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2000 Ilícitos atípicos: Sobre el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder. Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero.

Dos son las ideas fundamentales a partir de las cuales hemos tratado de elaborar en este libro la noción de «ilícitos atípicos». Una es que las tres figuras del abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder obedecen, por así decirlo, a una misma lógica; son concreciones de un mismo concepto general (precisamente, el de ilicitud atípica). Y la otra idea es que lo que caracteriza a los ilícitos atípicos (frente a los ilícitos típicos) es la oposición a los principios (pero no a las reglas) del sistema jurídico; ello hace que se trate de una noción difícil de analizar teóricamente, pero de una gran importancia práctica.

PRESENTACIÓN
Ilícitos atípicos es la continuación de un libro anterior, Las piezas del Derecho. en el que presentamos una teoría de los enunciados jurídicos, esto es, de los elementos más básicos en que cabe descomponer el Derecho, visto como lenguaje. En aquel libro señalábamos que, de cara a elaborar una teoría general del Derecho, al estudio de los enunciados jurídicos debía seguirle el de las acciones jurídicamente relevantes. Lo que aquí presentamos es, esencialmente, una parte de esa teoría de las acciones jurídicamente relevantes o, todavía mejor, una parte de la teoría referida a las acciones ilícitas, las contrarias al Derecho.

Dos son las ideas fundamentales a partir de las cuales hemos tratado de elaborar en este libro la noción de «ilícitos atípicos». Una es que las tres figuras del abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder obedecen, por así decirlo, a una misma lógica; son concreciones de un mismo concepto general (precisamente, el de ilicitud atípica). Y la otra idea es que lo que caracteriza a los ilícitos atípicos (frente a los ilícitos típicos) es la oposición a los principios (pero no a las reglas) del sistema jurídico; ello hace que se trate de una noción difícil de analizar teóricamente, pero de una gran importancia práctica.

Las dificultades teóricas para elaborar la noción de ilicitud atípica derivan fundamentalmente del hecho de que la teoría estándar de la norma jurídica se ha centrado, al menos hasta hace poco, en el análisis de algunos tipos de reglas jurídicas, pero ha descuidado el de otros tipos de normas y, en particular, el de los principios; además, en el estudio de la norma jurídica se ha tendido a privilegiar lo que cabría llamar sus rasgos estructurales (en ese sentido, habría sido fundamentalmente una teoría estática), pero el análisis de la noción de ilicitud atípica (y de sus tres formas principales: el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder) exige centrarse en la manera como argumentativamente operan las normas, esto es, en el elemento funcional, dinámico, de las mismas.

La importancia práctica de los ilícitos atípicos es fácil de explicar. Dado que en nuestros Derechos (los que responden a lo que se viene llamando «el paradigma constitucional», o sea, los Derechos del Estado constitucional) adquieren una singular importancia los principios jurídicos, resulta también inevitable que pasen al primer plano aquellas instituciones que se vinculan de manera esencial con los principios. Es por eso bien significativo que cuando recientemente el Consejo General del Poder Judicial ha tratado de fijar un modelo de juez (digamos, de juez acorde con el anterior paradigma), haya seleccionado como notas características del mismo, además de la posesión de conocimientos jurídicos suficientes, la capacidad para integrarlos en los valores de la sociedad y el respeto a los valores constitucionales (las libertades, la igualdad y el pluralismo), el estar «alerta frente a los abusos del derecho y las desviaciones de poder» [1]. Si a estas dos últimas figuras se añade la del fraude de ley (lo cual —nos atrevemos a sugerir— está completamente en línea con el espíritu de ese libro) y se acepta (lo que tampoco parece difícil) que las capacidades, las virtudes, de los jueces no pueden ser muy distintas a las de los otros profesionales del Derecho, entonces podríamos llegar a la conclusión de que el tipo de jurista que precisa un Estado constitucional de Derecho debe incluir, entre otras capacidades, la de detectar y reaccionar frente a la forma peculiar de atentado contra el Derecho que suponen los ilícitos atípicos: el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder.[2]

El libro que hemos escrito tiene muy en cuenta esta última circunstancia, y de ahí que hayamos procurado hacer compatible nuestra condición de filósofos o teóricos generales del Derecho con el propósito de dirigirnos a un público amplio de juristas. Hemos dedicado por ello un considerable esfuerzo a conocer lo que los dogmáticos del Derecho (sobre todo civilistas y administrativistas) han escrito sobre esas figuras, a fin de confrontarlo con nuestras propias ideas. Por momentos puede parecer incluso que el nivel en que nos situamos es el de la dogmática jurídica o, si se quiere, el de lo que se ha llamado la «alta dogmática» (dicho esto sin la menor pretensión por nuestra parte, ya que la altura no significa profundidad, sino simplemente nivel de abstracción). Sin embargo, nuestro análisis tiene un carácter más reconstructivo (y menos descriptivo) de lo que suele encontrarse en los estudios de dogmática jurídica sobre estas materias. Con ello queremos decir que nuestro propósito fundamental no es (o no es solo) el de construir conceptos que sean operativos, válidos, para un determinado sistema jurídico (el español actual), sino más bien el de elaborar los «tipos ideales» del abuso del derecho, del fraude de ley y de la desviación de poder. Hemos tenido en cuenta, para ello, algunos rasgos característicos de estas figuras tal y como se presentan en nuestro sistema jurídico, pero prescindiendo de las notas que pudieran considerarse «contingentes», esto es, aquellas cuya presencia se debe a peculiaridades del sistema que podrían ser «superadas» de acuerdo con la «lógica» interna de esos conceptos, y de la cual forma parte esencial la noción de coherencia. Por supuesto, creemos que ese tipo de reconstrucción teórica no deja de tener consecuencias prácticas en las elaboraciones dogmáticas y en la utilización que de esas figuras realizan los juristas prácticos; un buen ejemplo de ello lo proporciona la discusión a propósito de la interpretación subjetivista u objetivista de la desviación de poder.

