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2018 Nuestra verdad. Kamala Harris.

PRÓLOGO
Casi todas las mañanas, mi marido, Doug, se despierta antes que yo y lee las noticias en la cama. Según el tipo de ruido que haga —un suspiro, un quejido, un grito ahogado—, sé cómo va a ser el día.

El 8 de noviembre de 2016 había empezado bien: era el último día de mi campaña para el Senado de Estados Unidos. Pasé la jornada reuniéndome con el mayor número de votantes posible y, por supuesto, voté en un colegio del barrio en la calle donde vivíamos. La sensación era buena. Habíamos alquilado un lugar inmenso para la fiesta de la noche electoral, con muchos globos. Pero antes salí a cenar con mi familia y mis allegados, una tradición que se remonta a mi primera campaña. Vino gente de todo el país, incluso desde fuera de él, para estar con nosotros: mis tías y primos, mi familia política, la de mi hermana y muchos más, todos reunidos para lo que esperábamos que fuera una noche muy especial.

Estaba mirando por la ventanilla del coche, reflexionando sobre lo lejos que habíamos llegado, cuando oí uno de los característicos quejidos de Doug.

—Tienes que ver esto —dijo pasándome el teléfono.

Estaban llegando los primeros resultados de las elecciones presidenciales. Algo pasaba, algo malo. Cuando llegamos al restaurante, la diferencia entre los dos candidatos se había reducido notablemente, y yo también me quejaba para mis adentros. El barómetro del New York Times sugería que iba a ser una noche larga y oscura.

Nos sentamos a comer en una pequeña sala del restaurante. Las emociones y la adrenalina estaban a flor de piel, pero no por los motivos que habíamos previsto. Por un lado, aunque los comicios aún no habían finalizado en California, éramos optimistas sobre mi victoria. No obstante, mientras nos preparábamos para celebrar ese triunfo que tanto nos había costado alcanzar, nuestros ojos estaban fijos en las pantallas mientras un estado tras otro arrojaba datos que contaban una historia preocupante.

En un momento dado, mi ahijado de nueve años, Alexander, se me acercó con lágrimas en los ojos. Supuse que alguno de los demás niños del grupo se había burlado de él por algo.

—Ven, hombrecito. ¿Qué pasa?

Alexander me miró a los ojos. Le temblaba la voz.

—Tita Kamala, ese hombre no puede ganar. No va a ganar, ¿verdad?

La preocupación de Alexander me rompió el corazón. No quería que nadie hiciera sentirse así a un niño. Ocho años antes, muchos de nosotros habíamos llorado de alegría cuando Barack Obama había sido elegido presidente. Y ahora, el miedo de Alexander...

Su padre, Reggie, y yo salimos para intentar consolarlo.

—Alexander, ¿sabes cuando a veces los superhéroes se enfrentan a un gran reto porque un malo va a por ellos? ¿Qué hacen entonces?

—Se defienden —gimoteó.

—Exacto. Y se defienden con emoción, porque los grandes superhéroes tienen grandes sentimientos, como tú. Pero siempre se defienden, ¿no? Pues eso es lo que vamos a hacer.

Poco después, Associated Press anunció mi victoria. Aún estábamos en el restaurante.

—No sé cómo agradeceros a todos que estéis a mi lado en todo momento, siempre —les dije a mis queridos familiares y amigos, que me apoyan de forma increíble—. Significa mucho para mí.

Estaba rebosante de gratitud, tanto hacia las personas que se encontraban en esa sala como a las que había perdido en el camino, sobre todo a mi madre. Traté de saborear el momento, y lo hice, aunque fuera por poco tiempo. Pero, al igual que los demás, enseguida volví la vista al televisor.

Después de la cena, fuimos al lugar de reunión de la noche electoral, donde se había congregado más de un millar de personas para la fiesta. Ya no era candidata. Era senadora electa de Estados Unidos, la primera mujer negra de mi estado y la segunda en la historia del país en conseguir ese puesto. Me habían elegido para representar a más de treinta y nueve millones de personas, más o menos uno de cada ocho estadounidenses de todos los orígenes y clases sociales. Era, y es, un gran honor y una lección de humildad.

Mi equipo aplaudió y me aclamó cuando me uní a ellos en la sala de descanso que había detrás del estrado. Todo era un poco surrealista. Ninguno de nosotros había procesado aún lo que estaba pasando. Me rodearon mientras les daba las gracias por todo lo que habían hecho. También éramos una familia y habíamos recorrido juntos un trayecto increíble. Algunas de las personas de la sala habían estado a mi lado desde mi primera campaña para ser fiscal de distrito. Pero ahora, casi dos años después del inicio de esta última, teníamos que conquistar una nueva cima.

Yo había escrito un discurso que daba por hecho que Hillary Clinton se convertiría en nuestra primera presidenta. Mientras me dirigía al estrado a saludar a mis simpatizantes, olvidé ese borrador. Miré a la sala. Estaba a rebosar, desde la platea hasta los palcos. Muchos estaban en estado de shock mientras veían los resultados del escrutinio del país.

Dije a la multitud que teníamos una tarea por delante. Les dije que había mucho en juego. Teníamos que comprometernos a unir juntos nuestro país, a hacer lo necesario para proteger nuestros valores e ideales fundamentales. Al plantear esta pregunta, pensé en Alexander y en todos los niños:

—¿Nos retiramos o luchamos? Yo digo que luchemos. ¡Y tengo intención de hacerlo!

Volví a casa con mis familiares, muchos de los cuales se quedaban con nosotros. Fuimos a nuestras habitaciones, nos pusimos ropa cómoda y nos reunimos en la sala de estar. Algunos nos sentamos en el sofá. Otros en el suelo. Todos nos plantamos delante del televisor.

