición sino por «concurso de méritos», se ha reconducido desde el corporatismo y nepotismo más vergonzantes. De nada servirán las comisiones de investigación, ni siquiera las operaciones de «manos limpias». El subsuelo, como diría Ortega, está tan contaminado, que no se trata sólo de atajar los abusos, sino de afrontar coherentemente el terreno de los usos.
El clima de corrupción lo favorece una actitud generalizada de escepticismo cómplice que convierte las relaciones de intercambio en un intento de vender la mentira al mejor precio y postor (Brecht). Yo no sé cuál es su experiencia, pero la mía es que desde la relación más cotidiana con el otro, como es el habilitar una vivienda, uno siente que, con excesiva frecuencia, la confianza obligada en una sociedad educada, se frustra por la reiterada chapuza, por la falta a la promesa hecha (plazos, calidad de la mercancía, etc.), por la falta de profesionalidad y seriedad, por la falta, en una palabra, de ética profesional. Escepticismo cómplice, que, confirmado con los espectaculares y complejos (por el número de personas e instituciones implicadas) escándalos financieros o administrativos (Filesa, Naseiro, Roldán, Conde, tragaperras, Osakidetza, y un indefinido etcétera), es el mejor caldo de cultivo para que crezca la corrupción. A menudo me acuerdo del viejo refrán castellano:
«Hijo, mudaremos de molinero, pero no de ladrón». Lo mismo que ya decía la Vieja de Siracusa. Escepticismo que lleva a una apatía de la conciencia cívica y a una desafección creciente, si cabe, por la cosa pública. Si llegamos hasta votar, es porque nos tocan la fibra del egoísmo utilitarista: la pensión, la salud, el trabajo...
¿Antídotos contra la corrupción?
Gracias a Dios, no todo es tan negro como lo dicho hasta ahora puede hacer pensar. Además de este clima de corrupción institucional y social bastante generalizado, se da también una conciencia generalizada, en buena medida creada por medios de opinión responsables, que muestra indignación y rechazo de la corrupción y de los corruptos y que permite pensar en vías de «regeneración moral de la sociedad y del sistema democrático».
Lógicamente, al decir esto, hay que desechar dos caminos que la experiencia histórica ha demostrado falsos: el que presentan aquellos que dicen que la corrupción es proporcional al tamaño del Estado (cuanto mayor es la presencia del Estado en la economía y otras áreas de la vida social mayor es la tentación de usarlo con criterios inmorales), por lo que la receta para la disminución de la corrupción es reducir el tamaño del Estado y aumentar el predominio del mercado, ya que se supone que en éste las reglas de juego son más difíciles de manipular. Ente otras razones, porque es falso que la retirada del Estado suponga su sustitución por el mercado. Más bien suele sustituirle una mafia controlada por las grandes corporaciones y grupos de presión. El problema no es el tamaño del Estado, sino la eficacia...9
Por otro lado, está el camino de los que, como el jacobinismo revolucionario, buscan erradicar todo rastro de corrupción e imponen cruzadas de moralización a individuos e instituciones. Es el camino de los fundamentalismos. La historia nos ha mostrado hasta la saciedad que las fanáticamente buenas intenciones nunca han servido para exorcizar el peligro corruptor de un poder absoluto. Como tampoco han servido pretendidas trayectorias individuales o colectivas de aquellos que han sido llamados a la tarea moralizadora para no caer en la corrupción. Ni el «filósofo-rey» del mito platónico, ni la trágica experiencia del Incorruptible jacobino supieron estar a la altura de las circunstancias. Aquí, como en otros campos importantes de la vida, el camino es intermedio.
Hay que conjugar un buen ordenamiento jurídico, eficaz a la vez que justo, con una educación en la ética cívica y pública. Y esta es tarea de todos, del Estado y de la sociedad civil, de las instituciones y de los individuos.
No sirve el voluntarismo político, por muy fundacional que se crea, para garantizar una convivencia justa y solidaria.
La conciencia de que hay que empeñarse en esta tarea se hace explícita en la abundancia de discursos, textos, programas y comisiones, en los que la ética aparece como una urgencia inaplazable. Sin fe en las instituciones, sin la confianza en los demás, sin profesionales de los que poderse fiar, no se puede vivir, ni siquiera en un sistema capitalista como el nuestro. Por eso, desde la convicción de que la credibilidad es rentable, han aparecido numerosas éticas aplicadas. Cuando empresas, profesiones, actividades sociales, se han sentido sumergidas por la mala prensa de ser corruptas y se han visto amenazadas de perder legitimidad y crédito social, han surgido los códigos éticos de las profesiones. Se ha obligado a firmar a los ejecutivos de las grandes empresas códigos morales de conducta profesional y personal, se han introducido técnicas para garantizar la calidad de los productos, se imponen cursos de deontologías en las universidades, etc... Y se han hecho, teniendo presente que no bastan los límites legales penales para atajar las malas prácticas.