Son muchas las personas que nos han ayudado a mejorar un libro que ha resultado corto en extensión, pero largo —quizás excesivamente largo— en su tiempo de elaboración. La lista incluye a Tomás-Ramón Fernández, Juan Álvarez-Sala, Germán Valencia, Riccardo Guastini y a nuestros compañeros de Departamento Juan Antonio Pérez Lledó, Daniel González Lagier, Pablo Larrañaga, Victoria Roca, Macario Alemany, Roberto Lara y, de forma muy especial, Josep Aguiló, Angeles Rodenas e Isabel Lifante. De todos ellos podemos decir que, sin incurrir por nuestra parte en ningún tipo de abuso, fraude o desviación, han mantenido con nosotros una conducta que, sin duda, va mucho más allá de lo estrictamente exigible en Derecho.

 

Capítulo I
INTRODUCCIÓN
1 La teoría general del Derecho y el concepto de ilícito: las razones de una ausencia
El tema del abuso del derecho y del fraude de ley (y, por supuesto, el de la desviación de poder) no está entre los que suelen ser objeto de estudio por parte de la teoría general del Derecho. Tomemos como ejemplo las obras de autores como Austin, Kelsen y Ross y veamos a qué se debe esa ausencia.

En las Lectures on Jurisprudence (Austin, 1977, 149 ss.), John Austin considero que entre los principios, nociones y distinciones que constituyen el objeto de la General Jurisprudence solamente algunos de ellos tienen carácter necesario, en el sentido de que no podemos imaginar coherentemente un sistema de Derecho desarrollado que no haga uso de los mismos. Una de esas nociones necesarias es la de ilícito o delito (injury); las otras cinco son las de deber, derecho, libertad, castigo y reparación (redress). Pero entre las distinciones a trazar dentro de los ilícitos no aparecen la categoría de ilícitos que nosotros llamaremos «atípicos» y a la que pertenecen las tres nociones mencionadas. Para Austin, las únicas distinciones que, dentro del campo de los ilícitos, tienen carácter necesario (la influencia del Derecho romano en su concepción es obvia) son las que permiten separar los crímenes (los delitos públicos) de los ilícitos civiles (los delitos privados) y, dentro de esta última categoría, la que tiene lugar entre los torts, por un lado, y las rupturas de las obligaciones provenientes de contratos o de cuasi contratos, por otro. Hay también otros principios, nociones y distinciones que son objeto de estudio de la teoría general del Derecho (de la General Jurisprudence), pero no por razones de necesidad lógica, sino por simple utilidad, esto es, porque aparecen normalmente en los sistemas de Derecho evolucionados; sin embargo, Austin no menciona tampoco aquí el abuso del derecho, el fraude de ley o la desviación de poder (o lo que podría ser su equivalente funcional en el sistema del common law).

Como es bien sabido, el concepto de delito o de acto ilícito forma parte del elenco de los conceptos básicos de la teoría kelseniana del Derecho. El delito se define a partir de la sanción; sería «la conducta de aquel hombre contra quien, o contra cuyos allegados, se dirige la sanción como consecuencia» (Kelsen, 1979a, 129). Kelsen establece por ello una distinción entre ilícitos penales y civiles, según el tipo de sanción que llevan aparejada: «El acto antijurídico es delito si tiene una sanción penal, y es una violación civil si tiene como consecuencia una sanción civil» (Kelsen, 1979b, 60). Como para Kelsen la sanción civil es la ejecución forzosa, de ahí se sigue que el ilícito civil propiamente dicho no es la acción consistente en causar un daño, sino la no reparación de ese daño. Pero tampoco Kelsen va más allá de esta clasificación generalísima de los ilícitos, y no entra en el análisis de las figuras que a nosotros nos interesan ahora.

Una explicación para esa ausencia puede encontrarse, sin duda, en la propia generalidad de las teorías, dado que el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder son, en nuestra opinión, especies del género acto ilícito. Pero, además, se trata de un tipo de ilícito que supone acciones contrarias no a una norma jurídica específica —a una regla—, sino a un principio. Por lo tanto, nos encontramos aquí con categorías que no pueden ser analizadas —o bien analizadas— en el contexto de teorías que descuidan el hecho de que el orden jurídico está compuesto por reglas y por principios (amén de por otros tipos de entidades que de momento no
nos interesan)[2]. Una concepción imperativista como la de Austin que ve el Derecho como conjunto de mandatos provenientes de un soberano, o el normativismo asimismo imperativista de Kelsen que identifica como material jurídico únicamente a los enunciados coactivos de cierto tipo, no parecen, en efecto, aptos para incluir en su campo temático los principios jurídicos y no configuran, por tanto, el punto de partida adecuado para el estudio de estas figuras.

Podría quizás pensarse que un autor realista como Alf Ross se encontraba intelectualmente mejor equipado para dar cuenta de figuras como el abuso del derecho, el fraude de ley o la desviación de poder. En efecto, la importancia que atribuye Ross a elementos tales como la «tradición de cultura» o la «conciencia jurídica material» en la conformación de las decisiones judiciales, frente al sistema de reglas provenientes de las «fuentes formales» del Derecho, podría haberle habilitado para abordar estos ilícitos atípicos desde un ángulo que resulta vedado a posiciones puramente imperativistas como las de Austin o Kelsen. Ciertamente, la teoría del Derecho de Ross (cf. Ross, 1963) no incluye un tratamiento general de la noción de ilícito, pero sí se ocupa extensamente de conceptos —como los de derecho subjetivo, «disposición privada» (negocio jurídico, en terminología más usual) o norma de competencia— en relación con los cuales hubiera cabido dar cuenta del abuso, del fraude o de la desviación. El que esto no haya sido así y el que tampoco en Ross encontremos un tratamiento de estos ilícitos atípicos tiene su explicación, entre otros posibles factores, en que el irracionalismo práctico radical de Ross le conduce inevitablemente a una visión algo empobrecida de la manera como el Derecho incide en el razonamiento práctico de sus destinatarios: las normas jurídicas de conducta son vistas por él bajo la forma exclusiva de reglas (y no también de principios) y la única dimensión de las normas a la que atiende es a la de guía de la conducta (y no también a la de criterio de valoración —de justificación y de crítica— de esa misma conducta). Pues bien, como veremos seguidamente, estas distinciones (entre reglas y principios, por un lado, y entre dimensión directiva y valorativa, por el otro) son capitales para poder dar cuenta adecuadamente de las figuras que ahora nos interesan.