Nadie sabía muy bien qué decir o hacer. Cada uno de nosotros intentaba sobrellevarlo a su manera. Me senté con Doug en el sofá y nos comimos entera una bolsa de Doritos de tamaño familiar. No le dimos ni uno a nadie.

Yo sabía una cosa: había terminado una campaña, pero iba a empezar otra.

Una campaña que nos pedía que nos alistáramos. En esta ocasión, la batalla era por el alma de nuestra nación.

En los años sucesivos, hemos visto una Administración que se entiende con supremacistas blancos dentro de nuestras fronteras y queda bien con dictadores fuera de ellas; que arrebata a niños pequeños de los brazos de sus madres en una esperpéntica violación de los derechos humanos; que reduce drásticamente la presión fiscal sobre las empresas y los millonarios mientras ignora a la clase media; que desbarata nuestra lucha contra el cambio climático; que sabotea la sanidad y pone en peligro el derecho de las mujeres a controlar su propio cuerpo; todo ello mientras parece atacar a todo y a todos, incluida la idea misma de la libertad e independencia de la prensa.

Somos mejores que eso. Los estadounidenses sabemos que lo somos. Pero vamos a tener que demostrarlo. Vamos a tener que luchar por ello.

El 4 de julio de 1992, uno de mis héroes y fuente de inspiración, Thurgood Marshall, pronunció un discurso que resulta de lo más pertinente.

—No podemos hacer como los avestruces —dijo—. La democracia no puede prosperar en el terror. La libertad no puede abrirse paso entre el odio. La justicia no puede echar raíces en la rabia. Estados Unidos debe ponerse a trabajar. Debemos discrepar de la indiferencia. Debemos discrepar de la apatía. Debemos discrepar del miedo, el odio y la desconfianza.

Este libro nace de ese llamamiento a la acción y de mi creencia en que nuestra lucha debe empezar y terminar diciendo la verdad.

Creo que no hay antídoto más importante y trascendental para estos tiempos que la confianza recíproca. Dar y recibir confianza. Y uno de los ingredientes más importantes de las relaciones de confianza es decir la verdad. Lo que decimos es importante. Lo que queremos decir. El valor que damos a nuestras palabras, que tienen valor para los demás.

No podemos solucionar nuestros problemas más espinosos a menos que seamos sinceros sobre lo que son, a menos que estemos dispuestos a mantener conversaciones difíciles y aceptar que hay que poner en claro la realidad. Necesitamos decir la verdad: que el racismo, el machismo, la homofobia, la transfobia y el antisemitismo existen en este país, y que necesitamos hacerles frente. Necesitamos decir la verdad: que, excepto los nativos americanos, todos descendemos de personas que no nacieron en nuestras costas, independientemente de que nuestros antepasados llegaran a Estados Unidos por voluntad propia, con la esperanza de un futuro próspero; por la fuerza, en un barco de esclavos; o a la desesperada, para huir de un pasado terrible.

No podemos crear una economía que proporcione dignidad y calidad de vida a los trabajadores estadounidenses a menos que primero digamos la verdad; que estamos pidiendo al pueblo que haga más con menos dinero y que viva más tiempo con menos seguridad. Los salarios no han subido en cuarenta años, pese a que el coste de la sanidad, la educación y la vivienda se ha disparado. La clase media vive al día.

Debemos decir la verdad acerca de las cárceles masificadas: que metemos en prisión a más personas que ningún otro país del mundo, sin motivo. Debemos decir la verdad acerca de la brutalidad policial, de los prejuicios raciales, del asesinato de hombres negros desarmados. Debemos decir la verdad acerca de las empresas farmacéuticas, que introdujeron el consumo de opiáceos adictivos en muchas comunidades, abusando de su confianza; y de los préstamos de salario 1 y las universidades con afán de lucro que han exprimido a estadounidenses vulnerables y los han cargado de deudas. Debemos decir la verdad acerca de la avaricia de las empresas depredadoras que han convertido la liberalización, la especulación económica y el negacionismo del cambio climático en su credo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

Este libro no pretende ser una plataforma política y mucho menos un programa de cincuenta puntos. Se trata más bien de una recopilación de ideas, opiniones e historias de mi vida y de la de muchas personas que he conocido a lo largo del camino.

Solo dos cosas más antes de empezar: en primer lugar, mi nombre se pronuncia «comma-la» y significa «flor de loto», un símbolo importante en la cultura india. El loto crece bajo el agua; su flor asoma en la superficie, pero sus raíces están bien firmes en el lecho del río.

Y, en segundo, quiero que sepas que este libro es muy personal. Esta es la historia de mi familia. Es la historia de mi infancia. Es la historia de la vida que he creado desde entonces. Conocerás a mi familia y a mis amigos, a mis compañeros y mi equipo. Espero que, a través de mi narración, los aprecies tanto como yo, pues jamás habría podido llegar donde he llegado yo sola.

Kamala,

2018

 

 

 

Índice

Portada

Sinopsis

Portadilla

Dedicatoria

PRÓLOGO

POR EL PUEBLO

UNA VOZ POR LA JUSTICIA

CON EL AGUA AL CUELLO

CAMPANAS DE BODA

YO DIGO QUE LUCHEMOS

SOMOS MEJORES QUE ESO

TODO EL MUNDO, TODOS LOS CUERPOS

EL COSTE DE LA VIDA

SEGURIDAD INTELIGENTE

TODO LO QUE HE APRENDIDO

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

Láminas

Notas

Créditos