Sin entrar ahora a evaluar la legitimidad moral de estos códigos (ya he escrito cómo la ética de los negocios es antes una urgencia del negocio que una preocupación verdaderamente ética), sí que creo urgente remoralizar nuestras actividades, relaciones e intercambios, de tal forma que inspiremos confianza por la calidad de nuestros comportamientos. Que el empresario, el médico, el abogado, el periodista, el profesor, el juez, el sindicalista, el obrero, el empleado público, el consumidor, el ciudadano, tengan un código en el que se recogen sus usos, y que, cumpliéndolo, sepan que pueden conseguir los objetivos de su profesión y el bienestar de la sociedad en general, es una urgencia de toda sociedad normalmente sana. Lo anormal y peligroso es que para ser cualquiera de las cosas que hemos enunciado haya que ser un héroe que va a contracorriente. Mientras el ser juez y luchar por hacer tener las manos limpias sea una operación tan arriesgada como la de los jueces italianos, es imposible salir de la corrupción. (Ver película Agenda oculta).
Tarea de todos y cada uno es asumir el código ético que le toca y hacerlo moneda corriente en el intercambio de las relaciones humanas. A veces, sólo se tratará de denunciar a la Oficina del Consumidor una pequeña actuación fraudulenta de la que uno ha sido víctima; otras, habrá que ir más lejos en el compromiso personal: se tratará de ser un buen profesional. Y otras, se tratará de ser ciudadanos que nos resistimos a ser «idiotas públicos», porque estamos dispuestos a participar para que no sean unos pocos los que acaparan todos los puestos, los que se distribuyen las prebendas, los que prostituyen las instituciones, los que nos construyen nuestro mundo a la fuerza...
Pero, si antes decía que el reto más grave es la corrupción institucional, vamos a ser ciudadanos que actuamos consecuentes desde nuestra indignación ante los responsables de nuestras instituciones que son corruptos10.
En una de las novelas de Galdós, un magnífico fustigador de la corrupción de su época (Miau), titulada Doctor Centeno, se dice que «No hay cosa más cargante que un moralista que no sabe dónde pone el púlpito». Espero no haberles cargado demasiado.
Notas:
1 Ver, por ejemplo, MÉNY Y. La corruption de la Republique, Fayard. París 1992; «La década de la corrupción», en Cuenta y Razón, n.º 86. 1994.
2 Jeanne BECQUART-LECLERCQ. «Réseaux politiques: gagnants et victimes de l’échange corrompu», en L’Echange politique. Paul H. Claeys y A.-P. Frognier (ed.). Editions de L’Université de Bruxelles. 1995. p. 248.
3 Juzgo de gran interés el artículo de E. GARZÓN VALDÉS: «Acerca del concepto de corrupción». Claves de Razón práctica, n.º 56. oct. 1995. Asimismo me parece muy sugerente la reflexión de R.G. Fabre, cuando refiriéndose a la corrupción en Venezuela, habla de la «corrupción que no es corrupción». Ver Razón y Fe. Dic. 1995.
4 Ver La Nueva Edad Media de Minc, o «La nueva edad desconocida» de BASTÉNIER.
5 E. PUNSET. «El Exodo de la política». El País, 4/X/94. Creo que sería de gran interés el volver a leer la carta pastoral de los obispos españoles La verdad os hará libres, en la que se reconocía que la formación moral de los cristianos españoles es todavía una asignatura pendiente, para abundar en el tema que nos ocupa y sacar las debidas conclusiones.
6 Ver MÉNY Y. «La década de la corrupción». op. cit.
7 Ver, por ejemplo, J.S. NYE. «Corruption and Political Development. A Costs-Benefits Analysis». American Political Science Review, n.º 61. 1967, pp. 417-427.
8 J. BECQUART-LECLERCQ, op. cit., pp. 251 ss.
9 Ver Jean CARTIER BRESSON. «Corrupción, poder discrecional y rentas». Cuenta y Razón. op. cit.
En: A. Cortina, G. Peces Barba, D. Velasco, J.A. Zarzalejos. “Corrupción y ética”. Cuadernos de Teología Deusto. Núm. 9. Universidad de Deusto. 1996 Bilbao, España. pp-39-50