 

2 Reglas y principios
Partamos, a fin de analizar la noción de principio jurídico y la diferencia entre principios y reglas, de un ejemplo: la protección del derecho al honor. En todos los sistemas jurídicos contemporáneos se castigan la calumnia y la injuria. Así, en el código penal español se define la calumnia como la imputación de un delito con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad, y se distinguen dos supuestos de calumnia, según que vaya acompañada o no de publicidad; concretamente, para la calumnia realizada con publicidad se prevé una pena de prisión de seis meses a dos años o multa de seis a veinticuatro meses. La injuria, por su lado, se define como la acción consistente en lesionar la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación; y las injurias graves efectuadas con publicidad se castigan con multa de seis a catorce meses. Por supuesto, existen también normas de tipo civil que se conectan con las anteriores: una, por ejemplo, otorga a la persona injuriada un derecho a percibir una determinada indemnización; otra precisa que no cabe indemnización si el titular del derecho otorgó su consentimiento en forma expresa, etc.

Pues bien, todos los anteriores son ejemplos de reglas de acción, esto es, de pautas específicas de conducta que establecen mandatos o permisiones y que se caracterizan por los dos siguientes rasgos. El primero es que su estructura consiste en un antecedente o condición de aplicación, que contiene un conjunto cerrado de propiedades; y un consecuente o solución normativa en donde cabe distinguir, a su vez, dos elementos: una acción (mejor, una clase de acciones) y su calificación deóntica como obligatoria, prohibida, permitida, etc. Decimos un conjunto «cerrado» de propiedades porque, por ejemplo en relación con la norma que castiga la calumnia con publicidad, la obligación que tiene el juez de imponer esa pena de prisión o de multa requiere que se den tres circunstancias: que se impute a otro un delito; que exista el conocimiento de su falsedad o un temerario desprecio hacia la verdad; y que se haga con publicidad. Pero, ciertamente, esas propiedades pueden muy bien carecer de límites precisos, esto es, padecer de vaguedad (por ejemplo, ¿qué significa «temerario desprecio hacia la verdad»?; o bien, en relación con la publicidad el código establece que «la calumnia y la injuria se reputarán hechos con publicidad cuando se propaguen por medio de la imprenta, la radiodifusión o por cualquier otro medio de eficacia semejante», pero ¿en qué condiciones puede afirmarse que otro medio tiene una «eficacia semejante»?). Igualmente, las acciones mencionadas en el consecuente (las consecuencias jurídicas) pueden estar más o menos indeterminadas (la pena puede ser de prisión o de multa, y la prisión oscilar entre seis meses y dos años), pero esa indeterminación se encuentra siempre circunscrita en una clase de acciones que se debe (si la norma es de mandato) o se puede (si es permisiva) realizar; en ese sentido, puede decirse también que la acción (o acciones) ordenada(s) en el consecuente es (son) «cerrada(s)». La segunda característica —consecuencia de lo anterior— es que las reglas de acción pretenden regular la conducta de sus destinatarios excluyendo su propia deliberación como base para la determinación de la conducta a seguir: el juez debe aplicar tal pena cuando se encuentra frente a (es competente para juzgar) un caso que cumpla tales y cuales propiedades; los ciudadanos deben abstenerse de realizar tal tipo de acción; o bien pueden realizar la acción en cuestión si concurren determinadas circunstancias (con lo que, en cierto modo, se trata ya de otra acción), etc.

Hay, sin embargo, otro tipo de reglas —reglas de fin— que se diferencian de las anteriores —de las reglas de acción— únicamente en que en el consecuente establecen el deber o la permisión no de realizar una determinada acción, sino de dar lugar a un cierto estado de cosas. Por ejemplo, pensemos en una disposición administrativa que fija a tal órgano administrativo el objetivo (la obligación) de lograr que los funcionarios que de él dependen (o un cierto porcentaje de los mismos, digamos, al menos el 50%) aprendan la lengua vernácula. Para cumplir esa regla, el destinatario (el órgano) tiene una variedad de medios entre los cuales puede optar: puede ofrecer clases gratuitas, ventajas de promoción en el empleo, amenazar con sanciones, etc. Pero el objetivo fijado —el estado de cosas a alcanzar— es cerrado: se consigue si, por seguir con el ejemplo, más del 50% de los funcionarios, al cabo de un tiempo, logran pasar un test que mide su competencia en tal lengua.

Ahora bien, en nuestros sistemas jurídicos no existen únicamente normas de los tipos antes descritos (reglas de acción y reglas de fin), sino también otras a las que suele llamarse principios, y en las que cabe, a su vez, distinguir entre principios en sentido estricto y directrices o normas programáticas. Tales principios sirven, por un lado, como justificación de las reglas, de las pautas específicas: así, en relación con los ejemplos de reglas de acción que antes hemos puesto, puede decirse que lo que las dota de sentido son los principios de libertad de expresión y de respeto al honor (o, si se quiere, el límite a la libertad de expresión que supone el derecho al honor) y el objetivo de prevenir conductas que lesionen el honor de forma inaceptable —de forma que no resulte justificada, por ejemplo, por el principio de libertad de expresión; y, en relación con el ejemplo de regla de fin, lo que le da sentido es el propósito de conservar una lengua y, con ello, las señas de identidad de un grupo humano, etc.

Pero, por otro lado, los principios cumplen también una función de regulación de la conducta, especialmente de la conducta consistente en establecer normas o en aplicar las normas existentes a la resolución de casos concretos; esto último (la dimensión directiva de los principios en relación con los órganos aplicadores) ocurre cuando no existen reglas específicas aplicables, cuando éstas presentan problemas de indeterminación en su formulación, o cuando las reglas existentes parecen estar en conflicto con los principios que las justifican o con otros principios del sistema. Lo característico de los principios se halla en que en su antecedente o condición de aplicación no se contiene otra cosa sino la propiedad de que haya una oportunidad de realizar la conducta prescrita en el consecuente; y en este último, o solución normativa, se contiene una prohibición, un deber o una permisión prima facie de realizar una cierta acción (en el caso de los principios en sentido estricto) o de dar lugar a un cierto estado de cosas en la mayor medida posible (en el caso de las directrices o normas programáticas). Así, el principio de libertad de expresión (entendido como principio dirigido a los órganos públicos) establece que siempre que se dé una ocasión de expresar pensamientos, ideas u opiniones, y si no concurre otro principio que en relación con el caso tenga un mayor peso y opere en sentido contrario, está prohibido establecer prohibiciones u obligaciones relativas a esas conductas, impedir de algún modo su realización o imponer sanciones como consecuencia de las mismas. Y la directriz de procurar el desarrollo y mantenimiento de las lenguas vernáculas establece que, siempre que exista la oportunidad de favorecer ese estado de cosas, los órganos públicos (o determinados órganos públicos) deben procurar en la mayor medida posible que aumente o se consolide entre la población la utilización de esa lengua como vehículo de comunicación.

De esta forma, los principios —a diferencia de las reglas— no pretenden excluir la deliberación del destinatario como base de la determinación de la conducta a seguir sino que, bien al contrario, exigen tal deliberación. Cuando los destinatarios son los órganos legislativos o administrativos, estos deben determinar bajo qué condiciones un cierto principio (en sentido estricto) prevalece sobre otros (dando lugar a alguna regla como la de los ejemplos señalados) o bien trazar cursos de acción que aseguren la obtención, en la mayor medida posible, de diversos estados de cosas causalmente interrelacionados entre sí y exigidos por directrices diversas (dando lugar, por ejemplo, a reglas de fin como la antes mencionada o a reglas de acción idóneas para facilitar el objetivo propuesto: estipulando, por ejemplo, que los tribunales de oposiciones concedan una cierta prima a los candidatos a funcionarios que conozcan la lengua vernácula). Cuando los destinatarios son los jueces, los principios sirven de guía de comportamiento cuando —como antes decíamos— no existen reglas específicas que se apliquen a un caso, cuando estas son indeterminadas en su formulación, o cuando aparece algún tipo de desacuerdo entre las reglas y los principios que las justifican. En tales supuestos, el juez lleva a cabo una ponderación entre principios, cuyo resultado es precisamente una regla. Por eso, tiene pleno sentido decir que los principios no determinan directamente (es decir, sin la mediación de las reglas) una solución. Precisamente por lo anterior, puede decirse (desde otra perspectiva) que la distinción entre reglas y principios solo tiene pleno sentido en el nivel del análisis prima facie, pero no una vez establecidos todos los factores, esto es, a la luz de todos los elementos pertenecientes al caso de que se trate, pues entonces la ponderación entre principios debe haber dado lugar ya a una regla (Atienza y Ruiz Manero, 2000).

 

3 El elemento justificativo de las normas
El resultado al que hemos llegado en el anterior punto es que las reglas y los principios aparecen interrelacionados: la «vocación» de los principios —si se puede hablar así— es dar lugar a reglas (legislativas o jurisprudenciales); y las reglas se justifican por su adecuación con los principios. Tratemos ahora de precisar más en qué consiste ese elemento justificativo de los principios.

En un trabajo anterior (Atienza y Ruiz Manero, 1996), al hablar de las normas como razones para la acción, mostrábamos que había que distinguir entre el elemento propiamente directivo de las normas: su función de dirigir la conducta, y el elemento justificativo: lo que hace que la conducta prohibida aparezca como disvaliosa, la obligatoria como valiosa y la permitida como indiferente (no hay nada que reprochar al que hace o al que deja de hacer lo que está permitido). Hay, pues, una relación intrínseca entre las normas y los valores, puesto que el establecer, por ejemplo, la obligatoriedad de una acción p implica necesariamente atribuir a esa acción un valor positivo. Pero, además, considerábamos que existe una preeminencia del aspecto justificativo o valorativo sobre el directivo (tesis esta estrictamente contraria a la de Kelsen) en cuanto, por ejemplo, tiene sentido decir que calumniar es una acción disvaliosa y, por eso, está prohibida, mientras que, en nuestra opinión, no lo tendría (en contra de lo que piensa Kelsen) decir que calumniar es una acción disvaliosa porque está prohibida.

Pues bien, los principios en sentido estricto incorporan valores que se consideran —que el ordenamiento jurídico considera— como últimos. Atribuir a una acción o a un estado de cosas un valor último significa que no se toman en cuenta sus consecuencias (las consecuencias de la acción o del estado de cosas), pues si lo que los hiciera valiosos fueran esas consecuencias, lo que se calificaría en último término como valioso serían esas consecuencias, no las acciones o los estados de cosas que serían su causa; en nuestro Derecho, la libertad de expresión o el respeto al honor son algunos de esos valores o fines últimos del ordenamiento. Ello implica que en este ámbito (el de los principios en sentido estricto) la distinción entre acciones y estados de cosas pierde en buena medida su sentido, pues los únicos estados de cosas que aquí nos interesan son los vinculados no causalmente, sino conceptualmente, a las acciones. Si, como hemos dicho, vemos a la libertad de expresión como uno de esos valores últimos, entonces no puede haber diferencia entre decir que lo que es valioso son las acciones que respetan o garantizan la libertad de expresión, o bien que lo valioso es el estado de cosas en el que la libertad de expresión se encuentra respetada o garantizada. En el caso de los principios en sentido estricto se puede determinar que una acción está justificada con independencia del proceso causal, esto es, sin considerar sus consecuencias; o, en otras palabras, lo que aquí usamos son criterios de corrección que implican una exigencia todo o nada, en el sentido de que el juicio de corrección no es graduable: una acción o una decisión es o no es correcta. No tiene sentido decir que una decisión es más correcta que otra pues, en tal caso, la última simplemente no sería correcta. Naturalmente, el juicio negativo (de incorrección) sí admite grados: no es igualmente incorrecto —incorrecto en el mismo grado— impedir la difusión de una noticia aislada que instaurar una estructura sistemática de censura de prensa; como no es incorrecto en el mismo grado el homicidio de un individuo que el genocidio de un grupo étnico entero.

Las cosas son distintas si lo que se consideran son los valores incorporados al sistema jurídico por las directrices o normas programáticas: los valores utilitarios que, en nuestra reconstrucción, tienen carácter intrínseco pero no último. Lo que caracteriza a los valores utilitarios es que las acciones y los estados de cosas así calificados son susceptibles de un criterio superior de valoración. Por ejemplo, valoramos positivamente el estado de cosas en que la inmensa mayoría de los habitantes de un territorio conocen una determinada lengua; pero fundamentalmente lo hacemos por sus consecuencias: porque eso permite la integración social, afianzar el sentimiento de pertenencia a una comunidad, etc. Por esa razón, aceptamos, en general, que ese valor se vea limitado por otros, como el de la libertad o el de la igualdad de trato. A diferencia de lo que ocurría con los principios en sentido estricto, en el caso de las directrices la relación relevante entre estados de cosas y acciones es extrínseca o causal. Desde el punto de vista de las directrices, una acción justificada es la que, respetando las otras normas del ordenamiento (y en especial los límites que derivan de los principios en sentido estricto), es la más eficiente, esto es, facilita la obtención del estado de cosas ordenado con el menor sacrificio de los otros fines. A diferencia del criterio de corrección, el criterio de eficiencia puede ser satisfecho en distintos grados, aunque pueda haber acciones que quepa calificar de absolutamente ineficientes, esto es, absolutamente inidóneas para procurar en grado alguno el estado de cosas ordenado[4].

Pues bien, las reglas regulativas pueden verse como el resultado de ponderaciones entre principios en sentido estricto y/o directrices, y su aspecto justificativo proviene precisamente de los valores (de la especificación de los valores) que acabamos de ver. Sin embargo, como se recordará, las reglas incluyen, como condiciones de aplicación, propiedades adicionales a la de que se dé la oportunidad de realizar la conducta establecida en el consecuente; por ejemplo, las injurias solo constituyen delito cuando «por su naturaleza, efectos y circunstancias sean tenidas en el concepto público por graves» (art. 208, párr. 2 del Código penal[5]). Ahora bien, esta última propiedad (la gravedad de la injuria) puede atender a circunstancias o propiedades que (al menos en parte) sean distintas de las razones existentes para efectuar la acción del consecuente (la razón para abstenerse de injuriar es el respeto a la dignidad de las personas, no que la gente considere la injuria como de mayor o menor gravedad); de manera que no se puede descartar la posibilidad de que, en un determinado supuesto, lo que ordena (o permite) la regla difiera de lo ordenado o permitido por su justificación subyacente (por el principio o principios de los cuales la regla es una especificación): en el ejemplo, esto ocurriría si se estima que la dignidad de la persona queda también gravemente afectada en algún supuesto en el que los demás no atribuyen gravedad a la acción injuriosa[6].

 

4 Una definición de acto ilícito
Un ilícito se puede definir como un acto contrario a una norma regulativa de mandato. Veamos con algún detalle lo que esto significa.

  • Lo que se califica como ilícito es bien una acción en sentido amplio, esto es, una conducta (activa u omisiva) susceptible de ser calificada deónticamente como obligatoria, prohibida, etc. (por ejemplo, calumniar); o bien la consecuencia de acciones u omisiones, cuando esa consecuencia está deónticamente calificada (por seguir con el ejemplo antes utilizado, no haber logrado al término del plazo establecido que el 50% de los funcionarios llegaran a dominar una cierta lengua). Los supuestos son distintos, pues, en el segundo caso, lo ilícito no es propiamente la realización o no de determinada acción, sino el haber realizado una acción o serie de acciones que produce una determinada consecuencia o (como es el caso de nuestro ejemplo) el haber omitido todas las acciones o series de acciones que hubiesen conducido a la consecuencia en cuestión. Ahora bien, dado que la producción de estados de cosas requiere también la realización de acciones (aunque estas no estén determinadas), se puede simplificar y hablar únicamente —como haremos en lo que sigue— en términos de acción.
  • La acción ilícita ha de ser opuesta a una norma regulativa de mandato. Con ello se están diciendo, en realidad, dos cosas distintas. Una es que el comportamiento contrario [7] a las normas no regulativas (las normas constitutivas) no constituye un ilícito; las normas que confieren poderes (el principal tipo de normas constitutivas) no mandan, prohíben o permiten realizar una determinada acción o alcanzar un cierto estado de cosas. Propiamente, lo que establecen es que si, bajo ciertas circunstancias, se efectúan determinadas acciones, entonces se produce un cierto cambio normativo; por ejemplo, si dos personas que cumplen ciertas condiciones siguen cierto procedimiento, entonces pasan a estar casadas. Por eso, esas normas no pueden propiamente desobedecerse, sino usarse bien (y entonces se produce el cambio) o no (y entonces no se produce el cambio o no se produce del todo [ver infra, III, ap. 19]). La otra cosa que se está diciendo es que solo las normas de mandato (las que prohíben u obligan) definen acciones ilícitas (hacer lo prohibido o no hacer lo debido); los permisos —las normas regulativas permisivas—, por el contrario, no producen una división de la conducta en lícita e ilícita: lo simplemente permitido tanto puede hacerse como dejar de hacerse.
  • Si los ilícitos son conductas contrarias a normas de mandato y estas últimas pueden ser reglas o principios, ¿significa eso que cabe también trazar una clasificación paralela entre los actos ilícitos, según que sean contrarios a reglas o a principios? Nuestra tesis es que sí, y que a los primeros (a los actos opuestos a las reglas) se les puede llamar ilícitos típicos, mientras que los segundos, los que se oponen a principios, serían ilícitos atípicos. Pero esta propuesta de clasificación necesita ser aclarada.

 

5 La clasificación de los actos ilícitos en típicos y atípicos
Como punto de partida para ello nos puede servir el análisis del concepto de tipicidad que efectúan los penalistas. Y, a este respecto, parece esencial distinguir entre el llamado «tipo de garantía» y el «tipo sistemático». El de garantía se refiere a que las descripciones de los delitos deben ser relativamente precisas: una acción solo es típica cuando puede subsumirse estrictamente en dicha descripción; como escribe Nino: «el requisito de que una acción debe ser típica no es más que la reformulación del principio nullum crimen, nulla poena sine lege, interpretado de tal manera que se sigan de él los siguientes tres subprincipios (según la fórmula de Feuerbach): nullum crimen, nulla poena sine lege previa; nullum crimen, nulla poena sine lege scripta; nullum crimen, nulla poena sine lege stricta» (Nino, 1987, 41).

Por el contrario, la segunda noción de tipo, el «tipo sistemático», «no denota la entera descripción del delito, sino ciertos aspectos de ella» (ibid., 42); «un tipo, en esta segunda acepción, es solamente el conjunto de algunos aspectos cruciales de la situación descripta por la ley como necesaria para que se aplique el castigo» (ibid., 43); ese concepto de tipo cumple la función de fijar los límites entre la tipicidad y la antijuridicidad. Como suele decirse, la conducta típica solo es sospechosa de ser antijurídica y, por lo tanto, requiere una ulterior determinación acerca de si está justificada o no, esto es, de si es o no es antijurídica. Dada la concepción estructurada del delito de la dogmática penal, se comprende bien que esta noción de tipicidad cumpla un papel sistemático, en el sentido de que solo se pasará a comprobar la antijuridicidad y la culpabilidad de las acciones que puedan considerarse típicas.

Pues bien, la idea de tipicidad que aquí nos interesa es la primera, el tipo de garantía, en cuanto consecuencia del principio de legalidad. Lo que viene a decir es que los delitos penales deben estar establecidos en reglas (en pautas que sean lo más específicas posible) y no en meros principios, tal y como habría ocurrido en el Derecho penal premoderno. A propósito del principio de legalidad, Luigi Ferrajoli ha propuesto una distinción entre el principio de «mera legalidad» y el de «estricta legalidad»: El primero establece que «sólo las leyes (y no también la moral u otras fuentes externas) dicen lo que es delito» (Ferrajoli, 1995, 374). Mientras que el segundo (el de estricta legalidad) prohíbe que las leyes penales establezcan «elementos sustanciales, decidibles mediante juicios de valor, como condiciones no solo necesarias, sino también suficientes para configurar los delitos» (ibid., 375); con esto último, Ferrajoli quiere señalar que las normas penales no pueden tipificar como delito acciones configuradas tan solo en términos valorativos, tales como «escándalo público» o «actos obscenos».

Aunque no estamos en desacuerdo con Ferrajoli, esta última exigencia (la de estricta legalidad) es un desideratum que debe cumplir el Derecho penal (que, de hecho, cumplen los Derechos penales garantistas, los del Estado constitucional de Derecho) y que, en medida más o menos variable, pero siempre menor, es aplicable a otros campos del Derecho sancionatorio. Pero que los delitos se configuren con expresiones muy vagas no implica todavía —como hemos visto—, y a no ser que se trate de una vaguedad radical (entendiendo por tal que no existan criterios de aplicación de la expresión distintos de los valores que se tratan de proteger o promover mediante la norma que la contiene) que se configuren mediante principios, esto es, que dejen de ser ilícitos «típicos», en el sentido con el que aquí queremos usar la expresión: las reglas pueden contener expresiones muy vagas, sin dejar por eso de ser reglas. Los ejemplos anteriores de ilícitos (dar lugar a escándalo público o realizar actos obscenos) seguirían siendo ejemplos de ilícitos típicos, por más que se trate de una tipificación injusta (o inconstitucional: si la Constitución consagra el principio de la estricta legalidad penal).

Si los ilícitos típicos son, pues, conductas contrarias a una regla (de mandato), los ilícitos atípicos serían las conductas contrarias a principios de mandato. Pero aquí, nos parece, puede trazarse todavía con sentido una distinción entre dos modalidades de ilícitos atípicos. Unos son el resultado de extender analógicamente la ilicitud establecida en reglas (analogia legis) o el resultado de la mera ponderación entre los principios relevantes del sistema, cuyo balance exige la generación de una nueva regla prohibitiva (analogia iuris)[8]. Otros —los que aquí nos interesan— son ilícitos atípicos que, por así decirlo, invierten el sentido de una regla: prima facie existe una regla que permite la conducta en cuestión; sin embargo —y en razón de su oposición a algún principio o principios—, esa conducta se convierte, una vez considerados todos los factores, en ilícita; esto, en nuestra opinión, es lo que ocurre con el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder.

 

6 Clases de ilícitos atípicos. El papel de los principios en la definición de la conducta ilícita
Acabamos de decir que los ilícitos atípicos que aquí nos interesan no son el resultado de generación analógica (mediante analogia iuris o analogia legis) de nuevas reglas prohibitivas. La analogía opera cuando prima facie el caso aparece como no subsumible en ninguna regla; esto es, como permitido meramente en el sentido de no cubierto por una regla prohibitiva; por el contrario, en el abuso del derecho, en el fraude de ley o en la desviación de poder estamos frente a un caso que de entrada aparece cubierto por una regla permisiva, esto es, que prima facie está regulado por una regla como permitido, pero que modifica su status deóntico (pasando a estar prohibido) una vez considerados todos los factores. Los principios juegan en ambos casos un papel esencial, pero de manera diferente.

Frederick Schauer (1991) ha señalado como un rasgo central de las reglas el que estas —precisamente porque el significado de su formulación puede establecerse independientemente de las razones que constituyen su justificación subyacente— son, potencialmente, supraincluyentes e infraincluyentes en relación con sus justificaciones subyacentes: esto es, puede haber casos que debiendo estar incluidos en la regla —a la luz de su justificación subyacente— sin embargo no lo estén y otros que, por el contrario, no debiendo estar incluidos —a la misma luz— sin embargo lo estén. Pues bien, utilizando esa terminología, podemos decir que los ilícitos por analogía surgen —en los supuestos de analogia legis cuando una cierta regla prohibitiva es infraincluyente en relación con las exigencias de los principios que constituyen su justificación subyacente: la ilicitud de una conducta descrita como tal en una regla se extiende también a otra conducta que no resulta de entrada o prima facie subsumible en la regla, pero respecto de la cual son asimismo aplicables las razones para la prohibición que justifican dicha regla; en los supuestos de analogia iuris de lo que se trata es simplemente de que el balance entre los principios relevantes exige el surgimiento de una nueva regla prohibitiva, aun no existiendo una regla previa que consideremos como infraincluyente. Por el contrario, en relación con el segundo tipo de ilícitos, se trata de supuestos en los que —usando la terminología de Schauer— una regla permisiva resulta supraincluyente en relación con las exigencias de los principios que constituyen su justificación subyacente o con las exigencias de otros principios del sistema: la restricción en el alcance o ámbito de aplicación de una regla permisiva (que caracteriza tanto al abuso como al fraude o a la desviación de poder) se produce porque se trata de acciones que, aun siendo prima facie subsumibles en una regla permisiva, respecto de ellas no resulta aplicable la justificación subyacente de dicha regla permisiva, o esta se ve desplazada por algún otro principio que, en relación con el caso, tiene un mayor peso.

Por lo demás, el hecho de que en todos estos casos los principios jueguen un papel esencial no significa que, en relación con los ilícitos típicos, esto es, los relativos a reglas, los principios carezcan de importancia. Más bien habría que decir que, en este segundo caso, los principios han jugado su papel en un momento anterior, esto es, cuando, al ponderar diversos principios, se produce la regla (como habría ocurrido, por ejemplo, al establecer mediante reglas los casos en que se castiga —y con qué pena— la injuria o la calumnia: esas reglas son el resultado de ponderar de determinada forma el peso relativo de la libertad de expresión, el honor, la dignidad de las personas, etc.). De todas formas, una vez dado el paso de los principios a las reglas, aquellos no pierden del todo su virtualidad, sino que pueden resultar un elemento esencial a la hora de resolver, por ejemplo, un problema de interpretación: ¿cuándo debe entenderse que un medio tiene «eficacia semejante» a la imprenta o la radiodifusión, de forma que la calumnia por él divulgada reúna el requisito de «publicidad» que se exige para imponer determinada pena?; ¿cómo debe interpretarse la referencia al «concepto público» para determinar que una injuria es grave?, etc.

Desde luego, no siempre es fácil (o, incluso, posible) mantener la distinción entre estos dos tipos de ilícitos atípicos, como puede verse con un ejemplo. En el famoso «caso Friedmann» (STC de 11 de noviembre de 1991) el Tribunal Constitucional tuvo que enfrentarse con una petición de amparo, por parte de la señora Violeta Friedmann, basada en que las declaraciones realizadas a la revista Tiempo por León Degrelle, un ex jefe de las SS —en las que este negaba el holocausto judío, anhelaba la llegada de un nuevo Führer, consideraba a Mengele un «médico normal», etc.—, significaban un atentado contra su derecho al honor, ya que toda su familia había muerto gaseada, por orden del doctor Mengele, en el campo de exterminio de Auschwitz. El Tribunal comienza recordando los dos criterios que caracterizan su jurisprudencia hasta el momento. Uno se basa en la distinción entre la libertad de expresión en sentido estricto (referida a la emisión de juicios y opiniones) y la libertad de información (referida a la manifestación de hechos): la libertad de expresión tiene un mayor ámbito que la de información, pues el requisito de la veracidad solo opera en relación con hechos, no con juicios de valor. El segundo criterio es que el derecho al honor tiene un carácter personalista, de manera que su protección es más intensa cuando se trata del honor de las personas físicas y más débil si afecta a personas jurídicas o a colectivos de personas. La utilización de esos dos criterios llevaría, en este caso, a denegar el amparo, ya que el tribunal reconoce que las manifestaciones de Degrelle se inscribían, en general, en el ámbito de la libertad de expresión y no se referían a ninguna persona determinada, sino a un grupo, el pueblo judío. Sin embargo, concedió el amparo porque, a los anteriores criterios, añadió uno nuevo, según el cual la libertad de expresión no comprende «el derecho a efectuar manifestaciones, expresiones o campañas de carácter racista o xenófobo».

Pues bien, un supuesto como el anterior sería susceptible —nos parece— de dos interpretaciones. Por un lado, podría decirse que el caso aquí enjuiciado no estaba previsto en ninguna regla. El Tribunal disponía de los principios de libertad de expresión y los del respeto al honor y a la dignidad de la persona para aplicar al caso, pero la operatividad de tales principios exigía efectuar una ponderación que tuviera en cuenta todos los factores del caso. En relación con todos estos factores, el balance entre estos principios viene a exigir el surgimiento de una nueva regla según la cual la conducta consistente en efectuar manifestaciones, expresiones o campañas de carácter racista o xenófobo es ilícita. Vistas así las cosas, habría que decir que el Tribunal Constitucional ha creado una nueva conducta ilícita (una nueva regla) mediante un proceso de analogia iuris que arranca de los principios de libertad de expresión y de respeto al honor y la dignidad de la persona.

Pero la resolución del Tribunal Constitucional puede entenderse también de otra forma, quizás más acorde con lo que fue su argumentación. De acuerdo con ella, el Tribunal parte de que el caso está regulado por reglas de origen jurisprudencial elaboradas por él mismo. Aplicando las mismas, las manifestaciones del nazi belga deberían considerarse lícitas. Sin embargo, en el caso en cuestión existe una circunstancia muy importante (el que las expresiones de Degrelle tengan carácter racista y xenófobo) que llevan al Tribunal a considerar que el caso no puede subsumirse en tales reglas: o sea, la regla permisiva que el mismo Tribunal había creado en ocasiones anteriores debe restringirse en cuanto a su alcance o ámbito de aplicación, porque este caso presenta una nueva propiedad que lo sitúa fuera del alcance justificado de la misma.

En definitiva, el caso puede verse como un ejemplo de ilícito analógico o como un abuso del derecho: el alcance justificado del derecho a manifestar libremente las opiniones no llega hasta la manifestación de expresiones racistas o xenófobas.

 

Notas:

1 Libro Blanco de la Justicia, Madrid, 1997, p. 45

2 Pero de alguna de las cuales —como las normas que confieren poderes— habremos de hablar más adelante.

3 Tales acciones marcan negativamente, por así decirlo, el límite de la discrecionalidad de que generalmente se goza para seleccionar los cursos de acción orientados a dar cumplimiento a las directrices. Agradecemos a Josep Aguiló sus comentarios a una anterior redacción de esta parte del trabajo, que nos han permitido —creemos— mejorarla en su versión definitiva.

4 En otros casos, la injuria constituye simplemente una falta: artículo 620 del Código penal.

5 La independencia de las propiedades que constituyen el antecedente o condiciones de aplicación de la regla respecto de las razones en pro o en contra de la realización de la acción que figura en su consecuente —y la consiguiente posibilidad de que lo ordenado o permitido por la regla difiera de lo ordenado o permitido por su justificación subyacente— aparece con más nitidez en aquellas reglas en las que la caracterización de las propiedades constitutivas de las condiciones de aplicación se lleva a cabo en términos estrictamente descriptivos: en reglas del tipo de, por ejemplo, «si se circula en automóvil por autopista, entonces está prohibido rebasar los 120 km por hora» o «si alguien circula a más de 120 km por hora en autopista, entonces se le debe imponer una multa de x pesetas».

6 Como luego se verá, no hay propiamente hablando acciones contrarias a normas no regulativas o constitutivas, sino acciones no previstas o no mencionadas por esas normas.

7 Sobre esta distinción y sobre la relación entre analogía y principios, cf. Atienza, 1986.

 

 

ÍNDICE

Presentación     9

Capítulo I. INTRODUCCIÓN         13

  1. La teoría general del Derecho y el concepto de ilícito: las razones de una ausencia 13
  2. Reglas y principios 16
  3. El elemento justificativo de las normas 20
  4. Una definición de acto ilícito 23
  5. La clasificación de los actos ilícitos en típicos y atípicos 25
  6. Clases de ilícitos atípicos. El papel de los principios en la definición de la conducta ilícita 27

Capítulo II. EL ABUSO DEL DERECHO       33

  1. El surgimiento de la figura y su porqué 33
  2. La disposición del artículo 7.2 Cc y las normas expresadas por ella 36
  3. «Abuso del derecho» como término que designa una propiedad valorativa. La distinción entre significado y condiciones de aplicación 38
  4. Las condiciones de aplicación del abuso según la jurisprudencia 41
  5. Principios y moralidad positiva. Una posición equivocada ... 43
  6. El derecho de propiedad y el abuso del derecho 47
  7. Una definición de abuso del derecho 56
  8. ... y su aplicación a un caso paradigmático 57
  9. Una estructura normativa de dos niveles, pero situados ambos dentro del Derecho 58
  10. Abuso del derecho y laguna axiológica en el nivel de las reglas
  11. ¿Cabe el abuso del derecho en relación con los derechos fundamentales?

Capítulo III. EL FRAUDE DE LEY  67

  1. Cuándo y por qué surge el fraude de ley 67
  2. Fraude de ley y normas que confieren poder 70
  3. La estructura del fraude de ley 74
  4. Una definición de fraude de ley 76
  5. ... y su aplicación a un caso paradigmático 79
  6. Lo que es y lo que no es el fraude 81
  7. Fraude de ley, aplicación e interpretación del Derecho 84
  8. Fraude de ley y abuso del derecho 86
  9. Nota sobre el fraude de ley en el Derecho internacional privado 88

Capítulo IV. LA DESVIACIÓN DE PODER  91

  1. 27. Origen y sentido de la institución 91
  2. Poderes privados y poderes públicos: fines y discrecionalidad 94
  3. Una definición de desviación de poder 97
  4. Desviación de poder, fraude de ley y abuso del derecho 98
  5. Aplicación de la definición a un caso paradigmático  99
  6. Algunas consecuencias de la definición 100
  7. Los requisitos de la desviación de poder 104
  8. ¿Fines de interés general, pero prohibidos? 109
  9. ¿Carácter subjetivo u objetivo de la desviación? 111

Capítulo V. SOBRE LA LICITUD ATÍPICA  115

  1. Tres supuestos de licitud atípica 115
  2. La tolerancia jurídica 116
  3. Licitud atípica y carácter perentorio de las reglas 120

Capítulo VI. CONCLUSIONES       123

Referencias        131

 

 

 

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